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“El sublime instante del cazador”, Sergio Bonomo

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ARGENTINA

 

 

Después fue el silencio, más súbito, más grande y terrible que antes. El silencio de la laguna, preñado de misterio.

Rodolfo Walsh

 

 


Ilustración: Tut

Y ahora, en la alta noche, los oía llorar.

Tal vez supieron que fue él por las manchas de sangre en su ropa. Manchas secas —que aún no se habían borrado—, y que ellos, seguramente, lograban oler en la distancia.

Él sabía de su olfato, aunque jamás hubiera imaginado que alcanzara semejantes extremos.

Los aullidos de los perros le llegaban ahogados, gemidos de recién nacido. Agudos, perforaban la quietud, roían las paredes de la cabaña, se perdían simétricos acribillando la llanura.

A pesar de ser un hombre de ciudad, él se había acostumbrado a la soledad bulliciosa de la Pampa, a ese silencio a gritos que el campo vociferaba cada noche.

Pero estos aullidos eran una cosa nueva, jamás los había oído antes.

Los perros —ahora dudaba de que fueran perros— andarían lejos: si no, él podría observarlos a través de la ventana, por el finísimo espacio entre cortina y cortina.

Afuera, el cuarto creciente trastocaba el caldén en un gigante de erizadas garras. Los chañares fofos se desmelenaban bajo esa media luna.

El llanto surgía desde la vastedad del campo.

Él había matado a Garm esa misma tarde, y tal vez sus viejos compañeros lo habían hallado tirado sobre el sendero: la boca abierta, el cuerpo encogido, la cola entre las patas.

—Pero fue un accidente —gritó, apretando el rosario blanco que llevaba al cuello—, no tuve intención. Era mi fiel compañero.

Se sintió estúpido. ¿A quiénes les gritaba? ¿Por qué se rendía ante la certeza de que venían por él?

Tal vez su instinto de cazador le revelaba esta vez su condición de presa. No resultaba fácil de explicar, pero esos quejidos le sabían a inminente venganza. ¿O tanta soledad lo estaba enloqueciendo?

Los aullidos cesaron. El viento zumbó en la noche, y él se dejó avasallar por el silencio.

Miró por entre las cortinas: ahora las ramas del caldén se balanceaban frenéticas en la oscuridad.

Apartado de la ventana, se arrimó a la mesa, y bebió del pico de la botella de Old Smuggler. No es el mejor whisky del mundo, se dijo, pero sirve para noches así.

Descolgó el farol. Le gustaba el relumbrar del falso Rembrandt en la pared opuesta a la única ventana.

“El sacrificio de Abraham”. Durante los primeros días en la cabaña, esa escena le había desatado pesadillas. Ahora lo acompañaba en el insomnio: entre los desvelos, el patriarca sujetaba la cara de Isaac, a punto de ser sacrificado. El Ángel del Señor descendía oportunamente y detenía la mano del viejo. Y caía el cuchillo.

Aunque se trataba de una reproducción, jamás se atrevió a deshacerse de ella.

Apuró otro trago y se acercó a la biblioteca, lo primero que le había llamado la atención al comprar la cabaña. La dueña —una viuda que había perdido al marido en un accidente de caza— no quiso llevarse nada, ni el falso Rembrandt ni, mucho menos, aquel mueble de cedro con sus anaqueles repletos.

Desde entonces, él sobrellevaba las madrugadas con aquellos tesoros que aprendió a venerar.

 

 

Un aullido lejano lo sacó de sus cavilaciones. Desistió de la lectura. Volvió a colgar el farol del gancho que pendía del cielorraso. Se sentó. Encaramó los pies sobre la mesa, apoyó el Winchester contra el respaldo de una de las sillas. Jugó con las cuentas de su rosario.

El Tigre le había regalado ese rosario años atrás, cuando empezaron a trabajar juntos y todavía el país y la ciudad no le deparaban hostilidades. No sólo a él le había obsequiado uno, sino que —tenía entendido—, también al resto de los muchachos.

—Mientras lo lleves —le había dicho el Tigre, mirándolo a los ojos— nada malo te va a suceder.

Nunca había aprendido cómo se rezaba. El Tigre sí sabía. No sólo rezaba el rosario sino que asistía a misa.

Se dio cuenta de que una serenidad absoluta se había apoderado del campo. Sólo la hería el habitual rumor nocturno: chillidos de murciélagos y canto de grillos. Esa repentina paz, que agradeció con un suspiro, lo llevó al pasado. Y recordó entonces las circunstancias en que había hallado a Garm. Lo había encontrado una tarde de junio, hacía casi un año. Perdido, el cimarrón merodeaba el sendero. Ese día él andaba como siempre, con el caño de su rifle sobre el hombro, cuando Garm —que todavía no cargaba con ese nombre— lo vino a olfatear. A pesar del aspecto salvaje que traía, no temió que el perro lo atacara. Una gran mancha blanca en la trompa le daba cierto aire de inocencia. Él le tendió una mano franca, abierta, que Garm lamió gustoso.

Desde entonces anduvieron siempre juntos.

Otro aullido largo —esta vez desde mucho más cerca— lo arrancó del recuerdo. Agarró el Winchester y se tiró contra la ventana: los chañares continuaban con su baile enloquecido. La luna creciente apareció atravesada por ristras de nubes.

Después, otra vez nada.

—¡Malditos! —gritó—. ¡Vengan por mí!

Entonces la vio: reflejándose en las cortinas, moviéndose rauda, una sombra.

Las paredes temblaron. El farol se balanceó. Lo que haya sido que golpeó la cabaña poseía una fuerza descomunal.

Él destrabó la puerta. La abrió apenas. Apoyó su espalda en el marco y con el Winchester apuntó en todas direcciones.

Cuando se decidió a salir, lo recibió la soledad. El viento arreciaba. Conjeturó que con semejante fuerza desenraizaría los chañares.

Respiró profundo. La noche estrellada se devoraba el campo entero. Las nubes: aves de paso perdiéndose más allá del horizonte.

Se cubrió con el antebrazo, un bollo de papel le pegó en la frente. Ramas, pedazos de soga, cables, trapos, danzaban arremolinados en un embudo vertiginoso.

La F100 se sacudía.

Podría manejar hasta la siguiente cabaña, o hasta el pueblo y dormir en la hostería de don Pedro. Pero no iba a abandonar su casa por unos cimarrones de mierda.

¿Y la sombra? ¿Qué había sido aquella sombra?

Un jabalí muy grande, seguro. No un ciervo. Un ciervo no descarga semejante ímpetu.

Pensó que la tensión y el Old Smuggler y la fuerza del Pampero contribuían a su turbación.

Remolinos de tierra lo obligaron a entrecerrar los ojos. Revisó el frente de la cabaña. No encontró huellas.

En la parte trasera descubrió dos terribles desgarros.

—No es un jabalí —dijo—. Debe ser otro animal, ¿pero cual?

Otra vez se sorprendió hablando solo.

Entró. Se rió. La solitaria llanura podía enloquecer a cualquiera.

Le dio el último trago a la botella. No debía hacer eso, pero desde que abandonó la ciudad, el alcohol se transformó en su mejor amigo.

El mareo lo fatigaba. Destapó la segunda.

Se prometió no huir. Fuera lo que fuera, presentaría batalla. A pesar de la bebida, todavía mantenía firme el pulso para empuñar su rifle. Resultaba milagroso: sus manos temblaban por cualquier motivo, pero sosteniendo un arma conservaban la juventud y sobriedad de antaño.

No se dejaría asustar por unos cuantos perros que sólo se movían por instinto. No él, que de joven se había enfrentado a la más peligrosa y tenebrosa de las bestias: el hombre.

Y jamás había padecido el miedo.

Tampoco era la primera vez que la hostilidad de la Pampa se manifestaba en su contra. Pero intuía que esta noche se presentaba distinta.

Distraído, recorrió las cuentas del rosario.

Una vez le tocó presenciar cómo los perros salvajes deshacían un ciervo. Juntos, resultaban más bravos que un batallón. Él contaba con su fiel Winchester, pero intuía que la jauría no bajaba de cincuenta.

 

 

Ahora el mismísimo viento lloraba. Miró por la ventana. Ciertas noches confundía el llanto del Pampero con el de algún animal. El Pampero Sucio: lo oyó otra vez arrastrarse por el techo. Lo vio levantar polvareda y golpear contra los arboles.

Los chañares inclinaron sus ramas, vencidos. El caldén resistió la embestida sin doblegarse. Luego sobrevino la calma, y con la calma una brisa que se adivinaba a través del vidrio.

Suspiró.

Descolgó el farol.

Empinó otro trago.

Cualquier hombre que tomara de esa manera ya hubiera perdido la razón. Pero él jamás se emborrachaba. Su lucidez se aferraba a la realidad con desesperación, y su cabeza no sucumbía a los embates del whisky.

Regresó a la biblioteca, eligió un libro cualquiera. El azar le deparó uno de los tomos de Los mitos griegos, de Robert Graves, en la traducción de Álvaro Rodríguez Arguello. El volumen deslumbraba en su tapa con una ilustración de Juan Pablo Wansidler, en la cual el universo helénico se dilataba entre un laberinto borroso de colores y formas. En ese impactante collage convivían inquietantes cíclopes entreverados con terroríficas quimeras y naves de inframundo.

Leyó.

Leyó con avidez.

Las fábulas de Orfeo lo atraparon. Se dejó llevar por el misterio del mar de los Argonautas, por la valentía y el tesón de Heracles.

Se fascinó con la historia del Rey Licaón, quien asó la carne de uno de sus propios hijos y se la dio de cenar a Zeus. El Amo del Olimpo se percató de lo macabro de esa acción, y como acto de justicia, lo convirtió en lobo, y maldijo a toda su descendencia.

Él rememoró que en La Metamorfosis de Ovidio —cuya incompleta colección había ojeado en la biblioteca del despacho del Tigre— se relataba que los integrantes de esa descendencia poseían el atributo de la inmortalidad. Y que sólo podía ser abolido mediante la herida con un objeto de plata.

Cerró el volumen.

Tomó otro trago.

Y se acordó de Phelinger.

¿Por qué se le dio por acordarse de aquel periodista? ¿Qué oscura trama de su pensamiento se lo trajo a la memoria?

Tal vez porque se sentía emboscado, como se habrá sentido Phelinger en aquel operativo. Aunque ese cagatintas lo había enfrentado en el último minuto. Sólo con la mirada, es cierto. Pero él acusó la ira del tipo, antes de borrarlo de un disparo.

 

 

Los aullidos volvían a romper la calma.

Se pegó a la pared.

Los perros andarían por Laguna del Pampa, o más allá.

Quizá no lo buscaban a él. Tal vez perseguían algún ciervo herido.

Aullidos de lobo, pensó, pero es imposible: no hay lobos por aquí.

Conjeturó que no excedían la cantidad que había imaginado en un principio.

—No más de treinta —dijo en voz alta—, pero se los oye lejos.

Como si nada, retornó el silencio. Ahora la brisa apenas agitaba a los chañares. La imponente sombra del caldén se proyectaba bajo las estrellas.

Volvió a sentarse.

Abrió otra vez el volumen.

Leyó la historia de Orión de Beocia, “el hombre más guapo y el cazador más astuto que existía”. En esas páginas se relataba la conmovedora pasión que lo ligaba a Mérope, la hija de Enopión. Las largas jornadas de cacería en la isla de Quíos. También los inexplicables celos de Apolo, que creyó que Artemisa —su hermana— se había enamorado de ese simple mortal; la astucia del escorpión que el dios envió para asesinarlo. Y finalmente la muerte de Orión en manos de la propia Artemisa, engañada por Apolo. Graves revelaba que la diosa, afligida, convirtió al cazador en una constelación, perseguida eternamente por un escorpión gigante, para que todo el mundo recordase los celos y las mentiras de Apolo.

Absorto, él asimilaba el misterio de las leyendas.

Se extrañó que se obviara a Sirius, el perro de Orión, que —sabía— lo acompañaba en todas sus aventuras.

Cuando él salía de caza, con Garm, no le interesaba recorrer largas distancias en búsqueda de presas, sino preparar emboscadas.

Le fascinaba el rito, lo que solía denominar “el sublime instante del cazador”. Apostarse en algún sitio de la llanura, y aguardar, con el rifle apoyado sobre el antebrazo, la llegada de un ciervo colorado o de un jabalí.

Entonces, cuando el llano le entregaba una presa, inmerso en el goteo cadencioso del tiempo, se deleitaba en contemplarla en la mira.

Y luego, en el momento oportuno, gatillaba.

Y el estampido borraba el silencio, y un desplomarse hueco y seco se convertía en la señal para que el perro corriera al lugar de la caída.

Algunos cazadores podrían burlarse de su práctica heterodoxa, pero la paciencia y la espera conformaban su don.

Tampoco le agradaba expone sus trofeos en machimbre. Su gozo residía en el acto mismo, y no en un exhibicionismo ulterior, y del todo inútil.

Pero hoy había sido distinto. Él se encontraba como siempre, en una quietud tensa y expectante, cuando apareció el ciervo, titubeando entre los pastizales y el camino.

Lo esperó. Dejó que el instinto del animal lo condujera por donde se le antojara: su destino no proporcionaba muchas opciones. Al cabo de un rato quedó perfectamente recortado en la circunferencia del visor. Pero un aullido seco estremeció la llanura. La presa huyó a toda carrera y él entonces disparó: una sombra se interpuso entre el proyectil y el ciervo.

Cuando bajó su arma, Garm yacía ensangrentado.

Se arrojó sobre el perro. Lo abrazó. Lloró. Lloró como pocas veces en su vida.

Garm —dijo—, qué hiciste. Por qué te cruzaste de esa manera.

Fue hasta la camioneta. Descansó, apoyadas sus manos en el volante. Después buscó una pala y una bolsa. Cuando volvió, Garm había desaparecido.

Lo buscó por la llanura. La sangre del perro se secaba en su camisa.

Tal vez el cimarrón que aulló, se dijo, o un jabalí, se lo habrán llevado.

Ahora estaba seguro de que fueron los cimarrones.

 

 

Pelhinger.

¿Por qué recordaba a Phelinger?

Tal vez porque no percibió el miedo en los ojos de aquella alimaña.

El Tigre lo había convocado para ese operativo. No lo citó en su despacho, como de costumbre. Lo llevó al bar de Libertador. Le entregó un sobre grande de papel madera, y le tiró las fotos sobre la mesa.

No lo conocía.

¡Qué raro! Es famoso —dijo el Tigre—. Phelinger. Viene jodiendo desde hace tiempo, es de los que no aprenden nunca. Mirá que ya dimos cuenta de su hija.

Examinó las fotos con más cuidado: la calva pretendía abrirse camino entre surcos de pelo castaño. Los anteojos gruesos, de carey negro, descansaban sobre una nariz triangular.

El tipo poseía un aire inocente, casi inofensivo.

—Lo queremos muerto, ¿entendés? —el Tigre hablaba mirándolo fijamente—. Preparamos un plan especial para este mierda.

Él escuchaba con atención.

—Es un símbolo para ellos —el Tigre hablaba con apasionamiento, pero sin levantar la voz más de lo imprescindible—. Pensamos exhibirlo ante esos pelotudos que tenemos enjaulados. Le vamos a tirar el cadáver de este hijo de puta sobre la mesa. Que sepan, carajo, que no guardamos miramientos con nadie.

Él volvió a mirar las fotos: Phelinger fumando. Phelinger con una cámara fotográfica colgada de su cuello. Phelinger en París, con la Torre Eiffel de fondo. Phelinger, firmando libros en el salón de una biblioteca.

—Jodimos a su contacto —el Tigre continuaba con su informe—, el muy cagón cantó como un chorlito. Serpiko sabe trabajar muy bien. Igual que vos, Chacal, es el mejor de todos. Cada uno en lo suyo, indispensables.

Él no dijo nada, sonrió apenas.

—El guacho este anda clandestino, así que suponemos que va a caer armado a la cita. Los muchachos llegarán con los móviles, como siempre.

Lo distrajo el sonido de unas risas. Un grupo de copetudas hacía tintinear las copas de champagne.

—Para tu tranquilidad —dijo el Tigre—, es una gran rata, de los que husmean en los sitios más recónditos.

Él le contestó que no hacía falta que le diga nada, que conocía su deber.

Sólo lo inquietaba una duda:

—Phelinger es Judío, ¿no?

—No —dijo el Tigre—, su verdadero apellido es Daggio o Daunio. Phelinger es sólo el seudónimo con el que firma sus blasfemias.

—Perfecto.

—Fijate, está todo bien claro en el expediente —dijo el Tigre, señalando con el mentón el sobre de madera—. Leelo y la semana que viene realizamos la reunión general.

—¿En dónde?

—Ya te voy a avisar, me están infiltrando por todos lados.

El Tigre sonrió, y llamó al mozo.

 

 

Los aullidos llegaban ahora desde todos los puntos cardinales.

Tomó otro trago, calculó que faltarían cuatro horas para el amanecer —el reloj: otro artilugio que abandonó al dejar la ciudad—. Entreabrió la puerta. El viento había cesado. Las estrellas seguían dominándolo todo. El sueño no lo visitaba.

Resignado, volvió a prenderse al pico de la Old Smuggler.

Cuando fue lo de Phelinger, el frío anunciaba que el otoño se venía con crudeza. A pesar de que apenas había anochecido, el plenilunio se derramaba sobre Buenos Aires. Él aguardaba sobre el techo de un edificio en Combate de los Pozos, una construcción baja. Phelinger apareció en el mismo instante en que los muchachos se bajaron de los autos. Fue un grave error. El muy turro se avivó y disparó primero. Y los muchachos respondieron. La poca gente que transitaba corrió a refugiarse en los porches de los edificios. Phelinger —tiempo después lo supo— se defendía apenas con una Walther PPK 22. Detrás de un inmenso tilo, los mantenía a raya. Pero él ya lo divisaba en la mira: podía volarle la cabeza en cualquier momento. En cambio prefirió estudiarlo, disfrutar de ser el dueño de esa vida que estaba a punto de culminar.

Y fue ahí que Phelinger lo descubrió: el guacho miró hacia arriba, y él estuvo a punto de cometer la estupidez de echarse hacia atrás. Pero siguió apuntándolo, y creyó vislumbrar algo en esos ojos. Detrás de los gruesos lentes, las pupilas de su presa se enrojecían.

Phelinger arrojó su pistola. Se apartó del árbol, se paró debajo de la luz de mercurio y abrió los brazos en cruz.

Él no espero más. Disparó. Y le dio en medio del pecho. Antes de que cayera definitivamente, fue barrido por la descarga de los muchachos.

No se quedó a mirar como lo metían en alguno de los autos. Desarmó su Remington, bajó por las escaleras, y aguardó en vano al móvil que lo sacaría del teatro de operaciones.

Acabó yéndose en un taxi.

Ese fue su último trabajo para el Tigre. A orillas del Río de la Plata, una mañana de viento y llovizna, se volverían a encontrar, diez años después.

 

 

Ahora a los aullidos los oía muy cerca, como si aquello que lo acechaba se dispusiera a entrar en acción.

Se asomó entre las cortinas.

¿Estarían ahí, detrás de los chañares?

Agarró el Winchester, y de golpe las paredes se sacudieron. Varios libros saltaron de sus anaqueles. La copia del Rembrandt cayó al piso. El vidrio de la ventana estalló. Él arrancó las cortinas y sólo distinguió sombras. Enloquecidas sombras que se movían en todas direcciones.

La jauría corría y aullaba y rodeaba la cabaña.

El trataba de apuntar, pero esas sombras no se aquietaban nunca.

—Mierda —gritó—. ¡Qué carajo quieren!

Un aullido más potente que los otros lo obligó a soltar el Winchester. Cayó de rodillas, y se tapó los oídos.

Luego sobrevino el silencio.

Se asomó entre los vidrios rotos. La quietud del paisaje lo desconcertó. Observó las hojas del caldén, extáticas, como si el universo entero respondiese a una orden secreta de inmovilidad.

Un nuevo aullido volvió a ensordecerlo. Y el llanto y el movimiento retornaron. Las hojas del caldén se agitaron otra vez. Y la jauría —o lo que fuera— se alejó por el camino que lleva al pueblo.

—¡Se van! —gritó él—, los malditos huyen.

Abrió la puerta.

Vio como las sombras se perdían más allá de Laguna del Pampa.

Respiró profundo.

Se dejó caer en la silla.

Se rio. Se rio a carcajadas.

Por fin todo había terminado. Podía escucharlos cada vez desde más lejos.

Volvió a reírse.

Debo reconocer, se dijo, que por un instante me atravesó el temor.

Terminó la segunda botella. La levantó a la luz. Leyó: “Finest Scotch Whisky”.

Admiró su propia fortaleza. Ni siquiera el alcohol se atrevía a subyugarlo.

Recordó que en el expediente de Phelinger se resaltaba su condición de abstemio, y que, paradójicamente, los tilos lo ponían nervioso.

La vida sucumbe al poder de la ironía, pensó. Justamente el último minuto de esa rata transcurrió bajo el abrigo de un tilo.

Por misiones como la de Phelinger, El Tigre había sufrido juicio y cárcel. Fue portada de diarios, y tema de debate en diferentes foros. Nunca lo nombró a él, pero a otros no pudo encubrirlos.

El Tigre soportó, con estoicismo, la humillación de responder ante un canallesco tribunal por actos acometidos en nombre de una nobleza superior. Nobleza que aquellos jueces jamás comprenderían.

—Pero no me importa —declaró en el juicio—. Fui educado para el sacrificio y la entrega, como el Cristo.

Años después le concedieron la amnistía. Apenas salió lo convocó a una reunión secreta, cerca del antiguo despacho, en un recodo del río.

La ventisca de aquella mañana mecía las aguas turbias. Unos nubarrones de plomo embotaban el cielo y desgranaban una fina llovizna.

Hacía mucho que no se veían. Se abrazaron.

—Hay que desaparecer, amigo mío —le dijo el Tigre—. Estos mugrientos nos entregan las migajas de un perdón miserable. Es el arreglo que se pudo hacer, pero no alcanza. Vos y yo sabemos que si hoy se puede dormir en este país, deviene de la gracia de nuestra abnegación.

—Son unos traidores…

Tal vez sobrecogidos por la emoción del encuentro, el silencio los arrebató. Las aguas del Río de la Plata golpeaban contra la escollera. Un pájaro planeó sobre la lejana torre de toma.

Es una gaviota, pensó él. No, una golondrina.

—Y encima —continuó el tigre— nos achacan lo de Phelinger, ¿te acordás?

—¿Nos achacan? Esa misión fue un éxito. Lo que nunca entendí es por qué jamás vinieron a sacarme del lugar.

El Tigre no respondió. Parecía concentrado en lo que tenía que decir:

—Sin embargo, Chacal, aquello… ese operativo… fue nuestra desgracia… Nunca pudimos exhibir el cadáver como pretendíamos.

El tigre, seriamente, lo miraba a los ojos. La ventisca se empeñaba en desordenarle el escaso cabello.

—No lo sabías ¿no? —le dijo.

—No —contestó él, encogiéndose de hombros—. ¿Qué sucedió?

El Tigre meneó la cabeza. No dijo nada. Intentaba encender un cigarrillo, y el viento y la llovizna se confabulaban para impedirlo. Él lo ayudó, cubriéndolo con sus manos. No recordaba que fumara.

—Andate, Chacal —le dijo—. Andate donde sea, que no te encuentren, que nunca sepan en donde estás. Vos, que no cargás con el peso de una familia, corrés con ventaja.

—Sigue fulera la mano.

—Andate. Hacé lo que te digo. Llevate los fierros… y andate. Es lo que más nos conviene: desaparecer.

Y así llegó al Valle de Chillén, de eso hacía más de veinte años. Y nadie sabía que se refugiaba allí.

Se acercó a la ventana. Arrancó los pedazos de vidrio incrustados en el marco. Los chañares dormitaban con las ramas inclinadas hacia sus raíces. El caldén señoreaba bajo la bóveda celeste.

Ahora la luna presentaba una circunferencia perfecta.

Imposible, se dijo, yo mismo vi el cuarto creciente.

Sin embargo la redondez lunar lo desmentía.

Especuló que hasta el cielo se le estaba burlando.

Se arrimó a la mesa.

Levantó la botella.

—Esto me perturba la percepción —dijo en voz alta.

Se sentó.

Conmovido, contempló la ilustración de la tapa del libro de Graves.

Wansidler había ejecutado una verdadera obra de arte. Entre los vericuetos del laberinto de aquella perfección se dilataban todas las historias, todos los personajes: el León de Nemea; Heracles; la Osa de Artemisa que amamantó a Atalanta; el Águila de Zeus; Teseo; Ariadna; Quirón el Centauro, llamado El Arquero; el Carnero de Frixo; el Toro que raptó a Europa; Pegaso; el Cisne de Leda; Orfeo y su lira; la nave Argos; el rey-lobo, y su infinita descendencia.

Y, de pronto, su memoria se iluminó.

Y advirtió por qué se había acordado de Phelinger.

Decidido, abrió el libro y volvió a leer el mito de Liacón. Y mientras leía creyó oír aullidos que regresaban, creyó oír garras trepando por las paredes de la casa.

“… La noticia de los crímenes cometidos por los hijos de Licaón llegó al Olimpo, y el mismo Zeus fue a visitarles disfrazado de viajero pobre. Tuvieron la desfachatez de servirle una sopa de menudos en la que habían mezclado las vísceras de su hermano Níctimo con otras de ovejas y cabras. Zeus no se dejó engañar y, derribando de un golpe la mesa en la que le habían servido aquel repugnante banquete —el lugar fue llamado después Trapezo—, los convirtió a todos en Lobos…”

La cabaña temblaba, pero él se mantenía absorto, hipnotizado por la certeza de la revelación.

“… Licaón engendró una multitud de hijos, pero al que más amaba era a su primogénito: Daunio…”

Ahora los aullidos sonaban sobre el techo. Y él oía, como desde un sueño, las garras que lo resquebrajaban.

Daunio, pensó. Daunio era el verdadero apellido de Phelinger.

Daunio, hijo de Liacon: el Lycanthropus.

Suspiró. Cerró el libro. Como si volviera en sí, miro a su alrededor: ya lo acorralaban.

Lentamente, sin dejar de observar a las fieras, agarró su Winchester y retrocedió hasta la ventana rota.

Los lobos permanecían en actitud expectante. Tal vez aguardaban una señal del amo. Toda Jauría respondía siempre a uno.

Entonces, algo le llamó la atención. No fue una sensación. No fue ni siquiera un ruido. La certeza de que lo vigilaban acaparó sus sentidos.

Se dio vuelta, y detrás de la ventana, en medio de la llanura, lo reconoció: parado sobre sus patas traseras, aun conservaba cierta apariencia de hombre.

—Grandísimo hijo de puta — le gritó.

El animal —si de veras se trataba de un animal— no le contestó, tal vez ni lo oyó.

Él vio como los ojos se le inyectaban de rojo.

—Turro de mierda —gritó— te maté una vez, y te voy a volver a matar.

Disparó: una, dos, tres veces.

Pero al instante rememoró a Ovidio, y supo que todo sería inútil.

Entonces los lobos se le arrojaron encima. Lo obligaron a soltar el wínchester. Lo mordieron, le clavaron sus garras en los brazos, en las piernas.

Boca arriba, lo arrastraron hacia la intemperie.

Creyó que las heridas no eran graves, que las fieras habían controlado sus instintos. Se dio cuenta de la verdad cuando un dulce sopor lo fue ganando: se iría desangrando lentamente.

Lo sorprendió la presencia de un bulto acurrucado junto a él. A su lado, entre un revolotear de moscas, yacía el cadáver de su perro.

—Garm —dijo—, amigo mío. ¿Quién te trajo hasta aquí?

Oyó una explosión, después otra. Como pudo levantó su cabeza: la cabaña y la camioneta ardían.

Volvió su cara al cielo, a ese firmamento atiborrado de estrellas.

—¡Allí reina Orión! —murmuró—, ¿ves, Garm? Y también Sirio, su fiel compañero.

Escupió sangre. Consideró que esos astros entramaban una historia muy antigua, y que él y Garm simbolizaban en la tierra el reflejo fugaz de ese universo.

Aceptó la derrota. Entendió que le habían retribuido con su misma moneda, que todo el tiempo jugaron con él, que la desaparición del cadáver de Garm formó parte de una astuta elucubración para distraer su pensamiento. Se dio cuenta, también, que participó del deleite de otro, de ese “sublime instante” que sobrepasaba el goce de la muerte misma.

Parpadeó. Sabía lo que sucedería.

Vio pies descalzos que se acercaban. Contempló otra vez el cielo: una cara le tapó las estrellas.

La cara se colocó casi contra la suya. La recordó, a pesar de la metamorfosis. La antigua calva había desaparecido bajo la maraña de una melena hirsuta. La piel afloraba detrás de un oscuro pelambre. La boca se abría en aullidos desde donde asomaban colmillos afilados.

Apretó su rosario contra el pecho.

Intentó musitar una oración, pero ya no le alcanzaron las fuerzas para ordenar sus pensamientos.

Phelinger, Daunio, o como se llamara esa maldita bestia, movió un brazo y le puso una garra sobre las manos: un dolor agudo lo obligó a gritar.

Cuando la bestia lo soltó sus manos ya no existían: chorros de sangre manaban de sus propias muñecas.

El rosario se tiñó de rojo.

 

 


En palabras del autor: “Mi nombre es Sergio Bonomo y nací en el verano de 1966. Me asomé a la literatura desde muy niño, ya que mi abuelo poseía un volumen de El libro de las mil y una noches y me leía una historia cada mañana. Cuando aprendí a leer, fui atrapado por las novelas de Salgari y de Julio Verne. Más tarde llegaron a mi vida Horacio Quiroga, Ray Bradbury, y luego Julio Cortázar y Jorge Luis Borges. Pero lo que realmente me llevó a intentar escribir de una manera decorosa fue mi fascinación por la obra de Edgar Allan Poe. Comencé a escribir relatos desde ese momento. Me dedico a realizar espectáculos de narración oral y coordino el ciclo de narración de cuentos Mester de Juglaría, en “The Classic”. Con “Historia de extramuros” obtuve el premio al autor local en el Primer Certamen Nacional de Cuentos “San Martín 2008”, organizado por la municipalidad de General San Martín. Ángela Pradelli, Agustín Romano y Fernando Sorrentino fueron los miembros del jurado. Publiqué mi cuento “Detrás de la puerta” en el no. 209 de la revista Axxón. Durante 2010 presenté narraciones orales en el ciclo Abriendo puertas, coordinado por Pedro Parcet. Mi relato “Fairlane” resultó finalista en el Premio Domingo Santos 2010, organizado por la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror; en dicho concurso, fui el único autor finalista de nacionalidad no española. Fairlane fue publicado en el no. 214 de revista Axxón. Publiqué mi cuento “La noche de las fieras” en el suplemento cultural del diario Perfil. Desde 2009 pertenezco a las filas del Taller de Corte y Corrección, coordinado por Marcelo di Marco.”

Hemos publicado en Axxón DETRÁS DE LA PUERTA, FAIRLANE y EL ANILLO.


Este cuento se vincula temáticamente con ¿HA OÍDO LLORAR A LOS LOBOS?, de Daniel Flores; 1807, de Alejandro Alonso y ELLA, de Gustavo Courault.


Axxón 257 – agosto de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Seres fantásticos : Licantropía : Argentina : Argentino).


“Lusca”, Jorge Del Río

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ARGENTINA

 

 

Siempre me aterrorizó el mar. Desde que he tenido uso de memoria que la sola visión de las olas rompiendo contra la orilla o de la inmensidad azul plomiza del océano bastó para provocarme piel de gallina y llenar mi mente de terrores irracionales. De imágenes de furiosas tempestades, de horrendos monstruos marinos acechando en las profundidades, de tentáculos enormes que emergen de las aguas en busca de presas. Tentáculos. Ése ha sido el peor de mis terrores marítimos y, probablemente, también la raíz de todos los demás.

Por más que retroceda en el tiempo hasta los más tempranos días de mi infancia, como el mimado hijo único de una familia de clase media alta de Buenos Aires, no soy capaz de hallar una causa específica para mi temor. Pero sí recuerdo llorar, presa del pánico, durante las últimas escenas de la película Popeye el marino en las que el héroe se enfrentaba a un gigantesco pulpo. Tal fue el escándalo que armé aquél día que mis padres tuvieron que sacarme del cine en brazos, gritando y moqueando. En mi defensa diré que tenía tan sólo cuatro años.

También recuerdo el terror paralizante que me invadió a los once años, al leer Veinte mil leguas de viaje submarino. Julio Verne y Emilio Salgari eran mis escritores de cabecera por aquellos tiempos en los que descubría mi pasión por la lectura y sus novelas, aunque consideradas de poco valor literario, estimulaban de manera increíble la imaginación de un niño con sobrepeso, escasa aptitud atlética y aún menos amigos. En el caso de Veinte mil leguas… el problema fue un capítulo en particular. Puntualmente el titulado Los pulpos, en el que el Capitán Nemo y la intrépida tripulación del Nautilus se veían amenazados por varios de éstos monstruos en las aguas del golfo de México. Los críticos y literatos podrán decir lo que quieran de la prosa de Verne y su capacidad narrativa; yo puedo dar fe de que las descripciones de ese capítulo son tan espantosamente vívidas que requirió un acopio de valor de mi parte y varias noches plagadas de pesadillas para poder terminarlo.

Durante el secundario me decanté por Poe y Lovecraft. Las referencias del segundo a monstruosas y milenarias entidades que moran en las profundidades del océano a la espera de despertar me causaron más de una noche de insomnio.

También despertaron en mí un interés de aficionado por el ocultismo y las distintas tradiciones místicas; una etapa ya superada pero que en su momento escandalizó a los docentes y directivos del colegio católico al que asistía. Ya por entonces mi sobrepeso comenzaba a quedar atrás, junto con mi incapacidad crónica para socializar con mis pares. Me hice de un pequeño círculo de amigos entre los que se encontraba una chica. De nombre Sofía, cabello oscuro y grandes ojos azules. Ella sería, junto con mis ya mencionados miedos, el otro factor desencadenante de esta historia.

De mi círculo de amigos, sólo permanecí en contacto con dos de ellos al terminar el secundario. Bruno, instalado en Barcelona y con quien mantenía una constante relación epistolar y —sí, adivinaron—, Sofía. Ella estudiaba Biología en la Universidad de Buenos Aires, donde yo intentaba otro tanto en la carrera de Lengua y Literatura. Ninguno de los dos era bueno para hacer nuevas amistades, o tal vez no estábamos interesados en hacerlas, por lo que siempre terminábamos almorzando juntos en el comedor, tomando un café entre clases, acompañando al otro durante las visitas a la biblioteca. Fue cuestión de tiempo para que empezáramos a salir juntos. La nuestra fue una relación romántica como sólo pueden tenerla aquellos que primero han sido amigos por años, y atesoro cada uno de esos momentos junto a ella.

Eventualmente nos separó la vida. Sofía se graduó con un doctorado en biología marina (siempre se burlaba de mis, para ella, incomprensibles miedos) para luego convertirse en una oceanógrafa de renombre. Yo abandoné mis estudios y me dediqué a la escritura. Con el tiempo me volví un autor de moderado éxito que, junto con la herencia familiar, me alcanzó para vivir con holgura y sin preocupaciones en mi pequeño chalet de San Telmo, desde donde trasladaba mis desvaríos mentales al lenguaje de la prosa frente a una computadora, entre ceniceros llenos y tazas de café.

Nunca perdí totalmente el contacto con Sofía. Además de las obligadas llamadas telefónicas en los cumpleaños y Año Nuevo, también intercambiamos correspondencia varias veces al año. Ella solía enviarme fotos de los lugares adonde la llevaban sus investigaciones, como India, Australia y África. Yo le respondía obsequiándole ejemplares de mis novelas más recientes. De más está decir que su vida era mucho más interesante que la mía.

Recibí su llamado la mañana del 2 de Noviembre. Me encontraba en mi estudio, aporreando el teclado desde antes del amanecer presa de uno de mis ataques de inspiración, cuando el timbre del teléfono me arrancó de mi trance creativo. Levanté el tubo preparado para escuchar la insistente voz de mi editor, un comerciante con el criterio literario de un picaporte. En cambio, me sorprendí al escuchar el distante pero identificable murmullo de las olas. Una voz de mujer, aún más distante, me llamó por mi nombre. Tardé unos segundos en reconocerla.

—Tenías razón —me dijo—. Siempre la tuviste.

Era ella, ya no me cabía duda. Pero había algo extraño en su voz. Sonaba demasiado fría y controlada. Forzada. Le pregunté si estaba bien, pero sólo me respondió el romper de las olas al otro lado de la línea. Los vellos de mis brazos y nuca se erizaron al instante. La voz de Sofía volvió a sonar poco después y la noté temblorosa a pesar de la estoica calma que intentaba transmitir.

—Tenías razón —repitió—. El mar esconde tantas cosas…

Casi gritando, le pregunté qué quería decirme con eso. Le pregunté dónde estaba.

—Lusca… —murmuró ella, y su voz se extinguió entre el creciente rumor del mar.

Hubo un golpe amortiguado y, después, silencio.

Encendí un cigarrillo con manos temblorosas, sin tener idea de qué iba a hacer a continuación. Mis propias palabras me miraban, expectantes, desde el monitor. Mi novela seguía allí, congelada en una oración inconclusa, pero la inspiración hacía rato que se había marchado. Sólo una cosa daba vueltas por mi cabeza: la terrible certidumbre de que Sofía se encontraba en peligro.

Sabía que debía ayudarle. Sofía era mi amiga, la había amado y probablemente lo seguía haciendo. Además, yo era la persona a la que había llamado y eso me ponía en una obligación hacia ella de la que no podría renegar aunque quisiera. Y no quería.

Conservaba cada una de sus cartas en perfecto orden y tomé la más reciente. Estaba fechada en Julio. La releí rápidamente: en ella Sofía me contaba que estaba trabajando para el OSEI, el Ocean Sciences Education Institute de Boston, pero que se quedaría allí sólo hasta Agosto. Después, escribía, estaba interesada en participar de un proyecto organizado por el Centro Universitario de Mérida, en Yucatán, México. “Todavía no puedo adelantarte de qué se trata, pero cuando te cuente no lo vas a poder creer” se despedía en la post data.

Pasé el resto de la mañana intentando comunicarme con el Centro Universitario de Mérida, y cuando al final lo conseguí tuve que hablar con tres personas distintas hasta que pasaran el teléfono al profesor Ramón Díaz Herrera, director del área de biología marina y también del proyecto en el que Sofía estaba trabajando. Con la parquedad del hombre ocupado, Díaz Herrera me informó que, en efecto, la doctora Sofía Vargas estaba trabajando con ellos, pero que en esos momentos no se encontraba en el campus. Antes de que pudiese colgar, me apresuré a preguntarle si había alguna otra forma de contactarla. Inventé una excusa sobre un asunto familiar y le dije que necesitaba comunicarme con ella con urgencia. Él se excusó diciendo que no tenía su número de móvil, pero que Sofía se encontraba realizando una investigación de campo con su hijo, el profesor Gonzalo Díaz, en el área de las Bahamas. Me ofreció facilitarme su teléfono y el del hotel en el que ambos se alojaban. Agendé ambos números en mi celular, el del móvil del profesor Díaz y el del Chickcharnie Hotel, en Isla Andros (la de las Bahamas, no su homónima griega). Le di las gracias y le pregunté además si podía contarme de qué se trataba el proyecto en el que estaban trabajando. Lo hice con anticipado temor, ya que parte de mí intuía la respuesta.

Octopus giganteus —respondió la voz impersonal del catedrático, y a mí el corazón me dio un vuelco—. Una investigación sobre pulpos gigantes.

Colgué bruscamente el teléfono. Fue una total falta de cortesía de mi parte, pero no me importó. Tardé más de un minuto en encender otro cigarrillo debido al temblor de mis manos. El peor de mis miedos emergía de los más oscuros rincones de mi mente y ya sus tentáculos se cernían, implacables, a mi alrededor. Tentáculos. En todos mis años de escritor, no creo haber elaborado una metáfora más precisa.

Veintiséis horas después del perturbador llamado de Sofía, descendía por la escalerilla del avión bajo el sol abrasador de las Bahamas. Cargaba mi bolso de mano como único equipaje mientras iba repasando mentalmente los eventos de las últimas horas. Primero había telefoneado al Chickcharnie, donde tuve que hacer uso de mi oxidado inglés para enterarme de que tanto Gonzalo Díaz como Sofía Vargas estaban registrados allí, pero ninguno de los dos se encontraba en el hotel. Después llamé al profesor Díaz, quien había tenido que interrumpir su trabajo en el proyecto para ser internado en el hospital de Nassau debido al ataque de una medusa. Gonzalo Díaz tenía un trato mucho más cordial que su padre y me contó que, tras su internación, Sofía había regresado a Isla Andros para seguir adelante con la investigación. Prometió llamarlo para mantenerlo informado pero no lo había hecho y él tampoco lograba comunicarse con ella. Finalmente, tras explicarle brevemente quién era yo y cuál era mi relación con Sofía, Gonzalo había accedido a encontrarse conmigo en el aeropuerto de Nassau. Y allí estaba él, vistiendo la camisa hawaiana y el sombrero Panamá que me había dicho que usaría. Y yo acudí a estrechar su mano.

Durante el almuerzo en la terminal, Díaz me contó que llevaban más de dos meses trabajando en ese proyecto, que había comenzado en las aguas del golfo de México y que, desde hacía un par de semanas, se había trasladado al archipiélago de las Bahamas. Él era alto, atlético y bronceado, y yo sentí celos por la relación que podría tener con Sofía. Tenía el tobillo derecho cubierto por un vendaje, donde había sido alcanzado por la medusa mientras buceaba.

—Fue una Pelagia noctiluca —me explicó—. Vulgarmente conocida como acalefo luminiscente. Posee una toxina altamente urticante, que puede llegar a causar la muerte si uno no es tratado a tiempo con un antídoto.

No me interesaban los cientos de especies de medusas que sin duda conocía, así que le pregunté cuándo había visto a Sofía por última vez. Me respondió que el 31 de Octubre por la tarde, luego de ser internado. Había recibido el alta esa misma mañana y desde el día anterior que llevaba intentando comunicarse con ella.

—La llamo al móvil y no me responde. Y en el hotel me dijeron que no la ven desde antes de ayer —me dijo sin disimular su preocupación.

Yo pensaba en su llamada, algo de lo que todavía no le había hablado. Y no estaba seguro de si debía hacerlo. Díaz me explicó que tenían equipo de acampada y que, de encontrar algo de interés en la isla, ella se habría quedado allí hasta completar el trabajo. Pero no por eso dejaría de contestar el teléfono.

Terminamos el almuerzo, que Gonzalo insistió en pagar aduciendo que yo ya había tenido suficientes gastos entre llamadas de larga distancia y pasajes de avión de última hora. Lo que, por otra parte, era cierto.

—Usted debe ser muy amigo de Sofía para tomarse tantas molestias por ella —me dijo.

No supe qué responderle.

Volamos en charter hasta Andros. Desde la ventanilla del pequeño jet pude apreciar la forma de la isla, dividida por el canal conocido localmente como Tongue of the Ocean, que albergaba a uno de los arrecifes de coral más grandes del mundo, según me ilustraba Gonzalo con la monotonía de un guía turístico. Pensé que la imagen de la isla emergiendo de entre las aguas color turquesa se habría antojado paradisíaca para cualquiera, menos para mí. La sola idea de estar en una pequeña masa de tierra rodeada completamente por el océano era suficiente para, cuanto menos, ponerme nervioso.

Tomamos un taxi desde el aeropuerto hasta el hotel. Como era de esperarse, no había novedades de Sofía en la recepción, y Gonzalo me cedió su habitación para que pudiera ducharme y cambiarme de ropas, algo que agradecí tras un vuelo de diez horas. No puedo decir que me sorprendí al ver que él y Sofía compartían un cuarto con cama matrimonial; tampoco que me agradó enterarme.

—Sofía y yo tenemos una… relación desde hace un par de meses —me confesó discretamente, pero yo escuché: “Hace un par de meses que me estoy acostando con la amiga de tu infancia, tu primer amor y la mujer de tu vida.” Era algo estúpido e inmaduro, pero mientras me duchaba no puede evitar el sentirme traicionado.

Para cuando regresé al vestíbulo del hotel, fresco y recién afeitado, Gonzalo ya no estaba. Me había dejado un mensaje en recepción, en el que me decía que iba a intentar seguirle el rastro a Sofía a través de unos conocidos en la isla. Prometía estar de vuelta antes del anochecer, y mientras tanto me sugería descansar en su habitación o recorrer el pueblo. Opté por lo primero. De esa forma también podría husmear entre sus notas y averiguar algo más acerca del proyecto.

Además de la computadora portátil, —bloqueada y con clave de seguridad, como era de esperarse—, Gonzalo y Sofía también llevaban sus archivos a la vieja usanza, en la forma de una gruesa carpeta repleta de recortes de periódicos, impresiones de mapas, de fotos satelitales e infinidad de anotaciones en donde reconocí la caligrafía de mi amiga, elegante a pesar de lo apretado de la escritura.

Indagando entre sus páginas, me encontré con una completa base de datos acerca de los octopus giganteus y su posible presencia en las Bahamas. Desde el hallazgo del cadáver en descomposición de un animal de gran tamaño a fines del siglo XIX, cuya descripción coincidía con la de un pulpo de varias toneladas de peso, hasta los numerosos registros de pescadores y buceadores desaparecidos en el área de los blue holes, abruptas fosas de trescientos o más metros de profundidad que, de acuerdo con los archivos, constituían el hábitat perfecto para uno de estos monstruos. Pero lo más llamativo de esas notas, y lo que me provocó un estremecimiento involuntario, fueron las referencias a una leyenda local de los pescadores bahameños. Decía que los nativos de la isla Andros, así como los de las vecinas islas Caicos, evitaban navegar sus piraguas cerca de los blue holes ya que éstos eran la guarida de un monstruo marino, una criatura gigantesca y maligna a la que llamaban Lusca. Reviví el final de mi conversación telefónica con Sofía y debí luchar contra el visceral horror que amenazaba con apoderarse de mis actos. Pues “Lusca” había sido su última palabra antes de que su voz se perdiera entre el rumor de las olas.

Mi cansancio debió vencer al miedo en algún momento y caí dormido entre abismos oceánicos y leyendas marinas. Como era de esperarse, mis tribulaciones se extendieron hasta mis sueños y me vi nadando a través de la inmensidad de un mar monstruoso y eterno, intentando patéticamente mantenerme a flote hasta que algo atrapaba mis piernas y me arrastraba hacia el fondo. Yo braceaba en un esfuerzo infructuoso, risible, por zafarme de esa fuerza despiadada que acababa por sumergirme. Sabía que esos monstruosos tentáculos que me aprisionaban no eran más que una extensión de algo mucho más grande y terrible. Algo que esperaba por mí en las profundidades. Cerré los ojos.

Volví a abrirlos en la habitación, jadeante y empapado en sudor, tendido sobre el lecho que Sofía compartía con otro hombre. El reloj de la mesa de luz marcaba la una menos cuarto de la madrugada, y Gonzalo aún no había vuelto.

Sonó mi teléfono celular, rasgando abruptamente el silencio del cuarto y haciéndome dar un pequeño salto. Atendí, nervioso. Era Gonzalo.

—Sé lo que le pasó a Sofía —me dijo en un tono mecánico, no distinto del que había usado ella en su última llamada. Se encontraba en un pequeño asentamiento de pescadores, a unas pocas millas al sur de San Andros, y me dio indicaciones precisas sobre cómo llegar. Al borde de la histeria, le supliqué que me dijera qué le había pasado a Sofía.

—Ven y lo sabrás —respondió. Antes de que colgara creí oír un apagado clamor de fondo, como el eco de cánticos tribales, incomprensibles para el oído civilizado.

Llegué al pequeño poblado pesquero alrededor de las tres de la mañana. El taxi me había dejado donde terminaba el estrecho camino de tierra que se desviaba de la carretera, y tuve que recorrer el último trecho caminando. Y caminando avancé también entre las precarias cabañas con techos de paja, con el corazón rebotando salvajemente contra mi pecho. El poblado estaba desierto, pero el resplandor anaranjado de una gran fogata proveniente de la playa, junto con el resonar de los cánticos que ya había oído más temprano esa misma madrugada, me indicaron el paradero de sus habitantes. La expectación pudo más que el miedo y avancé hacia ellos.

Eran alrededor de treinta, entre hombres, mujeres y algunos niños. Nativos bahameños todos ellos, de piel oscura y cuerpos fibrosos, fuertes y semidesnudos que se agitaban frenéticamente alrededor de las llamas, sumidos en el trance de la danza ritual. Tal vez la misma danza que, miles de años atrás, bailaran sus antepasados en el corazón del África como tributo a deidades que ya eran ancianas antes de que el rey de los judíos naciera en Belén. Su cántico llenó mis oídos y, mientras contemplaba como hipnotizado las sombras danzarinas que arrojaban sobre la arena de la playa, comencé a perder el contacto con la realidad. Todo se había convertido en una especie de visión lejana de la que yo era más observador que partícipe. Ni siquiera reaccioné cuando uno de ellos, un niño, notó mi presencia y me señaló con un grito. Ni cuando se cerraban a mi alrededor una multitud de rostros impasibles como negras efigies de basalto, salvo por sus ojos, que brillaban con demente fanatismo.

Me derribaron e inmovilizaron de espaldas sobre la arena, sin resistencia alguna de mi parte. Manos oscuras me arrancaron la camisa y uno de ellos trazó extraños símbolos en mi pecho desnudo, con la sangre aún caliente de una gallina degollada como tinta. En la delirante serenidad que había tomado el control de mi mente reconocí algunos ritos y fórmulas como pertenecientes al Obeah, una de las tradiciones místicas africanas al igual que la Santería, el Umbanda y el Candomblé, pero mucho más oscura y hermética. La multitud inició un nuevo cántico, entonado a medias entre el patois, el cerrado dialecto bahameño, y alguna lengua olvidada del continente negro. De lo que cantaban sólo fui capaz de identificar una palabra, repetida una y otra vez cual infernal salmodia: Lusca.

La ceremonia se prolongó hasta que el cielo comenzó a aclarar sobre el océano. Después dos de los más robustos me alzaron como a un muñeco, me cargaron sobre una piragua y se hicieron conmigo a la mar. La ligera embarcación se mecía por encima de las encrespadas olas y yo viajaba sentado entre los remeros con la mirada perdida, extrañamente calmo en una situación que, bajo condiciones normales, me hubiera hecho llorar del pánico. Así navegamos hasta un islote que era poco más que un peñasco rodeado por las aguas, donde me hicieron bajar antes de emprender el regreso. Vi un temor reverencial en sus rostros mientras daban la vuelta y se alejaban, remando con premura.


Ilustración: Tut

Está amaneciendo. Sentado sobre la áspera superficie del islote, apenas lo bastante grande para albergarme, contemplo la espuma blanca que dejan las olas al romper contra las rocas de la orilla. Junto a mí descansa un teléfono celular abandonado. Es el de Sofía, desde donde hizo su última llamada. Ahora comprendo cuál fue su suerte, la misma que sin duda corrió su amante, Gonzalo, y la que correré yo mismo dentro de muy poco.

Lusca es mucho más que una simple leyenda local de las Bahamas, o que una nueva y colosal especie de octopus giganteus como creyeron aquellos antes que yo, en su absurda arrogancia de intelectuales, y como sin duda comprendieron antes del final. Es el nombre de una deidad tan milenaria e inmisericorde como el mar, adorada desde tiempos inmemoriales. Tal vez el último de una especie que reinaba sobre la creación mucho antes de que el primer morador de la superficie se arrastrara fuera de las aguas del océano primordial.

Pero nada sé con certeza al respecto y sólo puedo especular. De lo único que estoy seguro es de lo siguiente: bajo las aguas que se agitan frente a mis ojos cansados, quizás bajo este mismo islote, se encuentra la morada de ese ser ancestral. De ese soberano indiscutido de las profundidades insondables. Pronto, de esas mismas aguas, emergerán sus tentáculos para reclamar su ofrenda.

Ya falta muy poco. El mar se agita y arremolina cada vez más en torno a este peñasco, que es menos islote que altar de sacrificio, y yo adivino movimientos sinuosos bajo la espuma de las olas. Ahora, tan cerca del fin, veo las cosas con mayor claridad. Tal vez todos mis miedos hayan tenido mucho de fascinación, tal vez muy dentro de mí siempre supe que éste sería mi destino. Que así sea, entonces; lo acepto. Esta vez, cuando Lusca, el dios de las aguas, venga por mí, cuando sus tentáculos me envuelvan y arrastren a su cubil submarino, no cerraré los ojos.

 

 


Jorge Del Río tiene 36 años y vive en la ciudad de Bahía Blanca, está casado y con un hijo de 6 años. Es docente de lengua inglesa y posee estudios inconclusos de Derecho, aunque se desempeña laboralmente en el sector de RRHH de una compañía multinacional. La lectura y, como consecuencia de ella, la escritura de ciencia ficción, fantasía y horror (y algo de policial también) se cuentan entre sus aficiones.

Lleva escritos varios relatos de género fantástico y de terror (todos ellos, de momento, inéditos), así como una novela de ciencia ficción y cuatro de fantasía (estas últimas estuvieron a punto de ser publicadas por una editorial independiente española, pero la crisis económica de ese país obligó, lamentablemente, a congelar el proyecto).

Este es su debut en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con VOLVER A CALAFORRA, de Yoss; y PLEAMAR, de Marcelo Di Lisio.


Axxón 257 – agosto de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Mitos : Deidades paganas : Monstruos marinos : Argentina : Argentino).

“La sonrisa acabada”, Carmen Flores Mateo

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ESPAÑA

 

 


Ilustración: Pedro Belushi

Hoy:

 

—No soy yo, ¿no lo entiendes? Ella no soy yo.

—¡Cállate! —gritó él, agarrándola por el brazo con más fuerza de la que era su intención—. Ya me rompiste el corazón una vez. Aguanté a tu lado mientras te consumías poco a poco, sin ánimo y sin esperanzas, alentándote a reír, a vivir el tiempo que yo necesitaba. Y verte así fue el trance más amargo de mi vida, ¡así que cállate de una puta vez!

 

 

Hace 5 años:

 

La cafetería de la Facultad de Empresariales era un hervidero a cualquier hora de la mañana, cualquier mañana de lunes a viernes. Era la más grande del campus y, además, la que tenía el mejor sitio, estratégicamente elegido por la empresa que la gestionaba: la azotea del edificio central. Una cúpula de cristal la guardaba de las inclemencias del tiempo y proporcionaba unas vistas privilegiadas del campus, de las instalaciones deportivas que incluía y del cercano mar.

Era jueves, y el curso universitario había comenzado hacía apenas tres semanas. Los alumnos veteranos se movían con seguridad entre las mesas, saludando a diestro y siniestro y cargando en equilibrio, con los brazos alzados entre el gentío, sus bocatas y sus bebidas. Los novatos buscaban su sitio entre todo el barullo intentando, según el caso, llamar la atención del resto de la cafetería —sin suerte alguna—, o pasar totalmente desapercibidos para no ser el centro de las miradas. Entre los vergonzosos se encontraba una chica de pelo castaño, alta y bastante delgada, con un cuerpo precioso recién salido de la adolescencia. Sus ojos, del color de la miel, seguían al camarero, intentando captar su atención para pedir algo que tomar antes de que acabasen los veinte minutos de que disponía entre clase y clase, pero empezaba a sentirse totalmente invisible. La gente le empujaba desde atrás intentando robarle el sitio en la barra. El agobio era cada vez mayor.

El chico que estaba a su izquierda giró la cabeza y le dio un suave codazo.

—Eh, ¿quieres que te pida algo aprovechando que a mí ya me traen lo mío? —Sus ojos azules sonreían, eran cálidos y, aunque jóvenes, parecían poseer una experiencia y una seguridad en sí mismos de las que ella carecía—. ¡Víctor, cómo es que no atiendes a mi amiga, gandul! —Volvió a girarse hacia ella—. Este siempre va como una moto…

—Ahm, si, ¡te lo agradezco! Por favor, pídeme un café con leche.

Gracias al desparpajo y los gritos del chico, en pocos minutos estaban alejándose de la barra cargados con sendas tazas. Él la guió hasta el rincón más alejado, pegado a la barandilla que bordeaba la cúpula de la terraza, para escapar de los empujones y los gritos. Colocaron sus cafés en equilibrio, intentando aprovechar el poco sitio.

—Me llamo Josef.

—Yo soy Roslin —dijo ella con un hilillo de voz—. ¿Nos conocemos? Me suenas de algo…

 

 

Si habéis tenido algún amor de instituto o de universidad recordaréis la sensación de flotar en una nube de las primeras semanas. El ansia en saltar de la cama cada mañana, antes de la salida del sol, para ducharte y acicalarte a toda prisa, elegir cuidadosamente tu ropa pensando qué será lo que más te favorece, qué será lo que más le va a gustar a él o a ella…

Roslin no se había enamorado en su vida, y ahora vivía esa ansia con una intensidad que le quitaba el aliento. Tampoco es que su vida fuese muy larga, tenía dieciocho años recién cumplidos, pero en realidad sí era su primer amor. Había ido a un instituto femenino, más un internado, situado en las afueras de una gran ciudad pero aislado de ésta. No es que echase de menos a nadie, tampoco tenía nadie a quién recordar. Hacía tiempo, cuando era muy pequeña, que había aprendido a estar sola.

Cada mañana se peinaba y maquillaba cuidadosamente para Josef. El insistía en que no lo necesitaba para nada, que estaba perfecta sin ningún potingue en la cara, pero para ella era como un ritual, una ofrenda sagrada a la Diosa Fortuna para asegurarse cada día la compañía del chico. Asistían a seis asignaturas juntos, lo que suponía muchas horas semanales de pupitres para compartir pero, además, eran inseparables el resto del tiempo. Estudiaban juntos en la biblioteca, pasaban horas en la cafetería de la Facultad de Empresariales, donde se conocieron, sentados con un café. Era como si no existiese nadie más en el mundo aparte de ellos, como si el destino pudiese quitarles en cualquier momento el tiempo que les quedaba por pasar juntos y, separarse durante demasiado tiempo, conjurase en su contra.

—¿Vienes hoy a mi piso? Tengo ganas de que lo conozcas por fin —dijo Josef. Llevaba tiempo invitando a la chica, pero esta nunca se decidía.

—Venga, pesado, cuando se te mete algo en la cabeza…

—¿Pesado? Lo que tengo que aguantar… Menos mal que me lo dices con esa sonrisa en la cara —Intentaba decirlo serio pero se le escapaba la risa—. Encima que quiero que me conozcas un poco más y veas dónde vivo… No creas que invito a cualquiera a mi guarida… digo… ¡a mi refugio!

—Ja ja ja ja… Claro, claro, seguro que la mitad de la población femenina del campus ya ha visitado tu “guarida“. ¡Quién iba a resistirse a esos ojos azules!

—Pues lo creas o no, eres la primera a la que he invitado —La cara de incredulidad de ella le hizo ponerse serio de nuevo—. Joder, que sí, ¿no me vas a creer? Mira, además podemos comprar esos panecillos que te gustan tanto, los de semillas integrales, y con un poco de embutido o lo que sea nos hacemos una cena y vemos una peli, ¿hace?

—¿Y cómo sabes tú que me gustan tanto? No recuerdo ni haber hablado del tema contigo, me has puesto un detective o qué? Ja ja ja ja…

—Uno no, dos; te espían las veinticuatro horas del día, y te hacen fotos siniestras en blanco y negro por la calle. Hasta me dicen de qué color llevas cada día las bragas…

—Ja ja ja ja ja —Se reía muchísimo con sus ocurrencias—. Estás fatal. Eres un poco siniestro, ¿sabes?

—Ja ja ja —reía Josef también—. Yo que sé, me lo habrás comentado en alguna ocasión, ¡soy un tío muy observador!

Tras pocos meses parecía que se conocían de años. Josef se adelantaba a todos los caprichos y gustos de la chica, la mimaba como si de una reina se tratase, y cada día tenía una sonrisa para ella. Roslin se dejaba querer y se dedicaba a sus estudios.

 

 

Quizá fuese el sexto sentido femenino. También podéis llamarlo intuición, gusto por los detalles o simplemente tener la mosca detrás de la oreja… el caso es que había algo raro en aquella relación.

Roslin lo veía, pero no era capaz de definir exactamente qué era. Era algo relativo a la forma en la que su chico siempre se adelantaba a sus pensamientos, o cómo parecía saber todos sus gustos, su pasado, incluso si alguien a quien acababan de conocer iba a caerle bien o no. Cuando iban de compras juntos, Josef sabía exactamente qué vestido le gustaría a ella para cualquier ocasión. En los restaurantes se anticipaba a lo que pediría sólo con echar un vistazo a la carta. Parecía conocerla más que ella a sí misma. No es que le agobiase, ni que decidiese por ella, pero siempre acertaba, como si pudiese meterse dentro de su cabeza, como si le leyese los pensamientos, y a veces eso le resultaba bastante siniestro.

Empezó a elegir sitios o cosas que no le gustaban realmente, solo para ver las caras que ponía él. La miraba extrañado como preguntándose, por ejemplo “¿Por qué hemos venido a ver esta peli? Si a ti te hubiese gustado más la otra…”. Josef nunca protestaba ni se enfadaba por esas pruebas, nunca objetaba nada, pero ella veía ese momento de desconcierto en sus ojos.

Hacía ya unos diez meses que vivían juntos, en un pequeño estudio que alquilaron por el centro, cuando Roslin ya no pudo soportarlo más. Llevaban casi cinco años saliendo. No tenía sospechas claras, no podía coger a Josef y preguntarle directamente, mirándole a la cara, qué super poder ejercía sobre ella para que jamás pudiera ser impredecible para él. Aprovechó que el chico tenía una entrevista de trabajo y buscó la llave del apartamento donde Josef vivía cuando se conocieron. Aunque cuando le conoció ella pensó que lo tenía alquilado, resultó que era de su propiedad, y no había querido buscar otro inquilino porque prefería tenerlo como sitio para guardar sus cosas. Cosas insignificantes pero que sin duda ocupaban mucho espacio: comics, ropa, DVDs y juegos, libros y todos los apuntes de la universidad…

Aunque al principio él se había mostrado reacio a presumir de ello, y Roslin se enteró casi de casualidad, Josef tenía una gran fortuna. Su familia le había dejado, como único heredero, varias empresas que daban excelentes beneficios sin que él tuviese ni que ocuparse de ellas, ya pagaba a gente para dirigirlas. Por eso el hecho de tener el apartamento vacío no les suponía un gran estorbo ni una pérdida de dinero, aunque apenas iban por allí.

Después de dos trasbordos de metro, Roslin entró sola, por primera vez, al apartamento de soltero de Josef. No sabía muy bien qué buscaba, pero sabía que había cosas de él que escapaban a su comprensión, y necesitaba conocerlas. No tenía muy claro, por ejemplo, porqué había elegido aquel apartamento, bastante humilde. O por qué aquella universidad, cuando podría haberse licenciado en las más prestigiosas del mundo. Tampoco sabía mucho de su infancia, excepto que había quedado huérfano de niño, aspecto que compartían. No le había hablado de sus ex parejas, aunque ella le había preguntado; siempre salía con evasivas y se limitaba a decir que ninguna importaba y que ella era la mujer de su vida. Pensándolo con detenimiento se daba cuenta de que conocía mucho a su novio, pero poco de cómo o porqué había llegado a ser el hombre que era ahora.

Como no sabía muy bien por dónde empezar, fue abriendo los cajones uno a uno. Cables del ordenador, pilas eléctricas, tarjetas de restaurantes… las cosas que todos olvidamos en esos sitios. Otros estaban llenos de apuntes de biología, o de carpetas de ensayos. Había cientos de revistas científicas y libros sobre genética, se notaba que era uno de los temas que más le apasionaban a él.

Le llevó bastante rato encontrar cosas más personales, y cuando lo hizo tampoco es que le resultasen demasiado interesantes. Mucha documentación burocrática sobre las empresas de las que era propietario, la mayoría dedicadas al asesoramiento y gestión de otras entidades… Documentos de sus cuentas bancarias, de transferencias, algunas millonarias, pero Roslin pensó que eso era algo normal, aunque ella no estuviese tan acostumbrada. Le sorprendió encontrar que Josef también era dueño de una empresa dedicada a la experimentación genética, de un hospital privado en un pequeño país de las antípodas y de un laboratorio. ¿Por qué nunca le había hablado de todo eso? ¡Llevaban juntos casi cinco años, joder! Ella siempre había querido respetar sus negocios y su intimidad, consideraba que era indiscreto hacerle preguntas sobre eso, que habría parecido una interesada y una cazafortunas… Pero vaya, ¿ni una sola mención, ni un comentario? No le parecía muy normal.

Casi se le saltaron las lágrimas al abrir un pequeño arcón de madera que encontró guardado debajo del sofá. Había muchas cartas pero, sobre todo, había fotos. Reconoció los ojos de Josef en el niño que salía corriendo en la playa, o sentado en las piernas de una mujer que sin duda, por el parecido, era su madre. En la mayoría aparecía solo, tanto en la infancia como en la adolescencia, pero siempre con una gran sonrisa en la cara y en lugares increíbles: Disneyland, Nueva York, Sidney, algo que parecía una playa del caribe… Las fotos se interrumpían cuando Josef tenía unos diecisiete o dieciocho años, y luego sólo había una que a Roslin le encantó, porque era de los dos en el campus de la universidad. Debía estar hecha al poco de haberse conocido, porque ella llevaba el pelo más largo, y él tenía una cara de niño que le hizo reír. No recordaba el momento que había quedado reflejado, pero sin duda había sido un momento feliz. La ilusión se reflejaba en los ojos de ambos, estaban cogidos por la cintura y sonreían confiados a la cámara, reflejando su amor.

Todavía con cara de tonta guardó todo tal cual estaba en la caja. ¡Que idiota había sido, nunca debía haber desconfiado de él! De todas formas, ya no recordaba porqué lo había hecho, y se culpó por querer buscar siempre tres pies al gato, por intentar encontrar algo malo a una relación que era tan bonita, y a un hombre que sin duda era único y que le hacía feliz.

Cuando volvía a colocar el arcón debajo del sofá, algo en su base se enganchó con la alfombra. Lo levantó y pasó la mano por debajo, notando que había algo doblado. Inclinó un poco la caja para poder verlo bien y colocarlo de nuevo para que no se doblase más, y pudo ver que era otra foto. Estaba pegada con cinta adhesiva a la base del arcón, y solamente se veía su reverso. Roslin la despegó con cuidado, quería verla mejor.

Viendo aquella foto, el arcón cayó con un ruido sordo a sus pies, su corazón se paró y su boca se abrió de par en par sin que pudiese evitarlo, aspirando todo el aire que sus pulmones pudieron retener y, aun así, Roslin sentía que le faltaba oxígeno, que no podía respirar.

 

 

Josef había vuelto de la entrevista de trabajo hacía un rato, y estaba saliendo de la ducha cuando Roslin entró en casa. Como siempre, se acercó a ella para darle un beso.

—¿Qué tal cariño? ¿De dónde vienes?

Ella ni le respondió ni le devolvió el beso. Su mirada estaba fija en el suelo, temerosa, asustada, extrañada… Dejó el bolso y la chaqueta en un sillón, y se quitó los zapatos dejándolos tirados en el suelo. Josef la seguía con la mirada mientras ella se sentaba en el sofá, sin levantar todavía la cabeza. Observó cómo abría la mano, dejando caer en la mesa un papel que había sujetado con demasiada fuerza, a juzgar por su aspecto arrugado.

—Ros, ¿qué te pasa? ¿Te han dado una mala noticia o algo? Me estás asustando.

—Algo así —dijo ella, levantando los ojos por primera vez—. La verdad es que no sé muy bien qué pensar…

Josef se sentó a su lado, todavía envuelto con su toalla y el pelo mojado.

—¿Quieres contármelo de una vez?

Ella le miraba, pero sus ojos parecían traspasarle. No decía nada y él empezaba a impacientarse. Nunca se enfadaba con ella, pero todo el mundo tiene un límite.

Cuando ella apartó los ojos de su cara y los dirigió al papel que había dejado caer sobre la mesa, Josef siguió su mirada. Miró el papel, solo una vieja fotografía, a juzgar por la textura, arrugada y extraña. Alargó la mano y la cogió, dándole la vuelta. Las arrugas hacían que no pudiese ver todos los detalles, pero pudo ver la foto. De hecho, pudo reconocerla.

—Ros… ¿De dónde has sacado esto? —El tono era suave, conciliador…

Ella seguía sin apartar la mirada de la foto.

—¿Cuándo? —tan solo eso pudo pronunciar ella, muy bajito.

—Mira, no sé de dónde has sacado esta foto pero…

—¿Y tú de dónde crees que la he sacado? —le interrumpió ella—. Eres el único que sabe dónde estaba, ¿en serio tienes que preguntarlo?

Josef se había quedado sin palabras, solo respiraba lenta y pesadamente, sin apartar los ojos de ella y sin soltar la fotografía, aún en su mano. Mil historias pasaban por su mente, mil disculpas, mil explicaciones… Pero sabía que ella no creería ninguna.

—Ros, puedo explicártelo —dijo como única respuesta.

—¿Explicármelo? ¿Qué clase de bromas macabras estás acostumbrado a hacer? ¿Cómo esperabas que reaccionase yo? —su tono iba elevándose a cada pregunta—. ¿La tenías guardada para Halloween, o para mi cumpleaños? ¡Bonita sorpresa!

—No es ninguna broma. Ojalá lo fuese.

—¿Entonces, Josef? ¡Mira la puta foto y dime porqué has montado algo así! —Arrancó la fotografía de la mano de él, golpeándola contra su cara conforme se iba encendiendo de ira más y más—. ¿Se puede saber cuándo has hecho el montaje, cómo y por qué? Joder, ¡es la broma de peor gusto que me han hecho en mi puta vida!

—Te repito que no es una broma, ni un montaje. —Cogió con fuerza la mano de ella para parar los golpes—. Roslin, esa eres tú.

Con la otra mano cogió delicadamente la fotografía de la mano de ella y la puso encima de sus piernas, todavía sujetando a la chica.

—Esa eres tú y ese soy yo —le hablaba mientras la miraba fijamente—. Solo que tú no te acuerdas.

—¿Cómo puedes pensar que no voy a acordarme de haber estado en una cama de hospital teniendo ese aspecto, Josef? —Le indicó con un gesto la foto—. Mírame, parezco un cadáver. Sé que hay programas para hacer esos montajes, lo que no sabía es que hay seres tan hijos de puta como para querer hacerlos. Y tú te has llevado la palma.

En la foto, Roslin descansaba en una cama de hospital, a duras penas incorporada sobre varias almohadas, y tapada hasta la cintura con la sábana. Las piernas, que quedaban ocultas, se insinuaban como puros huesos. Piernas de esqueleto de laboratorio, con ángulos que se marcaban por debajo de la tela. Pero por encima de la sábana el espectáculo era aún peor. Una Roslin acabada, esquelética, con los pómulos salientes y las cuencas oculares hundidas. En ellas, los ojos destacaban grandes, lacrimosos y doloridos, como en aquellas imágenes de los supervivientes de los campos de concentración nazis cuando al fin fueron liberados. Llevaba el pelo muy corto como ellos, y en la sien derecha había sido rapado para poder colocar una especie de electrodos. Sonreía a la cámara, pero con una sonrisa triste y pesimista. La sonrisa del que sabe que lo que le espera no es agradable, pero quizás precisamente por eso sí que es bienvenido. La sonrisa acabada de una persona acabada.

En la foto, a su lado, y en una silla con pinta de incómoda, estaba sentado Josef. El también miraba a la cámara y sonreía, pero el brillo en sus ojos y una pequeña curva en sus labios delataban que era una sonrisa forzada, que luchaba por mantener. Cogía la mano de Roslin entre las suyas, cubriéndola por entero con ansia, posesivo, como queriendo conservarla para siempre, que nada pudiese arrebatársela.

Dos grandes ramos de flores descansaban en la mesa al lado de la cama, así como libros y revistas, y en la pared, justo en el centro, un reloj digital marcaba las 9:03.

—La foto nos la hizo una de las enfermeras —dijo Josef muy despacio y mirando la fotografía—. No recuerdo como se llamaba, pero te cuidaba mucho. Cada día me ayudaba a bañarte y traía películas para que pudieses ver. Pasaba horas a tu lado leyendo revistas y hablando contigo, cuando estabas consciente y eras capaz de razonar —su tono era neutro, soñador—. Me obligaba a despegarme de al lado de tu cama para ir a darme una ducha o comer algo… Dios, pensaba que nunca tendría que contarte todo esto.

—¿Pero qué te pasa? —gritó ella sin poder contenerse ya—. ¡Claro que no soy yo, Josef! ¿Quieres volver a mirar la foto? ¡Jamás en mi vida he estado ingresada en un hospital, mucho menos en ese estado! ¿Quieres dejar de decir gilipolleces?

—Hicimos muchas fotos de esos meses, pero un día me pediste que las rompiese todas, que no querías que te recordase así —continuó él sin escucharle—. Querías que te recordase siempre como en la universidad, como cuando nos conocimos. Y casi cumplí tu deseo, pero ésta… —Josef empezó a levantar el tono, indignado—. ¿Cómo pensabas que iba a poder romperlas todas? Por mucho que ya hubiese decidido pasar página, ¡que ya supiese lo que había que hacer, lo que yo tenía que hacer! ¡No quería olvidarlo, no quería olvidarme de ti!

Roslin le miraba incrédula, cabreada, sorprendida.

—No soy yo, ¿no lo entiendes? Ella no soy yo.

—¡Cállate! —gritó él, agarrándola por el brazo con más fuerza de la que era su intención—. Ya me rompiste el corazón una vez. Aguanté a tu lado mientras te consumías poco a poco, sin ánimo y sin esperanzas, alentándote a reír, a vivir el tiempo que yo necesitaba. Y verte así fue el trance más amargo de mi vida, ¡así que cállate de una puta vez!

Roslin se echó hacia atrás con fuerza para soltarse del brazo de él. Había pánico y espanto en su mirada, porque nunca había visto en los ojos de él la desesperación que reflejaban ahora.

—Josef, cálmate y cuéntame de qué estás hablando.

El miró la foto por última vez, la rompió en dos y la dejó caer al suelo. Se echó hacia atrás reclinándose en el sofá. Y empezó a hablar.

 

 

“Nos conocimos en la Universidad. Nunca había sentido nada por nadie como lo que sentí por ti. Eras huérfana, como yo. Habías conseguido salir adelante con el poco dinero que tus padres habían dejado y que recibiste cuando cumpliste los dieciocho años, y habías empleado lo poco que te quedaba para pagar tu matrícula. Mis padres habían muerto hacía un año, y tú fuiste quien consiguió que dejase de sentirme solo por fin.

Cuando seis meses después te diagnosticaron cáncer de hígado, los médicos no nos permitieron tener ninguna esperanza. La enfermedad estaba extendida ya por gran parte de tu organismo, la metástasis era irreversible. Lloramos y lloramos durante días enteros, nos desesperamos, nos tiramos del pelo, decidimos suicidarnos juntos, decidimos que merecía la pena vivir juntos tus últimos días…

Cuando acepté que no había vuelta atrás, pero que no iba a quedarme cruzado de brazos, imaginé un nuevo comienzo. Compré el mejor hospital privado que pude encontrar, el más aislado, el más oculto, en la otra punta del mundo, porque decidí lo que tenía que hacer, y no iba a permitir que nadie me impidiese hacerlo. La herencia de mis padres incluía empresas por todo el mundo, y cuentas millonarias en bancos de los que yo ni siquiera había oído hablar. Y puse todo en funcionamiento para conseguir lo que me había propuesto. Contraté un equipo de expertos genetistas, psicólogos, médicos, cirujanos, embriólogos, asesores y abogados, y les hice trabajar sin descanso.

Te trasladamos inmediatamente al hospital, y las pruebas empezaron. Las soportabas esperanzada porque creías que buscábamos tu recuperación, que había una pequeña esperanza… y yo siempre fui incapaz de confesarte qué estábamos haciendo allí en realidad.

Cada día era un reto, una cuenta atrás. Los médicos intentaban convencerme de que lo que yo quería era imposible. Los psicólogos no dejaban de dar vueltas a las posibles consecuencias para mi salud mental pero, sobre todo, para la tuya. Decían que tenía que dejarte ir, que tenía que hacerte más llevaderos tus últimos meses en este mundo… Pero no soy buen perdedor, tú lo sabes.

Mil inconvenientes surgían cada día, mil obstáculos. La tecnología no estaba todavía avanzada, las consecuencias de cada prueba, de cada acción, eran impredecibles… Pero el equipo no dejaba de intentarlo. Sin descanso, día y noche, inventaban nuevas técnicas de gestación, de duplicación de ADN, de escisión molecular… Cuando un camino llevaba a un callejón sin salida, abríamos nuevos caminos sin saber hacia dónde nos llevarían. Células madre, ARN, secuencias de proteínas, cultivos embrionarios… aprendí mil términos sin apartarme de tu lado.

El día que tres de los doctores me arrancaron de tu habitación y me llevaron al laboratorio, se cumplían cuatro meses de nuestra estancia en el hospital. Sus caras estaban pálidas y ojerosas, nadie descansaba allí, nadie estaba dispuesto a rendirse. Disponían de todo el dinero que necesitasen, del equipo y el personal que pidiesen… y nadie ponía límites éticos o morales a su trabajo.

—Josef, tenemos un positivo —me dijo uno de ellos.

Un positivo era todo lo que yo necesitaba. Solamente uno. La posibilidad de que la esperanza existiese, de que hubiese una forma. Un solo embrión viable era suficiente para seguir hacia delante.

—¿De cuánto tiempo? —pregunté.

—Ochenta y dos horas. Ninguno había conseguido pasar de las cincuenta.

—¿Podemos reproducir el proceso?

—Creemos que si —El médico miró a sus compañeros antes de continuar—. Hasta ahora ningún blastocito nos había proporcionado células saludables, pero hemos cambiado la proporción de las proteínas y… bueno, hace tres horas hemos puesto en marcha veinte más.

—¿Veinte serán suficientes? ¿Qué probabilidades de éxito tendríamos?

—Antes de crear más queríamos hablarlo contigo, pero podemos aumentar nuestra ventaja creando unos cuantos más, quizás unos cincuenta.

—Adelante.

Cuatro semanas después teníamos dieciocho embriones preparados, que se desarrollaban sin problemas, sanos y perfectos. Pero el equipo científico volvió a pedir que me reuniese con ellos.

—Josef, el proceso está en marcha. De los dieciocho embriones, monitorizados en tiempo real, tendremos que elegir tres cuando cumplan las veinte semanas —El doctor me miraba atento mientras me enseñaba datos e imágenes en la pantalla de un ordenador—. El resto los dejaremos en estado latente… por si los necesitásemos más adelante. Pero no creo que eso pase —añadió rápidamente—. Nuestro trabajo no ha acabado aquí, por supuesto, pero hemos estado pensando mucho últimamente en cómo has pensado continuar con todo esto. Antes no sabías si íbamos a tener éxito pero, ahora que lo hemos conseguido… ¿Has meditado el siguiente paso?

—¿El siguiente paso?

—Mira… nadie jamás había conseguido lo que todos hemos hecho aquí. Pero Josef, ¿qué vas a hacer ahora?

—Estaré al lado de Roslin hasta el último momento, si es eso lo que está preguntando —exclamé indignado.

—No, no es lo que estoy preguntando. Dentro de ocho meses, uno de esos embriones llegará a término. Tendrás lo que querías… o lo que creías querer. Porque no la tendrás a ella.

—No sé si acabo de entenderle.

—Tendrás una copia exacta de ella. Con su pelo, su cara, sus manos y sus ojos… tendrás un clon. Pero no la tendrás a ella —El doctor me miraba con amabilidad mientras hablaba despacio, con tono amable, como se le habla a un niño cuando tienes que contarle que su perro ha muerto—. Josef, ¿tú la quieres?

—¿Por qué, si no, iba a hacer todo esto? —salté furioso—. La quiero con toda mi alma y no voy a permitir que muera ¿no es eso lo que estamos haciendo aquí?

—No. Ella morirá. De hecho no le quedan más de cinco o seis meses de vida, y eso porque estamos haciéndole todo lo que se nos ocurre para retrasar lo inevitable. Josef, te prometo que haré todo lo posible para que uno de esos embriones nazca sano, pero seguirá sin ser ella. Un ser humano solo es una carcasa, e imagino que te enamorarías de ella por algo más que su cuerpo o sus labios —el médico me miraba. Yo empezaba a entender—. Te enamorarías de su risa, o de las cosas que te contaba, de los libros o películas que le gustaba ver… Y todo eso no podemos reproducirlo en un laboratorio. Ni siquiera con todo el dinero del mundo.

La desesperación me inundaba, se me saltaban las lágrimas, ¡no podía ser así! ¡No podía consentir que algo así echase por tierra todo el trabajo y todas las esperanzas! El dinero lo puede todo, el dinero lo consigue todo… sólo hay que tener los cojones suficientes para pedirlo.

—Lo haremos.

—¿Cómo? ¿Cómo pretendes, con el tiempo del que disponemos, solucionar ese problema? —Todos me miraban atónitos— No es cuestión de querer, ¡es imposible!

—Hace unos meses vosotros me dijisteis que era imposible hacer lo que ya habéis hecho realidad. ¿Imposible? No lo creo. Solo es otro obstáculo y, como todos los que han surgido hasta ahora, lo superaremos.

Nada ni nadie puede parar a un corazón que sabe que está a punto de romperse para siempre. La mínima esperanza, la mínima ilusión, lo enciende sin remedio. Ahí empezó una época de lucha. Ellos me ponían zancadillas, yo las saltaba. Ellos imaginaban catástrofes, yo las remediaba. Les incitaba a pensar e imaginar los mil errores que podíamos cometer en el camino, para así poder ir superándolos uno a uno. Y así, Roslin, tus últimos meses de vida, que fueron siete en realidad, los pasaste drogada para no sentir nada, tumbada en la cama y hablando. Hablando conmigo y con el equipo de psicólogos, con las enfermeras. Hablando de tu infancia, de tu adolescencia, de tus amigos, de las cosas que te gustaban y de las situaciones que habías vivido. Hablando de todo lo que había sido tu vida en los veinte años en que habías pisado este mundo. Día a día, como un gran puzzle de tiempo, saltabas de unas situaciones a otras y nosotros anotábamos todo, grabábamos cada palabra tuya, para poder recomponer cada segundo de tu existencia, cada sensación que habías vivido. Y una enfermera te hizo esta foto.

Cuando finalmente el cáncer pudo contigo te fuiste, consumida, una triste parodia de lo que habías sido, pero con una sonrisa en la cara y tu mano entre las mías. Te fuiste en silencio y casi sin que me diese cuenta, porque pensaba que estabas dormida. Cuando me di cuenta de que ya no estabas allí, tapé tu cara con la sábana y salí cerrando la puerta. Fui al laboratorio.

—Ya está. Quiero que lo hagamos. Todo, como lo hemos preparado.

Me metieron en la cápsula de hibernación cuando los últimos tres embriones eran ya fetos a punto de nacer. Los médicos habían elegido uno de ellos para seguir adelante con el proceso. Yo descansaría dieciocho años, hasta que tú estuvieses preparada. Hasta el día en que me despertasen para conocerte de nuevo. Mientras tanto, todo el dinero de mis cuentas estaba destinado a reproducir tu vida. A reproducirte a ti. Sabíamos que no podríamos calcarla al cien por cien, que algunas cosas quedarían fuera de nuestro alcance… pero serías tú, solamente, quizás, con alguna experiencia distinta. Nadie estaba dispuesto a asegurarme que volveríamos a enamorarnos, que querrías estar conmigo y todo sería como lo había sido, pero después de todo el trabajo, tiempo, esfuerzo y dinero invertidos, estaba dispuesto a correr el riesgo.”

 

 

Roslin apretaba con fuerza los párpados, pero ni así podía evitar que las lágrimas escapasen entre ellos.

—No te creo.

—No tienes por qué hacerlo aún —dijo él—. Puedo demostrarte todo lo que te he contado. Viajaremos a la isla, al hospital, para que puedas verlo con tus propios ojos.

Ella respiraba deprisa, con dificultad, tragándose mocos, lágrimas y saliva.

—¿Hibernación? ¿Clonación? ¿Qué cojones me estás contando? ¡Eso no existe!

—El hecho de que algo no existiese no iba a pararme. Ya te lo he explicado: imaginamos lo imposible, y lo llevamos a cabo. En ningún país las leyes nos lo hubiesen permitido, pero una vez eliminado ese obstáculo, nadie nos impedía llegar todo lo lejos que pudiésemos. El tema de la hibernación fue más arriesgado incluso que guiar y recrear tu vida, porque era algo que no teníamos tiempo de comprobar si funcionaría. Simplemente lo hicimos, y funcionó. Durante dieciocho años mi equipo de doctores me mantuvo latente, sin dejar que muriese, y aunque la recuperación posterior no fue fácil, no me quejo, porque me permitió estar hoy aquí, contigo.

—Creo que estás loco —dijo ella—. Se te ha ido la cabeza, nada de lo que dices tiene sentido. Y no tengo porqué aguantar esto. —Se levantó.

Josef la cogió por el brazo de nuevo, y la sentó en el sofá.

—Te lo he dicho, iremos al hospital. Allí está todo el equipo, las anotaciones, las grabaciones… La memoria gráfica de todo lo que hicimos hace ya más de veinte años. También estás tú, enterrada allí, en tu playa favorita, donde íbamos a pasear los días que estabas mejor. Te llevaré.

Roslin sentía el horror que recorría su interior, que le paralizaba, pero que al mismo tiempo le decía “Huye, huye de aquí, rápido, cuanto antes“. Empezaba a creerle. Era imposible inventar una historia así, y lo contaba con tanta convicción en sus ojos… sin olvidar la foto, claro. Porque, por mucho que Josef lo creyese, ese cadáver enfermo no era ella. El amor nos hace ciegos, nos hace sordos, nos vuelve gilipollas. Nos hace creer lo que necesitamos creer con tal de seguir al lado de la persona que amamos. ¿Y no se ha dicho siempre que el amor nos enloquece? “Estaba loco de amor” ¿Quién no ha oído esa expresión? Acababa de darse cuenta de que él hacía honor a esa frase de una forma tan literal que daba ganas de vomitar.

Definitivamente tenía que huir de ahí, pero estaba cagada de miedo. ¿Josef se lo permitiría? Alguien tan desequilibrado como para gastar una fortuna en clonar a su novia muerta y engañar a la persona en la que se había convertido ese experimento, ¿dejaría que todo su esfuerzo saliese simplemente andando por la puerta? Aunque claro, había hablado de más embriones… ¿de verdad había oído eso? Madre mía… Las implicaciones le mareaban. Embriones. Varios. En plural. Clones congelados en algún laboratorio de una isla lejana, algunos seguro que totalmente formados, a punto de nacer, casi personas… Personas no, ella, ¡Ella! ¿La locura era contagiosa? Roslin empezó a plantearse seriamente que ella también estaba perdiendo la cabeza.

Pensó formas de salir de allí. Levantarse y salir corriendo. No, él la atraparía rápidamente y además, ¿después qué?. También podía coger el cenicero de encima de la mesa y golpearle la cabeza con él, intentar dejarle inconsciente o matarle… Madre mía, ¿matarle? ¿De verdad estaba pensando en cómo matar a su novio, al que había sido su pareja y su vida durante más de cinco años? Bajó la mirada a sus manos y vio cómo temblaban sin parar. Tenía que hacer algo, y rápido, porque cuando volviese a mirarle a los ojos, él vería el miedo y la locura en ellos, y no tenía ni idea de cómo iba a reaccionar…

Intentó por última vez razonar con él.

—Si vamos… si acepto ir, ¿de qué serviría? —preguntó—. Sé que no lo entiendes porque tú lo has vivido de otra manera. Pero Josef —Abrió por fin los ojos y le miró fijamente mientras le cogía las manos—, yo no soy ella.

Esperaba una mala reacción en su cara, que la golpease, cualquier cosa. Pero en la cara de él, lo único que había, era derrota. Se dio cuenta de que iba a dejarle ir, de que perderla era un trauma por el que ya había pasado y de que de verdad aquel hombre, aquel loco, debía de quererla tanto como decía. Olvidó el miedo que le había consumido hacía sólo unos segundos y sintió únicamente pena mezclada con un poco de asco.

Roslin se levantó despacio. Se puso sus zapatos, cogió el bolso y la chaqueta, pero dejó las llaves del piso encima de la mesa. Se dirigió a la puerta y la abrió. Antes de salir, giró para mirar a Josef por última vez.

—Superaste mi muerte una vez, así que supongo que ya estás algo más preparado que entonces. No me busques, no me llames. No soy quien tú piensas, no soy quien creías haber creado. Y, por lo que más quieras, destruye ese hospital, los laboratorios… y los embriones. Adiós.

Y se fue, dejando a Josef roto, como rota estaba la foto que había entre sus pies.

 

 


Carmen Flores Mateo. Albaceteña residente en Madrid. Escritora de relatos en prácticas. Lectora compulsiva y convulsiva, crítica voraz e inquisidora de libros. Ganadora del Concurso de Relatos de Terror 2013, en la elección del público, de Sopa de Relatos, y componente del equipo del podcast radiofónico dedicado a la literatura Leyendo hasta el amanecer.

Aquí, su primer trabajo publicado en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con LA CLONACIÓN, de Cristian Cano, y EL PRINCIPIO DE INCERTIDUMBRE, de Ricardo Gabriel Zanelli.


Axxón 258 – septiembre de 2014

Cuento de autor europeo (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Clonación, Hibernación : España : Española).

“Música incidental para helecho y cuarenta comensales”, Federico Caivano y Facundo Córdoba

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ARGENTINA

 

 

“Cuarenta minutos tarde y todavía no prende el fuego” pensaba Jacques, estresado, mientras rotaba su cuello para descontracturarse. El fondo de la pileta olímpica que le habían regalado la semana anterior para su cumpleaños debía tener algo roto, porque no había forma de hacer que el carbonoide prendiera para calentar la parrilla. Además, Muriel ya comenzaba a ponerse pesada. Con esas miraditas que le mandaba a cada rato, mientras alternadamente se rascaba las tecnobranquias y se acomodaba y reacomodaba los pechos dentro del sostén.

“Ni hablar, va a haber que subir y ver si los carbonoides de reserva funcionan”, resolvió Jacques.

Ajustó un poco el cinturón, hasta calibrar el peso correcto que le permitiera poder ascender, y nadó hasta arriba. Antes de salir del agua respiró profundo. Las reservas de carbonoide no estaban lejos de la pileta; apenas unos metros en el galpón de herramientas. De activar y desactivar las tecnobranquias seguramente perdería aún más tiempo del que ya había perdido hasta ese momento, así que intentaría llegar sin tanto embrollo.

“¿Quién me manda a hacer estas cosas?”, pensaba Jacques, mientras hacía fuerza para salir por el borde de la pileta. Pero internamente sabía que no había asado más delicioso que el que se hace en la pileta propia. Un brazo, luego otro y luego los restantes cuatro. Necesitaba de todas sus extremidades superiores para levantar los ochenta kilos de su prótesis coxal. En momentos como ése se arrepentía de haber elegido ocho ruedas en vez de cuatro, pero al fin y al cabo, para él la potencia y tracción cuando andaba en terreno seco lo valían.

“Mañana mismo hago instalar la rampa de acceso, pero primero tengo que hacer que esta maldita parrilla funcione.”

Jacques miró el cielo y vio densas nubes formando un “8″ sobre su casa; debía apurarse. Tomó el control remoto de uno de los compartimentos de su prótesis y lo apuntó al galpón de herramientas. La almohadilla de silicona reconoció sus huellas digitales y la primera escotilla se abrió con increíble rapidez. El control remoto le pedía a continuación la clave de seguridad de la segunda escotilla. “¡Qué fastidio! Aunque está bien que Muriel se haya tomado tantas precauciones con las herramientas. Uno nunca sabe…” Intentó recordar la clave y la fecha de su aniversario al mismo tiempo. Seis malditos números en una estúpida combinación. Primero era el año; ésa era fácil. Fue el año del primer injerto; cuando había fornicado como nunca antes. Los centímetros extra en los dedos de la mano le habían dado una ligera fama de versatilidad por todo el conservatorio, que él supo aprovechar más que bien. No era que fuera mejor músico por ello, pero sí llegaba a un par de notas más allá que la mayoría; ampliaba el espectro. Sin embargo, eso fue sólo un efecto colateral de la maravillosa operación, pues la mejora principal había sido la ventaja abismal que le significaba en la cama. Cientos de ciborgs, neosphinxes, gente de la raza de los Gobernantes y hasta seres tan extraños como mujeres totalmente orgánicas habían gozado de su virtuosismo. La última en esa cadena de euforia y copulación había sido Muriel; las mejores tres tetas que había visto alguna vez. Aquel mediodía de increíble pasión a la luz de los fulgurantes soles, Jacques quedó tan sorprendido que decidió formalizar la relación ahí mismo con el tradicional intercambio de comida masticada (maíz con mayonesa en este caso, pues no había cerca trigo adobado con mercurio).

 

 

Mientras recordaba estas viejas épocas, añorando volver a una vida más simple, las tecnobranquias comenzaron a agitarse. Se estaba hiperventilando, y ni siquiera había logrado abrir la última puerta.

Volvió rápidamente a la pileta, completamente fastidiado. No pudo conseguir el carbonoide y no lograba recordar la fecha completa de su aniversario. Para lograr lo primero necesitaba la información de lo segundo; y preguntarle a Muriel, con el clima que había entre los dos, se tornaba imposible.

Cuando llegó al fondo pudo ver el carbonoide encendido y ya ubicado bajo la parrilla. Desconcertado, salió a la superficie.

—Era el simulador de oxígeno, parece. Le faltaba una ajustadita nomás —le dijo Muriel detrás suyo, mientras le ubicaba sutilmente un beso seco en la mejilla— Ah, y llamó mamá; ya están llegando.

Un tanto aliviado, Jacques puso el motor en marcha y arrancó hacia la cocina. Muriel lo vio salir disparado sin siquiera devolverle el beso y ella también empezó a recordar viejas épocas. En especial, aquella aventura que tuvo con Pontze, el bufón de la corte del Reino del Sur… Pero eso ya formaba parte del pasado. Ahora estaba comprometida con Jacques y debía concentrarse en el ahora, en la cena con la gente del Coro Intergaláctico Interdimensional. Si todo salía bien, ella y Jacques serían reconocidos como buenos anfitriones y ¿quién sabe? tal vez algún día vendría gente del Gobierno, o algún rey o incluso hasta algún diplomático interdimensional.

Inflamada por delirios de grandeza, Muriel dio un saltito de alegría que la catapultó 20 metros en el aire.

—¡Ay, no! Me olvidé de recalibrar los tensores otra vez… ¡Ahora voy a estar un buen rato hasta que llegue al piso! Bueno, tranquila. A ver, hagamos la cuenta: Si son setenta kilos de fuerza en cada pierna, tenemos doscientos diez kilos en total. Si consideramos el peso del resto de mi cuerpo…

Así se quedó Muriel mientras el impulso seguía elevándola en el aire, llegando incluso más alto que los tubos acuíferos que se habían puesto tan de moda.

 

Mientras tanto, Jacques daba los últimos toques a los entremeses de esa noche: aletas de flughorn sazonadas como entrada, ensalada de algas rojas con huevos de hes-hes para acompañar la carne de la parrilla y para el postre, por supuesto, la placenta de un nraiol albino, secada a los soles con tres días de anticipación y endulzada con el menjunje que Trimar, la madre de Muriel, había mandado especialmente del sur. Era el plato que consideraba perfecto para la ocasión ya que, además de su exquisitez innegable, siempre le pareció el mejor agasajo que podía esperarse en una reunión del Coro Intergaláctico Interdimensional (o C.I.I.). En realidad, tanta ceremonia era algo que Jacques consideraba simple superstición o cábala, pero era bien sabido que la placenta de un nraiol albino, bien preparada, tenía múltiples beneficios en las cuerdas vocales. Y Trimar siempre lo exigía bien preparado.

Todo apuntaba a que seguramente esa noche sería para Jacques la gran oportunidad de volver al mundo artístico. Y por la puerta grande. Después de todo, sabía que el casarse con la hija de la directora del C.I.I. tarde o temprano traería sus beneficios. Más allá de los carnales, claro.

Tuvo su oportunidad en su juventud, tuvo su chance, pero lo había echado todo a perder. Se había enviciado con el polvo de nitrógeno; esa delicia color cian marmolada que le congelaba el cerebro y le liberaba las puntas de los dedos en un orgasmo musical. Era cosa común en eso días, pero no había que abusar de ello. Y él había perdido dos dedos principales por hacerlo.

Apenas si recordaba esa noche. Luego, con los datos de amigos y parte del público que estuvo presente, fue armando la totalidad de lo que aconteció: estaba desencajado, inserto en la música con todo su ser. El arpa nusiana vibraba en sus manos como si estuviera viva. Los dedos rozando los armónicos, saltando de melodía en melodía y entrelazándolo todo con la rítmica de un bajo oscuro que mantenía frenéticamente con su pulgar derecho. Y luego vino lo mejor. En medio del fortissimo que vislumbraba casi el final de la obra, aprovechó un compás de silencio de su mano izquierda para llevarla a su boca y arrancarse violentamente la falange distal de dos de sus dedos. Aún las tenía en la boca cuando terminó. Las escupió al público (que para entonces estaba enloquecido) y se retiró tras el estruendo de los aplausos. Muchos aún mencionaban ese recital y esa genial interpretación cuando lo veían. Pero claro, no todos habían visto las consecuencias de ello.

Se quedó un rato frente al conservador-transportador (o “contrans”, para abreviar), mirándose la mano lisiada hasta que una alarma en el reloj atómico de la pared le indicó con fatídica precisión que faltaba una hora para la cena. Para colmo, a su tanque de agua purificadora se le estaban acabando las reservas.

—Bien. Perfecto. Sí, todo bajo control. ¡Muriel! ¡Muriel, vení para acá! —Jacques estaba desesperándose. Estaba evitando a toda costa pedirle ayuda a Muriel para no gastar créditos en su tarjeta de compromiso. Pero realmente necesitaba esos dos pares de manos extra.

—¡¿Qué querés?! —le dijo ella, con la esperanza de acumular otro favor para cobrar cuando se casaran.

—Abrí el contrans y pedí al ultra-mercado lo que falta. Ahí está la lista. ¡¿Dónde estás?!

—¡Ya voy, ya voy! —gritó Muriel— ¿Sabés?, no hace falta gritar para todo. Soy perfectamente capaz de oírte claro por cualquiera de mis cavidades occipitales.

—Bueno… perdón —concedió suspirando Jacques, volviendo a pensar en todos los créditos de su tarjeta de compromiso que esto le costaría más adelante. —Pensé que te habían removido los transmisores junto con las orejas de juicio. ¿Te encargás de lo que hay que pedir?


Ilustración: Fraga

—Bien, pero mirá que faltan como diez minutos para que caiga del todo.

—¿Otra vez los tensores de tus piernas? —dijo Jacques, entre enojado y cansado. —Bueno, apenas toques tierra, ¿sí? Yo me tengo que ocupar del asado.

Una vez recargado su tanque de agua purificadora, Jacques aprovechó la pausa para respirar profundo y recuperar la compostura.

El rumor de un trueno lejano lo sacó de su pseudo tranquilidad y lo metió de lleno en el estupor. “No, ahora no”, pensó, reprimiendo las ganas de expulsar líquido de sus lagrimales.

Cuando salió de la cocina pudo ver y sentir cómo el agua comenzaba a burbujear y a formar leves haces ondulados fluorescentes por toda la pileta.

Inconscientemente lo sospechaba desde hacía un rato, pero recién ahora se daba cuenta plenamente. Desde que había salido a la superficie, en el intento fallido de conseguir el carbonoide, había visto en el cielo el cúmulo en forma de “8″; y era tan grande que tapaba un sol y la mitad del otro. Era la señal inequívoca de la lluvia ácida.

“Esto va a arruinar el asado”, pensó Jacques lapidariamente.

Pero la lluvia fue corta, apenas un chaparrón. Las aguas ya dejaban la tenue efervescencia de un rato antes, pero aún quedaba el tono luminiscente y verde, que era lo que en realidad arruinaba el sabor del asado.

“Piensa, piensa, piensa….” se atizaba mentalmente Jacques. “Vamos, estúpido despojo de homínido anfibio, debes encontrar la solución”.

Y entonces la luz se hizo en su mente: La reserva de orina que venía acumulándose hacía unos días en el sub-fondo del baño. El pH extremadamente alcalino de su orina y la de Muriel quizás fuera lo suficientemente fuerte para contrarrestar el sabor de la lluvia ácida. Pero debía actuar sin que Muriel lo notara, o sacaría a relucir todas sus manías de niña mimada que había heredado de su madre terrestre. Y tenía que hacerlo rápido; no había tiempo para desperdiciar. La única opción que veía posible era usar a los topo-bots para cavar un pequeño túnel directamente desde el baño a la pileta. Pero claro, estaban en el galpón de herramientas, cuya última puerta estaba todavía cerrada magnéticamente porque no podía acordarse de la maldita fecha de aniver…

—¡Bineka! —gritó en un golpe de inspiración, desempolvando milagrosamente de su cerebro la regla mnemotécnica que hacía todo mucho más simple: (2 ^ -10 / (3,86 * 1,552)) + 2449. —¿Cómo me pude olvidar de algo tan sencillo?

Apretó dos de los botones laterales del control remoto (que todavía sostenía en su mano inferior izquierda) y la última cerradura magnética se abrió. Jacques entró sin perder un facta-segundo más y se dirigió a las incubadoras esquivando cuanta herramienta inútil y anticuada se encontraba allí. Hasta tenían guardado un viejo “martillo” o como quiera que se llamaran esas cosas. Cuando llegó al pasillo de bio-herramientas, sacó dos de los pequeños pero laboriosos animalitos de sus nidos eléctricos. Desafortunadamente lo hizo con tanto apuro que uno de ellos, asustado, le mordió la mano justo en el lugar donde tenía lastimado. Jacques gritó como un desgraciado en treinta tonos diferentes al mismo tiempo. El topo-bot se asustó aún más y, refugiándose en sí mismo, se hizo una bolita temblorosa y chillante. Como Jacques no tenía tiempo para calmar al animal y además estaba enojadísimo por la mordida, lo dejó en su nido y se llevó otro. Esta vez, puso sus brazos para llevarlos como si fueran bebés de porcelana venusina y arrancó hacia la puerta de salida más cercana.

Una vez en el patio, soltó a los animalitos en el suelo y, usando el control remoto, les ordenó por medio de una pequeña descarga que cavaran un túnel que uniera el sub-fondo del baño con el fondo de la pileta. Los topo-bots sacaron sus garras de titanio y obedecieron con precisión matemática.

El truco estaba hecho. De a poco el agua comenzaba a retornar a su color original. La textura de la misma se sentía un poco más espesa al andar, pero por lo demás era casi seguro que nadie notaría el daño. Y en cuanto a la carne, seguramente tendría que acercarse y especiarla un poco más antes de que el sabor de la orina penetrase en la misma. Pero para estar seguro de que no quedaran restos de contaminación de la lluvia ácida, le convenía dejarlo así unos qlers más. No más de cinco qlers claro, si no, se pasaría.

Subió a guardar los topo-bots en su lugar, y al ver que finalmente Muriel ya estaba nuevamente en tierra , se apresuró a volver para terminar de preparar la mesa.

—Mamá ya llega, Jacques; acabo de verlos salir de los tubos acuíferos —le dijo sin sacar la cabeza del contrans, apenas lo oyó entrar en la cocina.

—¿Ya?

—Sí sí, deben estar terminando de acomodarse las posti-branquias. Sabes lo incómodo que es para ellos.

—Sí… ya sé —decía Jacques, mientras iba acumulando platos y cubiertos en sus extremidades superiores— Todavía no entiendo por qué no me pidieron que los vaya a buscar. Los tubos acuíferos son peligrosos. Sólo las castas más bajas lo utilizan ahora.

—Sabes cómo son los turistas, Jacques. Quieren probar la mayor cantidad de experiencias.

Muriel había asomado la cabeza para sacar algunos de los pedidos mientras hablaba con Jacques. Antes de volver a sumergirla de nuevo se acomodó la teta del centro, dejando que se viera ligeramente la aureola del pezón, y se arregló unos flecos despeinados de la cabellera.

“Debe estar coqueteando con el chico de los mandados de nuevo”, pensó Jacques, e hizo un gesto de desaprobación y hastío que Muriel no llegó a ver.

Cuando terminó de acomodar la mesa, pudo ver que la gente del coro ya estaba descendiendo, moviendo sus singulares extremidades nerviosamente, como renacuajos. Efectivamente traían puestas las posti-branquias, y uno podía ver cómo las tanteaban a cada rato, ya sea por lo incómodo o por temor a tenerlas mal puestas. Era lo malo de las posti-branquias: podían sacarse y ponerse con mayor facilidad, pero eran productos de calidad pésima.

 

 

En el recibidor, las paredes automáticas (un tanto obsoletas ya) empezaron a emitir el aroma acogedor y la música lounge típicos de los modelos antiguos. La madre de Muriel levantó una ceja reprobatoria, indignada frente a la falta de previsión por parte de su hija y yerno. “¡Qué horror! Ni siquiera se tomaron la molestia de poner las paredes al día. Increíble; ni una sola gaita en esta música de cuarta…” La gente del coro empezó a entrar en la casa, todos en fila y de mayor a menor grado de talento, como era costumbre. Detrás de la Señorama Bingen (la madre de Muriel) entró con paso imponente, vestido para la ocasión dentro de su exo-traje con interfaz empatizante, Fenrir, el trombonista más avezado de su dimensión. Su existencia era un misterio de la ciencia musical, pues no se entendía cómo era tan hábil siendo que desde pequeño le habían trasplantado su mente al cuerpo de un helecho. Porque si bien había conseguido modificar su trombón para adecuarse a su cuerpo vegetal, de alguna manera (que nunca quiso revelar) hacía sonar el instrumento como ningún pulmón podría haberlo hecho jamás. Su único problema era que se cansaba bastante rápido y por tanto debía descansar mucho tiempo antes y después de un concierto. Pero lo valía; cada nueva ovación lo llenaba de una alegría y emoción tan grandes que lo hacían estremecerse por todo su floema.

Detrás de Fenrir fueron pasando de a uno los demás integrantes, miembros de una raza extraña pero con talento para la música. Se llamaban a sí mismos “humanos” y decían que podían hacer música de lo que sea. A Jacques nunca le cayeron muy bien, pues parecían bastante soberbios. Sin embargo, algunas de las obras humanas que escuchó le parecían maravillosas y hasta mejores que las de su propia dimensión, por lo que en secreto les tenía un profundo respeto y admiración. Además, entre todas las estupideces que decían, cada tanto se les escapaban frases interesantísimas, como “la música es la misteriosa forma del tiempo”; tenían labia.

Lo que más envidiaba de ellos era la voz. Siendo Jacques de una raza anfibia, tenía cuerdas vocales diferentes a los humanos; le servían para comunicarse, pero no para cantar. Quizás fuera por la escasez de mucosidad entre ellas, o simplemente por el vicio de tragar cada mañana un vaso de cera de atrómpuro, hirviendo y sin destilar. Sea como fuere, no podía emular su voz. Y esto lo hacía sentirse un impotente musical, lo cual era insoportable para Jacques. Él nunca fue impotente en nada.

Una vez ubicados en la mesa, la Señorama Trimar Bingen procedió a presentar a los integrantes del coro. Como era costumbre en los coros interdimensionales, aquellos que lograban ser admitidos perdían inmediatamente el nombre que utilizaban hasta entonces, y pasaban a ser reconocidos mediante un número primo que se les otorgaba dependiendo de su habilidad musical. Salvo a Fenrir —quien tenía permitido usar su nombre original debido a su superioridad musical frente a los demás, sólo sobrepasada por la directora del coro— la madre de Muriel los presentó uno a uno, apuntándolos mientras recitaba en voz alta y en orden la cadena de números primos: 2, 3, 5, 7, etc. Se rumoreaba que estos coros eran muy competitivos y que el llegar a perder posiciones era una deshonra total.

 

Jacques se hallaba intrigado por la figura de Fenrir. Creía reconocerlo de algún tiempo, secreción y lugar. Estaba casi seguro de haber fornicado con él durante su auge como arpista nusiano. En esa época tenía un fetiche por los exo-trajes y las plantas de jardín. Toda esa cosa ancestral de la fotosíntesis produciéndose por dentro de ellos y luego exhalando el oxígeno puro sobre su cuerpo desnudo le excitaba sobremanera. Y sí; ahora que se acomodaba, empujando la silla de Muriel un poco hacia la derecha y se ubicaba frente a él, estaba del todo seguro. Esas sensuales prolongaciones llenas de endorfinas verdes, habían sido suyas en su juventud. “Tal vez lo mejor sea no comentarle nada a Muriel. Me pregunto si Fenrir se acordará de mí… Tenía una memoria extraordinaria, pero los detalles que recordaba eran siempre los menos importantes, por alguna razón. Supongo que mudar tu mente a una planta puede joderte de esa manera.” Jacques volvió repentinamente a la realidad por un codazo de parte de Muriel. Su mirada amenazadora le recriminaba que estaba siendo muy descortés, pues se había quedado mirando a Fenrir más de lo normal.

—Acomódense, por favor. La comida no tardará en llegar… —dijo ella, a la vez que miraba a Jacques como diciendo “…¿verdad?” Jacques comprendió inmediatamente y salió a buscar la comida quemando cubiertas.

Los invitados encendieron ceremoniosamente sus plataformas anti-gravitatorias, situadas alrededor del ramillete de tubos dispensadores de comida. Los humanos, quejumbrosos como siempre, habían pedido sentarse en la barra que rodeaba a los tubos mientras Trimar, Muriel y Fenrir (que nació como humano pero era mucho más abierto que sus compatriotas) flotaban en columnas de gravedad cero detrás de ellos. Decían que les parecía más cómodo de esa manera. No había forma de convencer al resto del coro de que comer con baja gravedad hacía que el pasaje de la comida de un estómago al otro fuera más placentero. Mientras tanto, Jacques le daba los últimos toques a la carne de roble, la cual enviaba a los comensales directamente a través de los tubos subterráneos que conectaban la pileta con el comedor. “Por poco nos sale todo para el carajo. Es una suerte que no hayan habido más contratiempos” pensaba, mientras ajustaba su cinturón para salir a la superficie y reunirse con los invitados. Sin embargo, si hay una ley que rige para cualquier planeta dentro de cualquier galaxia bajo cualquier dimensión, es la que dice que “A Loki le gustan los desafíos”; basta con decir que todo saldrá bien para que todo salga mal. En efecto, Jacques no se daba cuenta de que la herida hecha por el tierno pero irritable topo-bot seguía sangrando, y cada vez más. Para cuando se dio cuenta ya era tarde: se vendó la mano con un pedazo de piel que le había sobrado de la última muda y que guardaba en el botiquín de su prótesis coxal, pero no advirtió que la sangre se había esparcido por toda la pileta, manchando la comida y llegando a las plataformas de los desprevenidos coreutas.

Cuando Jacques llegó al comedor y se situó en su plataforma, todos estaban escuchando atentamente a 2, el terrícola barítono, que no paraba de hablar de las virtudes de la cultura humana.

—La conjetura del ilustre señor Goldbach nos dice que todo número entero par mayor que 2 puede escribirse como la suma de dos números primos. Aplicando este principio a nuestro excelentísimo Coro Intergaláctico Interdimensional, y usando complicadas teorías numerológicas, he llegado a la conclusión de que es posible viajar en el tiempo. Simplemente se trata de combinar nuestras voces en tonos específicos y de manera que la suma de nuestros nombres dé exactamente 102. No he logrado confirmar mi teoría por el momento, pues necesitamos más miembros del Coro para lograr tal hazaña. Además, mis colegas no me apoyan por algún sentimiento de falsa superioridad que les impide reconocer mi genio. Envidia encubierta, sin duda. ¡Y falta de sentido común, por cierto! Es fácil ver que el C.I.I. lleva en sus mismas siglas la clave de todo: CII es 102, en números romanos. Si además de eso dividimos la cantidad de…

Todos odiaban a 2. Especialmente Trimar, que estaba obligada a admitir que por más pedante que fuera el terrícola, tenía una voz celestial. La única absolutamente fascinada con el extraño relato verborrágico del humano era Muriel. De alguna manera toda esa palabrería la excitaba sobremanera. De hecho, estaba tan inmersa en lo que decía, que fue ella la que lo interrumpió para preguntarle qué era eso de “números romanos”, aunque Trimar y Jacques tampoco tenían idea. Pero el terrícola no tuvo tiempo para responder. Cuando abrió la boca para tragar otro bocado antes de hablar, sintió la sangre de Jacques quemándole la lengua.

Desesperado, tomó una botella de mercurio rebajado-saborizado y se la empinó para intentar apagar el fuego de su garganta. Luego de bajarse casi medio litro apenas si podía formar una palabra; estaba casi ebrio. Todos notaron su reacción. Lo miraron, observaron sus platos con comida, dejaron los cubiertos en la mesa y giraron hacia Jacques, buscando una explicación.

—¿Qué significa esto? —dijeron todos al mismo tiempo, pero divididos por notas según su registro, sonando como un gran bloque armónico de voces recriminatorias. Jacques se preguntó si acaso ensayarían para cosas como ésa. Sonrió un poco ante la idea, pero inmediatamente se dio cuenta del aprieto en que estaba.

Intentó mantener la sonrisa, transformándola en un gesto divertido y un poco altanero. Tomó los cubiertos, cortó un poco de la carne manchada de su sangre, se la metió en la boca y la tragó casi sin masticar.

Y luego sólo deslizó un comentario mordaz:

—Parece que los humanos no saben soportar un poco de aderezo picante en sus comidas.

Hubo un largo silencio y varios cuchicheos. La mirada de Muriel estaba atenta hacia Jacques, pues sabía que había algo raro. Pero tampoco le convenía que la reunión se arruinara; su madre jamás se lo dejaría olvidar. Y lo menos que ella quería era darle más material para que la tratase como inferior a su hermana mayor, la gran y sosa germinadora de testículos, así que pensó rápido y acudió en apoyo de Jacques:

—Bueno, pero no importa —dijo entonces Muriel, cortando a su vez un trozo de la carne manchada—, si no les gusta pueden quitarla, e incluso ponerle un poco de extracto de memigiri para endulzarla —luego tragó sin masticar, sintiendo cómo la cosa roja que bañaba la carne de roble iba lijándole la garganta por dentro—. Delicioso como siempre amor —agregó sin inmutarse, sonriendo, levantando la copa hacia Jacques y aprovechando la excusa para empujar la carne con la bebida.

Luego de eso, la cena se tornó en algo distendido. Al parecer, la combinación del extracto de memigiri con un poco de la sangre de Jacques le daba a la comida un sabor particular y exquisito. Debía tenerlo presente para futuras ocasiones.

Al momento de los postres, fueron dándose variadas conversaciones donde Jacques intentaba una y otra vez hacer notar su gran conocimiento sobre la música.

—Me parece que una de las grandes falencias en la música de ustedes, los humanos, es la de rechazar la idea de los injertos en sus intérpretes —decía Jacques, agitando sutilmente por encima de su cabeza dos de sus seis brazos que eran prótesis de metal, cuero y plástico—. Yo, por dar un ejemplo, en mis días de juventud perdí dos falanges en un accidente musical; ustedes saben cómo es —dijo guiñando el ojo y haciendo rugir un poco el motor de su prótesis coxal para acompañar su risa burbujeante—, ¿pero con esto bastó para alejarme de la música? No, para nada. Claro, ya no soy capaz de tocar el arpa nusiana. Pero con estos dos brazos que me hice agregar y mi sentido del ritmo, puedo asegurarles que no hay en esta dimensión mejor percusionista que yo.

Ahí estaba. Por fin empezaba a desarrollarse la verdadera razón por la cual soportaba a esa gente en su casa. Ahora sólo debía buscar una excusa para mostrarles sus dotes como intérprete. Y luego estaba seguro; no podrían aguantarse las ganas de llevarlo de gira interdimensional junto a ellos.

—¡Es cierto! ¡¡ES CIERTO!! —dijo 27 poniéndose de pie, gritando y golpeando la mesa—. Todo el mundo sabe que soy mucho mejor que la inepta proto-soprano de 23. Yo debería de encabezar la vigésima línea. Pero como soy xilo-soprano y tengo estos injertos de madera hueca no me permiten avanzar. Es una injusticia. Una barbaridad tan obvia que cualquier estúpido de cualquier dimensión podría verlo. Además, ¿qué la hace tan especial, eh? ¡¿EH?! Sólo porque con su registro abarca los sobre-sobreagudos ¿A quién puede importarle eso? Los perros son los únicos que pueden escuchar esas notas.

Jacques no entendía qué estaba pasando. De repente, luego del comentario de 27, los miembros del coro se enfrascaron en una discusión que parecía llevar a una resolución violenta. Todos estaban terriblemente alterados, y Jaques se preguntó si el haber ingerido carne bañada en su sangre, su orina y la lluvia radioactiva tendría algo que ver con eso.

Mientras todos discutían, y Muriel y su madre trataban de poner paños fríos a la situación, Jacques pudo sentir cómo algo lo tocaba por debajo de su prótesis coxal y acariciaba su cintura. Al agacharse un poco, pudo ver que era una de las extremidades del exo-traje de Fenrir, de cuyo ápice abierto se asomaba un racimo de sus sensuales hojas. Por suerte, nadie había notado la obscena insinuación. Jacques recordaba, con un poco de nostalgia, que Fenrir siempre fue sexualmente insaciable. Tal vez fuera otro efecto secundario de su transplante mental, pero lo cierto era que no podía contenerse cuando se excitaba. Sí podía (y lo hacía con la maestría propia de una enredadera) buscar lenta y estratégicamente la manera de conseguir lo que quería y a quien quería, para atraparlo irresistiblemente hasta que encontrase algún lugar mejor adonde seguir trepando. Sus víctimas, por lo tanto, se volvían irremediablemente cómplices frente a sus encantos. Jacques tenía la teoría de que tenía algo que ver con las esporas que exudaba constantemente, pero no le importaba. La sensación que le producía ver esos esporangios abiertos y seductores lo volvía loco aun antes de ser afectado por las sustancias que emanaban de Fenrir, pues le traía recuerdos hermosos de viejas épocas llenas de viajes interminables de placer omni-erótico.

Mientras Jacques deliraba dentro de su propia plataforma, los invitados subían cada vez más el volumen y el tono de las agresiones. Por momentos, sus voces lograban una bellísima armonía discordante, lo cual tal vez explicaría que Fenrir estuviera cada vez más excitado. Pero justo cuando todo estaba a punto de estallar en una guerra orgiástica interdimensional, una docena de calamares plomeros aparecieron abruptamente de los tubos dispensadores de comida. Sus afinados sentidos habían percibido, desde el galpón de herramientas, el olor y la atractiva viscosidad de la sangre de Jacques, que había manchado cada bocado de comida. A través de los tubos subterráneos habían logrado absorber cada centilitro de sangre que encontraron. Ahora sólo les faltaba buscar dentro de los estómagos de la gente.

Ninguno de los presentes tuvo tiempo de reaccionar; los calamares eran tan ágiles como voraces. Enajenados, nadaban en un frenesí de violencia desgarradora, atacando sin la más mínima misericordia a cada uno de los comensales y degustando piel, xilema, plástico y metal por igual, como si fuera un festín celestial. Mientras gritaba y se retorcía en su plataforma, Jacques se lamentaba profundamente por no haber cerrado la puerta del galpón de herramientas. Un pequeño desliz era todo lo que se necesitaba para terminar en una tragedia de tal magnitud. “Si tan sólo hubiera comprado el cierra-puertas automático… Todo lo que tenía que hacer era prometerle mi primogénito al vendedor. ¡Idiota cabezadura!”

Pero algo extraordinario ocurrió en ese preciso momento: el ruido combinado de los gritos formaron por un instante la melodía más bella jamás escuchada, olida o misfrada. Era una música de otro mundo, o mejor, de otro plano de existencia, más allá incluso de todas las dimensiones conocidas y que se puedan conocer. Todos en la sala lloraban, pero no por las heridas mortales, sino por la emoción inmortal que sufrían en sus corazones y radícula. El intenso dolor-feliz-felicidad-dolorosa duró poco, de cualquier manera. Un minuto estándar más tarde habían desaparecido para siempre. ¿A dónde? ¿A cuándo? ¿A qué secreción?

Nadie lo sabe.

 

 


Federico Andrés Caivano nació en Buenos Aires en 1990. Estudió Filosofía en la UCA y actualmente está investigando acerca de los mitos platónicos para su tesis de licenciatura. Forma parte del taller literario “Los clanes de la luna dickeana” y tiene cuentos publicados en los blogs Litterulae e In girum imus nocte, y en la revista PROXIMA.

Facundo E. Córdoba nació en Buenos Aires en 1983. Es Profesor de Artes en Música, graduado de la EMPA y actualmente trabaja dando clases en nivel Primario e Inicial. Forma parte del taller literario “Los clanes de la luna dickeana” y publicó cuentos en PROXIMA, en la sección Ficciones Breves de Axxón y en la antología Psychopomp II: Bunny Love, de la editorial Gutter Glitter.

Este es el primer cuento de ambos en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con DISMNESIA TEMPORAL, de José Vicente Ortuño, y PIG BANG, de Saurio.


Axxón 258 – septiembre de 2014

Cuento de autores latinoamericanos (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Humor : Universos paralelos: Música : Argentina : Argentinos).

“Cruces”, Eduardo Poggi

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ARGENTINA

 

 


Ilustración: Tut

Anoche soñé con mi amigo Guido, el Mudito: él, mis hijos y mi esposa Lucinda rodeaban mi cama. Me miraban, riéndose.

Ahora ya encontré las razones de esa pesadilla.

 

 

Hace siete años, mi amigo Guido bajaba del subte en la estación Plaza Italia, justo por la misma puerta que yo cruzaba para subir. Retrocedí al reconocerlo, lo saludé y nos quedamos en el andén frente a frente. Aún apreciaba a Guido y sentía un sincero interés por su persona: ¿cómo le habría ido desde la última vez que nos habíamos visto? Por el overol, seguía de carpintero.

Fuimos a sentarnos en un banco, y al principio hablamos de banalidades. El Mudito no había superado su defecto de dicción, ni tampoco la maldita costumbre que nos había distanciado.

—Te-te distanciaste al pedo —me dijo.

—Para vos —le contesté furioso, y más de un pasajero en el andén se dio vuelta a mirarnos—, los culpables somos siempre los otros. Siempre, Guido. Siempre.

—¿Q-qué carajo te pasa, Alfonso? —dijo levantándose.

—Pasa la misma puta costumbre, Guido —yo también me paré—. Esa puta costumbre que no podés sacarte de encima.

—Pa-pará un cacho, che. ¿Qué decís? Si fuiste vos el que cortó los llamados. Yo ya tenía celular.

—Tenías celular pero no vergüenza, Guido —lo miraba fijo a los ojos—. Ni te acordás de la guita que le quedaste debiendo a mi suegra. Por eso no te llamé más, piojoso.

—Piojoso vos —éltambién me miraba fijo—. ¿Por tres pesos de-de mierda tanto barullo?

—¿Tres pesos, decís? Andá al carajo, Guido.

Y, entre cruces de insultos, nos perdimos.

 

 

Hace poco, nuestras vidas volvieron a cruzarse. Debe haber sido en la segunda quincena de febrero, porque para esos días mis hijos veraneaban en Mar del Plata con sus respectivas familias, y Lucinda y yo cuidábamos el departamento del menor; sobre todo regábamos las plantas, en especial los bonsáis. Ese día, mi esposa tuvo que cuidar el departamento ella sola, porque a mí el clínico me había mandado a un chequeo de rutina. Y doblando en uno de los pasillos de ese sanatorio, me topé con Guido.

Dudamos en saludarnos, pero finalmente nos dimos un abrazo y bajamos a tomar un café en el bar de la esquina de Conde y Lacroze. Rehusamos hablar de aquellas circunstancias que nos habían separado en el andén de Plaza Italia, y por segunda vez. En un par de horas, nuestra charla pretendió resumir el tiempo pasado.

—Estás vi-viejo —a la tartamudez de Guido se había sumado el seseo: le faltaban dos dientes de adelante.

—Estamos, Mudito —le dije—. Los años dejan huellas.

—¿Huellas, decís?

Y levantó los brazos y giró las dos manos para que viera los ocho dedos que le había dejado la sierra de su carpintería. Yo me puse de perfil exhibiendo el audífono en mi oreja derecha. ¡Tantas veces criticando a nuestros viejos por tener a sus enfermedades como tema central, y ahora nosotros hablando de las heridas de la vida! Supe que no podríamos recuperar esos años de amistad perdidos.

En un momento, Guido se cubrió la cara. El mozo pasó al lado de nosotros y le echó una mirada displicente; más de mil veces habrá visto llorar a algún tipo en una mesa. Yo desvié los ojos, y vi a Guido reflejado en el espejo de la pared. Lo vi borroso al reflejo. Me froté los ojos, miré otra vez… y el espejo me devolvió de nuevo la imagen borrosa. Siempre sucios los espejos de los bares, pensé.

—Sa-sabés una cosa, che —temblando me lo dijo—. Tengo cáncer de próstata, la puta que lo parió.

No supe qué decir. Le agarré el brazo que había desplomado al costado del pocillo.

—Tranquilo, viejo —se me ocurrió—. Tranqui: es común a nuestra edad —le di dos palmadas en el brazo y lo solté—. Te vas a morir de cualquier cosa menos de esto. Tarda en desarrollarse.

—Me lo detectaron hace siete años.

¡Mierda! Acababa de romperme el argumento.

—Siete años, Alfonso —movía la cabeza y apretaba los dientes como si estuviera puteando en silencio—. ¿Te acordás de aquella vez que nos cruzamos en el subte y después nos puteamos? ¿Te acordás o no te acordás?

—¿Vos querés decir que la culpa es…

—… lo peor —ni siquiera me oyó—, lo peor es que esos eruditos de la medicina no te escuchan. Eso es lo peor, Alfonso: no me creen.

—¿Cómo que no te creen, Guido? ¿Y los análisis, las tomografías?

—Sí, eso sí lo creen —se rascó el entrecejo, y me impresionó el muñón del anular—. No me creen que yo sé todo lo que va a ocurrir.

—¿Cómo?

—Que sé todo lo que va a pasar. Todo.

Hablaba con absoluta seriedad, convencido del disparate. Pensé que la metástasis le había tomado el cerebro provocándole algún daño, locura, o algo parecido.

—Dejate de pavadas —le pegué una palmada en el hombro—. ¡Cómo vas a saber lo que va a pasar! ¿Sos adivino, vos? ¿Andás con la bola?

—Es verdad, che —cruzó el índice y el pulgar y los besó—. Vos creeme, hermano. No me hagás lo mismo que los médicos —se calló, bajó los ojos y bebió el fondo del pocillo—. Lo peor no es el cáncer.

—¿Cómo que el cáncer no es lo peor?

—Lo peor es que no te crean —quiso llamar al mozo, pero el tipo ya caminaba para el mostrador—. Eso es lo peor. Eso y saber: saber lo que me va a ocurrir, saber lo que te va a pasar a vos. Y no solo eso. Lo peor de lo peor es saber el futuro de cada persona conocida. Saber lo que va a pasarles al cornudo de mi primo y a su mujer, que en este momento se está echando un buen polvo. Saber qué hará el mes que viene mi hijo mayor, cosa que no puedo revelarte por nada del mundo. Saber todo de quienes quiero o conozco. Desde el mismo instante en que me detectaron el cáncer, llevo esta cruz. Fue después que nos cruzamos aquella vez en el subte, ¿te acordás? ¿Te acordás o no te acordás?

Lo veía muy convencido de su delirio. Había levantado la voz, y noté que, en un par de mesas, la gente miraba para la nuestra.

—Debe ser horrible, Mudito —dije, amistoso, pero mentía: quería rajarme cuanto antes—. Bueno, querido, se me… hace tarde, ¿sabés?

Me levanté y le ofrecí la mano para despedirme. Él se quedó sentado. Me miró ensombrecido. Y me tiró un cabezazo que entendí de desprecio.

—¿Debe ser horrible, decís? —dijo, intentando que sus palabras fluyeran—. Es horrible. ¿Sabés lo que daría por no tener idea de qué les sucede a los que quiero? Aunque estén a kilómetros de distancia lo sé. Al principio fue una bendición. Pero ahora ruego que se vaya de mí tanta bendición.

—Escupila —dije, más por burla que para llevarle el apunte a semejante delirio—. Escupila para arriba. Correte, y que le caiga a cualquiera de estos que te rodean.

Y se habrá dado cuenta, porque me miró con una furia inusitada. Al sentir esos ojos en mí, la cabeza se me iba partiendo de dolor.

—Te vas a enterar después de que yo me muera, boludo —escupió al suelo, al costado de la mesa, y entendí su gesto—. Al encontrarte con Lucinda en el departamento de Tomy, te vas a enterar —y escupió otra vez—. Mientras regás las plantitas. ¡Y no te olvides de regarle los bonsáis al nene, eh!

¿Enterarme? ¿Enterarme de qué? Y sobre todo… ¿cómo sabía que yo regaba los bonsáis y las plantitas, y en la casa de mi hijo menor? ¿Estaba en componendas con Lucinda? No, imposible.

—¡Ni los amigos te dan bola cuando pasás por una cosa así! —me gritó cuando yo abría la puerta para escaparme de él y de las miradas de todo el bar—. ¡Tampoco los amigos de mierda, y menos los examigos! —Un flaco que en ese momento entraba me miró con asco, como si yo fuera realmente una mierda—. ¡Te vas a morir como todos, sorete! —me dijo Guido.

¿Qué se hace en estos casos? A mí se me ocurrió rajarme al departamento de Tomy para encontrarme con Lucinda.

Cuando abrí la puerta, ella no me dio tiempo a saludarla:

—¿Y esa cara?

Descubría mi estado de ánimo con solo verme. Yo nunca había podido disimular.

—Me encontré con Guido —le dije, y fui a desenrollar la manguera y me puse a estirarla hasta los bonsáis. Caminé hacia la canilla pasando callado al lado de Lucinda, para darle tiempo a que reaccionara.

—¿Con Guido? —dijo, ceñuda.

—Sí, con Guido. ¿Vos tenés algo que contarme de él?

Me miró raro.

—De qué Guido me hablás.

Recién ahí recordé que ella nunca lo había conocido.

—Me parece, Alfonso, que vas a tener que internarte en Radio La colifata.

 

 

Ya pasó una semana, acaso diez días. A Lucinda no le comenté ningún detalle del encuentro con Guido.

Pero tengo todo claro.

Riego los bonsáis, con resignación y esperando a que ella llegue: le pedí que fuera a retirar mis análisis.

Casi no he dormido en estos últimos días: una sensación de ahogo me cierra la garganta y me despierta en medio de la madrugada, con la cabeza que se me parte de dolor.

Recuerdo la pesadilla de la otra noche… y se me pone la carne de gallina. Ocupábamos la misma mesa el Mudito y yo, pero con roles intercambiados. Entre las fantasmagorías del sueño, yo le cuento lo mismo que él me ha contado en la realidad: el canceroso soy yo, y es a él a quien le toca mirarme incrédulo; yo lo insulto, y él huye del bar pegando un portazo.

Cargo de conciencia por no prestarle atención, me dije a la mañana siguiente frente al espejo del baño rememorando la noche que pasé en medio de la agitación y los sudores.

Otro sueño: Lucinda regando las plantitas, el ruido de la puerta de entrada que me sobresalta. Y, cuando miro, veo que ella entra, me besa y se va a regar. “Yo te vi recién”, le digo, atónito y señalando el balcón. “Estabas regando”. Y ella me responde: “Yo no soy yo, Alfonso. A todo el mundo le pasa”. En broma, moja mi cara con la manguera, y al secarme, el pañuelo se lleva mis rasgos faciales: sé que ya no tengo nariz, ni sienes, ni boca. Ni gritar puedo, aunque mi alarido de la realidad me hace saltar de la cama.

Terminé por quebrarme: ya no distingo sueño de vigilia. Se mezclan: al despertar, creo haber vivido lo que he soñado, y a ciertas situaciones de la vida cotidiana las vivo como sueños.

Hoy, ahora, puedo ver con los ojos de la mente, como si las escenas estuviesen delante de mis propios ojos. Veo a Lucinda en el sanatorio: le protesta a la recepcionista porque demora en entregarle los sobres con los resultados de los análisis. La veo como a los bonsáis que riego en este mismo instante.Todo flota delante de mí como una holografía de relieves bien vívidos. Lucinda recibe los sobres, y cuando los abre y los lee, le descubro una expresión en la cara. Una expresión que me anticipa todo. Esa cara leyendo mis análisis me aclara a qué se ha referido Guido al decirme que yo me iba “a enterar”.

Lucinda saliendo con los análisis en su cartera, Lucinda subiendo al colectivo, Lucinda viajando para lo de Tomy, donde yo estoy regando los bonsáis.

Dejo la manguera en la rejilla y camino hasta el baño, y el espejo me devuelve lo que sabía que iba a devolverme: un reflejo borroso.

Salgo del baño y, como en una pantalla que ocupa toda mi visión, se van revelando frente a mí unos extraños caracteres. No tardan en perfilar un número, una fecha. Una fecha muy próxima.

No falta mucho. La pesadilla de anoche adquirió sentido. Ya tengo plena certeza de cuál será el día exacto en que Lucinda y mis hijos rodearán mi cama.

 

 


Eduardo Poggi (Buenos Aires, 1945) integra el círculo de escritores de horror y fantasía “La abadía de Carfax”. Escribe sobre plástica y literatura en el periódico cultural FIN y en la Revista Axolotl. Los cibersitios Axxón, BNTB, El aleph, NM, QI, Revista Axolotl, Literarea y el suplemento cultura del diario Perfil han publicado algunos de sus cuentos y cuadros. Alterna su pasión por las letras con la pintura y la composición musical. Su novela inédita Razones de un homicidio fue publicada por capítulos en su blog “Letras, colores y sonidos”. El libro de cuentos “Terminar con todo” aún permanece inédito.

Hemos publicado en Axxón AL ACECHO, EL VIEJO DE LA PUERTA y MUERTE EN LA PULPERIA.


Este cuento se vincula temáticamente con MUERTE EN LA PULPERIA, de Eduardo Poggi y MANUSCRITO ENCONTRADO EN UN MANICOMIO, de José Carlos Canalda.


Axxón 258 – septiembre de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantasía: Dones, Maldiciones : Argentina : Argentino).

“Un adiós cercano”, Federico Rivero Scarani

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URUGUAY

 

 


Ilustración: Valeria Uccelli

Confesión I

 

Ángeles Caínes volvió acunando tres seres diminutos como semillas de cinia. Con altiva mirada y debilidad me los mostró prendidos de su pecho. “Son la simiente que nos une para siempre, el espíritu hecho forma y aquí no cuentan tus anhelos”, me dijo amamantándolos y con voz severa, convincente, esa clase de voces que callan hasta el más leve ruido de invierno.

 

 

Confesión II

 

Salí a buscar trabajo para mantenerlos mientras Ángeles cuidaba de los trillizos. Recorrí mil lugares, recibí mil desprecios y subí mil ascensores. Ella me decía cuando llegaba desahuciado por la derrota: “Si quieres fabricaré el dinero que tanto necesitamos, sólo me basta un alma, seis velas y un anillo de plata de una virgen”. No, respondía yo cansado, no merecemos hacer tanto daño.

 

 

Confesión III

 

Estábamos en la ruina; los niños (eran tan extraños) no se quejaban porque Ángeles Caínes los alimentaba bien; sin embargo yo desfallecía consumido diariamente. Ella seguía incólume como siempre, con esa energía que absorbía por las calles. Dormíamos separados, Ángeles me evitaba porque satisfizo su capricho; quiso ser madre y en su orgullo de guitarra eléctrica teniéndome a mí de bajo sonreía a las tres de la tarde entre vientos y chubascos.

 

 

Confesión IV

 

Traduje del latín uno de los libros de las “Metamorfosis” de Ovidio. Me pagaron lo necesario para tres cenas y un almuerzo; escribí siete artículos para una revista literaria y apenas pude comprar un kilo de hígado para los niños. A todo esto Ángeles Caínes visitaba a sus parientes por la madrugada cuando yo rendido dormía. Llevando a los tres niños con ella me dejaba solo transpirando pesadillas entre sábanas mojadas.

 

 

Confesión V

 

Una mañana apareció con una olla repleta de monedas de oro; tenían aún el musgo del río y el brillo de la codicia acuñada. Me lavé los dientes y mirándola con desdén le patee su tesoro. Las monedas tintinearon refractando la luz del día; Ángeles dejó a los niños en la cama grande y se abalanzó hacia mí con ganas de darme una bofetada. Detuve su mano de cartílagos rosas y apretándola contra mi cuerpo le susurré palabras de amor. Me besó acariciando mi nuca. Luego recogió las monedas y las tiró a un agujero que se abrió en el cuarto. Fue un instante, el torbellino de luz y viento se tragó la infamia.

 

 

Confesión VI

 

Esa misma noche me confesó que yo había sido su primer “hombre”. Que desde aquella vez en la que apareció vestida de sedas celestes perfumada de mirra oriental ningún humano la había tocado en 1.066 años. Que los niños dormidos en el cuarto fueron los únicos que parió como hembra. Que en mí estaba la sangre y la audacia materializada en tres niños como si fueran instrumentos recién construidos para que sonaran en este tiempo deforme al cual ella había elegido para aparearse conmigo. Me habló del Mal eterno, de la redención gracias al Único Supremo. Y que yo, cuando el invierno aún no existía, planeaba sobre un cielo de aguas en duelo. Y que fue por eso que me siguió desafiando jerarquías, geografías y siglos hasta encontrarme.

 

 

Confesión VII

 

A. Van Hageland en su antología “Las mejores historias diabólicas”, Bruguera, 1975, escribió un prólogo en el cual niega la existencia del Necronomicón, tan difundido por Lovecraft. Pasaron pocos años y el Necronomicón se tradujo por primera vez al español bajo el sello la Tabla Esmeralda (masón o alquimista conocerá su significado). En la antología de Van Hageland hay un cuento que leí a los once años en el que trata sobre una relación de amor entre un hombre y un súcubo. De dicha unión nació una niña; el súcubo o diablesa se apiada del protagonista dejándolo solo en la vida aunque hembra e hija lo amaban. La habitación de este hombre joven se incendió y si no fuera por la presencia de su hija venida desde algún plano o dimensión vedados al hombre no se hubiera salvado de las llamas voraces. “Adiós, papito, adiós”.

 

 

Confesión VIII

 

En el capítulo denominado “El texto Urilia” (Necronomicón), parte dos, “Las abominaciones”, aparece dibujado el símbolo de Lilit que alguna vez reconocí por medio de un grafiti; pero lo más extraño es que ese nombre comenzó a serme familiar antes de leer el Necronomicón; y aunque nadie lo crea o lo ponga en duda, – a esta altura de mi vida no me sorprende -, dicho nombre me lo dijo una alumna mía en el año 1998 puesto que sufrió una experiencia particular que me reservo de contarla. Esta clase de seres, súcubos, diablesas, ninfas (Orfne, ninfa del Infierno amante del río Aqueronte, Ovidio, “Metamorfosis”, Libro V, Cap. III), existen. ¿Por qué Octavio Paz en su libro “Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe” cita ejemplos para ilustrar el soneto “Detente sombra de mi bien esquivo”? Es para pensar.

 

 

Confesión IX

 

En el capítulo citado del Necronomicón estas criaturas se unen a los hombres como lo hicieron los ángeles con las hijas de ellos. (Génesis, 6,2). Ángeles Caínes conocía por experiencia este tráfico, ¿pecador acaso?; y fue así que continuó esa tradición que puede apreciarse en textos de origen y etnias diversas. Una tarde de abril se marchó con mis hijos. Estoy convencido de que no toleró mi condición humana actual; es probable que la vuelva a encontrar más allá del color de la tarde, más allá de la densidad de la madrugada. Hay algo de inmortal en mí y ella lo sabe. Estoy seguro de que será una buena madre.

 

 

 

SU MUERTE

 

 

Confesión I

 

Ángeles Caínes retornó con gloria y esperanza; su mirada trajo un trozo de cielo tajante y depositándolo como un cristal sobre la mesa sonrió y cantó una canción: “Son io di llui/ benche la vita vergogne/ se de mi/ or veggio/ in tempo/ ch’i sono/ chi’i sono/ sono io de llui …/ scombra da me’l pensier/ tan instabil …” / Y con voz de soprano acompañada de un fantasmagórico piano me dedicó la canción.

 

 

Confesión II

 

Aquella tarde de julio llovía igual a cuatro tardes atrás. Yo me contenía entre las húmedas paredes de mi prisión domiciliaria. Sigo siendo el mismo; le hago un culto al gris y al relámpago. Soy un pasajero de un tren mental que arriba a estaciones abandonadas; sin embargo encada estación siempre Ángeles me espera sola, vestida de celeste y perfumada de mirra oriental, envuelta en una niebla que cubre toda la estación. Yo viajo en un vagón, es el último de todos, sus ventanillas están manchadas de polvo, agua y lágrimas. El tren arranca, no sé a dónde me lleva. Ángeles Caínes me espera en la próxima estación mental.

 

 

Confesión III

 

Desdeñosa y algo irónica me comentó sobre nuestro contubernio, del espíritu hecho materia, del próximo milenio y del oráculo escrito no sé en que tabla de ónix. Seduciéndome mientras acariciaba sus cabellos enroscando los bucles entre sus dedos me dijo que no me extrañó, pero me preguntó si yo lo había hecho; le respondí que sí, en tanto miraba un televisor cuyo tubo de imagen estaba verde por la humedad y la desidia. Se sintió molesta porque no la miraba de frente y me regocijé por eso. Le ordené que hiciera la cena, y ella callada se levantó del sofá en el instante en que estallaban todos los espejos de la casa salpicando de lágrimas peligrosas las baldosas del piso.

 

 

Confesión IV

 

Preparó siete gorriones hervidos y una ensalada de pesadillas. Cenamos desnudos a la luz de los candelabros y de la estufa a cuarzo. Conversamos sobre el eterno femenino, el sonido de los violoncelos y el aroma de la tierra mojada. Me confesó que cuando fue creada su alimento preferido era la bruma del amanecer y el perfume del azahar, que de eso se alimentó durante milenios hasta que probó del cáliz humano la sangre, el sudor y el deseo. Se emocionaba al recordar esos hechos y una lágrima azul brotó de su tercer ojo; la miré entre enamorado y temeroso; le ofrecí mi mano y ella la tomó entre las suyas; me hizo un tajo con la uña y lamió mi herida complacida.

 

 

Confesión V

 

¿Para qué volviste?, le pregunté cuando el rayo retumbó en la ciudad. Porque me esperabas, respondió levitando, y una brisa extraña movía el camisón que se había puesto. ¡Mentiras!, le dije bebiendo vino blanco en una copa de cristal de Bohemia; ¡mentiras!, volví a exclamar y me acordé del tren que me llevaba a un destino incierto donde Ángeles Caínes me esperaba en cada estación con un ramo de flores, o frutas o pañuelos perfumados, yo los tomaba y los enredaba en mi anillo de plata sintiéndome un dandy que suspira dejando a su amor en la espera porque se va hacia un lugar vedado que sólo en el mapa del ideal se encuentra registrado. Te seguiré aunque en el futuro los tempos sean las únicas guaridas de este mundo roto, me dijo desvaneciéndose.

 

 

Confesión VI

 

La quinta tarde me vestí de templario vestido con un manto~blanco y una~cruz paté~roja dibujada en él (dicha Orden fue creada en 1118 y cuyo lema era “Non nobis, Domine, Non Nobis. Sed Nomini Tuo Da Gloriam“). La lluvia continuaba y me dediqué a afilar una daga criolla del siglo XIX. ¿Cuántos cuellos habrá degollado, cuántas carreras de prisioneros degollados habrá contemplado desde una sierra en la mano del matador? Afilándola esperaba a que ella volviera; sentía en mí un calor extraño similar al que se siente cuando el aguardiente quema el esófago. Las horas pasaban en su carruaje oxidado y tirado por corceles biomecánicos, de metálicas pezuñas y sudores de ácido. Aguardaba vestido de templario escuchando: “Quel cuor perdesti/ por un miraggio/ quel cuor tradisti/ odiar di piu, non puo …” Las sombras abrigaban el ámbito con ganas de devorar las velas encendidas y los siete inciensos. Mi mano sostenía la daga y ella que no venía. Un relámpago iluminó el espejo roto del líving, cayó un triángulo del espejo, en él se reflejó parte de mi rostro cubierto por la capucha, brilló refractando una luz anaranjada, cegándome me habló: “Cada deseo tuyo es una herida ajena, anónima; cada suposición tuya es una traición, un antifaz con el cual cubres tu frustración“. Y calló dejándome indeciso.

 

 

Confesión VII

 

Construí una telaraña de cables pelados enrollados en objetos de metal; mojé el piso con agua y vino; aguardé su llegada con el enchufe en la mano pronto para conectarlo. Creí escuchar pasos; creí oler una fragancia; creí ver una sombra, creí y sigo creyendo. se me vino a la memoria los violines del Allegro non Molto del Invierno de Vivaldi. Tapado con la capucha creí también transportarme a una época pretérita, quizás futura, en un castillo abandonado por la mano de Dios. Aguardé otra noche sumido en pensamientos donde trenes de cristal cruzaban el espacio infinito rodeado de esferas y oscuridad; trenes de diamante que funcionan a emociones humanas y que penetran el abismo donde las estrellas rutilan. Desde una de las habitaciones algo comenzó a moverse, parecía una brisa, sutil, espontánea, y llegó instalándose en la telaraña, en su centro, entonces enchufé el cable y todo se hizo azul eléctrico; blancos rayos quebraban las paredes trepando hasta el techo y ella, Ángeles Caínes, la mejor flor de mi vida uraniana se desdobló en seis imágenes que apagaron los artificios envolviendo todo en penumbras y humo acre. ¿Cuál de ellas será la verdadera?

 

 

Confesión VIII

 

Golpearon la puerta. Ésta se abrió. Una claridad entró a la casa. Yo me escondía detrás de la heladera. Los cables humeaban. El repiqueteo de la lluvia se hizo más intenso. Las imágenes de Ángeles desaparecieron, pero yo intuía que no. Algo se asomó al umbral de la puerta. Tenía figura femenina, n, masculina, tampoco, quizás algo de andrógino, quizás yo … Alguien entró y la puerta se cerró dando lugar nuevamente a la tiniebla; sólo el olor a quemado se hacía tangible. Escuché un grito, luego otro y otro hasta que el silencio se hizo yeso. En la tercera habitación comenzó a funcionar un tocadiscos con la música del Presto del Verano, una tormenta, y odié ese movimiento. El grito aún sonaba en mi cabeza tapada por la capucha; tengo la daga aún. La telaraña estaba hecha polvo en el suelo, parecía un puzzle de cenizas. Tomando coraje caminé hasta el líving, y me encontré con alguien que no sabría decir qué era; tal vez cuando esté loco del todo…

 

 

Confesión IX

 

Ángeles Caínes me había traído tiempo ha los niños, nuestros hijos que parió en una landa ignota. Creí, y siempre recurro a este verbo tan irregular en lo semántico para esta situación, que una mujer, un ser, un ente, un ángel o súcubo, una deidad, ¡qué importa ahora que todo está consumado!, ¡destrozaba a Ángeles!, la desmembraba en la maldita noche, ¡no!, grité y me abalancé hacia lo que la razón humana considera peligroso, excepto para los audaces que así pagan las consecuencias con la locura o la muerte. Era una sombra compacta, pero pateándole el pecho, tajeándole la carne, golpeándole con mis puños el rostro estando caído, o caída – usaré una terminología neutra -, le levanté en peso y le arrinconé mientras mi cara encapuchada salpicaba de odio el caos de mi casa y los violines que no paraban en la otra habitación invadiendo como un hedor. Ángeles, miré de reojo, yacía descuartizada en el piso de baldosas negras y blancas. ¡¿Por qué?!, le grité a la criatura en tanto su sangre verde manchaba mi túnica blanca. Y una voz femenina, jadeante y segura, me respondió: “no te la merecías”. Me empujó y atravesó la puerta semiabierta.

 

 


Federico Rivero Scarani, 1969, docente de Literatura egresado del Instituto de Profesores Artigas. Obras: La Lira el Cobre y el Sur (1993), Ecos de la Estigia (1998), Atmósferas (Mención Honorífica del concurso de la Intendencia Municipal de Montevideo, 1999), Synteresis perdida (2005), Cuentos Completos (2007), El agua de las estrellas (2013). Colaboró en diversos medios del país como El Diario de la noche, Relaciones, Graffiti, y también en Verbo 21. com y Banda Hispânica.com. Publicó un ensayo sobre el poeta uruguayo Julio Inverso (“El lado gótico de la poesía de Julio Inverso”) editado por los Anales de la Literatura Hispanoamericana de la Universidad Complutense, España. Participó en antologías de poetas uruguayos y colombianos (“El amplio jardín”) y cubanos (“El manto de mi virtud”). Fue docente de la cátedra de “Lenguaje y Comunicación” en el I.P.A. También escribió el ensayo “El simbolismo en la obra de Julio Inverso”, escritores.org,/ Babab.com.

Hemos publicado en Axxón: ANGELES CAÍNES.


Este cuento se vincula temáticamente con ANGELES CAÍNES, de Federico Rivero Scarani y QUEMAR A MADRE, de Ricardo Giorno.


Axxón 258 – septiembre de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Terror : Seres demoniacos : Uruguay : Uruguayo).

“La señal de Caín”, Sergio Bonomo

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ARGENTINA

 

 

28/12/1990

 

 

Cuando me revelaron que el padre Rozas quería narrar su historia, nunca imaginé que ese privilegiado interlocutor sería yo. Ese interlocutor final, mejor dicho.


Ilustración: Valeria Uccelli

El cura había rechazado nombres importantes, inclusive de periodistas prestigiosos y de afamados y mediáticos escritores. Aclaro que yo contaba con cierta ventaja: mi padre se lo había cruzado en una trágica circunstancia. Sargento de Gendarmería, papá instalaba unos equipos de comunicaciones en Casa de Gobierno, el día del ataque a Plaza de Mayo. Cuando se lanzaron las primeras bombas, huyó, huyó a la par de la multitud. Y tropezó con un hombre alto de sotana que, misteriosamente, corría en sentido contrario al de la muchedumbre: ¡avanzaba hacia el foco mismo del bombardeo!

¿Dónde se alojaba el padre Rozas cuando me tocó entrevistarlo? Sólo diré que en la medianoche de un lluvioso y frío día de julio me recogió un auto en la estación de trenes de Acasusso, y me llevó a destino.

La entrevista duró unas cuantas horas y más cigarrillos de los que hubiese deseado. Cuando abandoné el sitio en el mismo auto que me trajo, me descubrí la boca pastosa y seca.

Aquí transcribo aquel reportaje, casi literalmente: sólo me permití una versión libre de algunos diálogos, para darle más amenidad al relato.

Lo que sigue es lo que el cura me contó aquella noche.

Yo sé, señor Bonomo, que mi historia le interesará. Y seguramente le llamará la atención el hecho por demás insólito de que un sacerdote haya sido recluido en este sitio inapropiado.

Pero ese no es el punto, usted lo sabe. Es la cara falsa de una no menos falsa moneda, tan sólo otra de las tantas apariencias que entretejen las redes laberínticas de lo que los hombres dieron en llamar destino. En este caso, un destino siniestro.

A usted le interesa lo otro, ¿verdad? Porque para eso ha venido. Y, aunque no lo diga abiertamente, mis sentidos lo intuyen: usted está aquí por la tragedia, por la muerte del padre Teófilo Aníbal Cahinggis.

Quizás usted ha tenido acceso a alguno de sus tratados: El fuerte, Los ángeles rojos, Angora. Y tal vez, también, a su último ensayo: “Caín, el otro eslabón”, que se publicó en Criterio. De no ser así, puede ser que algún ejemplar de su autoría haya quedado en algún lado. El grueso de aquellas ediciones fue secuestrado y quemado después del 16 de septiembre de 1955, me consta.

Yo no fui capaz de evitar su muerte. Al menos de evitarla en ese sentido estático y corriente con el que solemos congelar el significado de las palabras. Ni tampoco fui responsable de las calumnias que publicaron los pasquines manejados por Apold, y que alguien —ignoro quién, francamente— me dejó al alcance de la mano sobre mi mesa de luz, vaya uno a saber con qué fin. Usted sabrá que el Padre Teófilo fue acusado de traidor y de pasarse a las filas del Régimen. Hubo quien, miserablemente, lo reputó de espía de Perón. Hoy, tardíamente, ensayaré su defensa.

La circunstancia fatal de que me encuentre encerrado aquí desde hace casi cuatro décadas, rodeado de guardias bien armados… ¡Ah! Aquí permítame una breve digresión: lo de los guardias es por culpa de los bolches del Agnus Dei, el violento grupo al cual yo le había declarado la guerra. Usted sabrá que una vez lograron infiltrarse en mi cuarto, con la ayuda de Dios sabe quién, mientras dormía. Pero de este tema le hablaré mas tarde. Como le decía, Bonomo, desde hace cuarenta años no veo la luz del sol, y eso ha confirmado mi teoría en la cual he cavilado en esta eternidad de inmensa soledad y recogimiento. Teoría que usted compartirá, sin duda, a medida que vaya avanzando en esta entrevista.

Yo, Francisco Acevedo Rozas, quiero revelar toda la verdad de aquellas fatídicas jornadas de junio. Sobre todo, lo ocurrido el día del bombardeo a la Plaza.

Como usted ya debe saber, me ordené sacerdote allá por el año 45. Y me dediqué a realizar modestísimos estudios teológicos e investigaciones de las raíces bíblicas, materia que me fascinaba, en especial por mi veneración hacia San Agustín. También me atraían, en otro orden menos filosófico si se quiere, las causales de la invasión de sectas que comenzaban a infestar América Latina.

Mi ordenación trajo sosiego y paz a mi familia, que había trabajado con tesón para facilitarme el ingreso al seminario. Eran aquellos grandes sueños de los poderosos clanes de entonces —los cuales, creo, persisten todavía—, empeñosos tanto en su odio hacia la clase política naciente, como en el orgullo por las frondosas ramas de sus árboles genealógicos y su influencia en el clero.

 

 

Cuando años más tarde fui destinado como párroco en Santo Domingo, lo conocí al Padre Teófilo.

A pesar de nuestras grandes diferencias —de edad, de pensamiento—, cultivamos una amistad que trascendía el ámbito eclesiástico. Eso sí: a su manera, cada uno era un ferviente religioso.

Y ya no vale la pena ocultarlo: mi última misión para la iglesia fue secreta. Yo sería una de las piezas claves en la operación latinoamericana para desarticular a la secta del Agnus Dei y su brazo armado, que iba tejiendo violentas redes por todo el mundo.

Con el correr de los meses, Teófilo gustaba de pasarse las horas en la tranquilidad de mi despacho. Discutíamos de teología y literatura, jamás de política. Él me mostraba los borradores de sus tratados, y yo mis estudios bíblicos. Hubo veces en que las discusiones nos sorprendían ya sin la tenue luz del atardecer, y continuábamos así hasta que un dulce cansancio lo devolvía a él a su cuarto y a mí a las lecturas.

Aquella mañana en que Teófilo me trajo el original de su último ensayo veterotestamentario, un viento mudo y solitario estremecía los vidrios de la iglesia. Pero hacia el mediodía sobrevino la brisa. Una brisa con aroma a azafrán, que en ese otoño despiadado resultaba insólita. Un símbolo, pienso ahora. Una evidente señal indicando que algo se movería en la trama secreta de nuestro destino.

Debí tomarlo como un presagio, y no lo hice.

El excesivo título de aquel tratado rezaba: Caín, el otro eslabón. Reflexionaba arduamente acerca de los vaivenes políticos de la Argentina. Argumentaba a favor del valor histórico de las reivindicaciones sociales del Régimen. Sostenía que la Iglesia debía apoyarlas, incluso que debía luchar por ellas. El escrito no ignoraba las infiltraciones del Agnus Dei en las filas del peronismo, y aun las auspiciaba llanamente. La secta, usted lo debe conocer, denostaba y combatía a los curas enfrentados al gobierno, a los cuales llamaba “caínes”. Caín… versaba asimismo sobre la cainización —término utilizado por los sectarios de la cofradía— de los altos mandos eclesiásticos, que atacaban los ideales de sus hermanos más desposeídos. De algún modo reivindicaba a aquel grupo insurrecto que intentaba desestabilizar las bases del clero, y que se autodenominaba Los ángeles de Abel o La secta del Agnus Dei, tal su nombre oficial. Luego Teófilo pasaba bruscamente a citar versículos bíblicos, sobre todo el comienzo del Eclesiastés, donde se expresa de alguna manera la teoría de la historia universal cíclica y simétrica —algo que también Borges atribuye, creo, a la doctrina platónica—. En el versículo 9 del capítulo primero se lee: “Lo que fue volverá a ser, lo que se hizo se hará nuevamente”. Aquello de “Nada nuevo bajo el sol”, ¿se acuerda? Y en el tercero se anuncia… Versículo 14… Versículo 15, si no me equivoco —y no cito literalmente—: “Ya fue lo que es, y lo que será ya fue; y Dios recupera lo que se ha ido”.

Estas son las principales citas que motivaron la investigación del buen Teo, búsqueda que a su vez despertó mi perplejidad. Después, también, anexaba algún texto de Nietzsche donde el oscuro filósofo diserta sobre el tema del eterno retorno.

Hacia el final del tratado, a modo de apéndice y como amargo ejemplo didáctico si se quiere, se transcribía el relato bíblico de Caín y Abel. Luego Teófilo citaba un hecho verídico del siglo XVIII, que recreaba esa historia de fratricidio; otro similar acontecía en un suburbio de París, bajo las luces de un burdel descarado; y otro más, siempre de hermano contra hermano, sucedía en el siglo XX. La escena del principio de los tiempos desencadenándose en escenarios disímiles, a veces con macetas de malvones o basurales mugrientos o cabelleras morenas como marco profano. Pero siempre la reiteración del episodio, una gran cadena circular en que los eslabones son los hombres mismos, aunque en diferentes tiempos y escenarios. Teófilo, con exquisita pluma, sentenciaba —y esto sí lo recuerdo textualmente—: “Si no existe nada nuevo bajo el sol, si lo que es ya ha sido antes, todo acto, toda sombra, todo reflejo, tenderá a repetirse a través de los caminos turbulentos de la historia, acaso infinitamente”.

El ensayo era, para que negarlo, excelso en general y minucioso en algunos pasajes; sobre todo en la descripción enfática de los “caínes”, a los cuales trataba cuanto menos de conspiradores. No miento, Bonomo, si le digo que esto último me irritó, más que nada por el tinte político.

Cuando a los días mi amigo volvió a verme, discutimos. Argumenté que el conflicto no era político, sino religioso. Teófilo concedió que el asunto tenía una raíz más bien teológica. Y planteó el ejemplo de esa lucha doméstica que se llevaba a cabo: el ejército de Abel y el de Caín en un escenario del siglo xx, en una ciudad al sur del mundo. Le dije que usar los nombres bíblicos como símbolos de una pelea para muchos mezquina, era un desatino en las presentes circunstancias. Contestó que la historia emprendía desde siempre un tránsito circular. Y que toda guerra —usó esa palabra, guerra— era la eterna puja de los hermanos primigenios.

—Si usted busca a Caín, Padre —le dije señalando hacia la Casa Rosada—, ahí lo tiene.

—No. Caín se oculta en las sombras. Agazapado, anónimo. Y espera su momento.

—¿Qué quiere decir con eso?

Teófilo cambió de actitud, se arrimó una silla muy cerca de mí. Luego habló en tono de confidencia:

—Van a atacar por fin.

—¿Quiénes?

—Ellos, usted sabe. Preparan un ataque en estos días, planean matarlo.

—¿A quién?

—A quién va a ser, a Perón.

—Es mejor no meterse, Teófilo.

—Después de la marcha por Corpus Christi se sienten fuertes y respaldados.

—Esa fue una celebración religiosa. Yo participé y…

Teófilo me miró con sorna, y siguió hablando:

—Vamos, Padre, no nos engañemos.

—No se meta, le aconsejo.

—Pienso lo mismo. Pero, si los gorilas atacan, los peronistas responderán.

—Se derramará sangre en vano: el Régimen tiene sus horas contadas.

—Usted no entiende, padre Rozas.

—¿Qué no entiendo, padre Cahinggis?

—Ellos se creen el único bastión de defensa.

—¿El Agnus Dei? —pregunté, conociendo la respuesta.

—Sí, el Agnus Dei y el pueblo peronista.

—Sálgase de eso, Teófilo. Si Caggiano se entera…

—El Cardenal ya lo sabe, todos están siendo investigados. Incluso yo estoy siendo investigado, que quiero encontrar una solución al problema.

—Sospechan, Teófilo, y no los culpo.

—La suerte está echada, Padre Rozas.

—¿Por qué me dice esto justamente a mí?

—Porque usted es mi amigo, y si lograra evitarlo…

—Imposible, Teófilo, ya no está en mis manos evitarlo. Ni en mis manos, ni en las de nadie.

—Puede ser una masacre…

—No lo será: lo quieren a él y a nadie más.

—Después será imposible parar al Agnus Dei, usted lo sabe.

—Entonces, que Dios nos ilumine.

—¿Dios? Quién sabe en qué andará Dios en ese momento.

 

 

Largas noches de insomnio pasé cavilando en esta conversación y releyendo el ensayo del padre Teófilo. Era verdad lo que allí estaba escrito, todo volvía a repetirse a través de los siglos como una atareada rueda que gira en sí misma y no puede detenerse. Usted sabe, este país atravesado por guerras inútiles no escarmienta nunca.

Aquellas noches posteriores a nuestro poco feliz encuentro transcurrieron para mí como sombras alrededor de la nada. Y, ya se conoce, la nada suele ser inaprensible. En esa obstinada penumbra andaba yo, como ciego, descorriendo pedazos de pensamiento para hallar el punto exacto en que las cosas —y ciertos hechos y cierto futuro inmodificable— se habían desbarrancado para siempre. Concluí, en aquel desolado margen de mis noches en vela, que los verdaderos caínes en realidad no eran los que la secta y el populacho pretendían. Eran ellos mismos, los adoradores del Régimen y su despiadado y tiránico jefe. Todo aquello incluía a los cuadros secretos del Agnus Dei. Y también —¡Ah! ¡Con qué dolor arribé a esa terrible revelación!— al propio Padre Teófilo.

En esos días me negué a salir de mi iglesia; sólo hice un par de llamadas telefónicas, informes precisos y confidenciales de lo que se me había revelado. Y después me dediqué a mis oraciones y a las misas. Me quedaba hasta tarde en mi cuarto, pensando en la telaraña que poco a poco nos iba atrapando.

Hasta que, una mañana, el vuelo rasante de aviones me sacó de mis pensamientos.

Salí a la vereda. No sé por qué. Tal vez, como Tomás, quería verlo con mis propios ojos.

Corrí como un loco por Defensa. Compactos nubarrones embotaban el cielo, y una fina llovizna se desgranaba en invisibles gotas. Al cruzar Alsina, un estruendo me paralizó. Presa del miedo, me pegué contra la pared. La gente huía, aterrada. Cuando la plaza quedó ante mí, advertí que brotaban desde todos lados espesas columnas de humo. Un gendarme que venía a la carrera —y que usted conoce muy bien, me parece, y que puede dar testimonio de que en verdad yo estuve allí— me llevó por delante, y casi me arroja al suelo. En ese momento me pareció que la Casa de Gobierno ardía. Sobre Irigoyen me tropecé con cadáveres dispersos. Entre náuseas, logré cruzar la calle y llegué al pie de la Pirámide.

Caminé sin sentido, como un borracho, y me sostuve de un árbol y vomité. Un policía me gritó:

—¡Raje de aquí, Padre! ¡Este lugar es peligroso, y más para un cuervo!

Recién ahí me di cuenta: iba de sotana.

Corrí de nuevo, ahora volviendo a Santo Domingo, en medio del humo y de los gritos. Un hombre bañado en sangre se echó en mis brazos pidiéndome ayuda. Lo aparté como pude. Me alarmó otro estruendo, sobre el que sonaron ráfagas de ametralladora. Y sirenas, que no sabía identificar: ¿policiales o de ambulancia? Volví a oír explosiones, aunque ya lejanas. Sin aire, sucio y manchado de sangre y humo, logré atravesar el pórtico de mi iglesia.

Trabé la puerta del baño. Me duché y me encerré en mi cuarto.

Encendí la radio. Las noticias llovían confusas y contradictorias. Me dejaban perplejo. Al rato, la apagué.

Dos o tres horas más tarde llegó el padre Teófilo, ojeroso, con un rictus de amargura. Lo vi agobiado.

—Se salvó el General —me dijo sin siquiera tomar asiento—. Parece que logró ocultarse en el Ministerio de Guerra.

—Entonces —respondí oscuramente— nada terminó.

—Tome sus cosas, padre Francisco, y váyase.

—Está loco, Teófilo: mi lugar es aquí.

—Después de lo de hoy, éste no es un sitio seguro…

—¿Ah, no? ¿Desde cuándo? No hay otro lugar más seguro que la Casa del Señor.

—¿No entiende? Esta noche, la Casa del Señor arderá como las hogueras del infierno.

—Eso es un sacrilegio —dije—. Usted lo sabe.

—El Agnus Dei piensa que sacrilegio fue lo de hoy, apoyado por los Caínes.

—No haga algo de lo que pueda arrepentirse, Teófilo.

—Por nuestra amistad, Padre, váyase.

—Aquí me quedaré, a resguardar el templo de Dios.

Teófilo se fue dando un portazo.

En la iglesia no había nadie: los fieles, escondidos en sus casas, y los demás curas se habían ido quién sabe dónde. ¿Qué podía hacer yo, solo, cuando las hordas atacaran? Porque atacarían, seguro. Si no, Teófilo no hubiese venido.

Me encerré nuevamente en la soledad de mi cuarto. No sé cuál fue la razón de que en ese momento me atravesaran oscuros pensamientos y sensaciones equívocas. Tomé mi Biblia personal y la abrí en Génesis 4: Caín y Abel. Leí su historia en voz alta, con un fervor que no me conocía. Ahí, en ese texto deslumbrante y perfecto, se implicaba el terrible destino del hombre: la unión de Adán y Eva, el nacimiento de los hermanos, las ofrendas de cada uno, la preferencia del Señor por la de Abel, el fratricidio. Me sobresalté al leer el versículo 15: Yahvé marcando a Caín, para que no lo matara aquel que lo encontrase.

Acaso para llenar el tiempo vacío, luego como un irracional e inútil conjuro, me dediqué a transcribir textualmente en las paredes la historia del primer asesinato. Biblia en mano, en un rincón, en letra pequeña. Cuando terminaba el texto, volvía a reproducirlo.

En poco tiempo, la letra se fue agrandando. Completé una pared entera. No sé cuánto habré tardado en tan desmesurada obra: cuando quise darme cuenta, las paredes de mi cuarto rebasaban de palabras desparejas. Una parábola del caos que se vivía en la calle. Una intrincada y laberíntica conjunción de fuerzas, repetidas hasta el vértigo. La historia se me perdía en ese revoltijo de letras y de símbolos, adquiriendo formas difusas, incontrolables: las desordenadas puntadas de un extraño tapiz.

Lloré, descubrí mi indefensión. No poseía arma alguna: jamás había tenido otra que no fuera la palabra del Señor. Con miedo abrí la puerta de mi cuarto. La iglesia se encontraba casi a oscuras. La solitaria luz del sagrario me recordó mi principal deber. Me dirigí hasta allí, y saqué las hostias consagradas. No permitiría sacrilegios en mi iglesia.

Volví al cuarto, los minutos fluían con enorme rapidez. Deposité sobre la cama el Sagrado Cuerpo, multiplicado en los pequeños panes. Intuí que estaba a punto de transitar por el momento más importante en mi misión como sacerdote: ese milagro allí, sobre mi humilde lecho, significaba el único sentido de nuestra vida. No dejaría que la sinrazón de la barbarie lo pisotease.

Salí de nuevo. Corrí hacia la cocina, y mis pasos resonaron en la nave silenciosa. Como dije antes, estaba completamente solo. Saqué del trinchante un cuchillo, y empuñándolo y sin mirar a los lados, volví a mi pieza y cerré la puerta con doble llave.

Sin pensarlo descolgué el crucifijo de madera de la pared de mi cama y comencé a sacarle punta en la base: se me ocurrió que estaba perfilando una lanza bendita, un arma más adecuada que un cuchillo utilitario. Conseguí una punta perfecta, aguda.

En algún momento oí ruidos que venían de afuera. Pensé: “Llegó el momento, las hordas están aquí”. Me persigné y, cruz en mano, me arrodillé en un rincón del cuarto.

Afuera olía a incendio y a gritos. De golpe unas manos comenzaron a golpear la puerta, al principio tímidamente, luego con violencia. Alguien me llamaba desde el otro lado. Enseguida reconocí la voz: Teófilo me buscaba al frente de sus huestes. Los golpes se repitieron cada vez con mayor intensidad, hasta que la puerta cedió. Una sombra apareció amenazante.

Acaso para animarme al combate grité, y en un impulso incontenible me lancé hacia delante y clavé la cruz en un cuerpo. Con más sorpresa que dolor, Teófilo se miró el pecho sin poder creer en lo que sucedía. Volvió a mirarme y cayó al suelo.

Me arrodillé y lo tomé en mis brazos. Ya tosía sangre. Habló en un urgido susurro:

—¡Vine a prevenirte, Francisco! ¡Francisco!

Una convulsión, y su cabeza cayó de costado.

—Muerto —dije.

Y lloré. Y me quedé ahí, acunándolo, los ojos cerrados. No necesité oír las voces que se multiplicaban en la nave principal, tampoco ver las antorchas y las siluetas que se agolpaban en el marco de la puerta. Me sentí repentinamente levantado por manos crispadas y arrastrado hacia afuera, y esas mismas manos arrancaban mi ropa a jirones. Después logré abrir los ojos y observé cómo parte de la iglesia ardía entre un humo negro y espeso.

Alcancé a divisar las banderas de Whitelocke, y supuse que el tiempo había completado su rueda. Depositado sobre el altar, desnudo y boca arriba, me rodeaban fieras voces, muecas de odio. Me insultaban con palabras que jamás había oído. Varias mujeres me escupieron a la cara.

Un hombre alto, de aspecto desaliñado, me mostró un enorme cuchillo y sonrió. Una sonrisa de tres o cuatro dientes.

—Ponete contento, grandísimo hijo de puta —me dijo arrimando su cara a la mía—: estás por ver a tu Dios.

Pero desapareció mi terror: pensé que ser asesinado en el mismo lugar en que cada domingo Jesús era entregado en ofrenda al Padre, significaba mucho más de lo que yo podía anhelar.

A mi vez, me entregué.

En ese momento la cúpula se iluminó. Creí que el incendio había alcanzado ya los techos, pero la luz resplandecía distinta, ajena a lo que sucedía abajo.

La luz lo cubrió todo, y desde su centro una lengua de fuego descendió sobre mí, como una lanza. Sentí una electricidad atravesándome. Logré apenas incorporarme, me observé: un aura roja me cubría. La turba, aterrada, había retrocedido algunos pasos, enceguecida por la inequívoca presencia del Espíritu.

Después la luz desapareció, y el fragor del incendió adquirió una intensidad inusitada.

Aproveché entonces para huir, a tientas, en medio del espeso humo. Nunca logré explicarme cómo pude llegar hasta la puerta, pero en un momento el aire fresco de la noche me pegó en la cara. Desnudo como aquel muchacho, aquel enigma que escapó de los guardias en el Monte de los Olivos, corrí en la oscuridad de las calles entre una multitud rabiosa. Alguien me golpeó en la cabeza y perdí el conocimiento.

Cuando desperté, ya estaba aquí.

Esa misma noche vino a visitarme el arzobispo, acompañado por gente de la curia y dos hombres de traje que nunca había visto en mi vida. No me saludaron, y tampoco participaron de la conversación.

El arzobispo me miró compasivo. Luego habló largo rato sobre mi informe telefónico de esos días. Se despachó con un monólogo acerca de la secta del Agnus Dei y sobre ciertos agentes de la cide—la antecesora de la actual side—, devotos de cultos esotéricos. Y también dijo algo sobre órdenes expresas del Vaticano. Agregó además que este lugar era propicio para mi recuperación espiritual y que nada me faltaría.

Le habían dado a Teófilo Cahinggis cristiana sepultura. Uno de los sacerdotes explicó que las hordas habían quemado las iglesias y que gracias a mi preciosa ayuda supieron que el Padre estaría entre ellos.

Traté de hablar, pero uno de los hombres de traje me interrumpió con un gesto. Y el arzobispo agregó que debería descansar.

Logré estrangular una nausea repentina, llevándome una mano a la boca. Me sentí traicionado. Traicionado por mi cobardía y por mi confusión. Mi flaqueza le había tendido unas trampa a mi amigo, porque lo que esos hombres decían no era cierto, por supuesto. Y ellos lo sabían perfectamente desde el principio: aquella noche, Teófilo había venido a salvarme, no encabezaba horda alguna. Pero supe, en ese momento, que ésa sería la versión que quedaría definitivamente para la historia.

Desde aquel día comencé a reflexionar sobre la razón de todas esas cosas, sin poder llegar a comprenderla. Diez años después, la noche en que entraron a mi cuarto los comandos del Agnus Dei, entendí la terrible verdad.

Señor Bonomo, el destino es como una flecha que lanzamos hacia un blanco preciso y que en su recorrido traza una parábola que Alguien ya marcó.

Piense en Judas, el Iscariote.

En Juan 17:12 está la explicación de mis males. Cito: “Cuando estaba con ellos, los guardaba en mi Nombre y cuidaba de ellos, y ninguno se perdió sino el que llevaba en sí la perdición, con lo que se cumplió la escritura”.

Judas no hizo otra cosa que cumplir con un destino ya reservado, cuya revelación figura en el más ilustre de los libros.

No digo que no exista el libre albedrío, pero es esa misma libertad la que va marcando el recorrido de la flecha hacia su blanco final.

También yo cumplí con aquel destino que se me había deparado, aun sin saber que lo estaba cumpliendo.

A este lugar se lo protege con guardias armados, para que nadie pueda llegar hasta mí. Por eso aquellos que lo lograron —los comandos del Agnus Dei, con sus poderosas ametralladoras, y esto es lo que me restaba contarle— me miraron asombrados, perplejos, sin atreverse a disparar un solo tiro.

La Señal que Dios me puso aquella fatídica noche, cuando la muchedumbre me humilló sobre el altar, se los impidió.

Sí. Yo soy el mismo, señor Bonomo, el Mal Hermano. Y sé que retornaré a lo largo de la historia del tiempo, para repetir una y otra vez un acontecimiento que sucedió en los albores de la vida.

Que Dios, Nuestro Señor, tenga piedad de mi alma.

 

 

Nota: Esta entrevista se realizó en el invierno de 1990, y por diferentes razones no pudo ser publicada. Lo hago ahora, y espero haber sido fiel a todo lo que el sacerdote me contó a lo largo de aquella madrugada fragosa.

En las investigaciones que por diversos medios realicé, no encontré ninguna prueba de la existencia de un sacerdote llamado Teófilo Aníbal Cahinggis. Tampoco obtuve ninguna prueba de su no existencia.

De mi entrevistado diré que ciertamente fue párroco de la Iglesia de Santo Domingo, aunque los anales consultados no lo ubican en la época que él menciona. Aclaro que también de esto desconfío. La Patria me ha enseñado que los documentos suelen mentir más que la gente.

En la enorme finca en donde realicé la entrevista no vi guardias armados. Aunque es verdad que, inmediatamente después del reportaje, salí del lugar escoltado por silenciosos hombres de traje oscuro, que me condujeron en automóvil a mi destino.

El padre Francisco Acevedo Rozas falleció por aneurisma cerebral, el 20 de diciembre de 1992, en la clínica siquiátrica del Gran Buenos Aires donde permaneció encerrado sus últimos cuarenta años.

 

 


En palabras del autor: “Mi nombre es Sergio Bonomo y nací en el verano de 1966. Me asomé a la literatura desde muy niño, ya que mi abuelo poseía un volumen de El libro de las mil y una noches y me leía una historia cada mañana. Cuando aprendí a leer, fui atrapado por las novelas de Salgari y de Julio Verne. Más tarde llegaron a mi vida Horacio Quiroga, Ray Bradbury, y luego Julio Cortázar y Jorge Luis Borges. Pero lo que realmente me llevó a intentar escribir de una manera decorosa fue mi fascinación por la obra de Edgar Allan Poe. Comencé a escribir relatos desde ese momento. Me dedico a realizar espectáculos de narración oral y coordino el ciclo de narración de cuentos Mester de Juglaría, en “The Classic”. Con “Historia de extramuros” obtuve el premio al autor local en el Primer Certamen Nacional de Cuentos “San Martín 2008”, organizado por la municipalidad de General San Martín. Ángela Pradelli, Agustín Romano y Fernando Sorrentino fueron los miembros del jurado. Publiqué mi cuento “Detrás de la puerta” en el no. 209 de la revista Axxón. Durante 2010 presenté narraciones orales en el ciclo Abriendo puertas, coordinado por Pedro Parcet. Mi relato “Fairlane” resultó finalista en el Premio Domingo Santos 2010, organizado por la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror; en dicho concurso, fui el único autor finalista de nacionalidad no española. Fairlane fue publicado en el no. 214 de revista Axxón. Publiqué mi cuento “La noche de las fieras” en el suplemento cultural del diario Perfil. Desde 2009 pertenezco a las filas del Taller de Corte y Corrección, coordinado por Marcelo di Marco.”

Del autor, hemos publicado en Axxón DETRÁS DE LA PUERTA, FAIRLANE y EL ANILLO.


Este cuento se vincula temáticamente con ROBOT, de Leonardo Killian.


Axxón 259 – octubre de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Terror : Crimen : Traición : Política : Argentina : Argentino).

“Sibyl”, Deborah Walker

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INGLATERRA

 

 


Ilustración: Pedro Belushi

Mi fantasma del futuro huele a ceniza.

—Pensé que ibas a dejar de fumar —le digo.

—Fue un año difícil. —Hurga dentro de su bolso y saca un paquete de Marlborough Lights—. La vida no siempre resulta según lo planeado, ¿verdad, Sibyl? —Enciende un cigarrillo y exhala el humo hacia mí, el humo fantasma, la multiplicación de lo insustancial.

—Creo que te haré compañía. —Tomo un cigarrillo de mi paquete mientras observo con mirada crítica a la futura yo. Se la ve mucho más vieja de lo que parecía hace un año. No usar maquillaje no la favorece en nada. Su cabello parece reseco, quebradizo, y las raíces necesitan tintura—. Veo que no perdiste nada de peso.

Ella se encoge de hombros. —Las dietas son una pérdida de tiempo. Ya tengo casi cuarenta años. Soy lo que soy.

Está con un humor de aquellos.

—¿Y qué hay de nuevo? —le pregunto.

—No mucho.

Suspiro. —Así no me ayudas. Este rito no se hace sin sacrificios, lo sabes. —Señalo el cuchillo de hierro que hace equilibrio sobre el cuenco con agua ensangrentada.

—¿Acaso no lo sé? —Se arremanga y me muestra el brazo derecho. Es siete años mayor que yo. Tiene siete cicatrices más. Esto funciona así: una vez al año puedo ver mi futuro dentro de siete años.

—¿Hacemos lo del diario? —le pregunto.

—Ah, sí, el diario. —Saca el diario de cuero de su bolso. Lo compré en Venecia, en mi luna de miel. Se supone que debo escribir allí todos los días. Es el diario de mi vida.

El fantasma pasa las páginas. —El problema de este diario es que en ciertas partes está un poco incompleto. ¿Ahora estás bebiendo mucho, verdad?

Me encojo de hombros. Me gusta beber uno o dos vasos de vino por las noches. Me calma los nervios. ¿Pero quién es ella para juzgarme?

—¿Seguimos con los mercados?

—Claro. —Mi futura yo recita precios de acciones mientras tomo nota. Juego a la Bolsa. Aunque jugar implique la posibilidad de perder. No es el caso, no con la información que recibo. Soy el colmo del accionista con información privilegiada.

Cuando termina, me dice: —Muy bien. Me voy.

—No te vayas todavía.

—¿Qué pasa? —pregunta con impaciencia.

—No te veo bien.

—Muchas gracias.

—O sea, ¿qué te pasó en el último año? —Siento pena por ella, pero, más importante, me siento ansiosa. Necesito saber.

—Es mejor no hablar de cosas personales, Sibyl. Ya lo sabes.

—¿Cómo está Alex?

—¿Seguro que quieres saberlo?

—¿Es Alex, no? ¿Qué pasó? No está… muerto, ¿verdad?

Enciende otro cigarrillo. Yo hago lo mismo.

—Alex me dejó.

—Pero el año pasado parecías muy feliz.

—Ojos que no ven, corazón que no siente. Tenía una amante desde hacía tres años. Alice le dio el ultimátum y yo perdí.

—¿Alice? ¿Mi mejor amiga, Alice?

—Exacto. Ahora me llevará a la corte para tratar de conseguir “lo que le corresponde”, como dice él.

—No lo creo.

—¿Acaso te mentiría? ¿Me mentiría a mí misma? —Me mira—. ¿Qué vas a hacer ahora que lo sabes?

Camino hasta el refrigerador y me sirvo una copa de chardonnay frío, vigorizante. Lo bebo todo. Ella me observa, sonriendo a medias. Vuelvo a llenar la copa.

—No debiste decírmelo.

—Al menos, te avisé primero. Es más de lo que puedo pretender yo.

—¿Ella no te lo dijo? —Las líneas temporales son divergentes. Cada una de mis futuras yo es ligeramente diferente.

—No. No me lo dijo. Pero pensé que querrías saberlo. Ese es nuestro problema. Siempre queremos saber. —Sopla un penacho de humo fantasma hacia mí—. Podrías divorciarte.

—Tuviste nueve años de matrimonio muy buenos.

—No, no es cierto. Durante tres de esos años, Alex tuvo una amante.

Deja caer el cigarrillo al suelo.

—¿Qué vas a hacer, Sibyl? —Tiene una expresión hambrienta en la cara. Quiere que le diga que me divorciaré de Alex antes de que tenga la oportunidad de engañarme. ¿Por qué me volví tan amargada?

—No sé qué voy a hacer.

—Es tu decisión —dice—. Para mí no cambiará nada. Simplemente, seguiré en esta línea de tiempo en la que él me traicionó. No puedes cambiar el pasado, sólo el futuro.

—¿Y tú? —le digo—. ¿Vas a mirar el futuro este año?

—Siempre lo hago, ¿no? —Se frota el brazo—. Para descubrir cómo puedo mejorar mi vida perfecta.

—No necesitas hacerlo. Debes tener mucho dinero guardado.

—No, no necesito mirar el futuro. Y, pensándolo bien, tú tampoco.

—Es un hábito difícil de erradicar.

Asiente. Veo la sombra en sus ojos. Conozco su miedo. Es el mismo miedo que me invade cada vez que comienzo el ritual. Llegará el día en que miraré el futuro y veré que mi futura yo está muerta. ¿Qué voy a ver esa noche? ¿Voy a ver la nada o algo peor, algo insoportablemente peor?

—Soy joven —dice—. Sólo tengo treinta y ocho años. Está bien que lo mire.

—Sí. Está bien. Gracias por tu ayuda.

—De nada. Que estés bien, Sibyl. Sé feliz.

Con una palabra, termino el ritual y mi futura yo se disipa.

Me limpio, arrojo el agua ensangrentada por el sumidero y lavo el cuenco. Alex llegará pronto. ¿Puedo cambiar para fortalecer nuestro matrimonio? ¿Quiero hacerlo?

Se escucha una llave en la puerta. Alex está en casa.

¿Qué podría decirle?

La adivinación es una droga.

Busco el paquete de cigarrillos. Mañana dejo de fumar.

 

 

Título original: Sibyl.
Traducción: Claudia De Bella.

 

 


Deborah Walker creció en la ciudad más inglesa de su país, pero apenas pudo se mudó a Londres, donde ahora vive con su pareja y sus dos pequeños hijos. Empezó a escribir en el otoño boreal de 2008, y en su bibliografía puede verse que se mueve sin problemas entre las distintas vertientes del fantástico, sea en prosa o en verso.

Pueden hallar a Deborah en el Museo Británico tratando de atrapar inspiración entre el pasado y el futuro, o visitarla en su blog. Sus historias han aparecido en las revistas Futures, Cosmos y Daily Science Fiction, y su cuento “Glass Future” fue incluido en The Year’s Best SF 18.

Este es su primer trabajo publicado en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con EL ANOR DE SUS VIDAS, de Ian Watson y Roberto Quaglia, y LETICIA EN EL REFLUJO DE LA MAREA, de Alejandro Alonso.


Axxón 259 – octubre de 2014

Cuento de autor Europeo (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Adivinación : Inglaterra : Inglesa).


“La carne del Behemot”, Salvador Horla

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CUBA

 

 

“He aquí ahora Behemot,

el cual hice como a ti”

Libro de Job

 

A Harry Harrison

 

Para Manolo, por los tiempos mejores.

 

 

Si hubiese sido un perro, la situación hubiera sido mucho más fácil. Un poco de cloro en las manos e incluso orinarse en los pantalones bastaría para eliminar el rastro. Pero con un Cucarachón, oficial del Control del Consumo, la historia era otra. A pesar de la congestión, los implantes biónicos de su médula permitían al Cucarachón desplazarse como un lagarto por las paredes y techo del Gusano de transporte. De esa manera, los lentes de sus pupilas escaneaban en busca de niveles sospechosos de ritmo cardiaco y presión arterial entre los cerca de doscientos pasajeros.

Casi siempre los oficiales terminaban su chequeo en la mitad del vehículo. Solo que en esta ocasión quien lo realizaba era el teniente Alfian, más conocido como Veneno. La semana pasada había desviado a un Gusano con todos sus pasajeros hacia la Central de Control del Consumo.

A Reynaldo siempre le irritaba la cantidad de recursos que se empleaban en aquellas operaciones carroñeras. Se desperdiciaban en lugar de resolver las misteriosas desapariciones de ancianos como él, las que ocurrían desde hacía un par de años. A la gente se la tragaba la tierra. Lo que más le molestaba era que con el tiempo las noticias de los desaparecidos se volvieron rumores y al resto de las personas dejó de importarle: comenzaron a aceptar aquellos terribles sucesos como algún capricho del destino.

“Este hijo de puta llegará hasta el fondo, a donde estoy. ¿Cómo hace siempre este cabrón para que coincidamos en el mismo viaje?”, se espabiló Reynaldo al percatarse de la cercanía del oficial con el típico uniforme color marrón, volviéndose a recostar en el asiento. Antes de bajar la visera de su gorra para hacerse el dormido, notó cerca suyo la presencia de una joven.

Sus ojos parpadearon un par de veces al notar su singular atractivo.

Seguido sintió que algo se retorcía dentro de él al descubrir el emblema negro de la GICB deslizándose como serpiente por la nanoseda del vestido.

Era obvio que aquella no era una de las muchachas que abandonaban la miseria de sus pueblos para ganarse la vida en las ciudades alquilando sus cuerpos o vendiendo sus óvulos a los laboratorios de genética clandestina.

Estaba rodeada por una masa de pasajeros que se esforzaban por todos los medios —incluso los acosadores sexuales— en mantenerse apartados de ella.

Un cinturón con varias cartucheras le ceñía aquella fina prenda que la diferenciaba del resto. Reynaldo no podía creer que aquella jovencita perteneciera al Grupo Científico de la Industria Cárnica del Behemot.

Estaba seguro de que nadie en aquel carro podía permitirse ese lujo. No solo era su fino vestido y los costosos lentes que cubrían sus ojos dándoles un fulgor púrpura, sino la docena de pequeños drones versión zunzún 2.2 que revoloteaban con su destello esmeralda alrededor de su cabellera, elevando así su belleza al nivel de ninfa.

Ella ladeaba la cabeza como si estuviera dormida de pie. Su cuerpo se sujetaba contra la placa metálica del techo por el magnetismo que brotaba del brazalete de su muñeca. Otra ostentación, mucho más económica, pero la única manera de dormir y a la vez mantener el equilibrio ante los violentos giros del Gusano. Sin embargo, resultaba inconcebible que aquella persona necesitara usar aquel transporte de ganado humano.

La cucaracha humana ya casi llegaba al fondo del vagón cuando un pensamiento asaltó la mente del anciano y se dejó llevar por su instinto. Obligó a sus agotadas piernas que lo pusieran de pie y velando a los posibles oportunistas le ofreció a la muchacha el asiento, con un movimiento de su mano. Un par de destellos de los lentes de cristal púrpura acompañaron la sonrisa de agradecimiento de la joven.

—Qué curioso, yo que pensaba que la caballerosidad no existía —dijo la muchacha antes de desactivar la manilla y ocupar el puesto.

La joven hizo un ademán para cargar la mochila del anciano.

Reynaldo le agradeció con una reverencia el gesto, antes de cederle la carga. Incluso la muchacha le prestó la pulsera.

Antes de intentar activarla, el anciano vio como el Cucarachón bordeaba la plancha magnética y empezaba a escanear a los últimos pasajeros.

Con Reynaldo se tomó más tiempo que los demás, pero desvió la vista y sus labios se torcieron en sonrisa cuando se percató de la bolsa de la muchacha.

Se dirigió hacia ella y ésta le devolvió la mirada.

La mueca de depredador se borró de la cara de Alfian. Sus implantes crujieron cuando su cuerpo fue asaltado por un súbito escalofrío.

Los demás pasajeros se quedaron azorados por la escena, y mucho más cuando el oficial, antes de retirarse, pidió disculpas por las molestias ocasionadas e incluso les deseó buenas tardes.

Reynaldo sintió su cuerpo mucho más ligero cuando el peso de su pecho comenzó a desaparecer poco a poco.

“Estás hecho un viejo miedoso de mierda”, pensó. Pero aún con miedo tienes que comer.

En ese momento se percató de su estupidez. Ella misma pudo delatarlo frente a las autoridades. El valor de su palabra superaba a la suma del resto de los pasajeros del Gusano. Pero no lo hizo y él dudaba que el motivo fuera la simpatía. Su presencia en aquel lugar era un misterio.

El transporte comenzó a moverse y Reynaldo activó la manilla. Decidió ponerle un bozal a la paranoia que desde hacía años carcomía su cerebro. A veces intentar dejar de pensar era bueno.

Pero no pudo evitarlo.

 

 

*****

 

 

Reynaldo formaba parte de ese porcentaje de la población cuya existencia evitaba que Nueva Candelaria se volviera un pueblo fantasma.

Cuando el envejecimiento de la población incrementó su cifra nacional a un ochenta y nueve por ciento, los pocos jóvenes que quedaban se fueron hacia las ciudades huyendo de un futuro miserable.

En tiempos casi olvidados, el pueblo se sostenía solo por su producción agrícola. Pero eso fue antes de que los experimentos genéticos del Ministerio de la Administración Alimentaria Sintetizada para la siembra de un nuevo tipo de Café Orgánico salieran mal, las cepas mutaran y envenenaran el suelo, como tantos otros.

 

 

Reynaldo ya no se acordaba del sabor de las carnes auténticas. Cuando niño había tenido la oportunidad de probarlas gracias a los trabajos de su padre en la carnicería. Eso fue mucho antes de que las erradas planificaciones económicas y los trastornos climáticos incluyeran al cerdo, al pollo y a la res en la lista de especies extintas.

La primera alternativa fue la implantación de fórmulas veganistas (alimentación nula en proteínas) como la elaboración de las barras y cápsulas vitaminadas de moringa y varios alimentos de elaboración sintética.

Después se aplicó una “nueva” estrategia económica: en la tierra baldía de las cercanías del pueblo fue construida la primera Factoría de Carne de Behemot.

El Behemot significó el nuevo milagro de la ingeniería genética que, junto a la crianza de las gigantescas Clarias Omega y la producción de tostones sintéticos, salvaría al país, por fin, de su eterna crisis alimentaria.


Ilustración: Tut

Ingerir una pequeña porción de la carne del animal era suficiente para que una persona obtuviera los nutrientes necesarios para no necesitar alimento durante siete días, pero debido a los altos costos de producción, desde el principio la mayor parte de su suministro se envió a los sectores económicos del turismo y la exportación. A pesar de eso, con los restos se elaboraba un embutido especial que se le vendía a la población a un precio mucho más módico.

Sin embargo, el aspecto real del milagroso animal, representaba el secreto más protegido de la MAAS.

Muchos cuestionaban la versión oficial del Ministerio. Según éste, todo se debía a un paso de avance en los procedimientos de carne in vitro. Un proceso genético tan costoso que ni siquiera los países de cúspide económica se habían atrevido a desarrollar.

Reynaldo llevaba años contrabandeando aquel producto cárnico. Tenía que pasar por cuatro puntos de control y los chequeos ocasionales de los Spider hasta llegar a la ciudad. Después de la venta repartía la mitad de la ganancia con Gabriel, su suministrador, quien trabajaba en la factoría como empaquetador de las piezas ya troceadas por las máquinas destripadoras.

Fue Gabriel quien le contó el secreto del embutido especial. Aquel concentrado no era más que sangre residual congelada. También le reveló que sólo el escogido personal del Grupo Científico encargado de la sección del criadero conocía el aspecto del animal.

Personal Acreditado, como la chica que le cargaba la mochila.

 

 

*****

 

 

Pasaron dos horas y en la tercera parada uno de los pasajeros contiguos a la joven abandonó su puesto.

Reynaldo, en un santiamén, desconectó la pulsera y ocupó el asiento. Le devolvió el artilugio a la muchacha con un gesto de agradecimiento y solicitó su bolsa.

—Sé lo que llevas dentro de tu bolsa frigorífica —le reveló ella al devolvérsela, con una media sonrisa, señalando uno de sus visores—. ¿Qué te hizo creer que no te denunciaría? —prosiguió.

Esas palabras azotaron por unos instantes los nervios de Reynaldo antes de que lograra serenarse lo suficiente como para responder: —Pensé que una persona de su nivel, tan encantadora, no malgastaría su tiempo entregando a un pobre viejo a la Central de las Cucarachas.

Los lentes de la funcionaria destellaron un par de veces con luz escarlata y su sonrisa se agrandó hasta mostrar los dientes.

En ese momento su gesto se interrumpió cuando sus ojos comenzaron a brillar con un leve destello rosa.

—Ah, discúlpame un momento, pero debo contestar esto —se excusó ella colocando el índice en su sien para responder la llamada.

—¿Ya estás en casa? No, mami se va a demorar todavía un poco. Estoy buscando comida. Te dejé unos bocadillos en el refrigerador. Trata de adelantar tus tareas y después te puedes conectar a la consola de hologramas con juegos. Está bien, mi amor. Pórtate bien, yo también te quiero —se despidió la muchacha cortando la comunicación.

—Disculpa, pero se trataba de mi pequeña Amalia, la esencia de mi vida. Estos niños de clonación in Vitro salen muy inteligentes. Estoy muy orgullosa de ella. ¿Pero en qué estábamos? ¡Ah, claro, abuelito! Te aconsejo que no abuses de tu suerte. Es obvio que soy la única autorizada a llevar esta mercancía encima. Pero mi labor en este carguero de animales es otra.

—Entonces si no me vas a delatar ¿Qué es lo que pretendes conmigo?

—Tenemos un programa nuevo de captación de especialistas para el control de la calidad de nuestros productos —comenzó a susurrarle la joven—. Nos interesan las personas que conozcan el manejo del Behemot… y usted parece encajar.

—¿Por qué yo? Si soy solo un viejo traficante que acabas de pillar en un Gusano.

—Por eso mismo: su experiencia en el contrabando callejero es invaluable. Además es difícil encontrar una persona tan mayor que no se haya… degenerado por la alimentación sintética y sin la necesidad de implantes cibernéticos. Usted está más que capacitado para el puesto.

—Pero, ¿por..?

—Discúlpame, pero ahora me siento agotada para discutir más detalles sobre el puesto. Piénselo bien. Además usted es un viejo. ¿Hasta cuándo tiene que arriesgarse para comer o por tener alguien a quien alimentar? —concluyó la muchacha antes de recostar su cabeza al asiento.

Los lentes cambiaron su color al verde acuático y los músculos de su cara se relajaron.

“Seguro que esta maldita puta se conectó algún pasatiempo virtual para alejarse por el momento de su asqueroso mundo”, pensó Reynaldo tratando de controlar la perturbación que aquella proposición le había inyectado.

Era cierto estaba muy viejo para seguir aguantando tanta mierda para llenarse solo el estómago.

 

 

*****

 

 

Al pasar por los cuatro puntos de control, el Gusano se detuvo en su última parada entre aullidos de maquinaria.

—¡Bueno, creo que aquí nos bajamos! —le avisó la muchacha.

Reynaldo se despabiló al momento; había sido su mejor descanso en años. Sin embargo, no pudo evitar un estremecimiento al descubrir el rostro de la joven tan cerca del suyo.

El azul celestial centelleaba ahora en sus lentes y su sonrisa de depredador se había vuelto tierna y casi compasiva.

—Tranquilo, abuelito. Tu producto tiene una óptima calidad gracias a la protección de esa mochila de refrigeración interna —le dijo la joven posando con suavidad la palma de su mano sobre el antebrazo del anciano.

Reynaldo sintió un breve cosquilleo ante la delicada presión. Cuando la joven retiró la mano en la piel quedó grabada una numeración codificada.

—Me llamo Astrid. Aquí tienes un sello temporal de mensaje pagado directo hacia mí si quieres contactar conmigo para que puedas trabajar con nosotros de una manera más formal.

—¿En serio? ¿Me estás ofreciendo un empleo?

—Como te dije: no abuses de tu suerte —sentenció ella, depositándole un cálido beso en la frente.

En ese momento, ante aquella caricia de ángel, sintió que sus nervios se tensaban como si todo su cuerpo hubiera recibido una descarga eléctrica. Una violenta somnolencia casi alcohólica envolvió su mente y anestesió su miedo. Después de que sus músculos se relajaran, se durmió.

 

 

*****

 

 

La estridente alarma del Gusano y los golpes expulsaron a Reynaldo hacia la realidad. El dolor castigó su cabeza y su estómago como si le hubieran pateado hasta despertarlo. Su frente le escocía mucho. Los huesos le dolían tanto que tenía la sensación de que se le estaban derritiendo. Sus músculos estaban tan entumecidos que apenas le quedaban fuerzas para moverse y mucho menos gritar.

Pero se percató que aquella agonía no era comparable al infierno que vio a su alrededor.

Astrid lo había abandonado junto a la masa de pasajeros, y ahora se encontraba empaquetado, dentro de un capullo de nanofibras de plástico trasparente que Alfian arrastraba hacia la compuerta de salida.

—¡Vaya, te mueves! ¿Ya te despertaste? ¡Mejor! ¡Te agarramos, cabrón! ¿De verdad que por viejo te crees muy listo, no? Violación del artículo primero de la Resolución número veinte, “Sobre el control de distribución de alimentos y posible consumo de estimulantes ilegales”. Tenemos más que suficiente para divertirnos contigo en la Central —le dijo el oficial relamiéndose los dientes y mostrándole con la otra mano la mochila.

Reynaldo, imposibilitado de protestar, no pudo evitar la rabia y las lágrimas de impotencia. Se había dejado engañar como un estúpido. Aquella perra no había hecho más que delatarlo.

Un insoportable ruido volvió a castigar con mayor fuerza sus tímpanos. Aquella tortura sonora era la manera más eficiente del gusano de desalojar todos sus vagones al llegar a su última parada. Sin embargo, aquel sonido no perturbaba en nada al Cucarachón en la realización de su trabajo.

“¡Puta traidora!“, fue el último pensamiento que tuvo Reynaldo antes de que su mente se diluyera entre el dolor y la ira.

 

 

*****

 

 

Alfian no disimuló su disgusto con Osmany, su subordinado de turno, quien se esforzaba por conducir la enorme furgoneta de transporte para los detenidos. Era obvio: tener un solo arresto no favorecía la cuota personal ni el estado de ánimo de su superior.

—Te digo que si no fuera por todas esas credenciales ahora estaría dentro de este camión, gozando con esa puta fina, en lugar de arrestar a ese vejestorio con fiebre de estupefacientes por tráfico de carne de Behemot.

—Ella te hubiera arrancado cada uno de tus implantes —contestó Ernier.

—Claro, como si esos cocuyos que la escoltaban pudiesen impedírmelo. Pero no te pongas así, sabes que después te pasaría a esa perra para que te divirtieras un rato. Además, compartiré contigo el Behemot antes de llegar al almacén de confiscaciones. Nosotros también tenemos que comer.

El subalterno solo tuvo tiempo de asentir con una sonrisa, antes de estremecerse por el súbito estruendo de los golpes en la zona de carga y el chillido de la alarma de peligro de contenencia en el panel de instrumentos.

—¡Pero ¿qué coño…?! —gritó Alfian revisando la cámara que velaba el interior del compartimiento de detenidos.

La mera visión del capullo de detención hecho trizas hizo sudar frío al oficial. A Alfian, por primera vez en su vida, lo mordió el miedo.

 

 

*****

 

 

Las enormes llantas de la Yamaha de motor de inducción iónica detuvieron su marcha sobre el asfalto. Astrid se quitó el casco con filtro de aire, activó la opción de espera del piloto automático y se bajó de la motocicleta. Silbó y los once pequeños drones salieron del bolsillo de su cinturón. Estos volaron asumiendo una posición defensiva alrededor de ella.

La muchacha contempló el desastre y el silencio que lo acompañaba con una mueca de ironía en su cara.

“Por lo visto no llegaron muy lejos”, pensó mientras contemplaba el transporte de detenidos de la C.C.C. volcado. La furgoneta de contención se encontraba peor que una lata destrozada. Muy, muy destrozada.

En ese lugar, Astrid vio aparecer un punto rojo que se dirigió hacia ella.

No pudo evitar morderse el labio inferior ante la expectativa.

El dron descendió sobre la palma de su mano y cambió su destello carmesí al esmeralda.

Con cuidado conectó el ave artificial, de manera inalámbrica, con uno de sus lentes y extrajo la información visual.

—¡Asombroso! ¡Mucho mejor de lo que esperaba! —exclamó ella con expresión de júbilo cuando la interrumpió un ensordecedor grito de animal.

—¡Vaya si todavía sigue vivo! —dijo ella y se dirigió confiada al lugar del que provenía el sonido.

Entre los restos del accidente se encontró con lo que quedaba del oficial Alfian. El Spider agonizaba y maldecía, retorciéndose de dolor en un charco de lodo y sangre. Se aferraba a la vida y reptaba terco, tratando de alcanzar su revólver táser. Pero su cuerpo no le respondía. Alguien se había esmerado en arrancarle de cuajo, y a mordiscos, cada uno de los implantes biónicos.

—¡Es cosa de ustedes, maldita puta! —le gritó el policía con sus últimas fuerzas.

Astrid solo le asintió con una sonrisa. Hizo un gesto y uno de los pequeños drones cambió su brillo al escarlata y se lanzó sobre Alfian.

El oficial tuvo que sufrir por unos instantes más antes de que el ave terminara de taladrar su cráneo con el pico y atravesara la esponja cerebral. Después, el zunzún cibernético abandonó el convulso cadáver, vibró sus diminutas alas de plástico para purgarse de restos orgánicos y recuperó su posición con los demás.

Astrid volvió a escuchar el sonido, ahora mucho más débil y similar al lamento sombrío de un cetáceo.

Consiguió ubicarlo a unos diecinueve metros en la cima de una pequeña colina.

La joven se lanzó a correr hacia la pendiente, esquivando los restos del vehículo y el deforme despojo del ex subordinado de Alfian.

Lo encontró al llegar a la cúspide y al momento sintió dentro de sí una descarga de excitación.

Ahí estaba el resultado de la prueba número veintitrés para la cría de Behemot mediante material orgánico vivo de la población senil, en un ambiente no controlado. La muchacha analizó con sus lentes los datos sobre el resultado del experimento.

El enorme cuerpo del Behemot superaba la tonelada y media. Magnífica tasa de crecimiento para algo que aún no tenía ni diez minutos de vida. Yacía retorciéndose en el suelo, donde su gruesa piel con púas de colágeno, dañada por el accidente, se hinchaba por la dificultosa respiración. El terror y la incomprensión se reflejaban en las enormes pupilas amarillas. Le quedaba poco tiempo.

Lástima; podría haber sido un espécimen valioso si no hubiese sufrido tanto en el impacto.

Astrid se retiró con cuidado la prótesis labial de hule poroso mediante el cual le había suministrado la dosis de microorganismos al sujeto de prueba.

Tener por huésped a aquel saludable anciano facilitó a las bacterias la violenta mutación y replicación celular. Y había particularidades interesantes. Por ejemplo; este espécimen había desarrollado más fibra muscular que los anteriores ejemplares, todos criados en cautiverio. Como a todos los demás, la violenta mutagénesis le había provocado un stress metabólico, que ya debía haberse resuelto en el colapso e inevitable fallecimiento a los breves minutos de la metamorfosis.

Sin embargo, se aferraba aún a la vida.

Astrid se agachó cerca del Behemot y su mano acarició con delicadeza el gran hocico.

Estaba sorprendida por su resistencia y su voluntad. Un esfuerzo notable, sí… pero que sólo servía para prorrogar lo inevitable.

—Te dije que no abusaras de tu suerte, abuelito. Por favor, no sufras más y déjate llevar.

El animal hizo un esfuerzo y por un instante consiguió levantar la cabeza, con las fauces abiertas y los dientes desnudos. Pero el peso de la monstruosa cabeza era demasiado, y al punto volvió a desplomársele.

La joven se imaginó que aquel esfuerzo se trataba de un patético intento por decapitarla de un mordisco. Pero no era rencorosa, así que sus labios se torcieron para regalarle a la bestia moribunda su más maternal sonrisa.

—Te entiendo. Seguramente yo habría intentado lo mismo.

El cuerpo del Behemot sufrió una convulsión final antes de que sus gruesas mandíbulas se relajaran y cedieran, liberando con un gruñido su último aliento.

Astrid suspiró y se reincorporó alejándose del cadáver de la criatura. Activó el localizador de señales de los lentes y tardó un par de minutos antes de enlazarse con el satélite. Las conexiones cada vez estaban peores.

Al conectarse con la oficina central de la GICB envió los resultados del experimento y solicitó la presencia de la brigada de recolectores. En menos de quince minutos estarían ahí para trasladar al espécimen a la factoría y prepararlo para su futuro consumo.

El color rosa volvió a asaltar los lentes de Astrid. El rostro de la muchacha se relajó y se alumbró, alegrándose mucho en contestar la llamada.

—Dime, mi pequeña, ¿ocurrió algo? Ah, sólo me extrañas. ¡Qué niña tan linda, yo también te echo de menos! Sí, mamá ya va para la casa… y la buena noticia es que encontró la comida que estaba buscando ¿sabes? Te va a encantar, ya verás. ¿Hiciste tus deberes? Muy bien, mi chiquita buena. Ponte a jugar con la consola, que dentro de un ratico yo estoy ahí. ¿De acuerdo, mi pequeña? —se despidió, lanzándole a su hija un sonoro beso antes de desconectarse.

La muchacha hizo un gesto y las pequeñas aves se dirigieron al lugar del desastre.

Después de un par de minutos, Astrid observó complacida cómo los drones transportaban la mochila frigorífica de Reynaldo por el aire hacia el compartimiento trasero de la Yamaha. Por suerte, la carne no había sufrido daños por el accidente. Se veía que era de óptima calidad y estaba lista para cocinar.

 

 


Salvador Horla es cubano, miembro del Taller de Formación Literaria “Onelio Jorge Cardoso”. Ha obtenido el primer lugar en la categoría de no-profesionales del Concurso Mabuya 2012 de cuento dentro del Evento Behique 2012 del Grupo Dialfa y una mención del V Concurso de Literatura Fantástica Oscar Hurtado 2013 en la categoría de cuento fantástico y horror. Ha publicado cuentos en revistas virtuales de género fantástico y ciberpunk cubanos como Qubit y Korad.

Ya hemos publicado en Axxón su cuento CHUNGA MAYA, TERROR DE LAS ANTILLAS, TRABAJO NOCTURNO, NOLY y EL SUEÑO DE VERO.


Este cuento se vincula temáticamente con NADA QUE DECLARAR, de Anabel Enríquez Piñeiro, LA HÉLICE, de José Altamirano y LA PICAZÓN, de Carlos Daniel J. Vázquez.


Axxón 260 – noviembre de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Manipulación Genética : Distopía : Cuba : Cubano).

“Avenida Amoníaco”, Víctor Conde

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ESPAÑA

 

 


Ilustración: Tut

Aquella mañana había en el aire un cierto olor a tiempo.

Los relojes se desperezaban con holgazanería. El tráfico fluía lento, igual que las nubes. Una cierta nostalgia a paisaje de infancia había caído sobre la ciudad, junto con el rocío, empapando de melancolía la escoria y las oxidadas carcasas de las refinerías. La gente iba cabizbaja a trabajar. Las sirenas de las fábricas rumiaban macilentas. Algún que otro pájaro atravesaba el firmamento como una piedra lanzada a un lago celeste.

Aquel día Víctor Martín fue a trabajar por última vez en su vida, y empezó sintiendo que se le hacía tarde para todo. Como si la jornada se arrastrase a paso de caracol, a sabiendas de que a él ya no le importaba llegar tarde para fichar en la fábrica.

Se bajó en la esquina de la noventa y seis con la octava, en la única zona militarizada de aquel barrio. La presencia policial se sentía por todas partes. Incluso había máquinas automáticas que funcionaban con monedas de un cuarto de dracma, situadas entre las golosinas infantiles y los periódicos codificados, y que dispensaban armas y municiones. Víctor no sabía disparar, ni le interesaba apuntarse a uno de esos cursos gratuitos que daban los animadores del Gobierno en las comunidades de vecinos, en los que enseñaban a usar una… una… joder, las armas y sus malditos nombrecitos, una MP5-T o como demonios se llamaran esos monstruos. Le traía sin cuidado la autoprotección del ciudadano.

Al pasar frente al dispensador de armas, vio que un niño estaba sacando una chuche de la máquina de al lado. Su padre le había dado nada menos que medio dracma para gastar. El niño miraba al soldado que pinchaba moneda tras moneda en la otra dispensadora, como si no pudiera comprender qué estaba pasando dentro de aquel vasto mecanismo adulto.

Él hombre no llegaba a la tasa mínima del lanzagranadas, por lo que el chaval le ofreció lo que le quedaba a él de cambio. El soldado lo aceptó con una sonrisa de gratitud. Toma, para que puedas matar hoy a alguien. Hoy por ti y mañana por mí.

Víctor los dejó atrás y pasó por el detector de la salida del Metro (de enseres prohibidos por el Gobierno, no de metales) y se perdió en las calles del barrio industrial. Los policías, más armados a nivel individual que tanques, giraron hacia él sus rostros bañados en inquietas luces láser. Un resplandor ardió en sus cascos mientras los edificios chorreaban fulgor de neones.

Víctor no necesitó coger un taxi: la fábrica estaba muy cerca. Iría andando. El barrio industrial era un imán para muchas culturas tecnodelictivas, y con frecuencia se desgastaba a sí mismo hasta perder todo rastro de humanidad y convertirse en la externalización de un vago deseo de muerte. Era un barrio peligroso; no en vano, allí vivían los obreros del amoníaco. Pero él no tenía miedo. Todos los días hacía esa ruta para ir a trabajar, siempre cabizbajo. Y aquella mañana, encima, el tiempo se arrastraba con más pereza.

La fábrica le dio la bienvenida con el desangelado cariño de siempre. La habitual procesión de hombres y mujeres que cruzaba aquellas puertas se lo tragó como un glóbulo rojo en un interminable flujo de plasma. Era una bota más siguiendo la cadencia, un aislado grito de oxígeno que nadie salvo él escuchaba.

Víctor se sumó a aquel ejército lento y sacudió una estocada con su tarjeta electrónica cuando le llegó el turno. Lo único que liquidó fue su horario de entrada.

La fábrica. Era un organismo vivo, palpitante, que deglutía personas y digería sustancias químicas que no tuvieron nombre, lugar ni propósito en la Naturaleza hasta que llegó el ser humano. La fábrica, con su vasta selva de conductos de metal y avenidas rectilíneas que se prolongaban hasta el infinito. Con sus vehículos llenos de luces y códigos, de velocidades ambarinas, de silbidos de advertencia y de sigilosas paradojas de silencio. Naves de carga con tripas llenas de fuego y células abarrotadas de hombres, siempre de aquí para allá, siempre en movimiento. Chimeneas floreciendo en ardientes capullos de color, nítidas incisiones de acero que partían en dos verticalmente el cielo.

La fábrica. Su hogar durante los últimos catorce años, desde que se graduó como especialista en destoxificar tuberías y conoció a su jefa de distrito, la señora Bandeirante. La mujer que antes confiaba en él, pero que ahora se había convertido en su enemiga.

Víctor Martín entró en los vestuarios y se cambió de ropa. Los hombres eran ordenanzas de amarillo, las mujeres preceptos de rojo, los niños (por fortuna no había muchos) dulces paradojas en azul. Una vez tuvo puesto su uniforme (una segunda piel con una válvula de tubo en el ombligo, que lo hacía parecer un feto de metro setenta), cogió el tren bala que lo llevaría hasta su unidad de trabajo. Según el orden del día, le tocaba neutralizar amoníaco puro en las tuberías del sector ochocientos cinco. Estupendo.

Por la ventanilla se sucedieron nadas que seguían a otras nadas. Se preguntó por enésima vez si la fábrica tendría fin. Todos los obreros conocían su límite norte, pues colindaba con la ciudad-dormitorio. ¿Pero existiría algún límite en los demás puntos cardinales, o, como aseguraban algunos, la fábrica era un ente que no tenía fin, un cáncer en la piel del mundo que lo había infectado hasta envolver toda su circunferencia?

Él nunca había ido más allá del sector ochocientos, nunca lo habían enviado más lejos con una tarea que desempeñar. Así que, como el resto de las hormigas, tampoco tenía más que conjeturas para rellenar esa pregunta, ese vacío.

—Espero el fin del mundo, pero no llega —dijo un trabajador con acento extranjero a dos asientos de distancia. Víctor no entendió qué quería decir, pero le daba igual. Sería una suerte de reniego importado.

Él sólo podía pensar en su golpe de Estado. En el acto terrorista conceptual que llevaba años preparando y que, hoy por fin, tenía al alcance de la mano. Hoy lo pondría en práctica. Y se marcharía contento porque al final su vida sí que habría servido para algo.

 

 

El tren lo depositó en una terminal que parecía un atolón de humo de cigarrillo. Sólo allí se podía fumar, teóricamente lejos de los flujos termodinámicos de gases inflamables. Miles de papelinas como faros indicando la presencia de rostros en la bruma, y columnas de pálido blanco que erraban hasta chocar con las corrientes de aire de los ventiladores. Víctor se abrió paso como un arqueólogo, con machete y salacot, a través de paredes de humo, suelos de ceniza y vasos de cerveza de cartón parafinado. Y llegó a la Avenida Amoníaco.

Siempre se sobrecogía al verla. Era el acantilado entre tubos de acero más largo y alto que se conocía en la fábrica, una calle pespunteada con anuncios holográficos de hasta doce niveles; en el último, los rostros de los controladores tenían nueve metros de altura. Allí estaban las tuberías más anchas, los gases más peligrosos, las condiciones de seguridad más precarias, los contratos más breves.

Víctor fue hasta el lugar donde había escondido su nuevo uniforme, y saludó a un grupo de operarios que soldaba una tubería. Sí, sí, todo bien, el intercambio de cháchara vacía de costumbre. Y los acostumbrados buenos deseos de suerte y progreso. Claro, como si en aquel laberinto se pudiera progresar hacia alguna parte, salvo en amplios e inútiles círculos.

La señora Bandeirante le había prometido, cuando firmaron el convenio de protección mutua, que siempre cuidaría de él. Que le dejaría explayarse no sólo como obrero, sino también como ser humano, más allá de las obligaciones contractuales de su acuerdo. Su vida juntos se convirtió en un círculo, en un abrigo que los arropó para protegerlos de las nefastas influencias del exterior, de los agobios de los turnos frenéticos y las parrafadas de los jefes de sección. Era una vida de satisfacción instantánea, de planificación limitada, digna de onanistas de escaso tránsito. Pero le gustaba.

Él lo único que deseaba era hacer origamis de papel.

Víctor había conquistado el corazón de la señora Bandeirante con sus origamis. Tomaban juntos el té de la tarde en dosis dominicales, tal vez diluido en algo de filosofía, mientras Víctor hacía nacer de sus dedos pájaros con alas papel maché, o bisontes de comportamiento errático, o alces con cuernos de escasa gravedad, o estatuarias de leones fundidos en sangrientos mordiscos con sus presas. El arte era lo que importaba. Y se miraban el uno al otro con arrebolado deleite, cada cual orgulloso de las habilidades que abrillantaban como gemas los dedos del contrario.

¿Para qué preocuparse de más cosas? ¿Para qué salir de sus pequeñas vidas a perderse en los laberintos de la fábrica, si allí tenían todo lo que los hacía felices? ¿Para comprarse un vehículo aeroflotante nuevo? ¿Para disfrutar del paisaje a través de cuadros caros y no con los ojos y con las entrañas? ¿Para fardar ante las visitas de un nivel de vida que no se podían permitir? ¿Para convertir en insensatas las virtudes que hasta ese momento los habían hecho puros?

Pero todo aquello acabó. De repente y sin avisar, llegó el día que Víctor tanto había temido: el día en que el arte no fue suficiente, y el resplandor de la admiración se apagó en los ojos de su pareja. El día en que el amor, y los origamis de papel, no bastaron para saciar la codicia de la señora Bandeirante.

Bandeirante le preguntó una noche a Víctor que qué esperaba él de la vida. Víctor cerró los ojos, como si para él y sólo para él el tiempo hubiese hecho un alto. Como si fuera un corredor a punto de salir disparado con el estampido de la pistola del juez, y comprimiese todos sus deseos, sus ilusiones, sus rezos y metas en el último segundo antes del disparo, esperando hacer un resumen de sí mismo que influyera positivamente en el universo.

Y se lo soltó. Todo, sin ambages, emocionándose más y más conforme desgranaba los matices de su Sueño. Quería que Bandeirante y él se fugaran y volasen juntos a través de la Avenida Amoníaco para averiguar si tenía algún final. Para encontrar ese lugar ignoto donde acababan las tuberías, y donde aquellas toneladas de gas tóxico se convertían por fin en algo noble.

Sus ojos se alejaban a la deriva, reculando hacia su mundo interior, mientras su espíritu se convertía en necesidad pura, en la hambrienta armadura de una adicción que sólo se saciaba con letras, emociones y aventuras. Le habló de la espectacular frase con la que comenzaría aquella idílica jornada, “el día en que me rescataste de la nada”. Le habló de personajes en una encrucijada vital, de dudas epistemológicas, de grandes amores, de terribles decepciones, de cosechas arruinadas y de guardianes entre el centeno. De exploradores y poetas. De volver a las raíces de la creación artística, de lo que ello implicaba para el espíritu humano, para que se olvidaran por una vez de la maldita fábrica.

Cuando acabó su discurso, la ceja de su amada seguía en el mismo lugar. Y con la misma curvatura. Una curvatura siniestra.

Ella no compartía su Sueño, y tanto era así que hasta tenía el poder de rebajarlo a las mezquindades de una simple minúscula. No Sueño sino sueño, a secas, y con los pies bien anclados a la tierra. Sus discos de gramófono siempre morían en un siseo circular, tal y como a ella le gustaba que fuera su vida: un siseo circular.

Bandeirante movió hilos para ofrecerle un puesto en la oficina de contratación de personal, que estaba justo al lado de la entrada de la fábrica. Era un puesto importante, que mejoraría mucho su nivel de vida. Un aburrido aunque bien remunerado hueco de sillón caliente y mesa de despacho en una habitación cúbica. Y se enfadó cuando Víctor no lo aceptó.

En fin. Recuerdos.

Víctor llegó al ramillete de tuberías donde había escondido el traje, lo sacó de un sifón que nunca se usaba y se lo puso. Estaba limpio, olía a simpleza, a sinceridad. No se parecía en nada al típico uniforme de limpiador de tuberías: más que eso, era un conjunto de chaqueta a cuadros y camisa y pantalón a rayas, que lucía de lo más anacrónico. Un bombín puso el punto sobre la i a tan extraño capricho, a tan improbable artificio.

Desacelerando con atmosférica franqueza, un vehículo de vigilancia se posó en una tubería. Víctor sabía que estaba cometiendo un delito de lesa desuniformidad, y aunque no le importaba mostrarse así ante otros obreros, el personal de seguridad de la fábrica era otra historia. Se acordó del niño dándole monedas al soldado para que sacara el lanzacohetes de la máquina expendedora, y sintió un escalofrío.

Si la policía lo pillaba vestido de esa guisa, le roerían los huesos hasta dejárselos limpios como palillos de tambor.

A toda prisa, desenroscó la válvula de seguridad que permitía acceder al interior de la tubería. Miró (y olfateó) primero para comprobar que estuviera vacía, y se deslizó dentro como una lagartija vestida de tweed.

Dejó atrás aquel país de sirenas y avisos de cambio de turno y humo de cigarrillos, y gateó frenético por el interior del tubo.

 

 

La Avenida Amoníaco se extendía por kilómetros y kilómetros, nadie sabía cuánto. Las gigantescas tuberías que conformaban su sistema arterial estaban pintadas de plata anti-óxido, y muchas tenían el diámetro suficiente como para que un hombre caminara erguido por su interior. Cuando hacía calor resplandecían con ese brillo que tienen las cosas en los días de calor. Cuando hacía frío su piel se volvía parcialmente espejo, y reflejaban la quietud de su entorno. Sencillez que surgía de una complejidad extrema. Allí rara vez había operarios. Por allí pocas veces se paseaba la mirada de los controladores.

A través de sus entrañas circulaba el éter podrido de la sociedad, su aliento nauseabundo. Daba igual que procediera de estiércol destilado de camello o de las brasas de las pezuñas de un buey, su alcalino aliento entraba y salía por aquellos conductos. Era transpirado por las máquinas, obturaba los filtros, cantaba aumentando de presión hasta convertirse en un ululante aullido de terror. Las fraguas se alimentaban de él, mirando fijamente la enloquecida agitación de los policarbonos. Los enlaces moleculares adoptaban diseños angulares en tonos pastel, y pagaban sus deudas con talones de refrigeración al cero absoluto. Si se los miraba a contraluz, en los gases aparecían cíclicamente colores primarios que asemejaban rostros de personas.

El amoníaco era la sangre gaseosa de aquella ciudad.

Víctor salió al exterior un par de codos más allá, a salvo de miradas policiales, y continuó su camino hacia el final de la Avenida Amoníaco. Silbaba una alegre canción cargada de esperanzas. Se acabó el acudir a aquella maldita oficina, se acabó vestirse como una fregona humana y destoxificar (¿existía esa palabra, o también era una invención de la fábrica?) las tuberías. Se acabó libar el contenido proteínico de los batidos en las mesas comunales mientras los jefes diseccionaban sus platos de bogavante.

Ahora era libre, y tenía un solo objetivo en la vida: no tener objetivos.

Caminó silbando por encima de la tubería hasta que se encontró con un pelotón de camisas amarillas, reparando una avería. Los saludó con un gracioso gesto de bombín y unos pasos de baile. Debieron pensar que era un fantasma, el alma errante de algún obrero asfixiado en los tubos, porque salieron huyendo espantados. Víctor no paró de reír en diez minutos. Sí, se había convertido en una paradoja, en la excepción que confirmaba alguna impensable regla. En el puñal bailarín que se clavaba en la perfección de su antiguo mundo. Era un terrorista, un asesino despiadado cuyas armas eran el arte y la risa, el baile y el absurdo.

Llegó a zonas inexploradas del laberinto. Saqueó nidos de pájaros para comer y bebió agua de lluvia. Vio charcos de metano que se cocían bajo la presión del tiempo, residuos escarchados de óxido moldeados como si fueran origamis, y esencias de tecnología desechada que florecían sin que nadie las vigilase. Estaba internándose en las regiones más remotas, allá donde ni siquiera los escuadrones de limpieza más aguerridos se atrevían a ir.

Y la Avenida Amoníaco continuaba y continuaba, sin visos de acabarse nunca. El tiempo olía a horas más rápidas, a minutos más fugaces, a segundos más pletóricos. A picosegundos con el tamaño y la anchura de siglos.

Fue entonces cuando la vio.

 

 

Estaba de pie sobre el empalme de dos enormes tubos, un grisáceo tórax anclado a un cilindro de la anchura de una persona. Había abierto la esclusa de acceso y se estaba deshaciendo de su uniforme, quizás porque le molestaba, o porque no deseaba introducirse en la tubería con la protección de la tela anti-toxinas. Obreras locas las había habido siempre.

Era una mujer, por sus distintivos una galvanizadora de nivel dos. Tenía la piel muy pálida y el pelo rojo fuego, en una arrebatadora combinación de pureza y agresividad que Víctor sólo pudo calificar de hermosa. No es que tuviera unos rasgos perfectos, pero tampoco poseía las inexpresivas facciones que contenían la rutinaria belleza de los cosméticos.

Cuando lo vio a él, cuando se percató de que había un fantasma vestido de caballero mirándola, se giró. Y por un momento fue un compendio de todas las bellas mujeres que alguna vez se volvieron, giraron la cabeza e hicieron ondear su pelo. Fue un resumen de todas las miradas arrebatadoras, de todos los gestos de sorpresa, de todos los comienzos de historias de amor del mundo.

Y Víctor cayó inmediatamente prendido de ella.

La mujer no sintió miedo, no creyó que él fuese el espectro de ningún obrero asfixiado, o eso dijeron sus ojos. Pero tampoco dejó que se le acercara. Terminando de quitarse su uniforme, se arrojó de un salto al interior de la tubería y desapareció de su vista.

Víctor Martín se quedó paralizado entre dos latidos. Hasta aquel momento se había divertido jugando a ser el fantasma, pero… ¿y si la aparición era ella, la mujer de apenas veinte años que acababa de arrebatarle con una mirada todo lo que creía blindado, todo lo que suponía a buen recaudo dentro de su alma? ¿Acaso era esa chica el fantasma de la máquina?

—¡Eh, espera! ¡No te vayas! —le gritó, pero ya era demasiado tarde. La mujer había sido fagocitada por aquel apéndice de la Avenida Amoníaco.

Víctor dio un par de saltos expertos hasta situarse junto a la esclusa. Miró dentro: sólo un abismo horizontal de oscuridades condensadas, con un anillo de luz al fondo. En el suelo estaba el resto de la ropa de la muchacha, sus bragas y el sujetador. Al desprenderse de ellos había dejado un polvillo amarillento en el suelo, algo así como un suave rastro de azufre.

Víctor saltó dentro de la tubería, a la oscuridad, y percibió un movimiento: una figura que se interponía a lo lejos entre el anillo de luz actínica y él. La muchacha estaba corriendo descalza en dirección al final del tubo, al resplandor solar que había al otro lado.

…Y después se diría a sí mismo que fue algo más fuerte que su propia voluntad lo que le obligó a salir corriendo tras la chica. Después se sentiría bien justificándolo como un arrebato de pasión e inocencia como no había sentido en años, desde antes de conocer a la señora Bandeirante. Un impulso que puso sus piernas en movimiento y que le hizo sentirse realmente vivo, por primera vez en años.

Corrió con toda su alma. No quería que ella doblase de repente un recodo y se le escapase para siempre. No sin una explicación por parte del Destino, no sin un motivo para haberle abierto el corazón con un estilete de aquella manera, con una sola mirada, con un único barrido de su pelo. No sin un porqué, aunque los cómos sobraran. La repentina pasión de Víctor se inflamó en un azul sin espacio ni tiempo, y supo (oh, sí, lo supo con claridad diáfana) que si dejaba escapar a aquella muchacha sin preguntarle ni siquiera su nombre, no se lo perdonaría a sí mismo en lo que le quedaba de vida.

Entonces ocurrió.

La tubería sufrió un estremecimiento, como si de repente un científico loco le hubiese insuflado vida. Olor a acero frío, a microcanales de suciedad agrietando la dureza del metal, a hielo acariciando las terminaciones nerviosas de sus ocupantes. El miedo apareció dentro de Víctor, una serpiente que poco a poco se le iba enroscando en la columna.

La tubería se contorsionaba, giraba, se estrujaba a sí misma. Abría válvulas que comunicaban con tributarios de gases letales y se dejaba inundar por ellos. Quería matarlos, a los dos. Quería acabar con la muchacha y con el hombre que la perseguía, con si la dañase la mera sugerencia de su historia de amor. Atisbos de un cielo de plata envenenada aparecían como fugaces instantáneas a través de las esclusas, que se abrían y se cerraban solas en una pataleta de rabia tecnológica.

La tubería chillaba, la fábrica chillaba, la Avenida Amoníaco se revolcaba como un animal moribundo contra la frágil esencia de aquellas dos personas. La sibilante estática del metal se transformaba en matrices acromáticas, y las piernas de Víctor seguían corriendo.

El anillo de luz del final del túnel se transformó en un disco, y éste en la promesa de la libertad. De la supervivencia. La muchacha fue la primera en alcanzarlo y, sin pensárselo dos veces, saltó. Escapó de la trampa justo cuando unas fauces dentadas se cerraban a su espalda.

Víctor sintió flaquear su fe; por un instante no supo si iba a llegar o no. Si la máquina conseguiría tragárselo y triturarlo para que se convirtiera en un espectro, lo mismo que había jugado a ser minutos antes. Sintió como si los espejos gemelos de las gafas de mil controladores le estuviesen vigilando, y se rieran de él desde sus lejanos puestos de control. Resbaló y encontró su nariz sumergida en un charco de aceite.

Apretó los dientes y se puso en pie. No. No caería tan fácilmente. No le arrebatarían el único atisbo de romanticismo que había sentido en catorce años. Sus nudillos se volvieron blancos por la furia, y echó a correr hacia el final de la tubería.

Llegó.

Y de repente todo se sumió en una sobrecogedora calma, en un deflagrador silencio. Las convulsiones de la máquina quedaron atrás, las amenazas de asfixia quedaron atrás, los alaridos chirriantes del óxido quedaron atrás. Todo quedó atrás.

Los jadeos de la respiración de Víctor se fueron atiplando lentamente, a medida que recuperaba el resuello.

Sus ojos, redondos como platos, estaban clavados en lo que había más allá del extremo de la tubería.

Durante toda su vida, al igual que los millones de personas que habían nacido en la ciudad junto a la fábrica, había vivido en un solo tipo de ambiente. En una única variante de ciudad basada en los altos rascacielos y los acantilados de cemento. Y cuando salía de ella, para ir a trabajar, se metía de lleno en los suburbios cromados de la fábrica, en sus cien Avenidas Amoníaco, en sus mil dédalos de azufre. La mente de Víctor sólo se sentía a gusto entre paredes que cercaran su mundo, que lo hicieran pequeño y manejable, que lo protegieran de la vastedad de lo indeterminado.

Por eso, cuando vio el paisaje que se abría más allá del tubo, su corazón dio un vuelco.

La cañería de metal moría en la nada, como si alguien la hubiese cortado con una sierra y su extremo fuese una boca abierta al aire. A ambos lados se extendían dos larguísimas paredes de tuberías que se doblaban sobre sí mismas, para cambiar de dirección y volver por donde habían venido. Delante, hacia el horizonte, se abría la mayor y más vasta explanada que Víctor hubiese logrado imaginar jamás. Un paisaje llano, eterno, limpio y vacío de toda vida, salvo por pequeños arbustos de una especie que él no había visto nunca.

Aquella planicie se extendía hasta tocar el horizonte, en todas direcciones menos hacia los puntos cardinales que ocupaba la fábrica. Cuando Víctor giró a duras penas su cuello para mirar a izquierda y derecha, a los acantilados de tuberías que morían al contacto con aquella planicie, soltó una lágrima. Porque lo entendió todo. Supo que la fábrica no tenía fin, pero tampoco propósito, porque era un laberinto que se plegaba sobre sí mismo para no acabar en ninguna parte. Las tuberías llegaban hasta allí sólo para dar media vuelta y seguir creciendo hacia la misma dirección por la que habían venido.

El amoníaco no iba a ninguna parte. Fluía y fluía sin cesar, año tras año y siglo tras siglo, pero no era conducido hacia ningún lugar. Cuando llegaba al final de su recorrido, era bombeado otra vez en sentido contrario.

Víctor soltó ruidosamente el aliento. Estaba de pie como una hormiga en el extremo de aquel sucio tubo, mirando a la inmensidad. Y ésta lo retaba a continuar, a seguir adelante. A atreverse a dar el salto. ¿Pero qué pasaría si caía a la llanura de tierra y arbustos, al agorafóbico vacío sin paredes, a la inmensidad de lo desconocido? Ya no podría volver atrás si se arrepintiera de su decisión, sería incapaz de trepar por aquella pared. ¿Quién le mostraría, entonces, los caminos que debía seguir para encontrar un mañana?

En un mundo como el que se abría delante de él, donde no había calles y todas las direcciones que uno quisiera tomar estaban disponibles, ¿dónde hallaría avenidas que lo condujeran con seguridad de vuelta a casa?

Sentía un profundo dolor en el pecho, y supo que era miedo. Agorafobia. Pánico. Miró hacia abajo, al lugar donde habría aterrizado seguramente la chica, y localizó sus huellas. Eran dos filas paralelas de pasos que se perdían en la distancia. Y cuando afiló los ojos y usó su mano como visera para protegerse del sol, la vio a ella. Era un puntito en la lejanía, una figura desnuda que caminaba con sosiego y felicidad hacia el sol poniente.

Víctor retrocedió diez pasos hacia el interior del tubo. Los ojos pensativos, la mano en el mentón, las piernas temblando de pánico, sopesó los pros y los contras de aquella situación. Y con ellos todos los peligros, y todas las incertidumbres. No, en aquella planicie no había seguridad de nada, ni siquiera de encontrar comida o un techo bajo el que pasar las gélidas noches.

Pero estaban las huellas, y la promesa de un nuevo Sueño.

Miró una última vez hacia atrás, al mundo que ya conocía, y sonrió como si se despidiera de él. Luego cogió carrerilla, enfiló hacia la planicie y dio un potente salto hacia delante.

 

 


Víctor Conde nació en Santa Cruz de Tenerife (Islas Canarias, España), en 1973.

Sus referentes clave dentro del género han sido los grandes escritores norteamericanos, modernos y clásicos. Destaca a Arthur Clarke, Dan Simmons y Greg Egan, pero no se alimenta solo de ciencia ficción. La poesía de William Blake o los mundos de geometría oculta de los surrealistas también le fascinan. Se ha inspirado además en autores españoles como Ángel Torres Quesada o Arturo Pérez Reverte

Tras ganar el premio Minotauro 2010, ha seguido publicando ciencia ficción y fantasía, alternándola con el género del terror. Con Minotauro publicó en 2011 “Hija de lobos”, un relato de horror gótico emplazado en el siglo XIX, y la trilogía juvenil de los “Heraldos” con la editorial Hidra, con gran éxito de crítica.

En Axxón ha publicado: LA ASOMBROSA HISTORIA DE ENRIQUE Y EL HORROR TENTACULAR DE VENUS, EL ARCHIVISTA, EFECTO CAMPO, EMPALME EN LA CINTA DE MOEBIUS, YSOBELT Y LOS VISIONAUTAS, EL ÁGUILA TATUADA, LA HABITACIÓN OSCURA y LA ESCRITORA.


Este cuento se vincula temáticamente con EL ÚLTIMO PERRO, de Mike Resnick.


Axxón 260 – noviembre de 2014

Cuento de autor europeo (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Distopía : Sociedad : España : Español).

“Pérez, el inventor”, Miguel Canel

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ARGENTINA

 

 

En la mesada de la cocina, entre restos de cinta aisladora y trocitos de cable pelado, se hallaba al fin concluido el invento del señor Pérez. A simple vista parecía un control remoto cualquiera, pero tenía una función adicional. Lo contempló unos minutos, mientras acababa con un sanguchito de miga. Luego, usando un cuchillo de punta mellada, ajustó el último tornillo: estaba listo para probarlo.

En un rincón de la cocina había un televisor de veinte pulgadas, el más grande que su trabajo en la contaduría le permitía comprar. Pérez lo encendía no bien llegaba del trabajo y lo apagaba cuando se iba a dormir. Pero un día, tal vez motivado por una programación que le desagradaba profundamente —o tal vez por inspiración divina— se le ocurrió una idea que lo hizo saltar de su silla. Le tomó unos minutos anotarla en una servilleta de papel, pero pasaron nueve meses hasta que se encontró encendiendo otra vez el televisor, con la idea concretada en sus manos.


Ilustración: Tut

Comprobó que el cambio de canales seguía funcionando bien, y fue haciendo zapping hasta que encontró un programa lo bastante estúpido como para irritarlo. No le llevó mucho tiempo. Se acomodó en una silla y esperó que el conductor del programa, con su gran micrófono negro, alargado y plateado, llegara al centro de la mega-escenografía. Papelitos de colores caían, un grupo de mujeres bailaba en torno a él, mientras una voz en off reía a carcajadas sobre el barullo del público. En ese momento, el señor Pérez apoyó su dedo sobre el botón que indicaba Mute, y lo presionó. Con un leve chispazo, el televisor se apagó.

Esto no era lo que esperaba; se levantó bruscamente y le dio unas palmadas al aparato hasta que éste volvió a la vida. La escena en la pantalla lo llenó de mudo regocijo. Vio al conductor del programa tumbado en el suelo, entre un caos de asistentes y productores que se agarraban la cabeza y hablaban por sus celulares. Alocada, la máquina de papel picado seguía arrojando su lluvia multicolor en medio del desconcierto. Enseguida la transmisión fue reemplazada por un logotipo del canal.

Por precaución, desenchufó el televisor. No podía descartar que se tratase de una coincidencia, pero pronto desechó la idea; estaba bastante confiado de que su dispositivo había funcionado. Supuso que el apagado brusco se debía a algún cortocircuito accidental. Pensó en arreglarlo, pero sus manos le temblaban tanto que no atinó a quitar los tornillos de la tapa. Decidió irse a dormir para tranquilizarse un poco. No pudo hacer ninguna de las dos cosas.

Encaró el día siguiente en la oficina más tenso que de costumbre, pero con el correr de las horas se relajó. A su alrededor, en el baño o tomando un café, todos comentaban la inesperada y espectacular muerte del payaso de la tele. Era obvio que nadie podía relacionarlo con el asunto, pero no hizo más que asentir, fingiendo desinterés, cuando su jefe se lo mencionó. Hizo su trabajo al nivel de mediocridad habitual, y a las seis en punto ya estaba en el ascensor, con el abrigo bajo el brazo.

En cuanto llegó a su departamento, se dispuso a ultimar los detalles de su precioso invento. No se tomó el trabajo de quitarse la camisa ni la corbata. Mientras el café hervía, el señor Pérez ponía otra vez la tapa del control remoto en su lugar, apretando los cables con dificultad. Sólo usó dos tornillos para ajustarla, pues el tercero se le cayó por el desagüe del fregadero.

Conectó el aparato de televisión y empezó a pasar de canal, buscando un nuevo objetivo donde descargar su ira. Encontró uno de esos programas que comentan entretelones de la farándula —siempre los había odiado—. Una serie de personajes, sentados en un panel, hacían revelaciones indiscretas sobre alguna “estrella” de telenovelas, discutiendo e interrumpiéndose a gritos. Después de unos minutos de aquella cháchara ininteligible estaba ya bastante exasperado; una vez más, apretó el botón.

Esta vez el aparato no se apagó. Alcanzó a ver la cara de su víctima contraída por el dolor, saliendo del enfoque de la cámara. Pérez estaba extasiado; se puso a saltar, a dar vueltas por la casa, a bailar con su gato. La tele seguía prendida en un noticiero que daba la primicia con cornetas altisonantes. Al final, se cansó de tanto ejercicio inusual y fue a darse un baño. No sentía remordimientos, de hecho creía hacer un bien a la sociedad, una labor sucia que nadie más podía realizar. La sensación de poder lo iba envolviendo junto con el vapor de agua de la ducha.

Durante el resto de la semana, el señor Pérez se entregó al placer de aniquilar gente a control remoto, aunque se impuso la regla de sólo-uno-por-día. Sorprendió a todos con su buen humor en la oficina, y comenzó a caminar erguido. Parecía haber bajado algunos de esos kilos de más que había acumulado en años de sedentarismo. Hasta su pelada parecía brillar radiante. La noche del jueves, se envalentonó mirando un programa de análisis político y casi extermina al presidente de la nación. Pero no se atrevió al magnicidio, y se contentó con darle muerte al flaco anteojudo que conducía el programa.

Por las mañanas se deleitaba viendo las portadas de los diarios, que denunciaban en grandes titulares la peor afrenta a la libertad de prensa desde que se tuviera memoria. Las columnas editoriales estaban llenas de palabras como caos, estado de derecho, medidas urgentes y toque de queda. En los estudios de TV, las cajitas de antidepresivos se acumulaban en los cestos de basura. Se hacían reuniones de ejecutivos que llegaban en limusinas, con trajes negros y caras largas, y se iban con trajes más negros y caras más largas aún.

En contraste, la gran mayoría de la gente, en sus hogares, sentía el viento fresco, otoñal, de la renovación. Hubo una sorpresa inicial por la serie de infortunadas muertes, pero no tardó en dejar paso al morbo popular. Se hacían apuestas sobre quién sería el próximo en morir, y se arremolinaban frente a las pantallas para no perderse el momento trágico. Pérez se regocijaba en secreto escuchando los comentarios de sus compañeros de oficina. Algunos sostenían que todo era una pantomima, parte de un gran programa en el que colaboraban todos los canales. Sin que nadie más lo supiera, se convirtió en el productor y conductor del circo más grande de toda la historia de la televisión. Estaba en el aire.

Como medida preventiva, y dado que nadie quería arriesgar su vida saliendo en la tele, se suspendieron todos los programas en directo. Primero los reemplazaron por series pasadas de moda, con actores ya fallecidos. Pérez, que siempre había sido un nostálgico, sintió que de algún modo había logrado su cometido. Se sentaba en su silla a ver a sus viejos ídolos en blanco y negro. Pero el éxito no le duró mucho tiempo. Unos días después de la suspensión, un canal se atrevió a poner una novela grabada apenas el año anterior. Cuando se comprobó que ninguno de los actores moría en forma súbita, otros canales siguieron los mismos pasos. Pronto, la mayoría de los programas estaba de vuelta en el aire, grabados y editados siempre el día anterior.

El señor Pérez cayó en desgracia. Siguió adelgazando, porque ya prácticamente no comía. Pasaba la noche en su cocina, devanándose los sesos, tratando de encontrar alguna forma de potenciar su invento para que actuara aún sobre los programas grabados. Intentó toda clase de reformas, pero sabía desde el principio que este problema era insoluble, pues implicaba dirigir su rayo hacia el pasado. Al fin, desanimado, abandonó el proyecto.

Se deprimió, pasó varios días enfermo, faltó al trabajo. No dormía bien; los pensamientos revoloteaban como cuervos por su cabeza, pero no lograba visualizarlos con claridad. Una noche soñó que llegaba al trabajo y su jefe era Groucho Marx, que había descubierto su invento y le cantaba socarronamente que estaba despedido. Tenía que descender los veinte pisos por la escalera de emergencias, pero cuando creía llegar a planta baja, veía que en realidad era el subsuelo veinte, y tenía que ascender y descender, una y otra vez.

Despertó de golpe, respirando con dificultad, como si hubiera subido escaleras toda la noche. La habitación estaba a oscuras: eran recién las cuatro de la mañana. A pesar de la agitación, no pensaba en el extraño sueño. Sin saber cómo, había atrapado esa idea elusiva. Era tan evidente ahora que se sintió como un tonto por no haberlo hecho antes. Otra vez inspirado, saltó de la cama para trabajar sobre su invento. Se vio luchando en pijamas contra el circuito, inservible después de tantos experimentos fracasados, y no tuvo más remedio que volverse a acostar. No obstante, dejó toda su idea anotada en un papelito.

Durmió hasta poco después del mediodía, y se levantó de buen ánimo. Fue hasta un negocio de electrodomésticos. Se compró un nuevo televisor, no muy grande, por supuesto equipado con control remoto. Soltó una carcajada cuando el vendedor le ofreció la garantía extendida. De vuelta en su cocina, trabajó con la seguridad del que sabe que tendrá éxito. Esta vez no hubo tiempo para sanguchitos, pero picó algunas aceitunas mientras colocaba las pilas y aseguraba la tapa del control.

Encendió el aparato, y puso el canal de la hora. Eran las siete de la tarde, un momento ideal para probar su invento. Sintonizó el noticiero de mayor audiencia y se sentó unos minutos en su silla. Las manos le temblaban un poco, pero al fin se decidió. Dirigió el control al centro de la pantalla, cerró los ojos, y apretó el botón que indicaba Off. La imagen desapareció abruptamente, y surgió un olor a cable chamuscado. El control remoto cayó de la mano inerte de Pérez, quien se desplomó a su vez en el suelo. Apenas unas horas después, los diarios de la tarde informaron sobre la muerte súbita de diez millones de televidentes.

 

 


Miguel Canel nació en La Plata en 1978. A los 10 años comenzó a tocar la guitarra y escribir cuentos. Aunque optó por la música como medio de expresión (con varios discos editados), continúa escribiendo en forma parelela y prácticamente inédita. Sus autores favoritos son Poe, Alfred Bester y William Gibson. Ha publicado algunos microrelatos en Axxón y en La Sonriente cocina de Peloncha.

Hemos publicado en Axxón tres microcuentos suyos: REEMPLAZO, RESURRECIÓN y LAS ARMAS LAS CARGA BEETHOVEN.


Este cuento se vincula temáticamente con E.T.-V., de Judith Shapiro.


Axxón 260 – noviembre de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Televisión : Televisión basura : Manejo de masas : Argentina : Argentino).

“El baobab de las palabras”, Víctor Conde

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ESPAÑA

 

 


Ilustración: Laura Paggi

Cuenta la leyenda que hay un árbol en África que no da manzanas, ni dátiles, ni peras ni limones ni cocos. Es un árbol que no te dará jugosos frutos comestibles aunque lo plantes en los campos de Asura, donde todo crece más alto y más sano que en ningún otro lugar del mundo. Tampoco lo hará aunque lo riegues con agua del río Perla, donde nadan peces de dos cabezas y los salmones saltan al revés.

No, este árbol mágico del que hablo no te dará frutos para comer, porque lo que da son palabras.

Durante muchísimas generaciones, el baobab (porque así es como se llama el árbol) creció en lo alto de las montañas, allá donde el cielo se derrama formando nieve y hielo, y el horizonte se ve como un cable rojo. Dicen que los primeros pobladores de la Tierra, los hombres nobles que eran bajitos y de piel muy oscura, subían hasta la cima de las montañas cada vez que necesitaban aprender una palabra nueva que sirviera para nombrar alguna cosa que hubieran descubierto en el mundo. Y el baobab les regalaba una a través de sus frutos. Lo dijo mi abuelo, y el padre de mi abuelo, y el abuelo del padre de mi abuelo. Porque así fue en los tiempos remotos, los que ya apenas se recuerdan, y así te lo transmito yo. Los sabios de la tribu se reunían al pie de la montaña en aquellos días remotos, varias veces al año. Pertrechados con las herramientas que necesitaban para escalar —que en aquellos días eran tan simples como trozos de lianas y puntas de piedra— y con un saco de piel de burra a la espalda para cargar comida, se despedían de sus familias y emprendían el largo camino hacia la cumbre. Las mujeres les lloraban, porque el ascenso era peligroso y algunos no volvían, pero todos en la tribu sabían lo importante que era su viaje. Porque si los sabios no libaban palabras del baobab, no sabrían cómo llamar a las cosas del mundo. Y una cosa sin nombre, simplemente, no existe, porque no se la puede llamar.

¡Imagínatelos subiendo, pendiente arriba, por las peligrosas cañadas! Las pieles sudorosas, las manos clavadas en la roca, los pies buscando asideros en los lugares más improbables. Tardaban todo un día en subir, y otro más completo en bajar. Para comer se detenían en algún saliente lo suficientemente ancho como para que pudieran sentarse. Allí, en solitario o de dos en dos (si es que cabían en aquellos espacios tan estrechos), desliaban los hatillos de hojas de palmera, sacaban la manteca y el queso preparado con tantísimo amor por las mujeres y comían en silencio. Con la vista perdida en el horizonte, pues desde allí se divisaba toda la Tierra.

Los sabios contemplaban la belleza del mundo y daban gracias a sus dioses por habérselos entregado, porque lo que desde allí arriba veían sus ojos era un espectáculo que arrancaba lágrimas de placer: Cuando la sombra amaranto del bosque subrayaba las montañas y el clima se volvía un poco más cálido, las lejanas manadas de elefantes giraban hacia el sur. Si no les traicionaba su instinto, tras varias semanas de viaje alcanzarían la escurridiza corriente del Urg, un río que nacía en la alta montaña y se catapultaba con encajes de espuma hasta las planicies. El río perdía ferocidad en cuanto llegaba a la sabana, y se volvía manso cual riachuelo que no hubiera conocido las cresterías. Los elefantes iban allí a pasar el invierno. Y cien pájaros de mil colores distintos los acompañaban.

Sí, el mundo era en sí mismo el regalo más hermoso que el hombre pudiera imaginar. Los sabios sabían que había que cuidarlo como la gema más hermosa, como la filigrana más delicada, como la tela más suave. Y a eso habían consagrado sus esfuerzos.

Había días en los que un niño salía del poblado a descubrir ese gigantesco y bello mundo, y se traía algo nuevo en su saco. ¿Qué es esto, padre?, preguntaba con esos ojos de lapislázuli que se le ponen a los niños cuando necesitan saber algo. ¿Qué es esta cosa, madre, para qué sirve?

Pero nadie podía contestarle, porque en aquellos tiempos el idioma de los hombres era muy simple y sólo tenía cien palabras. Cada vez que un infante hacía aquella pregunta, había que ir a buscar una palabra nueva a la montaña. Y una vez conseguida el mundo de los hombres se hacía un poquito más grande.

Yo fui uno de aquellos sabios que escalaron las altas montañas, hijo, y pude ver el baobab con mis propios ojos, y tocarlo con estas manos que ahora te acunan. Me dañé rodillas y pies trepando por los riscos, y me magullé las manos y los codos de agarrarme con fuerza a las raíces de los árboles. Pero lo hice con gusto, porque aquel día salí a buscar la palabra más importante del mundo.

¿Que cuál fue aquella palabra, me preguntas? Esta sonrisa que ilumina la preciosa cara de tu madre debería decírtelo todo, hijo. Aunque si eres tan joven e inocente como para no darte cuenta, espera hasta que te haya contado toda la historia, y lo entenderás.

¡Fue una noche de lluvia! Aún me estremezco al recordar los relámpagos. Latigazos de luz fustigaban el cielo, y frías vaharadas de aguanieve congelaban nuestros sentidos. Las nubes empezaban a moverse muy deprisa, arremolinándose en torno a la cima. Las copas de los árboles daban latigazos contra su mismo vientre, como si estuvieran pastoreando relámpagos que hasta ese momento no eran más que chispas de luz.

Pero a nosotros no nos asustaba la tormenta. Subimos, mis hermanos y yo, porque íbamos a buscar las palabras más importantes del mundo. Y entonces, saliendo de entre la lluvia, vimos las gloriosas ramas del baobab. ¡Nos estaban llamando! Arriba, nos decían. Valor, hombres, valor, porque sois los dignos hijos de la tierra, y vuestra bondad agrada a los dioses.

Así fue como coroné la cumbre, hijo mío, tras grandísimos esfuerzos; y cómo, arrodillándome bajo la sombra del árbol sagrado, le supliqué que me entregara la palabra más importante del mundo, la que daría sentido a toda mi vida y la de mi esposa.

Y el árbol lo hizo, me la susurró al oído. Nuestro idioma creció un poquito más, y yo me convertí en la persona más feliz del mundo.

¿Que cuál era aquella palabra, quieres saber?

Pues la más maravillosa de todas, hijo mío, que naciste precisamente aquella noche de relámpagos y prodigios.

Tu nombre.

 

 


Víctor Conde nació en Santa Cruz de Tenerife (Islas Canarias, España), en 1973.

Sus referentes clave dentro del género han sido los grandes escritores norteamericanos, modernos y clásicos. Destaca a Arthur Clarke, Dan Simmons y Greg Egan, pero no se alimenta solo de ciencia ficción. La poesía de William Blake o los mundos de geometría oculta de los surrealistas también le fascinan. Se ha inspirado además en autores españoles como Ángel Torres Quesada o Arturo Pérez Reverte

Tras ganar el premio Minotauro 2010, ha seguido publicando ciencia ficción y fantasía, alternándola con el género del terror. Con Minotauro publicó en 2011 “Hija de lobos”, un relato de horror gótico emplazado en el siglo XIX, y la trilogía juvenil de los “Heraldos” con la editorial Hidra, con gran éxito de crítica.

En Axxón ha publicado: LA ASOMBROSA HISTORIA DE ENRIQUE Y EL HORROR TENTACULAR DE VENUS, EL ARCHIVISTA, EFECTO CAMPO, EMPALME EN LA CINTA DE MOEBIUS, YSOBELT Y LOS VISIONAUTAS, EL ÁGUILA TATUADA, LA HABITACIÓN OSCURA, LA ESCRITORA y AVENIDA AMONÍACO.


Este cuento se vincula temáticamente con ROMANCE DEL PÁJARO Y LA FLECHA, de Paula Ruggeri.


Axxón 261 – diciembre de 2014

Cuento de autor europeo (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Cosmogénesis : España : Español).

“El Chip”, Raúl Sánchez Pérez

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CUBA

 

 

1. Ella

 


Ilustración: Tut

Los naturalistas se han convertido en una verdadera amenaza. Comités organizadores, mítines, marchas de protesta. Gritan, alborotan, despotrican. Al parecer no pueden hacerse entender de otro modo. Que si la educación tradicional, que si la escuela, que si los maestros. ¡Por favor! Cada uno que pierda el tiempo a su manera, pero no tienen por qué andar molestando así a todo el mundo.

Algunos de ellos, ni siquiera han llegado a bautizar a sus hijos. Por supuesto, nadie los obliga, pero ¿cómo es posible que se conformen con echar así de ese modo por la borda el porvenir y el bienestar de su descendencia? ¿Acaso quieren condenarlos a llevar una vida de parias, prácticamente alienados de la sociedad moderna? En todas las épocas siempre ha habido gente dedicada a negar la utilidad de los adelantos técnicos. Que si las vacunas, que si las transfusiones de sangre, que si los automóviles, que si las computadoras, que si la clonación. Todo malo, ¡todo malo! Por suerte, son los menos. La mayoría sabe lo que realmente le conviene. ¡En qué estarán pensando! ¡Hay que ser realmente estúpido para negar el progreso que representan los Chips!

 

La monotonía de los largos pasillos del Departamento de Arquitectura Urbana convoca, de manera inevitable, a tales y peores reflexiones. Se me ocurre que ya llevo bastante tiempo en este empleo. Demasiado, quizás. Más de un año y medio como especialista, en la misma oficina todos los martes y viernes, sin una sola ausencia… De repente, un chapoteo, y casi me enredo con un cubo de agua en medio del pasillo.

—Niño, qué cara traes…

Es la moza de la limpieza. Linda muchacha. Me limito a responderle con una media sonrisa y sigo caminado ensimismado en mis cábalas. No la pellizco, ni siquiera le elogio sus piernas descubiertas.

Ahora siento en la nuca su mirada: quizás piense qué bicho me habrá picado.

No es para menos. No puedo tener otra cara. Ellos están invadiendo incluso los dominios empresariales. ¡Inaudito atrevimiento! Han tenido el descaro de traer una encuesta: ¿Estás de acuerdo con el bautizo, sí o no?

¡Pero es evidente! Claro que estoy de acuerdo. Mas el mero hecho de que se cuestione, que se reconozca oficialmente que alguien en su sano juicio pueda opinar lo contrario, me enerva.

Es más, me parece que les están dando demasiadas libertades. Eso de permitirles organizar reuniones abiertas, y además darles la oportunidad de incluir sus puntos y sus demandas en las asambleas periódicas obligatorias, eso ya se pasa de castaño oscuro. Hay que pararlos realmente.

Por otra parte, ellos están en su derecho. ¡Qué se le va a hacer! La libertad es la libertad. Mucho se luchó en el pasado para ello. Ellos tienen una inquietud, una opinión, hay que oírlos aunque apesten. Y no sólo oírlos, hay que discutir sus argumentos, tratar de convencerlos de lo evidente: sin el bautizo, las personas no podrán recibir todo el acervo de sabiduría y cultura acumulado durante milenios por la humanidad en su constante desarrollo. Pensarlo me da escalofríos. ¿Qué puede hacer un ser humano ante la terrible avalancha de información que se vuelca sobre sus míseros órganos sensoriales? ¿De qué forma sería uno capaz de orientarse en ese cúmulo revuelto de datos que nos acosan de todas partes y que se renuevan y caducan incluso antes de que nuestros agotados cerebros sean capaces de asimilarlos del todo?

Ellos temen que el uso indiscriminado del canal pueda llegar a provocar una involución progresiva de las capacidades naturales del cerebro humano. Hacernos dependientes, convertirnos en esclavos de las máquinas y los dispositivos. Algunos, los más fatalistas, pronostican una toma del poder por parte de los grandes sistemas de elaboración de datos. ¡Nos convertiríamos en simples autómatas, apéndices de un poder despótico y tecnicista, que controlaría nuestras vidas usando Dios sabe qué aberrados criterios de optimización! Y todo a través del canal. Por su conducto llegaría el mal en un futuro no muy lejano. Y por supuesto, el bautizo es el culpable. Es el blanco de la crítica y de las demandas…

Sacudo la cabeza, obstinado, tratando de echar fuera tan absurdas ideas.

¡Qué cosa es eso! Simplemente delirio de gente frustrada. Pseudociencia de la cabeza a los pies. Profecías apocalípticas ¡Nada más lejos de la realidad! Está demostrado científicamente que tanto el canal como los chips son totalmente inocuos para la salud humana y además, los dispositivos…

¿Qué pasa con los dispositivos?

De repente no puedo determinarlo a ciencia cierta, porque un relámpago oscuro distrae mi atención…

Son sus ojos negros.

Es lo primero que advierto al verla. Ojos negros, muy negros. ¿Por qué será que no se apartan? No he dejado de caminar, pero siempre me quedan de frente… Y luego… ¿de qué hablábamos?

En realidad, no es nada del otro mundo: muy delgada, pelo revuelto abundante y ensortijado, tez trigueña, ojos grandes. Más bien pequeña de estatura, casi insignificante, casi inadvertida, a no ser porque su mirada se ha quedado prendida de la mía como guizazo silvestre.

Es impresionante lo mucho que puede captar la vista en ocasiones. Sobre todo en ocasiones como ésta. Sus grandes e insondables ojos negros me absorben hasta el vértigo. Es delgada, sí, pero no efímera ni de consistencia ligera, por el contrario, se ve bien estructurada y su paso es firme y bien plantado, como soportado en sólido basamento. Su rostro, de rasgos acentuados, muestra líneas bien ejecutadas como trazadas con ayuda de avanzada herramienta, mientras que su nariz levemente pronunciada, se eleva un poco en la punta, pareciera que tratando de encontrar algo perdido más allá de algún rascacielos.

Todo eso, y más, puedo apreciar en la apretada pero consistente fracción de segundo, en que su vista resbala sobre la mía, pesadamente, como al desgano, como queriendo prolongar hasta el último instante, el fugaz contacto, que casi dolorosamente se desvanece en un leve movimiento de cabeza, y quizás, en un casi imperceptible temblor de las comisuras de sus labios, que se me antoja el preludio de una incipiente sonrisa.

Ella pasa de largo, y casi la olvido, pero —¡cosa mágica!— mi enfado se ha disipado y junto con ello, desaparecen de mi mente los naturalistas y sus problemas.

 

 

2. Bautizo

 

Los gritos desgarradores del niño me sacan del ensimismamiento. No dejo de pensar en aquella muchacha de la tarde anterior, que me ha mirado a los ojos con tanto atrevimiento, podría decirse que hasta con descaro. El niño sigue llorando. Recuerdo donde estoy. Es el bautizo de mi sobrino Euler, el hijo de mi hermana Susana. Se ve grande y fuerte, agarrado a los bordes de la mesa bautismal, dando la impresión de que de un momento a otro se soltará de sus ataduras y saldrá corriendo por ahí. Sin embargo sólo tiene seis meses cumplidos, edad idónea e incluso reglamentaria para realizar la implantación del canal. Mi hermana está junto a la mesa, en compañía de su esposo, quien la abraza y la calma, pues ella, con el rostro arrasado en lágrimas, parece sufrir cada uno de los gritos de Eulito. “¿Por qué amarrarlo, pobrecito?” Mi madre y mi hermano, un poco más apartados, observan con ojos críticos, cada uno de los movimientos del neurocirujano.

Yo, desde mi punto, contemplo aquel proceder casi rutinario mientras no dejan de pasarme por la cabeza los burdos planteamientos de los naturalistas en su afán por satanizarlo. ¡Pobres diablos!

Todo se desarrolla de acuerdo con lo previsto. Después de tomar los datos del pequeño, y consultar su Tarjeta de ADN, el neurocirujano teclea algo en su ordenador y éste expele una larga cinta donde entre otras cosas está la codificación que determina el tipo de interfase óptimo para garantizar la mayor capacidad de transferencia neuronal.

 

…ella no está nada mal… ¿Por qué me habrá mirado de esa manera? Era como si le urgiera decirme algo. ¿Pero qué? Nunca antes la he visto. ¿Será que…?

 

Me libero de un tirón de mis pensamientos y trato de concentrarme en lo que ocurre a dos pasos de donde estoy parado.

La pantalla de la computadora destila largas listas de números y caracteres incomprensibles. Gráficos de barras y diagramas en red se disputan los resquicios libres del display en orgiástica procesión.

El Doctor observa con detenimiento y asiente quedamente con la cabeza, barriendo en cada movimiento raudales de ansiedad acumulada en derredor.

 

… ellos lo que buscan es llamar la atención… Sí, sí, eso mismo es. Reunir adeptos, muchos de ellos, los suficientes para formar un partido y llegar de alguna manera al Gobierno. Casos parecidos había conocido la historia… Eso no falla. Si te declaras en contra de algo, siempre encontrarás algún entusiasta que te siga y vote por ti…

 

Nuevamente revisa la Tarjeta de ADN, la introduce en una ranura de su ordenador y mira atentamente las cifras en la cinta.

 

¿…de dónde será…?

 

Otro grito.

 

Miro con atención. El Doctor ha tomado la cápsula de una pequeña gaveta disimulada a un costado del ordenador y la está aplicando, presionando con fuerza, sobre la nuca del bebé.

La madre se revuelve impotente entre los brazos de su esposo. “Despreocúpate mi amor, no le harán daño”.

… los ojos le brillaban…

El llanto da paso a un leve sollozo, que pronto se convierte en ajetreado gorjeo.

El Especialista está dando los últimos toques a su trabajo en la nuca del niño. Mi hermana se enjuga las lágrimas. Su esposo sonríe. Mi madre emite un sonoro suspiro y se limpia con su pañuelo el rabillo del ojo. Yo me siento orgulloso.

Todo está hecho. Un nuevo ser inteligente acaba de hacer su entrada al mundo.

 

Ya hoy en día nadie se alarma mucho ante un simple implante de canal o bautizo, como le dicen. Sin embargo mis parientes han estado preparándose largamente para este momento y ahora casi no pueden contener la emoción al ver al niño sano y salvo pugnando por liberarse cuanto antes de su forzada inmovilidad.

Ahora sólo tendrán que esperar una semana a que la cápsula del canal enraíce y comience a formar sus propias conexiones nerviosas. Entonces habrá que venir a ver nuevamente al Doctor, para realizar un seguimiento del proceso de adaptación y hacer algunas pruebas de aprendizaje rápido.

Echo una mirada. El implante sobresale como una fea protuberancia justo en la base del cráneo del pequeño. Pero eso es pasajero. Con el paso de los meses, éste será absorbido por los tejidos receptores, y entonces sólo quedará una leve marca.

 

Ya estamos saliendo.

Me despido del Doctor, agradeciéndole efusivamente en nombre de toda la familia. Sonríe afectuoso y hace pasar a una muchacha joven vestida de blanco. “Estamos para servirles…” Quizás sea una estudiante. “Si ocurre algo, no vacilen en llamar a cualquier hora…” Ella entra saludando a todos con sus grandes ojos verdes y se prende desenfadada del brazo del Doctor. Lo atrapa y lo arrastra consigo. En el aire se mece ingrávida la excusa.

 

Involuntariamente pienso en aquella que no deja de revolotear en mi ánimo.

 

 

3. Turbo

 

La carpintería queda muy cerca de donde radican las oficinas de la Arquitectura Urbana. Quizás por eso mismo escogí ese lugar para mi labor del jueves. Como siempre se me hace un poco tarde y voy corriendo hasta la estación del Turbo. Maquinalmente me palpo la nuca: ¡Nuevamente se me ha quedado puesta la pastilla! He dormido toda la noche con ella. No tengo remedio.

Reviso en mis bolsillos y extraigo una cajita aplanada. Hay varios chips en ella, cada uno fijo en su correspondiente soporte. Escucho la sirena que emite un ronquido apagado. Luces multicolores parpadean a lo largo de la vía. Es el aviso de los indicadores de superficie de que el Turbo acababa de salir. Ahora tengo que esperar dos minutos más. Aminoro el paso, ¿qué más da?, de todas maneras hay que esperar.

Coloco en su puesto el chip que acabo de quitarme, y tomo el que dice CA001, o sea carpintero categoría 1. Pronto me pasarán a la 2, sólo es cosa de esforzarse un poco. La pastilla me provoca un ligero cosquilleo, mientras la sostengo unos segundos en su posición para que se adhiera firmemente. Me prometo una y mil veces levantarme más temprano mañana. No es conveniente cambiar las pastillas así apresuradamente sobre la marcha. Los médicos no lo aconsejan. Es más, se recomienda hacerlo en la casa, sentado cómodamente y esperar por lo menos diez minutos antes de salir. Llego al túnel a tiempo. Todavía falta un minuto. Echo una mirada en derredor. Grupos de personas se posicionan a lo largo de la hilera de puertas automáticas que tapizan el salón de espera. Me entretengo en mirarlas. Gentes, gentes y más gentes. Multicolores y sombrías, unas gruesas y otras flacas, rostros sonrientes o tristes, quizás meditabundos. Cabelleras largas y cortas, pelos lisos y ensortijados, ojos negros, brillantes, profundos como los de…

Ella.

Sobresalto perceptible. No salgo de mi sorpresa. Realmente es ella. Allí está y me mira. Va con alguien, una persona mayor, tal vez su madre. Sí, hay algún parecido. Le sostengo la mirada. Baja la vista y sigue conversando con su acompañante. Se paran a unos metros de distancia y aprovecho para observar su rostro con más detenimiento. No es lo que se dice bella, en el sentido estricto de la palabra, pero cierta graciosa armonía hay en su talante, donde cada detalle de su gesto se antoja montado en el lugar perfecto. Su pelo semejante a madeja de viruta fina, sacada con habilidad de una pieza de nogal de la India, acopla de manera ideal con el todo.

Conversa animadamente agitando al hablar las manos. Manos finas, brazos delgados pero bien torneados, de un acabado casi perfecto. Vello ligerísimo a guisa de discretas vetas.

Sus ojos me sorprenden en mi inspección minuciosa, y esta vez bajo yo la vista ¿avergonzado…?

El sonido de la sirena me ha hecho despertar del hechizo. Las luces multicolores recorren la pista hacia atrás y hacia delante. Las puertas se abren silenciosamente y la multitud entra a tropel. Ella corre hacia mi puerta. Instintivamente me aparto. “Gracias” —me dice al pasar. Una mirada fugaz y una sonrisa.

Ella está sentada frente a mí. La sirena ha trocado en cuenta regresiva. La amplificación panorámica ruega a los pasajeros mantenerse en sus puestos. Me reclino en el cómodo asiento mientras dicto el destino: Pueblo Nuevo.

Me mira abiertamente como retándome, quizás con un poco de inocente curiosidad, ¿o quizás no? Creo adivinar su perfume. ¿Pino? ¿Cedro recién cortado? Evoco el bosque. Otoño. Hilera de tocones negros. ¿Musgo fresco…?

Tres escasos metros nos separan. Jugueteo un poco con las distancias, que asaltan mi entendimiento con asombrosa precisión. Tres metros y cuarenta y dos centímetros hasta la madre, dos metros y veintidós hasta la puerta, ocho y diecisiete hasta el fondo del vagón. Acepto resueltamente su reto. La miro directamente y siento hundirme en un manantial de aguas negras que me atrapa y me rodea. Siento una especie de vértigo y un leve vacío me baja por el vientre. Latido urgente que se convierte en turgencia reprimida y casi dolorosa, pugnante por escapar.

 

…cuatro, tres, dos, uno, ¡Feliz viaje…!

 

Ella está ahí. Su cara y su luz, que se desvanecen poco a poco a medida que entramos en la Transición. Sombras monotonales. Los demás pasajeros, compañeros de viaje son sólo eso: siluetas indiferentes, indistintas fundidas en una sola masa gris-blanquecina, difusa. Queda su mirada tenaz. Su mirada constante, escrutadora, sensual. Su mirada entre las brumas. Al final la explosión multicolor…

¡Malditos muñequitos! Ahora los inducen para evitarles a los pasajeros la molestia de la visión difusa durante la Transición. Antes simplemente te dejaban con la mente perdida en ese universo de claroscuros, sombras y siluetas, que se crea como resultado de la percepción individual de cada cual.

Luego alguien demostró que podría resultar perjudicial para la estabilidad psicológica y entonces inventaron los muñequitos.

Me sorprendo un poco porque en realidad yo nunca les había prestado atención. Eran como un calidoscopio, algo así como un masaje cerebral.

Sin embargo, en ese minuto, llegué a odiarlos.

 

 

4. Arte

 

El olor a madera recién cortada me invade el espíritu. El taller es todo actividad. Manejo el cepillo con energía. Tomo la escuadra. Mido por disciplina, pues sé de antemano el tamaño exacto de la pieza, con centésimas de milímetro de precisión. Está aceptable, por lo menos para un categoría “1″ con serias aspiraciones a “2″. La coloco en la cinta y tomo la próxima que ya se va acercando. La madera es oscura, suave con ligeras vetas. Involuntariamente mi mano se desliza sobre la pulida superficie como insinuando una caricia. Mi pensamiento vuelve a volar sobre el musgoso camino del bosque de pinos. Veo los tocones y me imagino a las sierras haciendo su labor depredadora. El bosque con su olor…

 

—Hombre, ¡te has quedado dormido!.

Josué, mi vecino en la línea, me asesta un puntapié por lo bajo. Ya viene una nueva pieza y yo sigo acariciando la madera. Me las arreglo para terminar las dos a tiempo, y sincronizarme con el resto de los compañeros.

Al final de la línea, se van acumulando los muebles terminados. Sillas para restaurantes de lujo. Son hermosas. Pronto vendrán a buscarlas para llevarlas para la nave contigua. Me da placer contemplar el resultado acabado de nuestra labor. La madera es fina, pulida y bien trabajada. Las patas torneadas y el esbelto espaldar de atrevidas curvas, les dan un toque de distinción y de voluptuosidad femenina. Involuntariamente regresa la imagen del bosque. La niebla sobre las hojas podridas. Y por el camino se acerca corriendo la bella de tez oscura, con sus pies descalzos y su velo flotando entre los rayos del atardecer…

Un timbre ensordecedor me saca del ensimismamiento. Me desperezo. Los hombres de la línea se estiran en sus puestos y dejan las herramientas a un lado. Llaman para el almuerzo.

 

La sesión de la tarde se dedica al trabajo creativo. Cada cual se inspira en su propia obra. Algunos trabajan en equipo. Josué, junto con tres ayudantes, hace varias semanas que trabaja en un proyecto de mueble múltiple de su propia inspiración. Él da los retoques al diseño y los otros preparan las piezas necesarias en el torno. Pronto será el concurso de creatividad y todos se esmeran.

Yo deambulo ensimismado por todo el taller. Reviso las planchas de madera apiladas en las estanterías y otras tiradas por los rincones. Las sopeso al tacto y las calibro con la mirada. A mi mente acuden múltiples ideas, y los bocetos de diferentes objetos a construir desfilan a tropel en mi imaginación. No me decido. Tengo la desagradable sensación de que el Maestro no me quita su mirada de encima. Miro por el rabillo del ojo y lo observo conversar en uno de los grupos de trabajo que se han formado, dándole un consejo a alguien. Son figuraciones mías.

Tomo al azar un oscuro madero que me ha parecido adecuado sin tener clara conciencia de para qué. Buen peso y consistencia. Vetas elegantes. Lo palpo y aspiro largamente su fragancia. Es un corazón de Majagua africana. Pongo manos a la obra. Primero sierro a la medida adecuada, poniendo cuidado en seguir la línea correcta de corte. Luego cepillo y lijo para poder apreciar mejor la superficie antes de comenzar la elaboración. Uso el escoplo y el martillo. Primero suavemente, luego con mayor energía. Las esquirlas de madera multicolor saltan a mi alrededor y me arañan el rostro, pero yo sigo mi tarea, golpeando una y otra vez, poseído por un inexplicable frenesí. Poco a poco mi obra va tomando forma. Por entre las bastas líneas de la madera cercenada, se va dejando entrever un suave contorno que pugna por emerger de las astillas. Pasa de ser una insinuación para convertirse en una ligera prominencia que ora se alarga, ora se redondea, hasta alcanzar el volumen y la gracia de un incipiente mentón, que poco a poco se va afirmando y adueñándose de la madera pródiga. El escoplo cede su lugar a la escofina y bajo una nube de fino polvo vegetal, se adivina el labio turgente y más abajo la vertiginosa pendiente que desemboca en el torneado cuello. La suave curva de la oreja, la nariz inquisitiva y curiosa y los ojos insondables, surgen como por ensalmo bajo el filo de la dócil herramienta. Sigo golpeando y rascando la madera sin descanso, un poco más arriba y luego un poco más abajo. Paso la lija nuevamente. Una cascada de volutas negras se desgrana displicente enmarcando y eclipsando el todo, y rodando hasta el mismo nacimiento del seno, que inquieto, ya asoma entre la fibra. No me percato de las miradas curiosas de mis compañeros, quienes postergando momentáneamente sus labores, se acercan silenciosos a observar.

 

 

5. Música

 

Los dedos de mis manos ya van aflojando la sostenida tensión. El piano ruge con la orquesta y la vibración me produce escalofríos de placer. Son los últimos acordes que acompañan la apoteosis. El sudor me corre por la espalda y me empaña la vista. Me aparto el pelo pegado a la frente. La estruendosa ovación de la repleta sala de conciertos me parece venir desde lejos, como de alguna galaxia cercana a nuestro Sistema Solar. La música aún resuena en mis oídos. Uno por uno reproduzco en la mente todos los pasajes de la última pieza. Los ecos todavía me acompañarán durante un buen rato. Doy media vuelta, me aliso el esmoquin y me enfrento al delirante público. Doy las gracias, una reverencia y ofrezco a los esforzados miembros de la orquesta, quienes haciendo frasear sus instrumentos, arrancan los últimos estertores de júbilo entre los fanáticos. Adoro a Rachmáninoff. Un beso para las niñas de las flores. Las niñas son bellas, pero el perfume de las flores me marea. Una reverencia más y ya el telón se corre. Todavía habré de regresar dos veces más al estrado. El público aclama y exige. El telón sube y baja con facilidad, pero el mecanismo está falto de lubricación. Emite un ligero chirrido que desarticula totalmente mi sentido armónico. Salimos nuevamente, también el Director de la Orquesta y dos violinistas. Nos tomamos de las manos y repetimos la reverencia. Más flores caen en el estrado mientras los aplausos menguan a la vez que los más impacientes ya comienzan a retirarse. El telón cae finalmente y mi armonía mental se restablece.

 

Me gusta caminar un poco por la calle después que todo termina. Salgo por la puerta escondida que da a un lado del viejo teatro, y así evito la aglomeración del público. Quiero estar solo con mi música que ambiciosa y arrulladora, me envuelve. La Fuente Municipal con sus surtidores. Me aparto instintivamente para no mojarme. Los patos. Las notas son como reflejos del sol en el movimiento. Y el arco iris. Mis notas son claras, azules, verdes, amarillo tenue, y blancas. La música son las pequeñas olas que se persiguen y se agolpan. Si van juntas se alimentan y crecen. Si encontradas, se ahogan y mueren. Así forman su sinfonía de matices, ejecutada por sapos y mariposas. Y los cuervos.

No comprendo por qué las notas negras. Las mariposas se espantan. La calzada y la gente apresurada.

Lo sentí allá y también ahora. Tercer Concierto para Piano y Orquesta. Primer movimiento. Fugaz, casi imperceptible, casi perdonable, pero no para el Analizador Fourier de mi chip. Quinto violín. Un ligero desliz y el dedo llegó a su sitio con una fracción de segundo de retraso. Suficiente para perturbar hasta el dolor.

Nueva punzada en la Rapsodia… Esta vez fue el segundo clarinete. Su disonancia pasó también seguramente inadvertida, pero mi rostro se crispa por la angustia. No lo puedo evitar. La gente me mira. Yo trato de disimular y apresuro el paso.

Involuntariamente viene a mi mente Glazunov con su borrachera. Cuánto sufrió el maestro por su causa. ¡Cuán destructiva negligencia!

No es casualidad. Ellos dos, Antonio y Ernesto, violín y clarinete, son naturalistas acérrimos. Se empeñan en demostrar que pueden tocar bien sin usar el chip musical. Es algo, a mi modo de ver, catastrófico. Tienen derecho a hacerlo, se les permite hacerlo, mientras la ejecución salga según los parámetros establecidos hace quinientos años. ¡No pueden ser expulsados de la orquesta por un retardo de un par de milisegundos en un allegro! Es más, dicen que son verdaderos virtuosos. No usan circuitos. No están “alambrados” como acostumbran ellos a restregarnos despectivamente en el rostro. Pero Rachmáninoff es perfección y como ello hay que interpretarlo. Otra cosa sería ofenderlo.

Además está el dolor. Nuestro dolor. ¿Qué hacer con él?

La calle es música. Calma mi pasión desbordada. Los pasos. El estruendo de la percusión. Botas grandes proclaman su valía. Dulces tacones como claves. Notas de susurro apresurado. Flauta y corno arranca el viento de balcones y cortinas. Todo en su compás. No hay director ni partitura. Cada uno dijera que por su lado. Y la música fluye. Es el concierto del desconcierto.

Ahora alguien pica las cuerdas del violín: Ticn, ticn, ticn… Rumor que acecha detrás de mí. La cadencia me sobrecoge: Nee-gra, nee-gra, caa- mi-naan-do…

El corazón me da un vuelco. La adivino. Me viro sólo para encontrarme con su mirada. La tengo a mi lado y con desenfado, sin poder yo evitarlo, comienza a apoderarse de mi música.

—Hola —le digo, tratando de disimular el temblor de las rodillas.

—Hola….

Se apresura para seguir mi paso.

Yo refreno mi rápido andar y somos como las dos olas que se afanan en llegar juntas en la fuente.

—Disfruté mucho el concierto —dice como para no extender la pausa y yo me quedo callado expectante…

—Me gusta mucho Rachmáninoff y la interpretación fue maravillosa… Debe ser grandioso poder tocar el piano con esa maestría que usted lo hace.

Yo me turbo un poco ante esta declaración. Ella lo nota, pero no deja de hablar.

—Discúlpeme, pero es que no puedo contener la emoción. Realmente me gustó mucho.

—Vamos a hablarnos de tú —contraataco, haciendo un supremo esfuerzo por vencer la timidez del momento…

 

Ella se ríe y yo siento el murmullo de las campanillas. De pronto tengo la sensación de haber nacido pegado a ella, y de que soy capaz de dar hasta la vida con tal de alargar un poco más la conversación. Hago buen acopio de modestia.

—Me halaga que te parezca bien como toco, pero yo creo que cualquiera puede hacerlo igual. Tú misma si te empeñas un poco.

—¿Yo…?

Ahorale toca a ella ruborizarse, y se nota a pesar de lo trigueña. A lo sumo tendrá unos veinticuatro años.

—Claro. Usando el chip adecuado…

—Ah, un chip musical. ¿Tú lo usas también no?

—Seguro. Si te interesa yo te presto uno y serás virtuosa por un rato.

Poco a poco, el temblor que se había pasado de mis rodillas a todas las demás partes del cuerpo, comienza a disiparse al calor de la conversación. Ella no parece muy convencida.

—¿Virtuosa yo…? No me lo imagino…

—¿Es que acaso no te gusta la idea?

—Sí, me encantaría, pero no sé si pueda.

—¿Por qué no?

—Creo que mis manos son muy pequeñas y además algo torpes.

Ella ha extendido sus manos y yo, sin saber por qué, las tomo en las mías. Son pequeñas y suaves. Nos detenemos y el temblor de las rodillas reaparece con más fuerza que antes. Las retira discreta, pero siempre unos segundos más tarde de lo que hubiera podido considerarse normal.

—No me parecen malas para el piano —puedo por fin articular.

—Bueno, si tú lo dices.

—De veras que sí —le aseguro.

No puedo creer que sea realmente ella. La miro una y otra vez sin pudor, como para estar seguro, y ella se ríe y a su vez me acomete con sus grandes ojos, negros como las notas del pentagrama. Indago sobre sus ocupaciones y me responde que es maestra.

—¿Maestra nada más? ¿Haces alguna otra cosa?

—No. Todo mi tiempo lo dedico al magisterio. ¿Hay algo malo en eso?

Ella parece advertir la sombra de la sorpresa en mi semblante, por lo que intento mostrarme lo más natural posible.

—No, no. Por el contrario. Me parece interesante esa profesión. Si tuviera tiempo, quizás podría ejercerla, aunque fuese un par de horas a la semana. Eso de iniciar a los niños en el manejo de los chips no deja de ser importante. Acostumbrarlos al canal, flexibilizarles la mente…

—Sí, pero no es a eso a lo que me dedico…

—¡¿Ah, no?! ¿No trabajas con niños?

—No. Yo soy maestra en la Universidad.

Ahora sí me ha sorprendido de verdad.

—Te refieres a…

—Si, a la Universidad Estatal.

—¡Pero si ahí solamente van los naturalistas…! —exclamo sin poder ocultar la contrariedad.

—Sí, van muchos naturalistas —replica—. Pero también va mucha gente que quiere profundizar sus conocimientos en alguna rama particular del saber. En realidad, nosotros no nos dedicamos a averiguar la filiación política de los estudiantes cuando van a ingresar…

—Por supuesto —convengo.

Pero me resisto a dar crédito a mis oídos. Después de tanto soñar con este encuentro, ella ha resultado ser nada más y nada menos que una vulgar naturalista. No puede ser de otro modo. ¡La Universidad! ¿Qué otra cosa es eso, si no el antro de reunión de los más recalcitrantes detractores del bautizo? Siento una punzada de desilusión y un gran vacío comienza a corroerme el espíritu.

Ella parece notarlo.

—¿Qué te pasa, que te has quedado tan serio?

—No, nada, nada. Es que, bueno, tú tan joven y ya maestra de la Universidad. Yo me imagino a todos los maestros de allí como viejos y retrógrados.

—No, ¡qué va! Hay muchos jóvenes también. Si quieres te puedo invitar un día para que visites nuestras instalaciones. No son muy nuevas ni vistosas, pero se respira sabiduría y cultura por todos lados. También puedes conocer gente muy interesante. ¿Qué te parece?

¿Cómo me va a parecer? ¡Imagínense! Yo en la Universidad. Allí, en ese lugar. Rodeado de naturalistas. Vestidos como naturalistas, caminando como naturalistas, hablando conversaciones de naturalistas. Toda una versión moderna del Purgatorio. Si es que existe en realidad…

Pero quizás también podría ir y decirles unas cuantas verdades, enseñarles dónde era que estaba el verdadero conocimiento, la verdadera razón del saber, a esa caterva de ineptos reaccionarios. Comienza a picarme la tentación de aceptar la invitación. Además, ahí va a estar ella, que naturalista o no, me gusta más de la cuenta. Pero no, ella no puede ser…

La muchacha se impacienta un poco ante mi vacilación.

—Bueno, ¿aceptas o no? Te has quedado callado. Tomo el silencio por respuesta positiva, entonces.

No puedo resistirme a la penetración de la negra marea…

—Sí, sí, está bien. Iré.

—Lo dices con un entusiasmo…

—No, no, realmente me encantaría ir. Lo que pasa es que… ¿Me dijiste entonces que eres naturalista?

—No, nunca te dije eso. No me interesa la política.

—Pero tú no usas chips —le objeto.

—¡Claro que sí los uso! Si no, ¿de qué otra forma podía ser maestra, siendo tan joven? No tengo nada en contra de los chips, como tampoco me molestan aquellos que no los usan. Tengo muy buenos alumnos que ni siquiera han sido bautizados.

¡Un rayo de esperanza, en la oscura noche!

—Entonces…, tú sí estás bautizada, ¿no?

—¡Por supuesto! ¡Mira!

Sin darme tiempo a réplica, ella se acerca, y justo debajo de mi nariz, aparta su cascada de corales negros dejando al descubierto en la nuca toda una inquietante sinfonía de claroscuros. La pastilla del chip, hábilmente camuflada, semeja un pequeño lunar perdido en la tersura de su piel.

—Casi no se te nota —alcanzo a decir, vacilante. En su vuelo, las puntas del cabello me han golpeado el rostro, y junto con el aroma de inédita serenata que invade mi aliento, diez mil pequeños látigos negros, inflexibles y mordaces, dejan su huella lacerante en lo más recóndito de mi voluntad.

—Pero está ahí. Bien puesto. Es un chip de psicología.

—Ah… ¡resulta entonces que has estado psico-analizándome todo este tiempo! —replico haciéndome el agraviado.

Ella vuelve a reír y sus grandes ojos hablan.

—Fíjate —le preciso—. Iré a la Universidad contigo, pero primero tenemos pendiente tu debut como pianista.

—Está bien, tocaré para ti, aunque me muera de vergüenza.

—Nada de eso. ¡Tocarás en la sala ante el público!

—¡Ni muerta! —replica alarmada.

Yo me río, y ella me fustiga con su diminuta cartera.

La estación del Turbo abre ante nosotros su negra y grande boca salpicada de luciérnagas. Sin darme cuenta, hemos caminado casi diez cuadras.

—¿Entramos? —le propongo.

—No. Yo tengo que tomar el bus en la parada que está del otro lado de la calle.

—Pero, el otro día te vi cuando tomabas el Turbo…

—Sí, venía de casa de mi tía que estaba enferma, y mi madre y yo nos quedamos esa noche con ella para cuidarla.

Me doy cuenta de que su rostro se ha ensombrecido.

—Y… ¿ya está mejor tu tía?

—No, lamentablemente falleció. La enterraron ayer.

—¡Qué pena! Perdóname, yo…

—No, no te preocupes. La pobre. Ya descansó. Nosotros la queríamos mucho…

Yo sigo imaginando mil disculpas, pero al final me quedo callado. Ella comprende mi embarazo y trata de parecer indiferente.

—Entonces, ¿cuándo es que tengo que tocar el piano? ¿Mañana?

—No es obligado —respondo reponiéndome—, pero si quieres, mañana a las cuatro te espero junto a la fuente. ¿Estás libre a esa hora?

Ella asiente con una sonrisa. Le echa una mirada al reloj y pone el grito en el cielo.

—¡Pero si ya hace rato que tenía que estar en casa! ¡Tengo que irme ya!

—¿Esposo celoso? —indago sarcástico (y preocupado).

—¡Qué esposo ni esposo! (Alivio) Es mi madre, que siempre se preocupa cuando llego tarde.

—Bueno, entonces nos vemos mañana —le digo a guisa de despedida.

—Chao —me responde y emprende la marcha hacia la parada.

—¡Oye, espérate un momento!

Corro tres pasos y le doy alcance. Ella se vuelve hacia mí.

—¡No me has dicho tu nombre!

—María. María del Carmen —gorjea divertida.

Yo me presento formalmente y río con ella.

 

 

6. Eros

 

—¡Pero miren quién está aquí! ¡Mi amigo “Blue Eyes”! ¿Qué estrella se irá a caer?

Lo dejo por incorregible. No me cae ni remotamente bien que me llame de esa forma, pero no tengo manera de impedírselo.

Erasmo es el mejor Hacker que conozco. Mi amistad con él data de la escuela secundaria, donde siempre me sorprendía que un muchacho tan inteligente como él sacara tan malas calificaciones en los exámenes. Y era que desde aquel entonces, ya estaba poseído por el insidioso virus del Bajo Código. Por más esfuerzos que hicieran los maestros para enseñarle a utilizar correctamente sus Chips, él siempre se las arreglaba para virarlo todo a revés. No podía entenderlo, y la única manera que yo encontraba para ayudarlo, era soplarle de vez en cuando las respuestas.

Terminó la escuela por los pelos, y después de la graduación, estuve mucho tiempo sin saber de él. Después me enteré que se había convertido en gay, y que además le sabía un mundo a eso de la informática y los chips. Confieso que llegué a sentir un poco de escrúpulos por su condición, y que por esa causa nunca me ocupé de buscarlo, pero un día me lo tropecé en la calle y me saludó tan efusivamente, que de veras sentí vergüenza por haber estado evitándolo todo ese tiempo. Me habló de sus intereses, de su vida personal, de su pasión por los códigos libres. Fue entonces cuando comprendí a cabalidad que su aparente ineptitud en las clases se debió a que en sus ratos libres, se había dedicado nada menos que a crackear sus propios chips escolares, que por supuesto eran los únicos que tenía en ese entonces. Me confesó que en ocasiones estuvo a punto de enloquecer por causa de los códigos erróneos que embutía dentro de sus chips. No era para menos.

A partir de ahí, en lo adelante, seguimos haciendo buenas migas. Él a veces iba a mi casa de visita, y mi madre, siempre tan buena, en ocasiones lo invitaba a cenar con nosotros. Me di cuenta que a ella le caía bien. El nunca veía la mejor forma de poderme agradecer por la ayuda que una vez le brindé.

Nuestras conversaciones a menudo versaban sobre chips, computadoras, matemáticas, arquitectura y música. Él era mi consultor privado en todo lo referente a la compra de nuevas pastillas de último modelo. Muchas veces, y de forma gratuita, me ofreció las de manufactura propia, crackeadas y comprobadas, pero yo, de manera muy cortés, siempre las rechacé, prefiriendo comprarlas en las tiendas especializadas.

 

Ese día había ido a casa de Erasmo más temprano que de costumbre. A las siete tenía cita con María del Carmen y no quería llegar tarde. Era la ocasión decisiva. Habíamos estado saliendo durante varios días y cada vez me convencía más de que ella sería la mujer de mi vida. Nuestra relación había comenzado de manera electrizante. Algo así como un golpe de fuego. Algunos podrían llamarlo amor a primera vista.

Lo cierto es que desde nuestro encuentro a la salida del teatro, ya me resultó imposible, casi doloroso, apartarla de mis pensamientos. La primera cita fue realmente extraordinaria. Cuando llegué a la fuente faltando un cuarto para las cuatro, ella ya me estaba esperando, sentada en el borde y acariciando con sus dedos las diminutas olas. La llevé a la pequeña cámara de conciertos privados del Teatro, para que hiciera su debut como habíamos acordado. Pude sentir el leve erizamiento de la piel de su cuello, mientras la ayudaba a insertar el chip “Gran Escena 2121″, que había traído para ella.

Se sentó al piano y tocó. No le sugerí nada. Dejé que escogiera su propio repertorio. Fragmentos de Bach: “Toccata y Fuga”, algo de Mozart: “Las bodas…”, Tchaikovsky: “Vals de las Flores” y “Para Elisa” de Beethoven…

Tocó y tocó sin parar hasta que consideré prudente detenerla. Tuve que separar sus manos del teclado casi a la fuerza. Emitió un profundo suspiro y me miró de una forma que me asustó. Tenía los ojos en blanco; estaba como en trance. La sacudí un poco y pareció despertar. Se incorporó. Su mirada volvió a ser cálida y absorbente: “Qué tal” —le pregunté—. “He tenido un orgasmo” —me respondió.

Su beso me sorprendió aún más. Se quedó colgada de mi cuello mientras, su aliento, sus labios y su fluidez desbordada, me inundaban los sentidos y me absorbían el entendimiento hasta el último grito de la inconciencia… Conciencia… Inconciencia… Conciencia – inconciencia…

 

Cálida tarde en los predios universitarios. Quiere que la llame Maricarmen. O Carmita. María del… se le antoja muy serio. Dice que no lo resiste. A mí me parece adorable. Yo le canto: “…María del Carmen si llego a encontrarte, tendré de seguro, que amarte, amarte, amarte…” y ella se ríe pero no nos ponemos de acuerdo. Vamos por el sendero del bosque experimental. Hemos perdido de vista a todos. Ella va delante, diríase que hacia lo más intrincado de la maleza. Hay algo en la marcha de sus piernas que me quita el aliento. No es la velocidad. Su sola presencia me embriaga el ánimo y me sumerge de lleno en un constante liar con las tiranteces del deseo, repletas de apremios y humedades. Ella quiere saber mi opinión sobre los profesores con quienes hemos conversado en la cátedra, pero yo no logro recordar a ninguno. Sí, creo que había un naturalista entre ellos, ¿o eran dos?

El sol se deshilvana en jirones surrealistas que apenas rozan el suelo. Ella se detiene y me mira. Sus ojos alucinan. “Son simpáticos” —le aseguro, y la tomo de las manos atrayéndola a mí.

La hojarasca se resiente ante la súbita invasión. Vuela en todas direcciones el desfolie como si de virutas de arrebato se tratase, mientras rodamos hechos uno. Ella me espera ya, rezumando y palpitante el deseo, mientras entro yo, irreverente y atropellado. Es mucha la tendencia y poca la continencia. Un cántico de gozo acompaña mi súbita irrupción, pero mi empeño explota a poco de iniciado como si todos los manantiales del mundo hubiesen tenido la urgencia de derramarse en ese preciso instante.

Naufragio en gelatina. Me debato tratando de emerger, de descollar, de salir para volver a entrar. Ella brega por mantenerme sumergido allí donde ya no estoy. Ahora somos un ente coloidal. Gel y sol. Sol y gel. Quiero multiplicarme, pero ella me aparta con delicadeza: “Pueden vernos… Por aquí a esta hora empieza a pasar la gente.” Insisto, pero ella me sonríe comprensiva: “Mañana, mañana en mi casa… Ahora no.”

Me aparta el pelo de la frente y me besa. Sus labios queman.

 

Y ahora tengo a Erasmo frente a mí, en el umbral de su puerta, mirándome como si yo fuera un marciano caído del cielo.

—Pero pasa, pasa niño. ¡Adelante! ¿Qué haces parado ahí como un zombi?

El apartamento de mi amigo se presenta ante la incauta vista del desconocedor, con toda una abigarrada mezcolanza de estilo estado mayor de rock-salseros renegados, y sofisticado laboratorio de investigaciones informáticas. El color predominante es el negro y la falta total de luz solar en el interior no contribuye a disipar la atmósfera opresiva que siempre se respira al entrar, matizada por las emanaciones de mirra, incienso y otras esencias orientales que invariablemente te saludan desde la cocina. La escasa claridad que aportan las decenas de pequeños focos alineados a lo largo de las paredes, a la altura del piso y la espasmódica y azulenca iluminación de los múltiples terminales dispersos caóticamente por las diferentes habitaciones, dejan entrever las pinturas supuestamente originales y algunos afiches murales de superestrellas del momento, dispuestos según el particular y personalísimo criterio estético del dueño de la casa.

—¿Te interrumpo en algo…?

—No, no, qué va. Precisamente ahora estaba organizando algunas cositas nuevas que conseguí. Una hora antes quizás habrías interrumpido algo, pero ya se fue…

Percibo su mirada socarrona, en espera algún comentario, pero yo me hago el desentendido.

—¿Cosas nuevas dices…?

—Sí, entra para acá, que voy a enseñarte.

Me conduce a uno de los dos estudios, virtualmente atestado de cajones, discos, y montañas de libros y revistas. Mientras evito enredarme con los cables en el piso, puedo seguirlo hasta el rincón donde resplandecen sus más recientes adquisiciones: más cuadros y tres o cuatro esculturas.

Temas recurrentes. Estilizadas vírgenes perseguidas en el bosque por sádicos faunos descomunalmente dotados. Doncellas poseídas por alimañas salvajes, que alcanzan el clímax mientras son devoradas. Falos gigantescos erguidos en actitud desafiante. Vulvas sedientas disputándose una lengua de fuego proveniente de lo más recóndito de las profundidades del infierno. ¡Vaya con mi amigo Erasmo!

—¿Qué te parece? —inquiere expectante.

—Muy bueno todo —respondo protocolar—. ¿De quién es todo eso?

—Son artistas jóvenes pero con mucho futuro. Pronto oirás hablar de ellos.

—Sí, no me cabe la menor duda —observo, a la vez que dibujo una excusa, en un intento por dejar atrás el enrarecido ambiente del recinto.

Paso por alto su mirada desaprobadora mientras salimos de la habitación para volver a caer en el reino de las sombras. Me urge abordar el tema que traigo entre manos, pero no acabo de decidirme. Siento un poco de vergüenza de tratar el asunto, aunque sé que Erasmo es receptivo a cualquier tipo de cosa por muy descabellada o desatinada que fuese considerada. El parece darse cuenta de mis vacilaciones.

—Bueno, no me has dicho qué haces por acá tan temprano.

—No, no es nada del otro mundo. Es que necesito que me ayudes con un chip.

—¡Por fin te convenciste que los míos son los mejores! Yo sabía que este momento iba a llegar. Dime ¿qué es lo que quieres?

—Bueno, tengo que ver…

—Pasa, pasa para acá, que te voy a enseñar toda mi colección. Aquí yo tengo de todo lo que cualquiera pueda necesitar.

Me lleva prácticamente a rastras hasta el estudio donde tiene montado su laboratorio. Allí no hay cuadros ni esculturas, sospecho que porque no existe el espacio libre donde poderlos colocar. Trato de encontrar algún resquicio adecuado para por lo menos poner un Buda en miniatura, pero debo reconocer que no lo encuentro. Las paredes están tapizadas por largas estanterías que cubren del piso al techo, llenas de pequeñas gavetas, cada una con microscópicos y crípticos rótulos. Los terminales de computadora se hallan empotrados, junto con otros artefactos que me resultaban más o menos familiares. La estampadora de chips, ocupa un lugar privilegiado en el centro de la habitación. Engendro híbrido entre máquina de coser, horno de microondas y exprimidora de naranjas automática, es quizás el único traste de la casa sobre el cual no se llega a acumular la consuetudinaria capa de polvo.

—Tengo aquí lo último en automovilismo —me dice mientras repasa con el dedo una de las estanterías—. Te lo digo porque veo que andas en cuatro ruedas. ¿Es tuyo?

—No, qué va. Es rentado.

—¡Alquilando carros! ¡Uyuyuy, este tipo anda en algo y no me quiere decir nada! Pero fíjate, si te hace falta alguno de estos chips, nada más tienes que pedirlo. Ya sabes que la policía no perdona. Hace poco a un conocido mío lo sorprendieron manejando desconectado y todavía está adentro.

—No, no te preocupes, yo tengo el mío.

—Ah, bueno. Tú sabes que yo tengo de todo aquí a tu disposición. La gente viene buscando pastillas para motos de carrera, acrobacia, todoterrenos, anfibios, y todas esas cosas. Hasta de pilotaje tengo. El estado no permite a particulares vender chips de aviación, pero de vez en cuando, con gente de confianza, tú sabes, me busco lo mío.

—Oye, ¿y no te buscas problemas por todo eso?

—¡Imagínate! De vez en cuando me mandan algún inspector, pero yo los conozco a todos y les doy lo que les gusta. La gente disfruta con las cosas locas, y yo soy especialista en eso.

—¿Locas?

—Sí, cosas como el ciber-éxtasis, o sobre todo, cosas de transmutación de personalidad. El chip te convierte en otra persona. Puedes pasarte un día entero creyendo que eres una estrella de cine, un cantante famoso, o por qué no, el mismísimo presidente. Vives y sientes como ellos.

—Eso suena bastante terrible…

—También tengo unos cuantos de transexualidad. Hay gente que paga todo lo que tiene por sentirse dentro del pellejo del sexo contrario. Las mujeres quieren ser hombres y los hombres quieren ser mujer por un rato. Yo también les doy eso.

Un agudo pitido anuncia que acababa de finalizar el estampado de un nuevo chip. Manipulando cuidadosamente los controles, mi amigo saca la pastilla, la coloca en la punta del dedo índice y la observa detenidamente. La curiosidad me pica.

—¿De qué es esa?

—Es algo de transmutación —me responde abstraído.

—¿Alguna estrella?

—No. Esto es una de mis últimas creaciones. Un sueño largamente acariciado, que por fin he hecho realidad. Se llama el Chip de la Inocencia, o también puede ser Pedo-Chip.

—¿Pedo-Chip? —inquiero, conteniendo apenas la risa.

—Sí, chico. Pedo significa niño, niñez. O sea que es el chip de la niñez. Dicho en otras palabras, con él te transportas a la niñez más tierna, donde no tienes por qué preocuparte, no hay responsabilidades que te abrumen, y tienes toda la vida por delante. La mente se te llena de millones de preguntas sobre las cosas más triviales a las que no sabes cómo responder y además, no te importa, ya alguien en su momento te lo explicará. ¿Quién no ha querido en sus más íntimas fantasías, llegar a ser pequeño nuevamente, aunque sea por un rato? Pues bueno, aquí tienen la posibilidad —me dice, agitando el diminuto dispositivo delante de mis ojos.

—Y deben pagar caro por esta gracia —observo curioso.

—Ya tú lo dices. La gente los llora. Pero hay que tener cuidado, porque crea adicción fácilmente. ¡Es tanta la felicidad que se siente! Pero bueno, nada de esto te hace falta a ti. ¡Si tú casi eres un niño todavía!

Me divierto con la afirmación y le recuerdo que él y yo tenemos la misma edad. Decido por fin contarle lo que me traigo entre manos. Le hablo de María del Carmen.

—¿Es linda? —se interesa enseguida.

—Muy linda. Me gusta mucho y me parece que va en serio. Tengo una cita importante con ella hoy y no quiero fallar. Tú sabes…Quiero hacerla disfrutar al máximo, pero yendo al seguro…

—¡Entonces es un Ero-Chip lo que te hace falta! —exclama entusiasmado—. ¡El Chip del Amor! Tengo muchos de esos por aquí. Espérate un momento.

Me causa sorpresa la transfiguración de mi amigo. En unos segundos se ha convertido en el solícito e inquisitivo hombre de negocios. Me deja pasmado su aire profesional.

En un abrir y cerrar de ojos, dispone sobre la mesa todo un rosario de pastillas de diversas formas y colores. Tengo que reprimir la risa y tal vez algún comentario irónico. Me llama particularmente la atención una que tiene el diseño de un corazón rojo brillante, atravesado por una flecha.

—¿Qué me dices de éste?

—Todos son buenos y están probados —me dice tomándolo con cuidado entre el índice y el pulgar—. Pero éste es uno de los más avanzados que tengo. ¿Sabes algo de esto o sólo lo escogiste por azar?

—No, sólo me guié por su aspecto. ¿Y en qué se diferencia de los demás?

—Es un Auto-Chip, o chip auto modificable, o con auto aprendizaje, como lo prefieras llamar.

—¿Quieres decir que…?

—Eso mismo —me interrumpe—. Tiene programados varios algoritmos novedosos de retropropagación de experiencias, que le permiten asimilar y memorizar determinados patrones de conducta de los usuarios. Sobre todo aquellos que derivan hacia emociones positivas. Funciona de manera interactiva, en modo bidireccional total…

La idea me parece seductora, pero no muy clara.

—Entonces, si entiendo bien, con cada uso el chip se va enriqueciendo con las vivencias personales de sus portadores. ¿Es así?

—Correcto. Y todo queda ahí disponible para el próximo feliz beneficiario. Y créeme, no son pocas las decenas de personas que lo han usado.

Hay algo que me preocupa y se lo hago saber.

—Dime una cosa: ¿Las escenas vivas también quedan grabadas? Me refiero, tú sabes, a lo que uno ve, oye, o siente cuando está en eso…

—Por supuesto que no. ¿Tú te has pensado que yo soy un vendedor de pornografía o qué? Solamente se reprograman los patrones de conducta y las emociones. Es lo único que interesa. Las imágenes reales no son en absoluto necesarias. Además, la privacidad de los clientes cuenta mucho. No te olvides de eso.

 

No dejan de producirme asombro sus recién descubiertas por mí dotes comerciales. Ahora se mueve, habla, gesticula como todo un consumado vendedor de bazar oriental. La oferta es tentadora. Un ligero escalofrío de éxtasis me sube poco a poco por la espalda hasta el cuero cabelludo, al imaginarme el inigualable placer que arrancaré a mi bella enamorada, con ayuda de este último grito de la tecnología. Decido tomarlo.

—¿Quieres uno para ella también? —me propone, luego de colocar cuidadosamente en su soporte la delicada pieza.

La pregunta me toma por sorpresa, pero luego de pensarlo unos segundos, me ha parecido que quizás a ella no le guste, o no lo entienda. Recuerdo que a pesar de todo ella vive rodeada de naturalistas y algo de sus ideas seguramente debe haber influido en ella.

—Mejor no, Erasmo. Creo que es mejor que me “alambre” yo, nada más. Por lo menos en esta primera cita. ¿Puedo probarla?

Tomo el estuche de manos de mi amigo, y hago ademán de quitarme la pastilla de chofer, para colocarme la nueva en su lugar. Pero Erasmo ha sido más rápido.

—No, no, no. ¡Que ni se te vaya a ocurrir! —grita al tiempo que me sujeta el brazo.

—¿Qué pasa, compadre? ¿Acaso no puedo verificar la mercancía?

—Por supuesto que sí —me responde, y advierto el destello cínico de su mirada—. Pero por favor, aquí no. No te imaginas lo potente que es eso que llevas en tus manos. Tu eres mi mejor amigo y no sé si pueda resistir la tentación de aprovecharme de ti en un momento de debilidad. No quiero que hagamos nada de lo que luego tengamos que arrepentirnos…

¡Vaya con mi amigo Erasmo! Parece que está siendo sincero. No deja de sorprenderme. Lo miro serio, le doy las gracias y prudentemente vuelvo a colocar el chip en su estuche, cuidándome de dejar bien pegada la etiqueta de seguridad.

 

 

7. Amor

 

El cuerpo desnudo de ella me convoca a la irrealidad. Todavía no me acostumbro a tenerla. Ella corre por la habitación, trepa a la cama, vuelve a saltar a la alfombra y yo la persigo como un tonto. La agarro, ella se revuelve zalamera, grita y se debate, pero no la dejo ir. Su perfume de flor deseada me embriaga por un segundo, y ella aprovechando mi distracción me muerde en la mano, con tanta fuerza que tengo que soltarla. Todo en ella es delirio. Pensar en ella, esperar por ella, ir a ella. El pensamiento racional se torna esquivo bajo su influjo… Nubes de crepúsculo escarlata en el parqueo del condominio. He llegado justo a tiempo. Maldito coche que no cierra. Cruje el control remoto entre mis dedos temblorosos. Sendos puntapiés hacen el resto. El trayecto desde el parqueo hasta su puerta se me antoja el túnel ingrávido del parque donde una vez jugué. ¿Cuánto tiempo es posible aguantar sin respirar? No tengo respuesta objetiva para eso porque los segundos se me estiran como la plastilina a medida que sobo el timbre y lo vuelvo a sobar. Ella aparece al fin, sin más vestimenta que la que lleva ahora puesta. Es decir: nada. Pícara sonrisa ante mi ingenua pregunta de si está sola. “¿Algo de beber?” —pregunta. “Sólo de ti” —respondo.

 

Huye de mi abrazo y se esconde en algún sitio. Deambulo por los cuartos sin hallar el menor rastro de su presencia. Aviento el aire tratando de que su olor la delate, pero aquel está impregnado en las sillas, en las mesas, en las paredes. No resulta.

Me doy por vencido y comienzo a quitarme la ropa. ¿Qué más se puede hacer? Lo hago mientras aguardo en el sitio que decido es su cuarto. Lecho desordenado, música queda. Libros de psicología en revuelta promiscuidad con prendas interiores femeninas. Tomo una de ellas y acaricio su suave textura. Aspiro el aire por a través del delicado tejido, y el sutil aroma desboca mi excitación exacerbada. Quiero tenerla ya. De pronto, aparece diríase que de la nada. Corre hacia mí como sombra sin refugio: “¡Pervertido, libidinoso! ¿Qué haces con mis blúmers?” Me quedo suspenso ante su vehemencia. Surge pronta la excusa, mientras su seno me enfila reprochador. “Por suerte eran los suyos” —pienso, y muere el verbo avergonzado, ahogado en la plétora de un pecho subestimado. “Eso no se hace” —me regaña divertida, mientras que con sus manitas tira de mis calzones hasta arrancarlos. Con estupor presencio cómo va ripiándolos tira a tira entre sus dientes y como mi ardor inicial retrocede conturbado. Súbito, hurta el cuerpo y huye riendo, con partes de mi destrozada prenda aún enganchadas de sus caninos. Y yo la persigo.

 

El calor de su abrazo me trae la paz. Está rendida y se abandona a mi hacer. Es su boca la que me aclama con la premura de las almas que sólo se realizan en la lujuria. Su hálito me envuelve y bebo de sus jugos que me saturan el aire y me emborrachan en impúdico rebose. “No se te ocurra morderme” —le advierto en un susurro, mientras lanzo lejos el último trozo del defenestrado calzoncillo que se empeña todavía en enredarse a nuestros pies. Ella se ríe y me ataca con leves mordiscos por todas las zonas mordibles de mi cabeza. Yo me defiendo tenazmente ante sus embates, devolviendo asalto tras asalto, dentellada a dentellada, picada a picada y lamido a lamido. La suspensión neumática del lecho cruje quejumbrosa ante el pujante desenfreno de los cuerpos en su afán por encontrar ventaja en cualquiera de los resquicios del contrario. Protesta mi nariz medio rellena de su saliva invasora, mientras en competencia desleal, mis manos pugnan por encontrar brechas vulnerables en zonas que ya se ubican un poco más al sur del escenario de la gesta. Asalto frontal, choque electrizante de labios que se rivalizan por prevalecer y acaparar hasta la más insignificante molécula de ese extracto vital, que ahora circula libremente entre nosotros. Lenguas que se entrelazan en lid mortal, estirándose en busca de la profundidad ignota que guarda el secreto sabor de la parca inescrutable.

Ríe y se retuerce incontenida por las cosquillas, cuando me pierdo en las oquedades bajo sus brazos, paladeando su sal divina. Froto allí mis ojos, mi frente, mi pelo, para impregnarme del cálido efluvio que me incita. Subo a la cúspide de su seno, que desafiante hiende el espacio reducido del deseo y de ahí me despeño en un mar de lenguas y sudores a la base, para ir de nuevo arriba y de nuevo abajo en lúbrico remedo de montaña rusa. Acusan fragilidad, y ante mi sutil empeño de guardarlos, me sorprende su voz en trance: “Estruja duro, que no son de cristal…” Mi caricia se torna masaje, que arranca de su garganta tañidos de puro goce: “¡Más duro por favor, más duro…!” Transportado de sádico frenesí aprieto, aplasto, aporreo y muerdo mientras sus alaridos de éxtasis hacen vibrar la incontinente premura de mi sexo.

Ahora ella lo convierte en su juguete. Lo toma, lo suelta, lo aprieta, lo estira. La tensión es tal que llega a doler. Parece como si de un momento a otro pudiera estallarme la piel. ¡Es tanta la apetencia acumulada! La suave calidez de sus labios y la exultante caricia de su paladar voluptuoso causan el efecto de un corrientazo en mi erotizado cerebro. Siento el sutil clamor de las aguas río abajo, que se desprenden desde el último rincón de mi anatomía en avalancha incontenible, arrastrando todas las partículas de mi ser en un intento por vaciarme completamente en el interior de la boca codiciosa. Salgo entonces cual relámpago de aquel círculo de fuego que me reclama y me absorbe, para en un esfuerzo supremo, lograr detener, en el último momento, ese alud avasallante que amenaza con arrastrarme consigo al inevitable pozo de la complacencia agotada y extinguida.

“No me hagas eso” —casi le imploro. Ella me mira con sus grandes ojos negros sin llegar a verme. La siento presa de ese desenfreno total, sólo aplacable por otro desenfreno igualmente brutal e incontenible.

Beso infatigable sus muslos, mientras su cuerpo se balancea espasmódicamente, en arranques de lujuria. Percibo el sabor agridulce del sudor mezclado con la savia lúbrica que se desprende de su sexo y que desciende a raudales por sus piernas. Bebo ávidamente tratando de no derramar ni la más insignificante gota del preciado líquido y saboreo y me refocilo esforzándome en no dejar sin cubrir ni un centímetro cuadrado de su adorada piel. “Me gusta beber de tu río…” —le digo entre beso y beso. “Es mi cascada que se desborda por ti” —me responde entre suspiro y suspiro.

Me deslizo intrépido por el páramo inundado de su piel tratando de alcanzar el punto de convergencia de su andar, de donde me llega el clamoroso convite en forma de ese perfume almizclado que me atrapa y que quiero verter sobre mi cabeza en sicalíptica extremaunción. Siento de pronto que su cuerpo se debate y salta poseído por mil demonios y tengo que asirla fuerte para que no vuele. Es que mi lengua, áspid impaciente, dios de mis palabras, se ha librado de ataduras dentales, y pugna por escurrirse allí, en lo más profundo de su existencia.

Logro mantenerla a salvo entre su angustia, mientras exploro minuciosamente cada pliegue, cada espacio, cada recoveco del profundo valle, al tiempo que mis ojos se enzarzan con la espesa jungla que oscurece la vista y me cosquillea en la nariz. Llego por fin al punto neurálgico, botón maravilloso, cúspide divina, vórtice del fuego, eje de la vida y de la muerte, que con su lozana turgencia me revela el estado de su excitación suprema, y me establezco allí, cual pulpo de mil ventosas, inhalando, sorbiendo y succionando, sintiendo como el néctar de la vida se me escurre entre las manos y gotea por el cuello, hasta lograr extraerle el último hálito del resuello, entre jadeos agónicos y estertores de locura.

Su cuerpo trémulo, se aparta en pose delirante, mientras sus rodillas extáticas revolotean cual alas de mariposa moribunda. “¿Y ahora…?” —le pregunto. “Tú sabrás…” —me responde impávida.

Me instalo en ella, y en el cálido contacto de su rumorosa acogida, gravita su casi perturbador discurso de recibimiento. Hay lugar allí para todo. Cada centímetro cuadrado de piel recibe justo premio a su constancia. Ella acomoda su figura a mi estirada anatomía y se curva toda, en encomiástico alarde de elasticidad digno de contorsionista china, tratando de ganar el último milímetro que falta por llegar de allí, de donde ya no queda más ninguno que ofrecer, aunque deseos no falten de aportarlo. Beso sus ojos entornados y saboreo el rictus de deleite esquivo que sus labios le arrancan al hambriento dolor apetecido. Quema su piel irrefrenable al contacto febril del ritmo que se impone, que se crece, que se agolpa y que se incendia, al fragor de esa fiesta palpitante de ires y venires, donde ora somos, ora no somos, donde estamos y no estamos, donde damos y quitamos, nos perdemos y luego nos encontramos. Ondas, que incoherentes en su inicio, en empático entusiasmo se aproximan y se tocan, se buscan y se besan, se incorporan armonizando en fase y en frecuencia, para luego explotar en medio de una resonancia incontenida.

Nuevamente me invade la inminencia del desborde inevitable, del arrastre sin remedio a lo intangible, y revueltos los humores, se agolpan por forzar una salida sin regreso de su encierro penitente. Pero mi mente —¡oh,la mente!— en súbito corcoveo, por esos milagros que escapan al raciocinio, cruza los límites de lo insólito y se aferra y araña, y esculpe imágenes metafísicas y sangrientas, evocando terríficas escenas de catástrofes y derrumbes, de bombardeos y siniestros y de accidentes de carretera, con cuerpos desmembrados y decapitados, de forma que horrorizado el tálamo, obliga a un retorno sin reparos de las aguas revueltas a su lecho. “Todavía no, todavía no…” —me susurra perentoria su voz desde mi vientre.

Vuelan mis manos solícitas a su reclamo de caricias y me convierto de pronto en ese ser incognoscible e inconmensurable, políglota y multifálico cuya única función en el universo se limita a restañar y tratar, en vanidoso intento, de sellar las insondables brechas que sin tregua brotan de su epidermis y por donde se expone al mundo esa fiebre inconsolable que me incinera.

Ahora viene. Es un temblor de su pupila extraviada. Es el casi imperceptible vibrar de las comisuras de sus labios apretados, que solamente se separan ahora para dejar escapar agónicos conjuros. Es el frenético aletear de su respiración morbosa y la inédita soltura de la sincopada cadencia de su pelvis. Todo ello me hace presentir el inminente advenimiento de un orgasmo astral.

Se aferra a mí, con uñas y dientes, como a pútrido madero descollante ante la inmensidad del abismo, buscando no perder el más mínimo asidero en su ineluctable caída hacia el cálido despeñadero del infierno. Capto las primeras vibraciones del sismo anunciado, que se propagan con íntima premura desde el mismísimo epicentro, a través de mi sonda inflamada y palpitante, hasta lograr registros de desvarío. Ondas de reflujo que vienen y van y se crecen en su esencia estacionaria.

Es su boca ahora, ojo de tornado envilecido que reclama equilibrar presiones a través de mi lengua destronada y que se propaga por mi carne, al tiempo que su cuerpo de jinete subyugado me cabalga con furia desde abajo, mientras galopo yo desbocado desde arriba, forjando riendas en su pelo y recibiendo espuelas de sus desnudos tobillos al garete. Exprimo los últimos segundos en desacato al apremio que me arrolla, cuando me asalta hendiendo la espesura del espacio ese grito agónico que llega a mi piel antes de explotar en mis oídos, que deja escapar de su garganta, en una fracción de tiempo relativo, todo el universo, conocido y desconocido, condensado en una frase única antigua, ancestral y abarcadora como el mismísimo Big Ban. Recibo el embate inclemente de la erupción volcánica de sus entrañas, que me abrasa y me envuelve en total y único desorden, asistiendo penitente, al desfile espasmódico de contracciones que recorren mi extensión dentro de ella y que en el último instante, desatan el desborde largamente pospuesto y dolorosamente contenido de toda mi esperanza acumulada. Latigazo fulgurante que me encabrita y urge a mi cerebro a estallar, en ese goce primitivo de la posesión desenfrenada y destructiva, obsesionado solamente en penetrar, desgarrar y macerar, desbrozando camino y tratando de conquistar el perdido punto más allá de donde físicamente alcanza la elongación desesperada de mi intento. Siento mi alma escurrirse en ramalazos por su vientre mientras las réplicas del siniestro repercuten todavía por su anatomía, en sacudidas periódicas que pasando por la cúspide cimbreante de sus senos, se despeñan enseñoreándose de sus rodillas tremolantes y suben a su garganta en veleidosa sinfonía de cantares entrecortados.

Un esbozado intento de mi parte por separar sudores, moviliza su agarre, y se pega a mí como concha en arrecife. “No te vayas, por favor” —me suplica, al tiempo que brega por reptar dentro de mi piel.

 

Somos dos nuevamente y sus ojos brillan. Brillan sus ojos hasta el vértigo, y su sonrisa es diabólica y sin querer acuden a mi mente los cuadros de Erasmo con sus vulvas furibundas. La bestia desatada exige más sangre, y la sangre se repliega acorralada. Exiguo se torna el tiempo para reunir huestes y plantar cara en la justa. Recurro calculando la posible dirección de su embestida, al tiempo que bruño armas en la quimera de un digno enfrentamiento. Súbito acomete, y mis manos se atropellan en estéril tentativa de lograr útil asidero en su piel fugaz bajo mi estancia. Su boca es rayo imponderable que cae sobre árbol seco y desgajado en malogrado intento de hacer vida. Dulce rayo que con rabia de pétalo de rosa, saborea el tronco moribundo con la vana esperanza de insuflarle el hálito divino. La carne se resiste, pero ella no abandona. Se desliza por mi piel, hace suya mi vergüenza y la somete, la secuestra y la reclama. Son sus labios o mis labios, es mi lengua o la suya, no distingo. Es su lengua. Dura, blanda, mojada y juguetona. Se escapa de la trampa de mi beso y recorre resuelta mis sudores. Se yergue viva, repta, fluye y se desgrana en mis rincones, fustigando implacable la carne adormecida. Se detiene allí un instante, donde está la pena, en insinuante apoyo a los caídos y luego, en franca maniobra diversionista y con diligencia de relámpago, se deja caer al otro lado, buscando ávida la entrada al lugar no permitido. Hurto presto la dignidad herida: “Por ahí no desgraciada…“, pero ella rápida como la serpiente, me persigue y logra hender mi pudor abochornado, ofreciéndose a juguetear intrépida en el esquivo borde.

 

El rayo me sorprende en medio de mi réplica ofendida. Paralizada mi mano en su cabello, asisto al irónico despertar. Su cabeza revuelta en mis rodillas, sus ojos a flor de pubis, párpados semicerrados que acompañan en su lento abrir, al monolítico resurgir de la firmeza. Me levanto incrédulo, mientras ella se aprovecha de la desleal traición de la carne infiel. Nuevamente la reclama suya, y la secuestra ronroneando de satisfacción. Yo, mártir, vendido y comprado por mi propio cuerpo, entregado y luego retribuido, sin atinar aún a olvidar el indigno desliz, me sumerjo por fin, en el cálido remanso de la ignominia. Hago intento vano en despejar culpas; no lo consigo y vuelvo a sumergirme.

 

Atrás queda la afrenta y ahora me yergo sobre su desamparo en calidad de potro enhiesto. Clama venganza mi orgullo mancillado y se ceba en ella con estrenada solidez. Ella me recibe impávida y absorbe toda la agresividad desbocada. La asume y la alienta.

Parece imposible destronar al revivido. Perdura en todos los encuentros y arranca de su vientre mil orgasmos sin inclinar la cerviz. No contento ya con insistir en suelo hollado, reclama nuevo sitio, y ella, sin reparo, ofrece grupas y un nuevo atajo a la sevicia. Pero —¡ay!—, la estrecha acogida y el pálido lamento que insinúa a mi rotunda entrada, mellan la esgrimida invulnerabilidad de mil batallas. El próximo fin, que se revela cercano, arremolina mi afán, arreciando mi acometida por todos los resquicios atacables. Lucho contra el embate frenético de su cuerpo recogido en mis riñones, mientras con mis ateridos dedos pulso cada una de las cuerdas tensas de su entrega, arrancándoles en ejecución desenfrenada, los últimos arpegios de nuestra apoteósica sinfonía en dúo.

 

 

8. Corazón

 

Ya estamos en la puerta. Es el último hasta luego y el pelo que cubre su sonrisa se escurre por mis dedos. Silencio. Su aliento es cálido efluvio de libido halagada, que me impregna y se ufana en estrujarme los segundos. A su antojo, hace de mi cuerpo tiras que se rebelan a mi andar y me amarran a su vera. Pero la noche es realidad y no queda para más; sus besos apresuran mi repliegue: “Corre que mamá ya está al llegar. Mañana, donde tú sabes…”

 

Llego en andas hasta el auto, evocando su silueta prometida en la penumbra. Un último adiós. Su imagen es ya tan sólo sombra de relámpago callado cuando el olor a cuero artificial me recuerda que tengo el volante entre las manos. Esta vez la puerta cerró sin protestar. Pero la luz pestañea y no se anima a ser. Una a una vuelven foscas a su sitio las neuronas excitadas. ¡El chip! No quiero que la poli me sorprenda manejando con semejante apósito en la nuca. ¡Sería un suicidio! Me lo quito y abro a tientas el estuche en la guantera. Busco el zócalo vacío que debe recibir a la pastilla en posición única y trato de insertarla con cuidado. “¡Maldito bombillo que no enciende!” —blasfemo, mientras pugno por lograr la posición adecuada para el chip que se niega a acomodarse. Golpeo el techo exasperado por la luz que no coopera. No hay manera de que consiga colocar el chip en su lugar. Por lo menos no a oscuras. Tímido parpadeo en las alturas y la pretendida claridad artificial hace suyas mis pupilas. Maldigo a Erasmo: ¿Cómo es que no encontró un estuche más viable para su pastilla?

La luz… ¡Qué bueno que por fin…! De pronto me embarga la desagradable sensación de que algo anda mal… En el zócalo ya hay un corazón y una saeta que me miran burlones. ¡El chip! ¡No es posible! Miro el accesorio que acabo de quitarme de la nuca: lleva el sello inconfundible del Instituto del Tránsito.

 

 


Raúl Sánchez Pérez es cubano, residente en Ciudad de Matanzas, Cuba. Nació el 22 de marzo de 1966. Graduado de Ingeniero en Automática, actualmente trabaja como administrador de redes en una empresa relacionada con el turismo. Dice ser devoto irreductible de la Ciencia y estar profundamente interesado en el futuro de la humanidad y el universo en general. De ahí su afición por la Ciencia Ficción. Se las ha arreglado para escribir un par de cosas más, algunos cuentos y una especie de novela.

Ya le hemos publicado en Axxón dos microcuentos.


Este cuento se vincula temáticamente con ¿POR QUÉ A MÍ, SEÑOR CAMPBELL?, de Santiago Eximeno; BORGEANO, de Daniel Vázquez y Alejandor Alonso; y PAT, de Greg Egan.


Axxón 261 – diciembre de 2014

Cuento de autor latioamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Tecnología, Aprendizaje, Biónica, Cyborg : Cuba : Cubano).

“Buenafortuna”, Ángel M. Hernández

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ARGENTINA

 

 

La fuente de nuestros actos reside en una propensión inconsciente a considerarnos el centro, la razón y el resultado del tiempo. Nuestros reflejos y nuestro orgullo transforman en planeta la parcela de carne y de conciencia que somos.

 

E.M. Cioran

 

 

 

Noche oscura. Zona de montañas.

La luz de unos faros cortó las sombras, avanzaban por un trecho de la ruta, lleno de curvas.

El hombre al volante iba nervioso. La expresión fija en la ruta, sus manos apretando el volante. A su lado, en el asiento, un maletín oscuro. Lo observó un segundo y enseguida se aflojó la corbata, nervioso. Volvió su vista hacia el camino. Luego, una vez más, hacia el maletín. Creyó oír un extraño sonido saliendo de su interior. Como un rasguido. Sin saber exactamente qué podía ser, lo abrió.

Pero no hubo tiempo de explorar el interior. Unas luces de frente, le cegaron la mirada. Luces inmensas. Acercándose con velocidad.

El hombre gritó. Dio un volantazo. El auto atravesó el vallado de la ruta y salió despedido. Directo a las sombras de la noche.

 

 

*

 

 

El vehículo dio un giro completo. Sus ruedas permanecían fijas; sus luces, encendidas.

Dos figuras de pie, al costado de la ruta, lo observaban. Sin saber qué hacer. El más viejo tomó la iniciativa, avanzando hacia el descampado donde descansaba el auto, solo con su linterna. Su compañero lo esperó, dubitativo, pero enseguida lo acompañó a la espesura del terreno. Ambos se detuvieron ante el vehículo.

El conductor tenía su cuerpo atrapado en el amasijo de metales. Su rostro denotaba pánico. Manchado en rojo desde la mitad, suplicaba auxilio.

El más viejo exploró alrededor con su linterna, tratando de tener algún dato acerca del conductor. Su linterna no tardó en iluminar un maletín. Se acercó para ver el nombre. No pudo distinguir bien lo escrito. Notó que el maletín estaba semiabierto. Y no pudo contener su curiosidad. Miró dentro, asombrado. Y una sonrisa se dibujó en su rostro. El maletín estaba lleno de fajos de billetes verdes con tres cifras impresas.

No lo pensó mucho más. Cerró el maletín y se alejó por el mismo lugar por el cual había venido. Su joven colega le dirigió una mirada asombrada, ¿acaso no deberían ayudar a aquel hombre? Pero finalmente lo siguió. No le interesaban las lamentaciones del conductor.

Se subieron a una vieja Ford 100 color rojo y desaparecieron en las sombras del camino.

Unos segundos después, el conductor expiró.

 

 

*

 

 

El más viejo le dijo al joven:

—Mantendremos esto en secreto un tiempo. Lo enterraremos y, en cuanto los periódicos olviden el hecho, nos lo repartiremos en partes iguales.

Aturdido, el joven asintió con la cabeza. Sentía una extraña culpa a raíz de su accionar.

Tomaron un desvío, una ruta de tierra. Se detuvieron pocos kilómetros más adelante, frente a un cartel que decía PROPIEDAD PRIVADA. NO PASAR.

Con una pala que tenía en la caja de la camioneta, el viejo indicó el lugar y el otro comenzó a cavar.

Una vez estuvo hecho, le pidió el maletín para enterrarlo. Pero el viejo se arrodilló ante el pozo y lo acomodó él mismo, no quería que el otro hiciese las cosas mal.

El joven se dijo que quien hacía las cosas mal era el viejo. Podía ver la codicia desprenderse de sus ojos desde el momento mismo en que había hallado aquel maletín. Sin lugar a dudas no lo repartiría nunca, vendría al día siguiente y se lo llevaría a primera hora.

El joven se dijo que debía matarlo.

Pesada, la pala cayó sobre la nuca del viejo. Quedó tieso al instante. Su cuerpo cayó torpemente sobre el maletín.

El joven miró el cadáver un segundo. Lo había hecho. Era lo justo.

Empujó el cadáver y tomó el maletín. Se subió a la camioneta y retomó la ruta.

Iría al norte.

La oscuridad de aquella noche sería su cómplice perfecta.

 

 

*

 

 

Se detuvo poco antes del amanecer. Estaba exhausto. Necesitaba descansar.

Desde el interior del Motel, el casero lo vio llegar.

Era extraño. Casi nunca se detenía gente por aquel lugar en aquella temporada.

El joven entró despreocupadamente, maletín en mano. Pidió un cuarto y una bebida. Le dieron el cuarto número cinco y una botella de vino.

Pagó con todo lo que tenía en la billetera, su sueldo de un mes.

Ya no tendría que andar preocupándose por eso.

Le entregó el dinero al casero, quien lo observó con expresión turbada.

No le gustaba cómo se veían las manchas de tierra sobre las manos del recién llegado.

Era extraño.

 

 

*

 

 

El joven subió las escaleras. No tardó en abrir la puerta del número cinco. El casero, por su parte, tampoco tardó en comentar a su joven esposa aquello que había visto. Tenía un extraño presentimiento.

—Entonces creo que deberías ir a ver —le sugirió su mujer, encendiendo un cigarrillo.

Justamente eso es lo que haría el casero.

 

 

*

 

 


Ilustración: Tut

El número cinco era exactamente tan estéril como cualquier otro cuarto de motel. La cama de dos plazas en el medio y el ventilador rechinante encima.

El joven depositó el maletín sobre la cama. Lo abrió lentamente.

Los fajos de dinero seguían allí.

 

 

*

 

 

Desde una rendija en el techo, tras el rechinante ventilador, el casero observaba. Su vista pegada al suelo del ático, vio al joven contando una inmensa suma de dinero sobre la cama. Y se veía mucho más dentro del maletín. El casero ahogó un suspiro, pero no pudo evitar la tos producida por la humedad del ático.

El joven la oyó claramente. Detuvo su cuenta, clavó su vista en el fajo que tenía entre sus manos. Entonces se dio cuenta de que lo espiaban.

Sin perder un segundo más, guardó todo el dinero nuevamente en el maletín.

Pensó en la cantidad que había contado. Y aún no lo había contado todo. No podía perder aquello.

Vio la tierra en sus manos, bajo sus uñas inclusive. Se las enjuagó en la pileta que había a un costado.

 

 

*

 

 

El casero abandonó el ático y se dirigió a su cuarto. Dio unos pasos, antes, frente a la puerta del número cinco.

El joven lo escuchó atentamente, pegado a la puerta del cuarto. Escuchaba la respiración del otro lado, los pasos que se habían detenido. Por la rendija de la puerta vio asomarse unas tenazas. Luego el caparazón y finalmente el aguijón.

Un escorpión.

El joven lo miró con sorpresa, luego sonrió.

Los pasos se alejaron del corredor enseguida.

El joven tomó el vaso que le habían dado para el vino y el cartón de NO MOLESTAR que debería haber dejado colgando en la puerta. Así habría evitado que el casero se molestara en espiarlo y enviarle aquel regalo.

Cubrió al escorpión con el vaso y colocó el cartón debajo. Luego lo levantó y lo dejó al lado de la mesa de luz del motel.

Destapó el vino. Dio unos tragos. Y cerró sus ojos.

 

 

*

 

 

Abrió los ojos ni bien oscureció.

Estiró sus miembros.

No había notado lo cansado que estaba hasta que despertó, renovado.

Espió al exterior por la ventana. La noche parecía fría una vez más.

Se arregló un poco y se acomodó para proseguir el viaje.

Tomó el maletín.

Dejó el vaso de vino vacío y con la boca hacia arriba, impecable, sobre la mesa de luz del Motel.

 

 

*

 

 

Escaleras abajo, había una joven mujer haciendo de recepcionista. El joven le entregó la llave del cuarto, despidiéndose.

Ella le preguntó, como de pasada, a dónde se dirigía.

—Al norte —contestó el joven.

—¿Sin rumbo, eh? —preguntó ella enarcando una ceja.

El joven asintió: —Prefiero andar de noche.

La mujer le ofreció un trago antes de partir. No pudo negarse. A pesar de sus nervios, del maletín, del comportamiento extraño del dueño del lugar, del escorpión…

La mujer lo hipnotizaba, con sus ojos verdes posados sobre él, sus labios rojos incitando conversación y su terso cutis moreno.

 

 

*

 

 

Bebió lo que ella le sirvió.

Ella le guiñó un ojo.

Entonces, sintió cerrarse su garganta.

Se llevó la mano al cuello: sentía que se asfixiaba.

La mujer del casero lo miró, asombrada. En realidad, no esperaba resultados como aquellos.

El joven sintió un dolor en el pecho y se llevó la mano, instintivamente.

Luego cayó, de espaldas, sobre el suelo de la entrada. Inmóvil, la mirada vacua.

La mujer gritó el nombre de su marido.

El casero no tardó en aparecer, con una mueca severa en su rostro arrugado.

Arrastraron el cuerpo al patio trasero. El casero cavó una fosa no demasiado profunda, y echó el cuerpo del joven dentro.

 

 

*

 

 

Su mujer lo recibió, al regresar, con una copa. El casero la tomó de un trago y le ordenó que le enseñe el maletín.

La mujer se lo mostró.

El casero se lo arrebató de las manos y se dirigió al baño.

Se sentía cansado y sucio.

Se quitó la ropa, abrió la ducha y se metió bajo el agua. La radio sonaba, encendida, a un costado. Su mujer la dejaba allí cuando se bañaba, y muchas veces se la olvidaba. Debería golpearla cada vez más fuerte hasta que dejara de hacerlo. La pobre idiota.

El agua caliente resbalaba por el cuerpo del casero, relajando sus viejos músculos.

Lentamente, su mujer entró en el baño. En silencio absoluto.

Tomó la radio con ambas manos, enchufada a la pared y sostenida por un cable largo.

Corrió la cortina de baño y su marido la miró, sorprendido.

La radio fue directo al agua, y la corriente se expandió por el interior de la ducha.

El casero apenas alcanzó a aferrarse a la cortina de baño.

 

 

*

 

 

La mujer improvisó un bolso y se largó. El cadáver del casero permaneció en el baño, mojado y rígido.

Ella tomó el maletín, se subió a su auto y encendió las luces. Iría al sur.

Avanzaba a toda velocidad por la noche sin luna. Sintonizó una radio, le dirigió una mirada al maletín.

La luz de sus faros era lo único que cortaban las sombras del camino.

Kilómetros y kilómetros. Noche oscura. Zona de montañas.

La frecuencia de la radio se pierde. El camino queda en silencio a no ser por la estática que se desprende, molesta. La mujer apaga la radio con una mueca de disgusto. Continúa avanzando. Unos cuantos kilómetros más adelante, un sonido captura su atención.

Primero creyó que venía de su auto, alguna falla quizás. No tardó en descubrir que venía del interior del maletín.

Era algo que rascaba el interior.

Se preguntó qué había allí realmente.

El viejo asqueroso que tanto odiaba le había dicho que había una fortuna. Que seguramente aquel joven había robado a algún empresario, o había cobrado algún secuestro, y había conseguido aquel maletín lleno de billetes.

La mujer se dio cuenta que hasta entonces no había revisado el maletín. A lo mejor el viejo la había engañado. A lo mejor había puesto otra cosa en su lugar.

La mujer abrió el maletín, sin detener la marcha del vehículo. Echaría un rápido vistazo solamente. Levantó la tapa con una mano, y enseguida se apartó con un salto.

El dinero estaba allí, por cierto. También un escorpión del tamaño de un puño que saltó sobre ella.

De frente, una luz la cegó repentinamente.

Lanzó un grito. Dio un volantazo. El auto atravesó el vallado de la ruta y salió despedido. Directo a las sombras de la noche.

 

 

*

 

 

El auto había quedado con las ruedas hacia arriba.

La mujer permaneció un buen rato intentando salir, agitándose entre el amasijo de metales.

No lo consiguió.

El maletín descansaba unos pasos más allá y semiabierto. Desde aquella posición podía vislumbrar los billetes.

Sin tan solo pudiese salir…

Siguió retorciéndose de un lado hacia a otro, pero fue inútil. Sangraba con cada movimiento. Se detuvo, tratando de pensar. Cómo salir. Qué hacer entonces.

Y justo en aquel momento notó dos figuras de pie, al costado de la ruta, que la observaban.

Sin saber qué hacer.

 

 


Ángel M. Hernández vive en la provincia de Entre Ríos, en la mesopotamia argentina. Desde allí nos envía esta historia, que así se transforma en su primer relato publicado en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con PAREIDOLIAS, de Daniel Flores y CÍRCULOS Y ENGRANAJES, de Germán Amatto.


Axxón 261 – diciembre de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantasía : Terror : Maldición : Objetos malditos : Argentina : Argentino).

“Una canallada”, Hugo A. Ramos Gambier

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El Pipa Roberto, experto en fierros, iba al volante. No bien agarraron la autopista Córdoba-Rosario, miró al Tano Marrale, a su derecha: ya había empezado a dividir en partes iguales el botín de la Shell del Parque de la Independencia.

En el asiento de atrás, el Chueco Ibarra y el Pelado Vázquez iban pasándose una botella de cerveza y tomaban del pico mientras entonan cantitos de tribuna alusivos a Rosario Central.

En el interior del Honda, la adrenalina y el alcohol iban aumentando al igual que la aguja del cuentakilómetros.

—¡Tano, contá bien los billetes! —dijo el Chueco, tras un trago largo de cerveza—. ¡No te hagas el boludo, eh!

Le pasó la botella al Pelado Vázquez, que festejaba la orden. El Tano juntó todos los billetes, se dio vuelta y se los tiró al Chueco en la cara.

—¡Tomá, contalo vos, pendejo! —le dijo. Y, en un movimiento rápido, le quitó la botella al Pelado.

Los de atrás reaccionaron con un par de manotazos, mientras Roberto miraba sonriente, por el retrovisor.

—¡Ya dejen de pelear como pendejos! —dijo, y miró al Chueco por el espejo— ¡Vos, Chueco, siempre haciendo cagadas! ¿Me querés decir por qué carajo le disparaste al pibe? Ya te había dado toda la guita. Ahora, por tu culpa, en cualquier momento, tenemos a la yuta encima.

—’Ta bien, pipa, no te calentés.

—Y pónganse el cinturón, hagan el favor.

—¡Bah! Ese culiao era un puto leproso —dijo el Chueco sin darle bola—. Tenía el escudo tatuado en el antebrazo. ¡Que se cague!

—¡Que mueran todos los leprosos! —gritaron a dúo el Chueco Ibarra y el Pelado Vázquez.

—Vos manejá tranquilo, Pipa —dijo el Chueco—. Con esos cascajos viejos que tiene la yuta, ni habrán llegado a la cabina de peaje.

Y estallaron las risas.

—Chueco, ¿le dijiste a tu hermana que somos cuatro, no?

—Sí, Pipa, quedate piola. La Pocha es de fierro. Nos guardamos una semanita en Córdoba, y no se acuerdan más de nosotros.


Ilustración: Tut

El Pipa sonrió y le guiñó un ojo por el retrovisor. Y estiró el brazo hacia su acompañante.

—¡Tano, dame un trago! —dijo.

El Tano le pasó la botella.

—¡¡¡Cuidado, Pipa!!! —el Tano se desgarró la garganta y manoteó el volante—. ¡Un ternero, un ternero guacho se cruza, nos va a…!

El Honda Civic pierde la estabilidad, choca contra el ternero y da tumbos hasta quedar volcado contra el guardarrail en la vía rápida.

 

 

Un rato después, el Pipa Roberto se despierta, con el Tano Marrale encima suyo. Le ve el cuello cortado por un pedazo de chapa del capó. El Tano está muerto. Roberto se da cuenta de la situación, hay vidrios por todos lados, y sangre. Mucha sangre. Con dificultad logra desabrocharse el cinturón, y se saca de encima el cuerpo de Marrale.

Se desliza y sale por la ventanilla. En la parte trasera, el Pelado Vázquez tiene la botella de cerveza incrustada en el pecho. El Chueco no está por ninguna parte.

Lo busca por los alrededores. Y lo encuentra tirado a un par de metros del auto, destrozada la cabeza contra el asfalto.

Roberto se agarra de los pelos, grita pidiendo auxilio en medio de la nada.

Se toca el cuerpo, la cabeza, se mira las piernas, se toca la cara. Todo está bien, todo está en su lugar. Decide caminar hacia la estación de peaje, que pasaron hace un rato, en busca de ayuda.

—¡Estoy con vida por un milagro! —Roberto habla solo—. ¡Les dije a estos idiotas que se pusieran el cinturón!

¿Qué hago, qué hago ahora? ¡El celular, sí! ¿Dónde habrá ido a parar?

Busca entre sus ropas. Nada.

Vuelve y mira en el interior del auto. No aparece. Lo que encuentra es el celular del Tano. Pero no sirve, se le partió el visor. Revisa al Chueco y al Pelado. Encuentra el teléfono del Chueco que sí anda, pero… no tiene señal. Lo estrella contra el asfalto.

—¡La puta madreeee! —sigue buscando su celular, y luego de unos minutos desiste de la idea. Opta por caminar en dirección al peaje, treinta kilómetros atrás.

Tras media hora de caminata por la autopista, ve por fin acercarse un auto. Le hace señas desesperadas, pero pronto advierte que el automovilista no tiene intenciones de frenar. El Pipa apenas alcanza a tirarse a la banquina antes de que se lo lleve puesto.

—¡Hijoeputa! ¡Mal nacido, desgraciado! ¡Ojalá te revientes contra un camión! —Se limpia la ropa y sigue caminando hacia la estación de peaje.

Más allá alcanza a ver uno de esos teléfonos de emergencia de la autopista. Corre hasta el poste y descuelga el auricular.

—¡Auxilio, auxilio! Tuvimos un accidente. ¡Mis amigos están muertos! ¡Muertos!

Del otro lado, nadie contesta.

—¡Holaaaa! —sigue él—. ¿Hay alguien ahí? Tuve un accidente. ¡Hola, carajooo! ¿Me escuchan? La puta madre… ¿me escuchan?

Nadie responde. De bronca, el Pipa destroza el auricular contra el poste. Lo deja colgando, y continua su camino hacia la estación de peaje. Ya cae la tarde, y Roberto repasa las vivencias del día: el triunfo de Central en el clásico, el festejo descontrolado de los canallas a la salida del estadio, el porro que se fumaron entre los cuatro —con sus amigos, ahora muertos—. Ese porro que les dio coraje para robar el Honda Civic en la Shell, además de la recaudación al playero. Ese porro que ayudó en la estúpida decisión del Chueco para dispararle al pibe, que ya le había entregado todo. Pobre pibe, no merecía morir, a pesar de ser leproso, a pesar de ser hincha de Newell’s.

No podían quedarse en Rosario, no. Por eso la llamaron a la hermana del Chueco, que vive en Córdoba para que los aguante por una semana. Y después, la autopista y el accidente. “Un mal día”, pensó Roberto. “Un mal día”.

Unas luces allá en el infinito: luces de patrullero que se acercan. Se acercan a toda velocidad. Y la sirena se hace escuchar cada vez más fuerte.

El Pipa Roberto duda. Si les hace señas y se detienen, sabe que terminará en la cárcel.

Entonces decide ocultarse a un costado entre los pastizales.

Sigue caminando y, a los cinco minutos, otra sirena y más luces. Esta vez, una ambulancia.

Sale al cruce en medio de la autopista, y si no se corre a un costado lo pasan por arriba.

—¡Hijoeputaaaa!¿Pero, qué les pasa? ¡Acá estoy, soy el único sobreviviente, regresen por mí carajo!

En la zanja de la banquina, ve una botella de Coca-Cola. La agarra y se la arroja a la ambulancia, que se pierde a lo lejos.

 

 

Medita la situación. Mejor vuelvo al auto y me entrego. De todos modos, fue el Chueco quien disparó y mató al playero. Yo solamente iba al volante. Un buen abogado me saca en un par de días.

Comienza a caminar y se detiene: la botella de Coca-Cola está otra vez en la zanja.

Primero pensó que se trataba de otra botella. Pero mirando hacia el asfalto vio que la botella que había arrojado ya no estaba ahí.

El Pipa no entiende nada. “Será producto del accidente”, se dice tratando de convencerse a sí mismo.

Agarra otra vez la botella y la arroja con más fuerza que antes, para que no queden dudas.

Convencido, comienza a trotar hacia el lugar del accidente. Levanta la vista al cielo: pronto va a oscurecer. Pasa por donde arrojó la botella y no está, se detiene y mira hacia atrás, la botella volvió a la zanja.

Mira en todas direcciones. El silencio lo asusta. Ahora, en vez de trotar, corre. Corre desesperadamente sin mirar atrás. Llega al poste del teléfono de emergencia: no está roto ni descolgado como él lo dejó; está en su lugar, como si nadie lo hubiera tocado.

Truenos, relámpagos, nubes negras.

El Pipa corre. Corre y corre sin parar. Se da cuenta de que no siente cansancio alguno, a pesar de estar corriendo hace un rato. Los automóviles pasan velozmente a su lado, pero no se detienen. Él tampoco.

Finalmente divisa el Honda volcado. Y ve a unos polis desviando el tránsito por un solo carril. Debe ser el patrullero que vi pasar hace un rato, se dice.

Al costado, los de la ambulancia le están practicando reanimación cardiaca a una persona.

Roberto mira todo: el Chueco no está. ¡Todavía está vivo!, piensa.

Se va acercando poco a poco, disimuladamente. Nadie le presta atención. Nadie, ni siquiera los morbosos que descendieron de sus vehículos para ver el accidente y los muertos.

Entonces, al estar más cerca de la ambulancia, observa tres bolsas negras con cadáveres. La policía ha hecho una valla de seguridad con cintas amarillas. No dejan pasar a ningún curioso. Los médicos siguen tratando de reanimar al único sobreviviente.

Roberto traspasa la valla sin problemas. Nadie lo detiene, nadie lo mira, ninguno de los policías. Nadie.

Las luces rojas y luces azules se mezclan frente al Pipa Roberto que, absorto, mira su cuerpo en el piso. No lo puede creer. Se restrega los ojos.

Y todo sigue igual: al que los médicos tratan desesperadamente de reanimar es a él.

Finalmente el médico se incorpora y negando con la cabeza da por muerto al cuarto ocupante del Honda.

—Hora del deceso: 20:25 —dice mirando el reloj en su muñeca izquierda. Su compañero toma nota en la planilla.

—¡No, no, nooo! —grita él—. ¡Acá estoy, mírenme! Sigo acá, ¿no me ven? ¡Acá al lado de ustedes! Oiga, doc, mire. ¡Míreme carajo, doctor! ¿Qué les pasa? ¡Acá estoy!

Nadie escucha al Pipa Roberto. Colocan su cuerpo en una bolsa negra y lo cargan a la ambulancia junto con los otros tres. La ambulancia enciende la sirena y se aleja. La policía desarma la valla y habilita la autopista.

Todo el mundo se pone en marcha, se van. Todos, menos Roberto, que comienza a comprender.

—Soy un fantasma. Soy un maldito y puto fantasma.

Y alza su mirada al cielo.

La luna emerge pálidamente en medio de las oscuras nubes del cielo cordobés. La poca luz que logra filtrarse resplandece la niebla que rodea al Pipa Roberto; le da un aspecto dantesco. A él un escalofrío le recorre la espalda.

¿Y ahora qué hago? ¿De qué me disfrazo? Veamos el lado positivo, se dice. ¡Puedo entrar gratis a la cancha todos los domingos! Perooo… ¿Con quién voy a festejar los goles? ¿Habrá otros fantasmas? ¿Qué habrá pasado con el Tano, el Chueco y el Pelado? Tal vez están acá a mi lado y no me ven, tal vez no podamos vernos entre nosotros, y todos nos estamos haciendo las mismas preguntas.

¿Iremos al cielo?

 

 

El Tano Marrale se despierta encima del Pipa Roberto. Lo ve bañado en sangre y con la palanca de cambios enterrada en el estómago. El Tano logra salir por el parabrisas. Y se siente raro, ligero, liviano como el panadero que flota en el aire con su semilla y viaja con la ayuda del viento a través de los campos de maizal. Así va el Tano, alejándose. Hasta que luego de recorrer un buen trecho se da cuenta de que vuela y se detiene en el aire. Flota mirando cómo su cuerpo se va esfumando en un perfecto degradé con transparencia en su parte inferior, donde antes hubo un par de piernas.

¡No puede ser!, se dice horrorizado. Y vuela hasta el lugar del accidente, ahora cercado por una valla con cinta amarilla. Varios policías desvían el transito, y unos paramédicos tratan de reanimar al Pipa Roberto, a un costado del Honda.

¿Pero…?, se pregunta girando en el aire para ver qué más hay ahí. Y ve: a su doble dormido lo introducen en una bolsa negra. Cierran esa bolsa y la meten en la ambulancia, donde hay otras dos bolsas exactamente iguales.

—Hora del deceso: 20:25 —escucha decir al médico que intentaba reanimar al Pipa. Lo meten en otra bolsa negra y lo cargan a la ambulancia.

En un par de minutos, la autopista queda liberada. Y el Tano Marrale, flotando en el aire en medio de la incipiente niebla, mira la hilera de autos. Las luces traseras se pierden en el horizonte, y él se pregunta si será el único fantasma de la autopista.

 

 

El Pelado Vázquez se despierta con el rumor de una sirena. Se separa de su cuerpo elevándose, como una especie de humo sin forma, traslúcido, que se torna azulado o rojizo según lo iluminan las luces de la ambulancia o del patrullero. Lo asusta verse a sí mismo tendido en el asiento trasero del Honda, con una botella de cerveza incrustada en el corazón. Y se escapa por un pequeño agujero del techo: un humo que sale por una chimenea.

Se eleva un par de metros por encima de la trágica escena, y se queda suspendido en el aire, como una nube más de esa amenazante tormenta que lo reodea. Desde ahí arriba observa todo: cómo van introduciendo los cuerpos en las bolsas negras, y el fallido intento de los paramédicos por reanimar al Pipa Roberto.

—Hora del deceso: 20:25 —dice alguien.

 

 

El Chueco Ibarra se despierta con un amargo gusto a brea quemada, está tendido boca abajo en el asfalto caliente. Se pone de pie, da media vuelta, y se encuentra con el Honda patas para arriba.

—¿Qué pasó? ¡Por Dios! —dice agarrándose la cabeza.

El ternero que atropellaron agoniza en la banquina.

El Chueco Ibarra se tantea la cintura para ver si aún tiene el fierro: está, se dice.

Se acerca al animal y, de dos cuetazos, le vuela la cabeza.

—¡Por tu culpa, bicho de mierda!

Oye la sirena del patrullero, y amaga a salir corriendo campo adentro. Pero la policía llega en ese preciso momento.

—¡Allá hay uno con un arma! —grita un oficial.

Y el Chueco se detiene y suelta el arma.

—¡No disparen, me entrego! —dice, de espaldas al patrullero.

—¡Está muerto! —grita otro de los oficiales—. ¡Se reventó la cabeza contra el asfalto!

El Chueco Ibarra gira muy lento hacia el patrullero. El ternero continua quejándose en la zanja. Ni un agujero en la cabeza.

—¿Pero…? ¡Qué mierda pasa!

Se acerca mansamente a la escena, donde un policía levanta el arma del piso.

No puede creer lo que está viendo.

¿Soy yo?, se dice.

Se para al lado de su propio cadáver y del policía, que lo ignora. Se arrodilla en el asfalto y estira el brazo para tocar su cuerpo. Y su mano lo traspasa.

—¡Estoy muerto! ¿Estoy muerto? ¿Esto es la muerte? ¿Así nomás? ¿Eso era todo?

Se levanta y camina hasta el auto, pasando a través de los cuerpos de los policías y los curiosos. Los atraviesa igual que un fantasma. Un fantasma asustado. Llega justo a tiempo para escuchar el anuncio de la muerte del Pipa Roberto.

—Hora del deceso: 20:25.

Y ve cómo van embutiendo el cuerpo de su amigo dentro de una bolsa negra. Y la cargan a la ambulancia.

Un oficial de la policía, en un acto compasivo, sacrifica al ternero de un disparo.

Tras cargar los cuatro cuerpos, la ambulancia abandona el lugar sin siquiera encender la sirena. La policía desarma la valla de cinta amarilla, y todo el mudo se pone en marcha.

En un par de minutos, el Chueco Ibarra se queda solo junto al charco de sangre que dejó su propio cadáver.

Así, los cuatro fantasmas permanecen en silencio, cada uno en su propia dimensión, sin poder ver a los demás.

 

 

La luna asoma pálidamente por entre las oscuras nubes que cubren el cielo cordobés. La poca luz que se va filtrando resplandece en una niebla que rodea a los cuatro nuevos espectros y le aporta un dantesco aspecto a la escena. Poco a poco las figuras fantasmagóricas comienzan a tomar forma. Primero se asustan ante la novedad, pero luego se reconocen.

Se miran, se estudian, no dicen palabra alguna.

El Pelado Vázquez desciende como una bruma negra y abraza a los otros tres, parados sobre el asfalto.

—¡Fue tu culpa, Chueco! —dice el pipa Roberto—. ¡Vos le disparaste al pibe! Y mirá cómo terminamos.

—¿Mía? ¡Fue tu culpa, por no mirar para adelante… pelotudo!

Se insultan y se tiran trompadas y patadas en el aire, atravesándose uno al otro varias veces.

—¡Ya! ¡Ya basta! —les grita el Tano Marrale—. ¿No ven que es al pedo? La culpa no es de nadie y es de todos… De todos, ¿entienden?

 

 

Una carcajada lúgubre quiebra la tranquilidad de la noche. Y unas sombras se van acercando a ellos: horrendas figuras sin rostro, deformes, que levantan en andas al Chueco Ibarra y al Pelado Vázquez. Como un tornado se los llevan y se pierden en el horizonte del asfalto.

Y al Pipa Roberto y al Tano Marrale un escalofrío les recorre las espaldas. Imploran al cielo en una súplica salvadora. Y se entregan a lo que venga.

Y miran aterrados cómo sus pies se van enterrando en el hirviente asfalto de la autopista. Descienden a las profundidades. Ven pasar velozmente las distintas capas del suelo, y sienten el calor de las entrañas más profundas de la tierra. Llegan a un pavoroso mar de llamas, oyen gritos desgarradores que son cada vez más intensos. Y… ese olor. Ese penetrante y asqueroso olor a azufre se hace más fuerte cuando llegan a las puertas del infierno.

 

 


Hugo A. Ramos Gambier es de Merlo, Provincia de Buenos Aires. Gusta de escribir cuentos y hace taller con la escritora Claudia Cortalezzi. Ha publicado en las revistas “Fantasía Austral” (Chile) y NM (Argentina). También ha publicado un cuento en una antología de autores de habla hispana, “Cuentos lejanos”, que se editó en USA.

Este es su primer cuento publicado en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con PAREIDOLIAS, de Daniel Flores, y LOS FUNES, de Jorge Durán.


Axxón 261 – diciembre de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Fantasmas, Infierno : Argentina : Argentino).


“Con alegría, conociendo el abismo que hay detrás”, Sarah Pinsker

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EE.UU.

 

 


Ilustración: Grendel Bellarousse

—No te vayas.

La primera vez que lo dijo sonó como una orden. Ese tono no era habitual en George. Millie estuvo a punto de dejar caer el cepillo.

Estaban en el dormitorio de su casa de sesenta y seis años. Del otro lado de las puertas de cristal, la nieve reciente se asentaba sobre la nieve vieja. Iluminada, la desgarbada casa del árbol de George resaltaba contra el blanco ininterrumpido. George estaba sentado en una silla frente al escritorio del teléfono, cambiándose los calcetines con una pierna cruzada sobre la otra, cuando un calcetín limpio se le cayó al suelo. Tosió una vez. Millie miró el espejo del tocador y vio que George tenía la vista clavada en ella.

—No te vayas —le dijo otra vez.

Ella se volvió para quedar de frente a él.

La tercera vez sonó como una pregunta. Una nota de confusión acechaba en el espacio que separaba sus palabras.

—¿No te vayas, por favor?

George pareció esforzarse mucho para pronunciar la siguiente frase.

—Perdóname.

—¿De qué hablas, anciano? —preguntó ella, pero él ya estaba en otro sitio. Abrió la boca para decir algo más, pero no le salió ninguna palabra.

Millie siempre había mantenido la calma durante las crisis médicas de menor importancia de la familia, pero esta vez las palabras “Se acabó” ardían en su cerebro y superaban todo lo demás. Respiró profundamente varias veces y trató de recordar qué debía hacer. Se acercó a la silla de George, apoyó una mano en su pecho y sintió que subía y bajaba. Eso era bueno. Creía que no podría acostarlo en el suelo y mucho menos efectuarle un masaje cardíaco. Se inclinó para ponerle el calcetín limpio en el pie descalzo y luego estiró la mano para tomar el teléfono y marcar el número de la ambulancia. ¿Tendría que haber hecho todo eso en el orden inverso? Posiblemente. Se acabó.

—Vuelvo enseguida —le dijo, antes de salir de la habitación para quitarle el cerrojo a la puerta principal. Cuando regresó, él seguía en el mismo lugar, ligeramente inclinado hacia el lado derecho de la silla. Su ojo izquierdo parecía expresar pánico; su ojo derecho, una extraña calma. Acercó la silla del tocador y se sentó frente a George. Detrás de él, la nieve seguía cayendo.

—Me pregunto si esta tormenta será demasiado fuerte para el viejo sicomoro —dijo ella, tomando la mano de su esposo entre las suyas y mirando la casa del árbol—. Creo que será muy intensa.

 

***

 

El día en que se conocieron había nevado. Chicago, Marshall Field’s, diciembre de 1944. Él le abrió la puerta cuando ambos estaban saliendo a la calle State.

—Primero las damas —dijo el joven con abrigo del Ejército, haciendo gestos con el grueso cuaderno que tenía en la mano libre. Era unos centímetros más bajo que ella y ella no era tremendamente alta. Si no hubiera llevado ese uniforme, Millie lo habría confundido con un niño.

—Gracias —dijo ella, sonriéndole por encima del hombro. No vio el parche de hielo a la salida del vestíbulo. Resbaló con el pie izquierdo y luego con el derecho. Él la sujetó antes de que cayera y, al hacerlo, perdió pie. Las páginas de su cuaderno aletearon hasta el suelo que los rodeaba y el cuerpo de él amortiguó la caída de ella. Ambos se pusieron de pie torpemente, sonrojados y sin aliento.

—Gracias otra vez —dijo ella.

Él se sacudió la nieve del trasero y se inclinó para recoger de la acera varias hojas de papel sueltas. Ella tomó una que se le había adherido a la pierna. Él la señaló.

—Usted le gusta. Probablemente debería quedársela.

Millie despegó la hoja de su media de nailon y la examinó. Aunque la tinta estaba borrosa y corrida, se dio cuenta de que era un excelente bosquejo de la gran escalinata y el domo de la biblioteca de Tiffany. El papel mojado se rompió en dos entre sus manos.

—¡Está arruinado!

—No hay problema. Tengo más —dijo él, y le entregó los demás. Ella vio el Museo Field, la Fuente de Buckingham, el edificio del que acababan de salir, todos destiñéndose.

Se tapó la boca con la mano. —Sus dibujos están arruinados y además se rompió el abrigo.

Él se encogió de hombros, tocando los bordes desgarrados a la altura del codo.

—No se preocupe. Eran sólo para divertirme. Para practicar. Soy arquitecto. George Gordon. No tiene que memorizarlo. Todos sabrán mi nombre algún día.

—Millicent Berg. Gusto en conocerlo. Y lamento lo de sus dibujos, aunque fueran sólo para divertirse. ¿Puedo compensarlo con algo?

Él se rascó la cabeza, haciendo una pantomima del estado contemplativo.

—Le pediría que almuerce conmigo, pero ya comí. Tal vez pueda dibujar otro mientras tomamos un café, supongo.

Millie miró hacia arriba, al reloj que sobresalía del edificio. Meneó la cabeza.

—Voy a encontrarme con una amiga y temo que ya se me hizo tarde.

—¿En otro momento? —persistió él, frotándose el codo de un modo muy evidente. Si hubiese sido otro hombre, a ella le habría parecido grosero, pero había algo en él que le gustaba. Qué pena.

—Lo siento. Estoy de visita en Chicago hasta el martes. Voy a la universidad en Baltimore —dijo ella.

Una sonrisa borró todos los rasgos ordinarios de la cara de George.

—Entonces puede que no se escape de esto tan fácilmente. Yo estoy apostado en Maryland. Fort Meade.

De tales coincidencias estaban hechas muchas vidas.

 

***

 

Los trabajadores de emergencias arrancaron dos botones de la chaqueta del pijama de George. Millie, que se había vestido mientras los esperaba, metió los botones en el bolsillo de su cárdigan. Los enfermeros revisaron el pulso y los signos vitales de George. Hablaban entre ellos, pero no con Millie. Ella permaneció detrás de ellos mientras trabajaban.

—¿Se pondrá bien? —les preguntó. Nadie le respondió y un momento después dudó de que lo hubiera preguntado en voz alta. Se miró en el espejo. La anciana que se había robado su reflejo hacía varios años le devolvió la mirada. Se saludaron con un movimiento de cabeza.

Cuando uno de los paramédicos finalmente le habló a Millie fue para decirle que no querían llevarla en la ambulancia con George.

—No hay sitio —le dijo la más joven, la chica.

Lo que quería decir, pensó Millie, era que no querían tener que ocuparse también de ella. La llegada de Raymond y su novio, Mark, la salvó de ponerse a discutir.

—No te preocupes, abuela —dijo Ray—. Podemos seguirlos en el auto.

Mark la ayudó a acomodarse en el asiento del pasajero del Toyota. Eran buenos chicos. La llevaban al salón de belleza; los llevaban, a ella y a George, a cenar y a obras de teatro o conciertos. De todos los hijos y nietos que tenía, se alegraba de que Ray fuera el que vivía más cerca. Era en el que más confiaba y el que realmente la escuchaba cuando ella decía algo.

Mark dejó a Millie y Ray en la zona de emergencias. Después de completar los documentos del seguro, se sentaron en una sala de espera hasta que apareció una mujer de ojos cansados con uniforme de hospital. Un ataque isquémico, dijo la médica, en el lado izquierdo del cerebro de George. Lo habían estabilizado. Si quería, Millie podía verlo. A Millie le llamó la atención la forma de decirlo. ¿Alguien alguna vez respondía “No, muchas gracias; esperé todo el día, pero pensándolo bien no quiero verlo”? Después de estar tantas horas en la misma posición le costó ponerse de pie. Raymond le ofreció el brazo y ella se apoyó en él. Recorrieron todo el pasillo hasta llegar a Terapia Intensiva.

El lado derecho del rostro de George estaba laxo; tenía el ojo caído hacia la esquina externa. Su mano derecha estaba inmóvil sobre su cadera. Su mano izquierda se mantenía activa, recorriendo las sábanas blancas con movimientos de barrido.

—Está despierto, pero no responde a nadie —le dijo la médica. ¿Cómo se llamaba? DeSoto, como el ratón dentista del libro que les había leído a sus nietos. Eso lo recordaba—. El derrame afectó el lado izquierdo, así que estamos frente a una hemiparesia derecha, posiblemente una hemiplejia. Probablemente necesitará hacer terapia para recuperar el habla y puede que le lleve mucho tiempo. Por ahora, nos gustaría ver si a usted la reconoce de alguna manera.

Millie se acercó con pasos delicados. El hombre de la cama parecía un George al que le habían quitado toda su “Georgedad”.

—Hola, anciano —susurró ella sólo para él. Un poco más alto, dijo—: Hola, George. Soy Millie. —Sonó extrañamente formal, como una presentación. No quería tocar la mano muerta; en cambio, buscó la mano movediza, la izquierda.

Él la apartó con una fuerza que ella no había esperado y luego reinició sus movimientos interrumpidos. Millie reprimió las lágrimas. No había sido intencional, no podía serlo, pero el insulto igual la lastimaba.

—Créase o no, es una señal positiva, Sra. Gordon. Es la primera vez que responde a un estímulo.

Ray le apoyó una mano en el hombro. —Probablemente no sabe que eres tú, abuela. No te estaba rechazando.

Millie miró a la médica. —Dra. Gordon —dijo.

—No, soy la Dra. DeSoto. —La médica miró a Ray.

—Yo soy la Dra. Gordon —dijo Millie—. Quería que lo supiera.

Se sentó en la silla junto a la cama y luego levantó la vista para mirar a la médica y a su nieto. Ambos sabían todo, pero no sabían nada.

—Está dibujando —dijo Millie—. Esos movimientos… Está tratando de dibujar. Es zurdo.

 

***

 

En los primeros meses de noviazgo, una vez Millie le pidió que le mostrara sus diseños.

—Sólo son edificios. Nada especial.

Ella no podía creer que algo que hiciera él pudiera ser menos que especial. Para ella, todo lo que él hacía era inteligente, divertido, atento y romántico. Había llamado al padre de Millie para pedirle permiso para salir con ella y había reemplazado el dibujo arruinado del domo de Tiffany con otro del majestuoso vestíbulo principal de su universidad. Le traía ramos de rosas de papel hechas a mano porque aún era invierno. Las amigas de Millie comentaban que ella estaba saliendo con un hombre mayor, un arquitecto calificado de veinticuatro años, mientras ella tenía veinte. Todas salían con chicos de Hopkins, adinerados e insípidos.

—Tráeme algunos de tus dibujos —le rogó ella una noche en la muy vigilada sala de estar del dormitorio universitario—. Sé que no pueden ser los que haces para el Ejército, pero quizás sí alguno de cuando estabas estudiando. Quiero ver lo que haces.

—En serio, te aburrirán —dijo él, pero parecía complacido. La siguiente vez que la visitó trajo una carpeta debajo del brazo. Extendió los diagramas sobre la mesa de la sala de visitas.

—¿Esto es un rascacielos? —Millie recorrió el contorno con los dedos.

George sonrió con su sonrisa encantadora que incluía una pizca de timidez.

—Sí. Pero no lo construirán ni nada de eso. En todo caso, todavía no.

—Me doy cuenta de que será hermoso. Los dinteles, los toques decorativos. Es más adorable que el Edificio Chrysler.

Él se inclinó para besarla, aunque una fuerte tos de la supervisora del dormitorio interrumpió su intención.

—El Edificio Chrysler me inspiró para hacer esto, ¿sabes? —dijo George, apartando sus dibujos ligeramente a un lado para sentarse en la esquina de la mesa, de frente a Millie. El entusiasmo de su mirada iluminaba todo su rostro—. Y también el Edificio Empire State. En ese entonces vivíamos en Nueva York y yo me escapaba de la escuela para observar cómo los construían. Tenía nueve o diez años y para entonces ya sabía que iba a construir cosas que la gente querría ver.

Señaló los otros dibujos de la carpeta: torres, mansiones, un estadio. Su visión dejó perpleja a Millie.

—¿Cuándo comenzarás a hacerlos?

—En cuanto el Ejército termine conmigo.

—Apuesto a que no te hacen diseñar nada tan hermoso como esto. Sólo barracas y bases militares.

—Hay algunos proyectos interesantes. Cosas hipotéticas, con los ingenieros.

—¿Hipotéticas?

—Inventadas. Como salidas de los pulps. Barracas para soldados de tres metros de estatura, prisiones construidas dentro de la ladera de una montaña, casetas de vigilancia submarinas. Sé que todo es ridículo, cosa de niños, pero imaginar es divertido. Los ingenieros me dicen qué es posible y qué no. Yo dibujo y luego ellos se llevan mis bocetos o me dicen lo que tengo que cambiar. Mill, yo creía que los rascacielos eran el futuro, pero ellos me están mostrando toda clase de futuros que casi no sé cómo imaginar.

Cuando le propuso matrimonio un mes después, ella dijo que sí. Amaba al hombre de los detalles dulces, pero también al arquitecto soñador. Quería ser parte del futuro que él vislumbraba.

 

***

 

Una enfermera trajo una hoja de papel madera a la habitación de hospital de George y la Dra. DeSoto le puso un rotulador en la mano. Millie se sentó en la silla junto a su cama. Su hijo Charlie, ahora Charles, trajo otra silla para sentarse junto a ella. El vuelo de Jane llegaba esa noche. La habitación se estaba llenando de gente, pero Millie no sabía a quién pedirle que se marchara. Contempló la posibilidad de salir con la excusa de ir al baño o a la máquina expendedora y no regresar. No, nunca podría salirse con la suya. Charlie se había transformado en un hombre atento, pendiente de necesidades que ella no tenía, que le traía té, un cojín para la silla o desinfectantes antibacteriales que convertían la piel de Millie en papel.

El olor del rotulador superó a los olores del hospital. ¿Por qué los olores acres eran tan fuertes? Charlie había traído dos ramos enormes, pero Millie no percibía en absoluto el perfume de las flores. Pero era invierno y esas flores debían provenir de un supermercado o de la tienda de regalos del hospital, así que probablemente no tenían perfume. Millie pensó por un momento en las flores de papel que le hacía George durante los meses en que no florecía nada.

George abrió su ojo sano. No parecía enfocado en nada en particular, pero comenzó a dibujar otra vez. Trazos rápidos, seguros.

—¡La tinta del rotulador traspasará el papel! —dijo Charlie, levantándose a medias de la silla.

—Déjalo —dijo Millie—. Las sábanas blancas son aburridas.

—Espera a que el hospital te las haga pagar —dijo su hijo en un susurro. Había perfeccionado ese susurro a la edad de cinco años. Ella lo ignoró, como siempre lo había hecho.

A lo largo de los años, Millie había visto suficientes planos de George como para saber que este era poco común. Comenzó con el centro, no con el perímetro. Los movimientos amplios que había hecho sin el rotulador en la mano ahora se transformaron en paredes curvas. Paredes gruesas, a juzgar por la manera en que volvía sobre ellas una y otra vez. Eran formas que ella nunca lo había visto dibujar en ninguno de sus trabajos profesionales.

Dibujó durante una hora. La Dra. DeSoto se excusó, diciendo que regresaría luego.

—¿Debemos detenerlo? —preguntó Charlie en un momento—. Esto lo agota.

—Creo que ya casi termina —dijo Millie. La mano de George estaba moviéndose más lentamente, ahora dedicada a los detalles finos. El grosor del rotulador oscurecía la delicadeza del boceto. ¿Qué estaba sucediendo en su cabeza?

Alguien se hizo eco de ese pensamiento; ella levantó la vista y vio que la médica había vuelto. Con suavidad, la Dra. DeSoto tomó el rotulador de la mano de George, ahora temblorosa. Levantó el dibujo.

—¿Qué dibujó?

Millie hizo un esfuerzo, pero no logró verlo bien a la distancia. La médica se lo acercó.

Charlie fue el que lo dijo en voz alta.

—Creo que es una especie de prisión.

Al examinar el boceto de cerca, Millie supo que él tenía razón. Paredes gruesas y concéntricas, rampas que sugerían que era un sitio en las profundidades del subsuelo. Sin ventanas, sin puertas, salvo la que servía para entrar y salir de la torre de vigilancia. Era un lugar de donde nadie podía salir.

 

***

 

En los primeros años, cuando él y otros arquitectos jóvenes apostaban a formar sociedades, George a menudo se quedaba a beber algo después del trabajo o bien permanecía en la oficina hasta muy tarde. Ambos asistían a cenas y ceremonias de inauguración. A Millie le encantaban las reuniones con los nuevos clientes y sus esposas. Le gustaba observar a George mientras les vendía su visión de los edificios como si esas ideas fueran de ellos.

“Cuando sea socio construiré nuestra casa de los sueños”, decía. Mientras tanto, se mudaron a otro condado. Él hacía lo mejor posible por equilibrar el trabajo y su reciente paternidad, aunque estaba claro que la paternidad pesaba más. Comenzó a construir la casa del árbol cuando Charlie aún era pequeño, haciendo los planos preliminares con el bebé dormido en el hueco de su brazo derecho. Millie se despertaba y los encontraba en la oficina de George. “No podíamos dormir, así que se nos ocurrió trabajar un poco”, decía él. Los primeros años estuvieron llenos de bocetos y de papeles abollados, de falsos comienzos y nuevos comienzos.

—Son demasiado pequeños para pedir una casa del árbol —dijo Millie una vez, después del nacimiento de Jane—. ¿Cómo sabes que quieren una?

—Mira ese árbol —contestó George, señalando el enorme sicomoro del jardín. Sus hojas refulgían de dorado y anaranjado bajo el suave sol de octubre—. ¿Cómo podrían no quererla?

Comenzó a construirla cuando Jane tenía un año y Charlie tres, trabajando los fines de semana y las noches de verano. Millie no lo ayudaba con la casa del árbol. En cambio, se quedaba en el jardín, plantando, limpiando la maleza y alimentando a sus flores.

Había descubierto los placeres de la jardinería recientemente, pero ya se estaba convirtiendo en una pasión. Más aún, era una oportunidad para estar todos juntos, aunque estuvieran dedicados a proyectos diferentes. Ella cavaba la tierra al ritmo del martillo y el serrucho. Un ligero olor a aserrín flotaba en el aire, por debajo del intenso aroma de sus rosas y peonías. A Millie le gustaba escuchar a George cuando le explicaba a Charlie qué estaba haciendo y le encantaba su modo de incluir al niño: comenzaba a clavar un clavo y luego lo invitaba a concluir la tarea. “Eres un gran constructor, hijo. Mira la calidad de tu trabajo”. Si Millie hubiera podido embotellar momentos, este habría sido uno.

Conforme los niños crecían, George les permitía reflejar sus propias personalidades en el diseño.

—Quiero una jirafa —dijo Charlie, de cuatro años, y George quitó la escalera convencional y construyó una jirafa de madera con escalones en el cuello. Cuando Jane quiso una torre de Rapunzel, George construyó una plataforma a la que se accedía únicamente por una gruesa trenza de lino. Mucho después de haber terminado la estructura, si uno de los niños pedía un nuevo elemento él encontraba la manera de incorporarlo.

—Algún día te dejarán mudo — le dijo Millie.

—Aún no lo han hecho —respondió su esposo.

Tenía razón. Eso nunca sucedió. El proyecto que ella había imaginado como un fuerte del estilo del que aparecía en la película “La pandilla” comenzó a reafirmarse, en contraste con sus acicalados canteros de flores. Con los años, George construyó la cubierta de un barco pirata, un ala de Pippi Calzaslargas, un anexo suizo de la familia Robinson, pasadizos bizantinos, compartimientos secretos y un puesto de vigía en las ramas más altas. La equipó con miles de luces que se encendían por la noche con un temporizador y que bailaban como luciérnagas en todas las estaciones.

No permitía que el sicomoro limitara su visión. Desviaba metros del árbol en algunas direcciones, como si fuera una enredadera invasiva. El árbol era simplemente una guía. Millie sospechaba que, si lo partía un rayo, los soportes estructurales de George permanecerían en su sitio. Algunos agregados eran más estéticamente agradables que otros y algunos se veían mejor en tal o cual estación del año, pero a George no le importaba la estética del proyecto; parecía más feliz cuando la estructura estaba invadida de niños propios y ajenos, lo que sucedía la mayor parte del tiempo. Lo único que se negó a hacerles fue un cohete.

—Las naves espaciales no están hechas de madera —dijo, con más seriedad de la que Millie pensó que merecía el tema—. No tendría sentido.

 

***

 

Jane llegó de Seattle e irrumpió en la habitación con el agotamiento y la sobreexcitación que provocan los viajes aéreos. Abrazos para todos. Millie se maravilló, como siempre, ante el hecho de que dos personas tan calladas hubieran engendrado a dos personas tan ruidosas. Cinco de sus seis nietos también eran ruidosos; todos, menos Raymond. Quizás el silencio era un rasgo recesivo.

Charlie y Jane pasaron diez minutos discutiendo sobre quién se quedaría esa noche y quién llevaría a Millie a casa. Millie no sabía si ella era el premio o el castigo. Al final, Jane dijo que quería pasar más tiempo a solas con su padre, ya que acababa de llegar, y Charlie dijo que Millie y él podían aprovechar para dormir en una cama de verdad y así quedó decidido. Millie pensó en argumentar que también quería quedarse en el hospital con la justificación de que ella tenía voz y voto en la materia. A decir verdad, quería irse. Pasar demasiado tiempo en un hospital no era bueno para nadie, ni siquiera para una visita.

Se llevó el dibujo de George, plegándolo sobre su regazo para el viaje a casa. Charlie era buen conductor, pero todo parecía hacerlo muy rápido. El auto alquilado era extraño, tan lleno de botones y medidores luminosos como la cabina de un avión.

—Tendremos que hacer algunos planes —dijo George… no, Charlie. Era raro que ahora su hijo fuera mayor de lo que era su esposo cuando ella lo visualizaba mentalmente. Sabía que era Charlie. George nunca apartaba la vista de la carretera, pero Charlie ahora estaba mirándola, esperando una respuesta a su frase. ¿Qué clase de respuesta esperaba? Millie luchó contra el impulso de contestarle “Vaya novedad”, como decían sus nietos.

—Mira por dónde vas, Charles. —Millie señaló el parabrisas. Charlie volvió a mirar el camino, pero siguió echando vistazos a su madre.

—Se han arreglado muy bien siendo independientes, pero si papá necesita rehabilitación tú no podrás cuidar de él.

—Lo sé —dijo Millie.

—Y no estoy seguro de que sea sensato que vivan solos en esa casa enorme.

—Raymond siempre nos visita.

—Es un buen chico. Me alegra que viva tan cerca de ustedes. Pero no podemos esperar que asuma tanta responsabilidad.

—Estaré bien —dijo Millie.

—Tienes que considerar…

—Voy a considerarlo —dijo Millie.

—Tienes ochenta y ocho años. Es un pequeño milagro que ambos hayan podido vivir solos tanto tiempo.

—Voy a considerarlo —dijo ella rotundamente.

El resto del viaje transcurrió en silencio. La nieve que había caído el día anterior se había compactado. Charlie la dejó en el auto con el motor encendido mientras quitaba la nieve y el hielo del sendero de entrada con una pala. Incluso desde esa distancia, ella notó que le costaba hacerlo. ¡Qué extraño era ver envejecer a su hijo! ¿Él se consideraba viejo? Y si él era viejo, ¿ella qué era? Enrojecido y sudoroso, Charles la ayudó a subir los escalones cubiertos de sal.

Más tarde, sola en su habitación, Millie metió la mano en el bolsillo de su cárdigan y sacó los dos botones del pijama de George. Se preguntó que le había pasado al pijama ahora que tenía puesta una bata de hospital. Sería fácil volver a coser los botones si le devolvieran la chaqueta del pijama. George siempre perdía botones porque se salían de los pantalones que le quedaban ajustados o porque su camisa se enganchaba con el borde del tablero de dibujo. Esta vez no había sido culpa suya, por supuesto.

Millie llevó a cabo la rutina: se cepilló los dientes, se puso el camisón, se cepilló el cabello. No le hizo falta mirarse en el espejo; sabía que se veía horrible. En cambio, miró la casa del árbol iluminada. ¿Qué pasaría si George no estuviera para cambiar las luces? Ella no podía soportar la idea de que quedara a oscuras ni una sola noche.

Quizás Charlie tenía razón y debían pensar en mudarse a un lugar más fácil de mantener. Si George fallecía, quizás sería mejor estar en cualquier otro lugar que vivir con los recuerdos que invadían cada rincón de esa casa. No se le ocurría ningún momento en que hubiera tenido que pasar la noche sola en la cama. No, no era cierto. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Fue durante todo un mes en 1951, el año en que todo cambió.

 

***

 

George había hecho un solo viaje sin Millie, en el otoño de 1951. Había llegado una carta del Ejército pidiéndole que volara a Nuevo México.

—No tienes que ir —le dijo Millie—. Ya no eres soldado. En la carta ni siquiera te explican para qué quieren que vayas. Sólo dice “mantenimiento de un proyecto”.

—Supongo que me enteraré. Quizás construyeron alguno de los diseños teóricos. Quizás mi avión llegará al Aeropuerto George Gordon. —Tomó a Jane en sus brazos y la lanzó hacia arriba—. Quizás quieren darle una medalla a papá. Valor frente a la burocracia. —Jane rió.

Se fue por dos semanas que se hicieron tres y luego cuatro. Fueron a recogerlo a Friendship la tarde del tercer cumpleaños de Jane. Hasta el momento en que cargó a los niños en el Packard, Millie siguió esperando que sonara el teléfono para oír la voz cansada de George diciendo que habían pospuesto su viaje otra vez y si podría arreglarse sola una semana más. Atacó los ingredientes del pastel de cumpleaños de Jane y la mezcla voló por encima de los bordes del recipiente. “No suenes”, le ordenó al teléfono.

Pero no; cuando ella llegó, él ya estaba allí, con el traje arrugado y los hombros hundidos. Se veía exactamente igual de exhausto que como se oía en su voz. Millie se había preparado para contarle del estrés que le había provocado su ausencia, pero en cambio lo besó en la mejilla de barba incipiente. Los niños, en el asiento trasero, se inclinaron hacia delante para abrazarlo y posiblemente estrangularlo.

—Siéntense los dos —dijo George, quitándose del cuello las manos de los niños.

—¿Trajiste regalos para nosotros? —Charlie estiró la mano hacia delante para tomar el tubo portaplanos que George tenía entre las rodillas.

—¡No toques eso! Lo siento, hijo. No hay regalos.

Millie vio que Jane comenzaba a llorar y trató de cambiar de tema.

—He planeado una hermosa cena para esta noche. Todas las comidas preferidas de Jane y un bistec para ti.

—¿Las favoritas de Jane?

—Sí, como es la cena de su cumpleaños puede elegir lo que quiera, por supuesto. Como las niñas grandes.

George se rascó la barba de dos días.

—La cena de cumpleaños de Jane, claro —repitió—. Jane, ¿te gustaría elegir tu regalo mañana? Las niñas grandes hacen eso.

El berrinche desapareció. En el asiento trasero, Charlie comenzó a elaborar una lista de los juguetes que podrían gustarle a Jane, que en realidad eran juguetes que le gustaban más a él. Millie miró a George, que se estaba pellizcando el puente de la nariz. Esperaba tener la oportunidad de preguntarle qué le pasaba, pero cuando llegaron a casa él desapareció en su oficina. Millie se ocupó de preparar la cena. George regañó dos veces a los niños por jugar con la comida. Después de perder la paciencia por tercera vez, se excusó y se fue, antes de cantarle el “Feliz cumpleaños” a Jane.

Esa noche, Millie rodó en la cama y descubrió que George no estaba. Lo buscó en la oficina, la cocina, las habitaciones de los niños, la sala de estar y finalmente advirtió que la puerta del patio tenía el pestillo abierto. El aire y el césped ya estaban bordados de escarcha. Millie tenía puesta una bata de franela, pero deseó haber llevado zapatos. Los sollozos de George salían de la casa del árbol y atravesaban el césped.

Millie subió por la escalera del cuello de la jirafa y cruzó la cubierta del barco pirata. Algunos escalones estaban resbaladizos por las primeras hojas caídas. George lloraba como un niño en el puesto del vigía, por encima de ella. No estaba segura de qué la asustaba más, si su mal humor de más temprano o sus lágrimas de ahora. Quizás él prefería que ella se fuera, se metiera otra vez en la cama y fingiera que no había escuchado nada.

Aplastó una hoja con el pie cuando retrocedió y pisó el primer escalón.

—No te vayas —dijo él.

Ella se detuvo. —¿George,qué te sucede?

—No te vayas, por favor —contestó él—. No tenía idea. No tuve elección.

Millie quería que él continuara. No se necesitaba mucho para que dejara de hablar. Una palabra equivocada, un paso en falso. Se quedó quieta, tratando de deducir qué tan cerca estaba George del sonido de su respiración exhausta.

—Dijeron que los escenarios eran hipotéticos.

Millie esperó.

—Eran reales, Mill. Cosas indefensas, inofensivas. Su nave quedó destruida. Ellos están allí desde hace cuatro años y el Ejército quiere que diseñe un lugar nuevo y mejor para dejarlos encerrados “hasta un futuro indefinido”. Debí negarme y subirme a un avión de inmediato. “Por la seguridad del país”, dijo el teniente. Me dijo que pensara en ti, en Charlie y en Jane. Tuve que hacerlo, ¿comprendes?

Ella no comprendía. Esperó a que él le dijera más. Se hizo preguntas mentales: ¿quiénes eran “ellos”, por qué estaban encerrados, por qué no podían regresar y adónde no podían regresar? ¿Por qué los llamaba “cosas”? ¿Era mejor saberlo o no saberlo? Decidió que él le contaría lo que quisiera contarle. Pasaron los minutos. Temblando, Millie subió cuatro peldaños atornillados al tronco. Con un meneo poco elegante, entró en el puesto del vigía. George, vestido con su pijama a rayas, estaba sentado en un rincón con las rodillas contra el pecho, como un niño.

Millie quería acercarse, abrazarlo como él siempre la había abrazado a ella, decirle que dejara todo en el pasado. Pero lo besó en la parte superior de la cabeza y se asomó por el borde. Nunca había estado tan arriba en la casa del árbol. Desde este sólido puesto, veía las delicadas curvas de sus jardines dormidos. Más allá, pasando los tejados, pasando el vecindario iluminado con lámparas, los oscuros campos de cultivo. No sabía qué hora era, pero en el sitio donde la tierra se encontraba con el cielo se veía un mínimo resplandor de color que anunciaba la aurora. Incluso a esta altura, ella confiaba en la construcción de su esposo. La plataforma era firme y la barandilla era segura.

Se sentó junto a él. —Eres un buen hombre, un buen esposo y un buen padre —le dijo—. Sin importar qué hayas hecho, estoy segura de que tuviste que hacerlo.

Pasado un momento, él la rodeó con un brazo. Ella sabía que todo lo que él había sacado a la superficie ahora estaba sepultado. ¿Quién hubiera imaginado que un momento tan íntimo sería la línea divisoria entre el antes y el después? Quizás debió haberle hecho más preguntas, presionarlo más, consolarlo más. ¿Por qué había tardado sesenta años en volver a lo que él le había dicho esa noche? Esa noche, ella no sabía de qué estaba hablando George. Tuvo que olvidarlo, dejar que él lo sobrellevara solo.

 

***

 

Lo primero que hizo Millie cuando despertó fue marcar el número de Raymond. Mark contestó el teléfono y ella advirtió de que no sabía qué día de la semana era. Si era un fin de semana, había llamado demasiado temprano. Mark le pasó el teléfono a Raymond.

—Creo que en el hospital se me perdió un día —dijo, a modo de disculpa.

—Está bien, abuela. ¿Qué pasa?

Ella respiró profundamente. —Me preguntaba si me harías un favor en caso de que pienses venir. No, en realidad esa parte no importa. Ya sea que hoy vayas al hospital o no, quiero saber si podrías venir a casa para ayudarme a buscar algo.

—No hay problema. ¿Qué y dónde?

—No estoy segura de qué es exactamente y el dónde sólo puedo adivinarlo. Puede que no haya nada. Tengo curiosidad y no puedo subir sola.

—¿Subir dónde?

—A la cima de la casa del árbol.

Cuando Charlie despertó, Millie insistió en que se fuera al hospital sin ella.

—Raymond está en camino —dijo—. Él me llevará.

—¿Por qué lo obligas a ir allí? —Charlie le sirvió café en un jarro y luego hurgó en el armario hasta que encontró una taza de viaje para él. Sacó la leche del refrigerador, la olió y luego vertió un poco en el café de Millie y otro poco en el suyo.

—Me ayudará a encontrar unos papeles que no sé dónde puse. —Antes de que Charlie le ofreciera su ayuda, agregó—: Le pedí que me los guardara en un lugar seguro, así que es lógico que sea él quien recuerde dónde los puso.

Charlie le colocó la tapa a la taza y le sonrió con compasión.

—Es como su tío, ¿no? ¿Recuerdas cuántas cosas que yo había guardado en lugares seguros no volví a ver más? Todavía espero que algún día me llames y me digas que encontraste mi tarjeta de novato de Brooks Robinson.

Millie le dio un beso de despedida y logró hacerlo salir. El pobre Raymond no merecía que lo compararan con Charlie en este tema. Nadie perdía más cosas que Charlie.

Cuando llegó Raymond, le explicó lo que quería que buscara o, mejor dicho, que no tenía idea de lo que debía buscar, pero que cuando lo viera se daría cuenta. Lo obligó a ponerse un sombrero y un par de guantes de George antes de enviarlo a la casa del árbol.

Después de que Ray salió, Millie se dedicó a hacer su propia búsqueda. Caminó por el pasillo y abrió la puerta de la oficina con un leve empujón. El aire de la habitación estaba frío y rancio; aunque Millie pronto se sentaría frente al tablero de dibujo para diseñar sus jardines de primavera, ni ella ni George usaban mucho la oficina durante el invierno. Igual que en el dormitorio contiguo, las ventanas daban al jardín trasero. Observó la caminata de Raymond a través de la nieve y se puso a trabajar. No sabía si George había guardado aquí algo que pudiera explicar sus actos, pero valía la pena buscar.

Comenzó con los archiveros, no el suyo, que contenía las cuentas domésticas, los contratos, las garantías y los recibos, sino el de puertas de madera que George había construido para él. El cajón se abrió fácilmente. En el interior, los planos estaban prolijamente etiquetados y ordenados alfabéticamente. ¿Qué podría encontrar aquí? ¿La S de “secreto”, la P de “prisión”? Muy improbable.

Sonó el teléfono. Una vez, dos veces. ¿Por qué nunca habían instalado un teléfono en la oficina? Tres veces, cuatro. El dormitorio estaba más cerca que la cocina, pero ella no estaba lista para sentarse frente al escritorio donde había estado George. Cinco veces, seis, siete. Dejó de sonar y luego comenzó otra vez. No estaba segura de querer hablar con nadie que tuviera tantas ganas de comunicarse con ella.

Levantó el teléfono de su base.

—Tuvo otro derrame, mamá. No saben si va a despertar. —Jane estaba llorando. Millie trató de consolarla, sintiéndose absurda mientras lo hacía. ¿Cómo podía explicarle que ella ya había comenzado el luto por George al recoger del suelo los botones de su pijama?

—Resiste, Jane —dijo Millie—. Iremos lo más pronto posible. Tengo que esperar que Raymond vuelva a entrar.

Colgó y se apoyó contra el marco de la puerta. Desde el umbral de la cocina veía la sala de estar. El escritorio de la infancia de George estaba en un rincón oscuro, junto a la escalera. Lo había traído a la casa después de la muerte de su madre en 1969. ¡Qué extrañas son las cosas que se transforman en telón de fondo y pasan inadvertidas! Millie no había pensado en ese escritorio desde hacía años.

La superficie de escritura se levantó con sus quejosas bisagras, revelando capas y capas de tesoros infantiles escondidos: una muñeca princesa de alguna película de Disney, un auto de metal, un libro de historietas, unas monedas extranjeras, los chistes de varias gomas de mascar Bazooka. Debajo de tres generaciones de juguetes perdidos, descubrió algo más: un trozo de madera contrachapada. Le costó un poco retirar la tapa del doble fondo haciendo palanca.

Dentro encontró un pequeño cuaderno forrado en cuero del tipo que George tenía el día en que se conocieron. George había firmado y fechado la parte interior de la cubierta: 1931. Todas las páginas estaban repletas de diagramas. Castillos, rascacielos, mapas de ciudades a escala, todo hecho por la mano diestra de la versión más imaginativa de George. Todas las creaciones propias que había guardado estaban dentro de ese único cuaderno de bocetos.

 

***

 

En retrospectiva, Millie recordó aquel viaje y la confesión en las ramas más altas del sicomoro como un punto de inflexión. Bajaron a la salida del sol, vistieron a los niños, fueron al centro en el auto para hacer recados, fueron a Hutzler’s para almorzar temprano y compraron con atraso el regalo de cumpleaños de Jane. La vida parecía haber vuelto a la normalidad. Millie borró de su mente el malestar de George comiendo ensalada de langostinos sobre una tostada con queso. Más tarde hubo otras conversaciones, batallas más grandes. Era bastante fácil advertir, en retrospectiva, que George se había vuelto diferente de la noche a la mañana, pero cuando ella se dio cuenta, los cambios ya estaban arraigados. Cuando ella se dio cuenta, el arquitecto había desaparecido.

El hombre que lo reemplazó era similar en la mayoría de las cosas, pero carecía del menor rasgo de niño. Lo único que quedaba del niño que había dibujado rascacielos era su trabajo en la casa del árbol; aún se llenaba de entusiasmo cuando planeaba algo con Charlie y Jane. Dejó por completo de traer a casa lo que diseñaba en el trabajo.

“Que el trabajo se quede en el trabajo”, decía.

Ella estaba atónita al ver que alguien que aún invertía tanto de sí en un proyecto para sus hijos había dejado de hacer lo mismo en el trabajo. Lo observaba cuando lo ignoraban, promoción tras promoción. Nunca llegaba más que a puestos de segunda línea en todas las empresas donde trabajaba.

“Querían que trabajara tiempo extra”, decía cuando abandonaba un empleo. O decía “Querían que viajara”.

“¡Entonces viaja!”, decía ella. “Los niños ya están mayores y puedo arreglármelas sola unos días”.

Él sólo meneaba la cabeza. Era como si conociera todos los trucos para lograr un ascenso y luego se empeñara sabotearse. Millie no se quejaba. Cuando escaseaba el dinero, cuando Jane necesitó frenos en los dientes o cuando una tormenta voló el tejado del garaje, Millie buscó un empleo. Trató de no resentirse con el cambio. Lo que tuvieran los demás arquitectos que los impulsaba a dejar de crear ahora parecía ser parte de George. Diseñaba insulsas casas suburbanas, plazas comerciales y parques para oficinas. Los edificios altos, las mansiones y los museos los hacían otros diseñadores más ambiciosos.

—Muéstrame tus diseños —le rogó ella una vez—. Los proyectos en los que quieres trabajar.

—Sólo son edificios —le dijo él, encogiéndose de hombros. Esta vez era verdad.

—¿Una nueva subdivisión? —Trato de preguntárselo de un modo que sonara entusiasmado.

—Sí, todo un vecindario, pero con sólo tres diseños de casas diferentes.

—¿Estás diseñando todos?

—No, yo estoy a cargo de la casa de cuatro dormitorios, pero tengo que trabajar con otro sujeto y debe parecer que todo salió del mismo cerebro.

—Eres muy talentoso, lo sabes. —Se lo decía lo más a menudo que podía sin que sonara trillado—. Ojalá tuvieras la oportunidad de construir todas las cosas de las que acostumbrabas hablar.

Él rió y le dio la espalda al tablero de dibujo. —Es muy dulce de tu parte decírmelo, pero esto no es arte. Es sólo mi trabajo. Hago lo que ellos quieren que haga.

Cuando las esposas de los socios de la empresa mencionaban los últimos emprendimientos de sus maridos, Millie sonreía y no contaba nada. Si no quería ser un artista no estaba obligado a serlo, pero ella no entendía cómo se enorgullecía de sus diseños y al mismo tiempo los desechaba. Por más que lo intentara, Millie era incapaz de identificar con exactitud qué había perdido George. ¿Cómo podía quejarse de un hombre que la ayudaba a lavar la vajilla todas las noches, que les leía cuentos a sus hijos, que les enseñaba a medir dos veces y a cortar una? Trataba de animarlo, pero él trastocaba todo.

—¿Por qué no estudias otra carrera? —le preguntó él un día, después de que sus dos hijos habían comenzado la secundaria—. Siempre quisiste aprender más sobre las plantas.

Ella lo hizo, esperando a medias que él también volviera a motivarse. Obtuvo una maestría y un doctorado en botánica y para entonces se dio cuenta de que nunca podría incitar a su marido a competir con ella. Él la dejaba apoderarse de la oficina y del tablero de dibujo cuando los necesitaba para diseñar jardines. Corregía a otras personas cuando suponían que él era el doctor de la familia y hablaba de los logros de Millie, pero nunca decía una palabra de los suyos. Cuando ella intentaba alardear del trabajo de él frente a terceros, él respondía con autodesprecio. Millie se odiaba por desear que George fuera cualquier cosa menos el hombre en que se había convertido y se esforzaba por amarlo tal como era. George era una cerilla que se negaba a encenderse y ella se sentía culpable por querer que ardiera en todo su esplendor.

Con el tiempo, dejó de importarle tanto. Su carrera floreció y aprendió a no presionarlo en este tema. Los niños crecieron, se fueron, volvieron, se fueron y tuvieron hijos propios. Cuando George se retiró, Millie descubrió que era más fácil convivir con él. A ella le gustaba observar lo cómodo que se sentía con sus nietos y bisnietos y le encantaba verlo diseñar nuevos anexos para la casa del árbol para las nuevas generaciones.

No sabía si era justo juzgar a una persona comparándola con la que había sido a los veinte años. La persona con la que nos casamos no es la misma que envejece con nosotros. Millie estaba segura de que se podía afirmar lo mismo sobre ella. Lamentaba haber tardado tanto en entenderlo, en dejar de presionarlo, pero probablemente así eran las cosas.

 

***

 

Raymond la llevó al hospital y regresó a la casa.

—Estoy detrás de algo —le dijo, besándole la frente y marchándose rápidamente.

Millie vio repeticiones de series sentada en la silla de respaldo recto junto a la cama de George. Jane y Charlie se turnaban para sentarse junto a ella, saliendo ocasionalmente al pasillo para hablar. Millie creyó oír que Charlie decía “residencia de ancianos” al menos dos veces.

Se dejó distraer por la TV. Todos los hombres que aparecían en la televisión parecían ser arquitectos. Todas las comedias y todas las películas desde “The Brady bunch” en adelante parecían incluir un joven con planos que soñaba con rascacielos. ¿Por qué era así? Era artístico pero masculino, supuso ella. Sensible sin ser blando. Una ocupación perfecta para un hombre con una faceta creativa que también quería mantener a su familia, al menos hasta el día en que decidiera que no quería hacerlo más. Pero, al parecer, eso nunca sucedía en la televisión.

Raymond regresó tarde en la noche, con el resplandor del éxito pintado en la cara. Sólo le llevó un momento convencer a su madre y a su tío de que fueran a comer algo antes de que cerrara la cafetería.

—Creo que encontré lo que buscabas, abuela. —Cuando sonreía, su parecido con George de joven era asombroso. Raymond más alto, por suerte para él, y tenía un extraño corte de cabello asimétrico, pero demostraba la misma confianza desprejuiciada que ella había admirado tanto. Le devolvió la sonrisa. En realidad, había pensado que no encontraría nada, pero que valía la pena intentarlo—. En la casa del árbol hay un puñado de compartimientos, pero la mayoría aún están llenos de juguetes, tarjetas de béisbol y esas cosas. Recordé que una vez mi primo Joseph estaba persiguiéndome porque quería mi muñeco de Steve Austin. Yo no sabía dónde guardarlo para que no lo encontrara. Casi había llegado a la cima de la casa cuando advertí que los puntales que sostenían el puesto del vigía eran huecos. Necesitaba algo para hacer palanca y abrirlos. Tenía mi navaja de bolsillo. El primero que abrí contenía algo, así que escondí a Steve Austin en el segundo hasta que Joseph se fue a su casa. Nunca se me ocurrió ver qué habían guardado en el primero.

Con un gesto ostentoso, sacó un tubo portaplanos de detrás de su espalda.

—Lo abrí para asegurarme de que hubiera algo dentro y así es, pero no miré lo que contiene.

Millie trató de que no le temblara la voz. Esperaba que los otros no volvieran a la habitación hasta dentro de un rato.

—¿Lo abrimos?

Ray sacó el rollo de papel y extendió el dibujo sobre las piernas de George.

—George, estamos mirando los planos que escondiste. —A Millie le pareció justo explicarle lo que estaba ocurriendo.

Era la misma prisión que había dibujado en el papel madera. Ejecutada en papel de dibujo adecuado y con más detalles, pero con la misma calidad de inconclusa. No le habrían permitido traer los verdaderos planos a casa. Seguramente, había esbozado este más tarde. Los ojos de Millie recorrieron el papel, tratando de entender los matices de ese horrible lugar. Había visto tantos planos hechos por George que, en su mente, el boceto que estaba en ese papel se transformaba en edificios completamente terminados.

—Es el mismo —dijo, pero al decirlo detectó la falla que no había notado en el dibujo más rudimentario. Lo observó más de cerca, pero no había posibilidad de una mala interpretación. En esa prisión que todo lo veía, había un pequeño punto ciego. Por lo que ella sabía, George nunca había cometido un error en un plano. ¿Había hecho lo mismo en el original? ¿Alguien lo había notado, los de ingeniería o los constructores? No tenía manera de saber si este boceto era fiel a lo que se había construido o si él había cambiado el diseño al reconstruirlo. Sólo podía adivinar qué podría decirle a George para darle paz mental.

Millie se inclinó hacia delante y le besó la mejilla con barba incipiente. Le susurró al oído.

—Quizás lo hiciste, anciano. Quizás les diste una oportunidad.

Jane pasó todo el viaje a casa contándole a su madre las novedades de su propio trabajo y las travesuras de varios hijos y nietos. Millie perdió el hilo, pero agradecía la diversión. Cuando llegaron a la casa, su hija se fue directamente a la cocina.

—¿Té? —Jane ya estaba levantando la tetera.

—Un té me caería de maravilla —asintió Millie antes de excusarse e ir al dormitorio.

Cruzó la habitación en la oscuridad y abrió las puertas de cristal, dejando entrar el aire invernal. Nunca se cansaba de este paisaje, en ninguna estación del año. Esta noche, la luz de la luna llena se reflejaba en la nieve y desaparecía en las huellas de Raymond. Las ramas desnudas del sicomoro eran largos dedos blancos delineados de luz. Arrojaban bendiciones sobre las plataformas vacías de la casa del árbol.

Millie atravesó las puertas y salió al patio. Las pilas de nieve le llegaban casi a las rodillas. Avanzó dos pasos más hacia el árbol. El frío le hacía llorar los ojos.

Deseó poder regresar a aquella noche de 1951, preguntarle a George qué había hecho y cómo podía compartir esa carga con él. Era demasiado tarde para muchas cosas. Se permitió apenarse por todo eso durante un momento: su esposo, su vida juntos, lo que habían compartido y lo que habían reprimido. El dolor la rodeó igual que el frío, llenando el espacio que abría su respiración, hasta que volvió a fijar su mirada en la casa del árbol. Todo lo que le faltaba al cuerpo que estaba en el hospital seguía aquí. La “Georgedad”.

—Oh —susurró Millie cuando los efectos del día la invadieron—. No me iré —le dijo al árbol. Raymond la ayudaría, tal vez, o podía contratar a alguien que lo hiciera. Las luces siguieron bailando después de que ella entró. Bailaban detrás de sus párpados cuando cerraba los ojos.

Millie recordó la casa de los sueños que George acostumbraba prometerle cuando esta casa era una vivienda de paso, no su hogar. De pronto, se alegró de que George nunca hubiera podido construir la otra; de que, en cambio, se hubiera dedicado a construir incontables iteraciones de un único proyecto loco. Hasta los mejores planes necesitan revisión.

Por la mañana, había unos folletos de una comunidad para ancianos sobre la mesa.

Jane parecía apesadumbrada. —Charlie dice que debemos conversar sobre tus opciones.

—Conozco mis opciones —dijo Millie, apoyando un jarro sobre uno de los rostros sonrientes de cabello plateado.

Se negó a permitir que Jane la ayudara con la maleta que llevaba al hospital. Cuando llegaron a la habitación de George, envió a Charlie y a Jane a desayunar.

—Me gustaría pasar un rato a solas con mi esposo —dijo.

Estaban otra vez solos; solos, con excepción de las ruidosas máquinas que estaban junto a la cama, el tic-tac del reloj, la televisión y el escritorio de las enfermeras del otro lado de la puerta. Nada de eso era difícil de ignorar.

—Vamos a dibujar otra vez, anciano.

Abrió el portafolio y sacó un pequeño tablero de dibujo, una hoja de papel y un puñado de lápices. Se las ingenió para acomodar la silla para poder inclinarse a medias sobre la cama. La mano de George se cerró alrededor del lápiz cuando ella lo puso contra su palma. Toda la energía fantasmal que había desplegado dos días antes había desaparecido. Ahora, con las dos manos cerradas sobre la mano izquierda de George, los movimientos de Millie guiaban los de él.

Él era diseñador, pero ella sabía de plantas. Comenzaron con las raíces. Millie lo guió para que dibujara la forma del árbol, la forma de su penitencia, la forma de cada rama que ambos conocían de memoria y de cada plataforma que ella había visto desde la perspectiva privilegiada del jardín. El tubo de bajada de los bomberos, el teatro de títeres, la torre de Rapunzel. El puesto del vigía que había guardado su secreto. Finalmente, comenzaron a dibujar los jardines de primavera de Millie que rodearían la casa. Lo único que importaba era la mano de George apretada entre las suyas el tiempo suficiente para sentirse como siempre, el tiempo suficiente para sentir que todo lo que había estado encerrado ahora era libre.

 

 

Título original: In joy, knowing the abyss behind © 2013, Sarah Pinsker.
Traducción: Claudia De Bella © 2014

 

 


Sarah Pinsker vive en Baltimore (USA). Además de escribir, es cantante y compositora, con varios discos editados y oros por venir. Sus cuentos fueron publicados en Daily Science Fiction, Nine y Stupefying Stories, entre otros. Más datos (y hasta música) en su sitio web.

“In Joy, Knowing the Abyss Behind” fue publicado en dos partes por Strange Horizons en julio de 2013, ganando luego el Theodore Sturgeon Memorial Award como mejor historia corta de 2013.

Con este hermoso cuento hace su debut en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con LINAJE, Bruce McAllister y CRÍPTICO, de Jack McDevitt.


Axxón 262 – enero de 2015

Cuento de autor norteamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Contacto con extraterrestres : Estados Unidos : Estadounidense).

“La visitante”, Gustavo Di Pace

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ARGENTINA

 

 

A Nati

 

 

Ilustracion
Ilustración: Pedro Belushi

Aún hoy lo recuerdo… al abrir los ojos, la niña estaba de nuevo a los pies de mi cama, observándome. ¿Hay sensación más espeluznante que ser mirado durante el sueño por un desconocido? Siempre anduve por las rutas de lo convencional y lo terrestre, por eso aquellas apariciones de tinte fantasmal llenaron de miedo varias noches de mi vida. Ahí estaba ella, en la penumbra, con las trenzas enmarcándole la cara, asomada entre mis pies. Algunas veces, ella se acercaba al costado de mi lecho. Estas eran las visiones más aterradoras, despertar y verla tan cerca de mí, con esa expresión y su manito… como buscándome. Luego, todo terminaba de la misma manera: ni bien encendía la lámpara, la nena ya se había ido. La habitación, entonces, se despertaba, y yo estaba otra vez solo. Tenía suerte si podía conciliar el sueño.

Por supuesto, no me es fácil hablar sobre estas experiencias. Pocos conocen esta historia, pero cuando el borde de la sensatez es rozado durante años por la extrañeza, uno necesita liberarse. Mis padres, con quienes nunca tuve demasiada comunicación, tampoco supieron de la visitante hasta mucho tiempo después.

 

 

La primera aparición fue en mi cuarto en la casa de Banfield. Y ella, silenciosa y expectante, siguió visitándome por muchos años, con su molesta eternidad. En mi adolescencia había intentado averiguar algo sobre la niña. Este actuar de mi parte suponía algo a priori: ella estaba muerta. Pregunté a algunos vecinos, que estimaba discretos, acerca de familias que habían ocupado la casa antes que nosotros. Por intermedio de un hombre mayor que vivió en el barrio desde su fundación, me enteré de los Pinto, a quienes habíamos comprado la casa; me enteré de los Tabieres, la familia que la construyó. Pero ninguna de las dos familias había albergado a niña alguna. O sea, la suposición de que una nena de cuatro o cinco años, hija o familiar de estas personas hubiese vivido o muerto en la casa, se desmoronó de inmediato.

Siguiendo con mis conjeturas, entreví que si no había un espíritu atrapado en el limbo —como podría ser, en este caso, mi dormitorio—, no había qué temer, porque la nena no existiría más que en mi imaginación. A lo mejor era sólo una manifestación del

Rey del Mundo de la Noche, que nos amedrenta y nos pierde en su mundo misterioso. Pero volví a equivocarme, porque las visitas continuaron. Un día —o mejor dicho, una noche—, intenté vencer el miedo. Me prometí que hablaría con ella, trataría de preguntarle por qué me visitaba. Ahí estaba yo, inmerso en la sombra, en constante adivinación de los contornos de los muebles, tratando de entender los sucesos a los que era arrojado. La espera y sus horas calaron mi espíritu. Pero ella no apareció, ni lo hizo en las noches siguientes. ¿Habría adivinado mi intención?

Al otro día, consciente de mis dudas respecto de lo que había averiguado, conseguí varios libros sobre espiritismo y ciencias ocultas. Quería estar preparado, saber qué hacer cuando ella volviese. Leí sobre regresos del más allá, ectoplasmas, médiums y variadísimas historias de fantasmas. Pero la nena siguió sin aparecer.

Transcurridos unos meses y en plena mudanza (olvidé contar que viviríamos en un chalet de Avellaneda), yo bajaba los trastos y estaba feliz porque las posibilidades de que la niña me visitase serían muy pocas. Por fin habían terminado esas noches fastidiosas, cargadas. El sueño sería mi único “visitante”. Por fin me dejaría llevar por el aflojamiento de los músculos entre las sábanas, esa entrega sensual, ese acto de fe que significa cerrar los ojos y dejarse ir. Sin embargo, mi alivio no duró mucho. Una noche sentí su presencia, su visita inoportuna me capturaba del mundo de los sueños. Ahí estaba ella, mirándome, con una expresión que, esta vez, noté suplicante. ¿Qué quería ahora? ¿Qué buscaba?

La vi acercarse, más de lo acostumbrado, y no sólo no encendí la luz sino que le pregunté: “¿Qué querés?”. Y ante su silencio… “¿Cómo te llamás? ¡Decime, por favor!”. Pero ella no dijo nada. Se quedó ahí, mirándome con esa carita. Así eran las cosas con la visitante. Nunca terminaban de resolverse, por lo que, en ese intervalo, o en otro que me es difícil precisar, me quedé dormido.

Consideré que aquello no era más que una ensoñación o algo parecido, confirmado por el hecho de que en mis investigaciones no había habido conexión entre las familias anteriores de la casa de Banfield y la niña, o entre ella y esta nueva casa en Avellaneda. El conflicto estaba claro: yo alucinaba. Quizás había llegado la hora de contarle a mis padres sobre lo ocurrido. Sería una manera de despojamiento, un golpe de gracia a mis fabulaciones, una superación definitiva de mi mundo infantil.

Antes, como última precaución, intenté recordar a todas las niñas que había conocido o visto en mi vida: las hijas de los amigos de mis padres, las niñas del barrio, las chicas de los grados inferiores del colegio, las nenas de las películas… ¡Aun hoy las vuelvo a ver! Estuve un domingo entero metido en mi nueva habitación, recordando caras y trenzas. Fue un viaje interior que no me devolvió esa carita que, es justo decirlo, me resultaba familiar. Y aquí, aquí es donde residía el mayor misterio. Probablemente no había sido en vano ese relevar caras, esa loca empresa. El asunto no había concluido, de hecho, recién comenzaba.

Cansado de la visitante, una vez, al volver a casa, decidí hablar con mi madre. No sabía cómo empezar, pero tomé coraje y le conté.

—A veces, por las noches, tengo una visión. Estoy seguro de que es un sueño o una pesadilla, aunque las últimas veces ya no podría llamarla así porque no me da miedo. Será que estoy más grande, o que me acostumbré.

—¿Y? —preguntó mi madre.

—Bueno, se me aparece una nena a los pies de la cama. No me dice nada, tiene trenzas. Es un sueño, o como un sueño.

Ella palideció. La sonrisa del principio dio lugar a dos ojos grandes, a una boca abierta.

—Pero… má, ¿qué te pasa?

Ella no contestó, pasaron unos segundos antes de que lo hiciera. Suspiró y apoyó sus palabras tomándome de la mano.

—Cuando eras chico no quería quedarme con vos hasta que te durmieras, ¿te acordás?

—Sí, a mí no me gustaba que te fueras y…

—Bueno, era por eso.

—¿Cómo?

—Esa nena, cada tanto, venía a tu cuarto, y yo no quería verla.

En ese momento, el que se puso blanco fui yo. ¡Mamá no sólo confirmaba que no estaba loco, sino que alguien más había visto a la visitante! Recordé entonces aquella creencia en los cordones de plata que unen el alma y el cuerpo, como si existiese también un hilo misterioso que uniese a nuestra familia.

—Y se parece a vos —agregué.

Mamá, caída desde su atalaya protectora, se puso a llorar. ¿Por qué? Se lo pregunté varias veces hasta que confesó. Me enteré que ella había querido tener una hija, regalarme una hermanita, y ese deseo no consumado, enterrado con tanto dolor, quién sabe, por esos enigmas que conforman la existencia, había materializado a la niña que me visitaba por las noches. Para ella era muy triste verla, razón por la cual abandonaba el cuarto y, bajo el marco de la puerta, me instaba a dormir. Primero ella pensó que la nena era sólo una alucinación, como había supuesto.

—Tuvo que pasar mucho tiempo y otras cosas más… para que me diera cuenta de que no eran imaginerías mías —me contó. Ante semejante revelación, comprendí que en este caso, en nuestro caso, ya que pronto comenzaría a verla yo, las historias de fantasmas hacían agua. Entendí que la idea que había razonado mi madre era demasiado fantástica, y entendí además que era factible que todos nosotros estuviésemos rematadamente locos.

Más allá de la sospecha, esperé a la visitante. Medité que a veces uno es más uno acentuando de sí no sólo lo que lo hace virtuoso, sino lo que lo hace demasiado humano. Esperé a la nena como esperaba las visitas de mis abuelos o de mis primos, con una apatía adolescente que no es más que tímida ternura. Mis noches en la casa se llenaron de excitación. Esperar a la visitante ya no era una incógnita sin resolver, sino otra forma de encuentro. Mi mundo se abría a posibilidades extraordinarias. Sabría lo que es no ser un hijo único, aunque claro, lo iba a saber de un modo muy peculiar. Yo tenía una hermana a quien sólo veía por las noches, y esta verdad traía, bajo su largo y nebuloso velo, un pequeño detalle: ella nunca había nacido. Claro está, seguí preguntándome si todos nosotros estábamos rematadamente locos. ¿Quién no se hizo esta pregunta acerca de los suyos? ¿Quién no creyó confirmar que los vínculos familiares rozan a veces la más absoluta y subterránea enajenación?

Tras varias noches, la visitante al fin apareció. Traté de salirme del sueño y esbocé una sonrisa de bienvenida. Ella, esa vez, me miró con unos ojos distintos. Me incorporé en la cama para verla mejor y hablarle, pero, en un segundo, se esfumó.

A la mañana siguiente, traté de describir su mirada. Pero no me fue fácil. Comprendí que a veces las palabras no alcanzan, y, al igual que sucede en los libros sagrados, no queda otra opción que recurrir al lenguaje metafórico. Su mirada es como planta que crece, me dije, su mirada es como semilla que arde, me dije. Dos o tres noches más tarde, ella vino y alcancé a ver con exactitud su cara, tantas veces oculta por el sopor y el claroscuro. Tenía los rasgos de mi madre pero, a la vez, no se le parecía demasiado. Puede que se pareciese a mí, pensé, pero no tanto. Había otros rasgos en esa cara.

En esos tiempos, habiéndolo pensado bastante porque mi madre no estaba de acuerdo, le conté a mi papá sobre la visitante. Recuerdo que se mantuvo impasible, y antes de que yo dijese algo más me dijo que sí, que él también la había visto pero que no le tenía miedo, porque los hombres no le tienen miedo a nada, mucho menos a los fantasmas. Le dije que no pensaba que la visitante fuese un fantasma sino que, y esto lo dije con mucho cuidado, tal vez fuese la hija que él y mamá habían buscado. De repente me pareció que su gesto se endurecía, ahí en medio de ese silencio que cultivaba, con paciencia, con fervor. Y cuando quise pedirle disculpas me dijo que dichas suposiciones eran tonterías de mamá.

A lo largo de estos años me acostumbré a estas visitas nocturnas, viviese en la casa que viviese. La visitante vino incluso a una pensión donde viví un par de años, en Laprida y Córdoba, cuando me fui de la casa de mis padres. Es verdad que, a pesar de sus apariciones, nunca pude dejar de sentirme como un hijo único. Esa hermandad etérea no terminaba de satisfacerme.

Hoy, a mis cuarenta años, una noche mi mujer me despertó. Bajo las sombras del cuarto, su cara me fue extraña. Los rasgos recortados como los de una esfinge, miraban hacia algún punto en dirección a nuestros pies. “Mirá”, me dijo. ¿Cómo relatar lo que vimos? Ahí estaba la visitante. Nos observaba de forma alternada. Primero a ella, luego a mí, después a ella. Al verlas contemplarse a los ojos, como en un todo de celebración, comprendí por qué el encuentro no había originado ni un solo grito. La visitante nos sonreía. Un mueble crepitó y, en un segundo, los tres desaparecimos: la visitante de nuestra visión, mi mujer y yo en nuestros sueños, iluminados por aquella sonrisa en medio de la noche.

A la mañana siguiente, al contrario de las típicas discusiones matinales, nos miramos con ternura, como al principio de nuestra relación, cuando todavía la rutina y el cansancio no nos habían demolido. Aun así, no zafé del reproche cuando le conté mi historia con la visitante.

—¿Por qué no me lo contaste? —me preguntó. Le dije que hacía mucho que no la veía (lo cual era cierto) y que por eso me había olvidado de contarle (lo cual era mentira). Enseguida, un rayo me fulminó al tomar conciencia de lo que estaba ocurriendo: la visitante no sólo había aparecido en los cuartos de mi familia, sino también en el de mi mujer y el mío. Aquel cordón de invisible locura que nos unía, fuerte y tenso, ya no era un asunto de sangre o exclusividad. Ahora, mi mujer la había visto. Tomado por la maravilla, le pregunté si lo que habíamos vivido había en realidad sucedido, si la nena… Ella me miró, como queriendo decir algo. Qué pasa, le pregunté. Pudorosa, dijo esas palabras. Aún hoy resuenan en mí, como música escuchada en momentos de sosiego.

—¿Y si es nuestra futura hija? —dijo con voz baja, deseante. Yo sentí que algo se aflojaba dentro de mí, como un nudo. Le dije que sí, que era posible (ya no me extrañaba pensar en estos términos; de hecho, me lo había preguntado varias veces).

—Sí, puede ser, pero… es demasiado obvio que lo sea.

Y mientras le decía esto, me pregunté por qué no nos habíamos decidido a ser padres, si siempre lo habíamos querido.

—Es —me dijo ella, como resistiéndose—. Es, es.

Los encuentros nocturnos se repitieron. La visitante parecía, bajo el cariz de su silencio eterno, pedirnos algo. Nos contemplaba, nos sonreía. Y en un soplo, se esfumaba. Al fin mi mujer y yo volvimos a estar cerca. Otra vez nos reíamos juntos, otra vez nos abrazábamos por la noche y nos dábamos un beso al despertar.

En los meses venideros, sucedió lo obvio: decidimos tener ese hijo que tantas veces había vivido en nuestros pensamientos. Aquellas noches de búsqueda fueron las más fogosas, las más tiernas. Entre esos dos adjetivos construimos nuestro deseo de trascender.

—Es ella —me dijo una vez en ese preciso instante. Y seguí y seguí, aunque ya no pude dejar de pensar en esa mirada de planta que crece, de semilla que arde.

Lo que vino a continuación fue lo común a cualquier pareja que busca un hijo y le es concedido. Vino la alegría, la ansiedad, el temor y un futuro que daba un significado nuevo a nuestras vidas. Durante aquellas horas únicas, de novedad vital, la visitante se ausentó, como si no quisiese entrometerse, como si nos permitiese el concilio del sueño, cómplice secreta de lo que iba a suceder.

En estos días no me sorprende que el médico nos haya confirmado lo que ambos presentíamos acerca del sexo del hijo que esperamos. Si antes me había parecido fabulosa la idea de que la niña se hubiese materializado como un deseo no consumado de mis padres, más lo es la realidad que se nos presenta. Acaso el Rey del Mundo de la Noche, en su altísima generosidad, consintió que la visitante se manifieste y, de alguna forma, nos ayudó a comprender.

Pronto vendrá la visitante, pronto estará con nosotros, para ocupar ese lugar que siempre fue suyo. Mis padres ya no están, se nos han adelantado, pero gracias a ellos y a mi mujer y a mí…, gracias a ese deseo íntimo tan fuerte, o a lo que algunos conocen como llamado de la especie, quizá la visitante llegue para quedarse. O ya existía, antes de que nosotros mismos y el mundo fuéramos hechos. Y… bajo qué vínculo nazca, bueno, eso, eso es sólo un detalle.

 

 

(A modo de epílogo, se recomienda escuchar el tema instrumental “For the love of God”, del disco Passion and warfare, de Steve Vai, Epic Records, 1990)

 

 


Gustavo Di Pace nació en Buenos Aires en 1969. Publicó “Los patios interiores” (cuentos), Libris de Longseller, 2003 y “Mi yo multiplicado” (cuentos), Alción Editora, 2011. Escribió “Escenas de sangre” (novela policial, 2007), “Para entrar en estado literario” (ensayos sobre literatura), y Maldestino (cuentos) aún inéditos. Colaboró en la revista Reflexiones y Debates con su columna “Mismidades y egomanías de un tal Vorazip” y en CAM, la Web Cultural con reseñas de libros, películas y obras de teatro. También participó en medios de Argentina y España (El Perseguidor, Lea, CommTools, Serendipia, Iguazú). Desde 2005 coordina El Respiradero, taller literario y dicta seminarios en diversos ámbitos académicos y culturales (Centro Cultural Borges, Universidad de Flores, Universidad de la Marina Mercante, Biblioteca de Olivos, Librería Sudeste, etc.) Más información, aquí.

El cuento que hoy publicamos forma parte de su libro “El chico del ataud”.

Ya hemos publicado en Axxón su cuento ESTIGMA.


Este cuento se vincula temáticamente con ELEGÍA AL AUSENTE PERFECTO, de Alejandro Alonso.


Axxón 262 – enero de 2015

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Apariciones : Argentina : Argentino).

“El encargado del archivo”, Jorge del Río

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ARGENTINA

 

 

 

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Decenas. No, cientos de arañas, y el cadáver del gato flotaba sobre ellas, como llevado en andas sobre la multitud de cuerpos peludos, de variopintos tamaños y colores. El cuerpo del animal lucía extrañamente rígido, contraído en el postrero rictus inducido por el veneno.

Tal vez el mismo veneno, reflexionó con sereno espanto el hombre mientras se frotaba la mano en la que acababa de ser picado, que corría en ese mismo momento por sus venas.


Ilustración: Tut

Arañas. La totalidad del espacio comprendido entre la pared del archivo y el último anaquel, ese que nunca debió haber corrido de lugar, al que nunca debió siquiera acercarse, estaba ocupado por ellas. Cubrían el suelo como una repugnante alfombra viviente. También la pared, donde conformaban un no menos terrorífico mural en movimiento. Un grueso dosel de telarañas cubría la parte trasera del anaquel, colgando de la especie de toldo blanquecino que estas formaban a más de tres metros por encima de su cabeza. Allí, el hombre vio adheridos los restos de moscas, polillas, mariposas e inclusive, con un sobresalto horrorizado, los de dos gorriones, un murciélago y hasta una paloma de buen tamaño. Colgaban envueltos en las redes de sus cazadoras, resecos como momias vetustas, succionado ya hasta el último de sus jugos vitales.

Pero el horror de los horrores, aquel que hizo subir el regusto de la bilis hasta su boca, el que lo dejó sin habla y al mismo tiempo lo llenó de deseos de gritar, de llorar, de proferir en histéricas carcajadas, lo tenía el hombre a sus pies. Allí, las cazadoras de ocho patas acarreaban a la última, la mayor de sus presas. Él no quería mirar pero le era imposible no hacerlo; el espanto de la escena era demasiado poderoso como para ser ignorado y se abrió paso por la fuerza a través de sus retinas.

El pelaje del gato era negro, con algunas motas y franjas marrones que le daban un aspecto marmolado. Tenía los ojos cerrados, la boca entreabierta por la que colgaba fláccida la lengua y las patas encogidas, con las zarpas desnudas, como si hubiera intentado defenderse antes del final. Él lo había visto a lo largo de la semana, paseándose por la medianera del patio al caer el sol o restregándose contra las piernas de los conductores, deshaciéndose en ronroneos a cambio de caricias y sobras de almuerzos. Si hasta le habían puesto un nombre… ¿cuál era?

—”Betún” —consiguió murmurar, sintiendo la lengua pastosa como si estuviese ebrio—. ¿Qué te pasó, “Betún”?

“Betún” obviamente no le respondió. No habría podido hacerlo de encontrarse con vida, mucho menos ahora, mientras era llevado como un novio en su fiesta de bodas, transportado sobre infinidad de patas hacia un gran hueco en la pared. Parecía la boca de una pequeña cueva, de casi un metro y medio de alto por algo menos de ancho, que se abría en la pared del fondo del archivo y que hasta ese momento había permanecido oculta por la presencia del último anaquel. Hasta que a él se le ocurrió correrlo de lugar.

Se frotó nuevamente la picadura, que le ardía más con cada segundo que pasaba. Sentía un intenso calor subiéndole por el brazo, lo cual no podía ser bueno, y también la cabeza empezó a darle vueltas. Con lo último que le quedaba de pensamiento racional, comprendió que las doscientas, trescientas o más arañas que había allí se dirigían hacia, o venían, del hueco en la pared. Por allí mismo vio desaparecer el cadáver rígido de “Betún”.

Eso, y el espantoso cortejo fúnebre que lo escoltaba, fue la última imagen que pudo procesar antes que se le enturbiara la visión y le flaquearan las piernas. Por suerte para él, ya estaba inconsciente antes de caer sobre la alfombra viva que bullía sin pausa bajo sus pies.

 

-6

 

La jefa de de personal de la empresa era una mujer bajita y regordeta, de pelo rojizo, largo y encrespado, cara redonda y ojos verdes y vivaces, que lo estudiaron desde el otro lado del escritorio como a un extraño espécimen de insecto a través de un microscopio.

—Pasá, Julián. Tomá asiento —le dijo.

Tanto su voz como su sonrisa, aunque de pura cortesía, eran agradables. Es más, supuso que algunos años (y varios kilos) antes, hasta pudo ser considerada una mujer atractiva.

—Gracias. Buenos días… —respondió él, sentándose en frente. Los ojos de la mujer bajaron hasta la delgada carpeta de plástico que sostenía entre sus manos, que Julián identificó de inmediato como su currículum.

—Buenos días.. —la vio entornar los ojos, mientras las líneas de esfuerzo aparecían alrededor de su boca y sobre las comisuras de los labios. Nunca fallaba.

Al final desistió, como tantos otros antes que ella, con la misma sonrisa culpable.

—Perdoná, no me sale pronunciar tu apellido. ¿Es…?

Acá vamos de nuevo, se dijo.

—Kumorkiewicz. Es polaco.

Ella asintió con la cabeza (otro gesto de cortesía, igual que la sonrisa) y se inclinó hacia él con la mano extendida.

—Yo soy María Cristina Bellenger, la jefa de personal de la empresa. Encantada.

—Igualmente —le contestó Julián, mientras estrechaba esa mano rolliza por encima del escritorio, atestado de papeles.

Carpetas, legajos de personal, formularios para correspondencia legal, una pila de documentos apisonados bajo una gran perforadora, otra bajo una abrochadora color rojo y una tercera bajo un cenicero desbordado de collilas. Esto último le llamó la atención: en todas las demás empresas en las que lo habían entrevistado, el fumar en interiores era algo estrictamente prohibido.

—¿Asumo que estarás familiarizado con la actividad de la empresa, el servicio que brindamos?

—Sí, seguridad —respondió con certeza.

Como si no hubiera visto a todos los monos uniformados en el patio, o a las patrullas estacionadas afuera.

—Claro. “Centinel S.A.” es una empresa dedicada a la seguridad y vigilancia privada, ya sea en el ámbito doméstico o empresarial. Y tanto en el campo de la vigilancia física como en la electrónica.

Durante largos minutos, Julián asistió a un monólogo en el que la escuchó explayarse sobre la empresa, sus muchos y muy importantes clientes y el meteórico crecimiento que había experimentado a lo largo de los últimos cinco años, en los que había ampliado sus horizontes hasta abarcar Mar del Plata, Necochea, Santa Rosa, Capital Federal y la mayor parte de la patagonia argentina, desde Viedma hasta Ushuaia.

—… pasando por Carmen de Patagones, San Antonio Oeste, Bariloche, Neuquén, Comodoro Rivadavia, Trelew, Puerto Madryn, Río Gallegos y Río Grande —enumeró, quedándose casi sin aliento—. Te harás una idea de la vorágine que supone a nivel administrativo, máxime teniendo en cuenta que toda la documentación está centralizada acá, en la sede de Bahía Blanca.

—Me imagino…

Ella lo interrumpió ignorando al mismo tiempo al teléfono, que empezó a sonar con enervante insistencia.

—No, te aseguro que no te imaginás. La seguridad privada es un área laboral muy fluctuante, los empleados entran y salen constantemente…¡algunos han durado menos de veinticuatro horas en su puesto! Y tanto el alta como la baja de cada empleado requieren de un trámite específico, con su pertinente documentación. Eso sin contar los nuevos clientes que contratan nuestros servicios, o los que lo dan de baja (de estos por suerte hay pocos), o los clientes eventuales. Además, está la documentación contractual que se nos exige presentar cada mes, que varía de un cliente a otro, los procesos judiciales, embargos, auditorías, las inspecciones de AFIP o del Ministerio del Trabajo, los libros de sueldo, los recibos, las facturas… ¿podés imaginarte ahora el volumen de papeleo que se maneja a diario en estas oficinas?

A Julián ya le estaba doliendo la cabeza. El encierro de esa oficina, sumado al puto teléfono que no paraba de sonar y al parloteo incesante de la gorda parecían haberse confabulado con el único objeto de martirizarlo. Sentía unas ganas incontenibles de preguntar lo que realmente le interesaba. Lo único que le interesaba de todo aquello, y que se limitaba a algo tan simple como tres preguntas:

¿Me van a dar el trabajo? ¿De qué se trata el trabajo? ¿Cuánto me van a pagar por el trabajo?

—Sí, ahora sí… —se masajeó disimuladamente la sien con las yemas de dos dedos—. Puedo llegar a imaginármelo.

La gorda cambió por completo el tema.

—Veo que sos contador.

A explicar eso de nuevo… ¿por qué mierda no lo hice corregir antes de imprimirlo?

Su dolor de cabeza iba en aumento.

—Me faltan un par de finales para recibirme, pero tengo todas las materias cursadas.

—Ah —dijo ella. Fue un “ah” que a Julián no le gustó una mierda; un “ah” que bien podía significar: ah, entonces no valés tanto como querés hacerme creer; ah, entonces sos un fraude; ¿tenés casi treinta años y seguís sin recibirte? Ah, entonces sos un pobre fracasado.

—Igualmente, la oferta laboral por la que te convocó la empresa no está directamente ligada con tu carrera —prosiguió.

Él asintió, casi con resignación. Había sido mozo en un restaurante, encargado en el depósito de una librería y hasta sereno en unos galpones del ferrocarril; ciertamente estaba más que acostumbrado a realizar trabajos más allá del glamoroso mundo de la contabilidad.

El teléfono cesó en su insistencia, y la cabeza de Julián se lo agradeció.

—¿Y en qué consiste la oferta? —se atrevió a preguntar, recurriendo para ello a todas sus reservas de coraje. La sonrisa de ella fue todo un alivio, que le indicó que no había incurrido en ningún desliz, en ninguna falta a la tácita etiqueta de la entrevista.

—¿Viste que recién te hablé de la cantidad de papeleo que se maneja en esta empresa y de cómo todo ese papeleo, toda esa pila de documentación, desde Capital Federal hasta Ushuaia, desde Puerto Madryn hasta Neuquén, se administra desde acá? Bueno, ahora viene la mejor parte: todo ese papeleo termina guardándose en un mismo lugar. El archivo. Y necesitamos un encargado para el archivo.

 

 

-5

 

En el patio hacía calor. El sol de mediados de marzo reverberaba con fuerza encima del asfalto, resabios de un verano que se negaba a morir. Julián siguió a la chica de tacones altos, cuyos zapatos repercutían con un rítmico “clic- clac, clic- clac” sobre el suelo de cemento. Tenía piernas largas, curvas más que generosas y caderas contoneantes, que acompañaban a la perfección al ritmo marcado por los tacos, embutidas en unos ajustadísimos capri.

Soy un hombre de familia, soy un hombre de familia… se recordaba él con cada paso que daba ella, obligándose a apartar la vista de sus llamativas redondeces. En realidad no lo era; pronto tendría un hijo, pero ni estaba casado ni convivía con la que sería la madre. Ni siquiera se llevaban bien.

Pero vas a intentarlo, ¿no, pedazo de pelotudo? Por eso vas a agarrar esta mierda de trabajo, para poder alquilar un departamento como Dios manda, mudarse los tres juntos y formar una familia de verdad. Algo que hace la gente normal, la gente madura. Algo como lo que vos nunca tuviste.

La chica se llamaba Paola Constantini. Era la encargada de documentación y no- sé- qué- más, un cargo administrativo como cualquier otro pero que ella en seguida se encargó de anunciar con unos aires dignos de un gerente general o de un vicepresidente ejecutivo en cuanto los presentaron. Quizá por eso se le notaba visiblemente ofuscada al tener que guiarlo hasta la que sería su área de trabajo. ¿Qué no había nadie menos importante que ella para hacerlo?

En el camino se cruzó con varios uniformados. Los de azul eran vigiladores, un término que le resultaba de lo más hilarante: ¿qué clase de palabra era “vigilador”, que ni siquiera aparecía en el diccionario y dudaba seriamente que gozara de aceptación por parte de la Real Academia? Era una palabra inventada, claro, sin duda por las mismas empresas de seguridad que los empleaban y para mitigar las connotaciones peyorativas del verdadero nombre de su ocupación. ¿A quién, después de todo, le gustaría trabajar de “vigilante”? Los de uniforme negro eran conductores de patrulla, blasonados al igual que sus compañeros de azul con el escudo de la empresa sobre el lado izquierdo del pecho: el yelmo de un caballero medieval bordado en gris y plata. Tanto los de azul como los de negro lanzaron miradas mucho menos discretas que la suya a la chica y a sus curvas, algo que a ella no pareció molestarle en lo más mínimo. Julián supuso que disfrutaba saliendo al patio un par de veces por día para alimentar su ego con esas miradas hambrientas, miradas de hombres que nunca podrían tener una mujer como ella. Trabajadores de clase media baja, cuyos magros sueldos no alcanzaban para comprar a sus mujeres ropas como las que ella lucía, ni para mandarlas a un gimnasio como al que ella sin duda asistía, tres o cuatro veces por semana.

¿Alcanzará el mío? Se preguntó. Valeria había sabido tener una silueta admirable, y que su cuerpo no fuese el mismo después del embarazo se contaba entre sus temores más grandes. Y más vergonzosamente ocultos.

—Ese es el depósito —le informó Paola, deteniendo sus pasos frente a la entrada del edificio, cuya impresionante mole blanquecina abarcaba el fondo del patio en su totalidad. Del otro lado del gran portón rectangular había un amplio espacio ocupado por motos y alguna que otra bicicleta, así como por viejos muebles de madera y plástico apilados contra las paredes en compañía de dos palas, un rastrillo con el mango partido, algunos baldes y una carretilla que la acumulación de óxido había tornado de un irregular ocre amarronado. Julián distinguió hasta una carcasa vacía de CPU y un viejo monitor entre la chatarra.

Tras todo esto podía verse un pasillo que a su vez discurría entre una sucesión de puertas a la derecha y una mampara de chapa azul a la izquierda, tan alta que poco le faltaba para llegar hasta el techo. Al final del pasillo, Julián llegó a entrever lo que parecía una especie de taller, o de cobertizo para herramientas. Todo el lugar olía a una mezcla de nafta, caucho y desinfestante.

—Esa es la oficina de Federico, el encargado del depósito y del área de logística en general —la chica de los tacos altos y las curvas generosas señalaba la primera puerta a la izquierda, siempre procurando permanecer del otro lado del portón y acercársele lo menos posible; al parecer, sus zapatos no estaban hechos para pisar el suelo de un depósito.

—Él va a saber orientarte —con esto, pegó la vuelta y se dispuso a cruzar nuevamente el patio, de regreso a las oficinas administrativas para beneplácito de los allí presentes.

—Bueno, gracias. Nos estamos viendo.

La encargada de contratos y quién sabe qué más lanzó una mirada al depósito por encima del hombro y arrugó la nariz como si acabara de oler mierda fresca.

—No creo, nunca vengo por acá.

Volvió a darle la espalda y esta vez sí, se marchó bajo el sol otoñal acompañada por más de una docena de ojos ávidos, que la siguieron hasta verla desaparecer a través de una puerta. La puerta al reino fantástico del aire acondicionado, las sillas reclinables, las chicas hermosas y las máquinas de gaseosas y café.

Un reino vedado para nosotros los parias, reflexionó Julián con un cinismo caústico.

 

 

-4

 

Federico Comignani, el encargado del depósito, fue lejos quien mejor le cayó. Un cuarentón alto, desgarbado, de frente amplia, cabello ralo y perfil vagamente simiesco, que se presentó a sí mismo como “Fede” y se mostró en todo momento afable y servicial.

—Yo acá soy el que consigue las cosas, flaco. Repuestos para los coches, equipos de oficina, uniformes para los “vigi”… lo que se te ocurra, pedímelo a mí. Y lo que no tenga, lo consigo.

Tras saludarlo con un sincero apretón de manos, lo condujo hasta el fondo del pasillo donde, poco antes de llegar al taller atestado de todo tipo de herramientas, una desviación a la izquierda atravesaba la mampara para desembocar en una desvencijada puerta de madera pintada de blanco. Sobre la desconchada superficie de la misma podía leerse, rotulado en letras negras a medias ocultas bajo una capa de polvo y espesas telarañas: “ARCHIVO”.

Fede miró a Julián, miró la puerta y se preparó para abrirla con una de las muchas llaves que colgaban de una argolla metálica de su cinturón. La insertó cuidadosamente en la cerradura y, mientras la hacía girar, le dedicó una sonrisa juguetona.

—Preparáte, flaco, porque no sabés lo que te espera del otro lado. Es tierra de nadie, en serio.

Empujó la puerta, haciendo protestar a sus bisagras oxidadas. Después metió un brazo larguirucho y tatuado en la oscuridad y tanteó la pared del lado de adentro, hasta que sonó un “¡clic!” que llegó acompañado por una trémula sucesión de luces amarillas, que fueron encendiéndose a intervalos..

Fede se hizo a un lado, cediéndole el lugar a Julián que se asomó tímidamente. Frente a sus ojos, una silenciosa formación de anaqueles de hierro se alzaban de un extremo al otro de la enorme estancia. Eran muy altos, de cuatro o más metros cada uno, compuesto por ocho estantes dobles y ocupados del primero hasta el último por grandes cajas de cartón. Media docena de bombillas colgaban del techo en distintas áreas estratégicas, y arrojaban su luz sobre los escaparates y cajas tapadas de telarañas, resplandeciendo a través de estas y confiriéndoles al mismo tiempo un halo de apariencia fantasmal.

El piso estaba cubierto de polvo y todavía más cajas; muchas de ellas desfondadas, vertían sus contenidos en inmóviles cascadas de legajos y libros de sueldos. Los vahos de la humedad y el encierro tomaron por asalto a Julián, quien frunció la nariz con desagrado, tal como lo hiciera la simpática encargada de documentación y lo- que- fuese minutos antes. Por el rabillo del ojo distinguió pequeñas formas replegándose hacia los rincones, buscando la protección de la oscuridad sobre sus múltibles patas.

Arañas. Este agujero de mierda debe estar infestado.

No era fóbico ni nada que se le pareciera, pero de todos modos fue incapaz de contener un desagradable hormigueo que le subió por los brazos y el pecho.

—Hay… ¿hay algún sistema de orden acá? —preguntó a su guía mientras iba haciendo acopio de coraje, el suficiente para adentrarse un par de pasos en ese tenebroso, particular universo. Al hacerlo se percató de los rieles que cruzaban el piso, por debajo de los escaparates y en sentido perpendicular a los mismos. Comprendió que cada anaquel iba montado en este triple sistema de andariveles, sobre los que una empuñadura lateral permitía deslizarlos (supuestamente con facilidad) de un extremo al otro de la sala.

—¿Las cajas están numeradas, agrupadas por estantería…?

Asomado tras él, Fede negó con la cabeza. Una expresión divertida, casi irreverente, colgaba de sus largas facciones de mono.

—No, flaco… acá de eso no hay. El que estuvo antes que vos empezó a armar un sistema, pero cuando se fue quedó todo en la nada.

—¿Y cómo hacen para encontrar algo acá adentro?

Lo vio encogerse de hombros con la misma irreverencia, como si le preguntara por algo totalmente ajeno a él y a lo que no le brindaba la menor importancia. Eso enojó a Julián, y su simpatía inicial por el encargado se fue desvaneciendo rápidamente.

—¡Qué sé yo! Antes, cuando las cajas eran pocas, yo me las sabía de memoria y les daba una mano. Pero estos últimos años, la empresa creció tanto que…

—Ya me lo informaron —lo cortó, mientras intentaba ignorar al sexteto de arañas de las llamadas “galponeras”, de cuerpos diminutos y patas desmesuradamente largas, que se paseaban muy orondas por encima y alrededor de una de las cajas volcadas.

No estaba ansioso por escuchar una segunda monserga sobre el “meteórico crecimiento de la empresa”, y definitivamente no de boca del cuidador de un depósito que más que depósito parecía un cambalache gitano.

—Mi predecesor, el encargado anterior… ¿llegó a concretar algo de ese sistema? ¿Dejó algunas notas, por lo menos?

Julián se aferró a la pregunta como un naúfrago al último madero flotando en medio de una tempestad. La respuesta llegó como una ola, que se encargó de echar irremediablemente a pique a todas sus endebles expectativas.

—Nada que yo sepa, flaco. Pero igual duró menos de un mes, así que poco pudo hacer.

—¿Tan poco? ¿Por qué?

Fede alzó los enjutos hombros una vez más. Y repitió más o menos lo mismo del principio:

—¡Qué sé yo! Habrá conseguido algo mejor, que mucho no le habrá costado, ¿no?

Julián echó un vistazo en derredor. Muy a pesar suyo, no pudo evitar estar de acuerdo.

No, mucho no le habrá costado.

 

 

-3

 

—A mí no me traigas problemas, traeme soluciones.

La mirada de la jefa de personal era severa; la cordialidad de la mañana se había esfumado de su voz sin dejar rastro de haber existido alguna vez. Fumaba frente a él sin miramientos, echando humo descaradamente sobre el ya viciado aire de la oficina.

Al parecer, las reglas impuestas por el protocolo de la entrevista laboral ya no se aplicaban. Habían dejado de aplicarse en el mismo instante en que él hubo estampado su firma al pie de su incorporación a la empresa (un sospechoso contrato por tres meses a prueba, junto con un todavía más sospechoso preaviso que debió firmar dejando la fecha en blanco).

—Ese archivo es, si me perdona la expresión, un soberano despelote —expuso con absoluta sinceridad Julián, en tanto luchaba con el acre humo del cigarrillo que invadía sin piedad sus ojos, nariz y garganta—. No hay ningún tipo de orden, la distribución de las cajas y hasta de la documentación que contienen es prácticamente azarosa, y nadie se molestó siquiera en rotularlas o, por lo menos, numerarlas.

La gorda revoleó los ojos, dando una profunda pitada al Philip Morris que sostenía entre los dedos rechonchos, manchados de nicotina. Parecía estar muriéndose del aburrimiento.

—Vos sos, desde hoy a las once y treinta y cinco de la mañana, el encargado del archivo, K…—amagó con un intento por pronunciar su apellido, pero se dio por vencida en el último momento— …Julián. Así que “encargáte”. ¿Dale?

Julián intentó hacerse con una bocanada de aire no contaminado, mientras apelaba a sus reservas de valor para lo que diría a continuación. Se trataba de una decisión inamovible, tomada después de un concienzudo análisis acerca de la tarea que de él se esperaba.

—Y me voy a encargar, pero voy a necesitar empezar desde cero. Borrón y cuenta nueva: sacarlo todo, revisarlo, clasificarlo uno por uno y volverlo a ordenar como Dios manda. Establecer un sistema de códigos, por letras y números, y dejar todo inventariado en un libro de archivos que pienso armar. Ah, y conseguir cajas nuevas y hacer una limpieza a fondo para barrer hasta la última telaraña. Usted autoríceme a cumplir con todo eso, y ahí sí vamos a poder hablar de un archivo de verdad. Por ahora, lo que esta empresa tiene es un cuchitril lleno de papeles viejos, que no sirve más que para amontonar polvo y criar bichos.

Julián completó la última frase con una exhalación, sorprendido de la firmeza de sus propias palabras. Lo hizo dejando la vista perdida sobre la superficie del atestado escritorio, sin atreverse a mirarla a la cara hasta terminar. Cuando lo hizo, vio que María Cristina Bellenger rumiaba en silencio, pensativa, con el cigarrillo colgando de la comisura de sus labios. Le recordó a una vaca a punto de cruzar la ruta: una gran vaca pelirroja de cabeza achatada, balanceándose al final de un cuello corto, carnudo y fofo.

—Eso te llevaría mucho tiempo, y sería una tarea muy demandante —aplastó la colilla contra el cenicero con gesto enérgico, tal vez a modo de ejemplo de lo que podía pasarle si la impacientaba – Y si yo te pido alguna documentación, necesito que me la traigas lo antes posible, así que te estaría interrumpiendo cada dos por tres. Terminarías haciendo las dos cosas a medias: ya sabés que quien mucho abarca…

—Poco aprieta —completó él, sonriendo apenas—. Por eso quiero proponerle algo: mi jornada laboral es de nueve de la mañana a cinco de la tarde, ¿no? Bueno, dentro de esas ocho horas me encargo de buscarle los papeles que necesite y, de a poco, empiezo a organizarme con lo otro. Después de las cinco, cuando ya cierra el área administrativa, puedo dedicarme exclusivamente al tema de la reestructuración. El encargado del depósito me mostró una oficina abandonada al lado del taller, donde puedo instalarme e ir llevándome documentación para clasificar.

—¿De cuántas horas extras estaríamos hablando?

La gorda fue directamente al grano, por lo que Julián resolvió hacer otro tanto.

—Tres por día. Me iría alrededor de las ocho de la noche y no, no pretendo que esas horas aparezcan en mi recibo de sueldo, aunque sí que me las paguen.

—Naturalmente. Serían unos trescientos sesenta pesos al mes.

En realidad, pagando las horas extras como es debido, con un plus del cincuenta por ciento, le correspondían quinientos cuarenta al mes, pero prefirió guardarse el comentario. Ya había obtenido, al menos, una pequeña victoria.

—Y naturalmente también, esta situación… —prosiguió la gorda, mientras hurgaba con los dedos en el interior de un maltratado paquete de Philip Morris. Lucía un anillo dorado en el dedo corazón de la mano derecha, adornado con una flor de ocho pétalos—. Esta situación sería del tipo temporario, hasta haber organizado el archivo de acuerdo a tu… proyecto. ¿No? Una vez terminada la reforma, volverías a la jornada normal de ocho horas.

—Naturalmente —hubo apenas un dejo de burla en su respuesta, que la jefa de personal no notó o no quiso notar.

Sonó entonces el teléfono. A diferencia de en la entrevista, esta vez ella sí levantó el tubo.

—¿Hola? Sí… ¿Vallejos, Carlos Mariano? Sí… sí, pero esa persona no trabaja con nosotros desde fines de febrero de este año. No… no puedo proporcionarle ningún domicilio ni teléfono. La única información que el área de personal puede brindarle es la verificación laboral que le acabo de hacer. De nada, buenas tardes.

La gorda colgó el teléfono con la misma energía que había aplastado el cigarrillo. Dijo, desdeñosa, dirigiéndose a la operadora que había quedado del otro lado de la línea:

—Trabajá, querida. O no des un crédito sin confirmar primero el domicilio.

Miró luego a Julián, como excusándose por la interrupción.

—Una tarada del área de cobranzas de Red Megatone —explicó—. Justamente preguntaban por el encargado anterior del archivo, que al parecer les dejó algunos muertos antes de borrarse. Acá eso es cosa de todos los días. ¿En qué estábamos?

—Quedamos en que cuando termine de reorganizar el archivo, dejo de hacer horas extras.

—Eso mismo, Julián. Y ponéte las pilas, porque si voy a darte la oportunidad de trabajar esas horas y convencer a los de finanzas para que te las paguen, más vale que veamos resultados.

Julián la miró con la cabeza ladeada y las cejas enarcadas, luciendo el estoicismo impasible de un condenado.

—Sé que estoy a prueba por tres meses. Si para dentro de dos no terminé el trabajo, puede despedirme con un mes de sobra.

La gorda encendió el nuevo cigarrillo antes de inclinarse poco a poco hacia delante, acodándose sobre el escritorio. La sonrisa que bailoteaba en sus labios era casi seductora.

—No quieras correrme con eso. Y no pienses que no lo haría, bombón —inhaló el placer mortal del humo, que luego soltó frente al rostro de Julián con una ceja levantada, como lo haría una Kim Novak o Ava Gardner con sobrepeso—. Acá no lo pensamos dos veces a la hora de despedir gente.

Él contuvo las ganas de toser. Al hacerlo, se guardó también otro comentario:

Así debe ser, si a todos les hacen firmar un preaviso en blanco con la incorporación.

 

 

-2

 

Julián empezó a trabajar como encargado del archivo de “Centinel S.A.” un lunes a media mañana, el mismo día de su entrevista. Para el día siguiente, el martes, ya había sustituido su camisa celeste de mangas cortas y su pantalón pinzado negro por una sudadera gastada y el pantalón de jogging más viejo de entre los que poblaban su placard. A fin de cuentas, su trabajo consistía en pasearse entre escaparates polvorientos, festoneados de telarañas, y revolver entre las cajas y montañas de papeles que allí habitaban, ignorados o deliberadamente olvidados por aquellos que formaban parte de la fachada más pulcra, más presentable de la empresa. Gente como Paola Constantini, la curvilínea encargada de documentación y no- sé- qué- más. Y, hasta cierto punto, gente como María Cristina Bellenger.

De nueve a cinco, Julián se encargaba de procurar la documentación que la jefa de personal le pedía, a través de un teléfono interno instalado en el lúgube cuartucho que él insistía en llamar “mi oficina”. El título, más irónico que otra cosa, lo recibía una habitación minúscula de menos de dos por dos, techo bajo y paredes que, por culpa de la humedad, parecían sufrir de un severo caso de varicelas. Fede lo ayudó a equiparla con lo indispensable: una vieja mesa de formica negra y una aún más vieja silla de madera que lo hacía bailotear frenéticamente sobre su pata coja. También se ocupó de colocarle una bombilla y de conectarle el teléfono, con lo que la oficina del encargado del archivo quedó finalmente operacional.

Pasó una semana.

Además de toda la ayuda que le había brindado, el cuidador del depósito casi siempre estaba ahí para darle una mano y orientarlo entre la maraña de documentos viejos, algunos de ellos de casi veinte años de antigüedad. Y en los ratos libres se aparecía con el termo y el mate, dispuesto a hacerle compañía. De esos breves intervalos de ocio entre un mate y otro, Julián supo que Federico trabajaba en la empresa desde la fundación de la misma, en 1990. Y que estaba a cargo del depósito desde más o menos 1995.

—¿Llevás diecinueve años trabajando acá? —se asombró Julián.

Fede hizo un asentimiento ausente mientras le cebaba un mate. El tatuaje en la cara interna de su antebrazo derecho, que ahora podía ver con mayor claridad, parecía una estrella negra de múltiples puntas.

—Era un pibe cuando arranqué como “vigi”… tenía veintiún años. La empresa la dirigía el viejo Perales, un coronel retirado del ejército, y todo se hacía a una escala mucho más chica, casi como un negocio familiar. Al principio teníamos las oficinas en un edificio del centro y cuidábamos un par de objetivos, nomás: un par de bancos, el diario y algunos comercios del centro. Cinco años después, cuando nos mudamos para acá, pasé a hacerme cargo del depósito. O del “pañol”, como le decía el viejo Perales.

Julián sorbió por la bombilla. La infusión estaba caliente y amarga, y él la pasó por la garganta sin apartar los ojos de Fede ni su atención del relato.

—Todo esto —hizo un gesto amplio con el brazo, que abarcaba mucho más allá de la reducida estancia— no existía. El depósito era la parte de adelante nada más, que se usaba también como taller para los móviles de patrulla (que eran solamente tres).

Fede le contó como toda la parte trasera del depósito, incluído el archivo, había sido levantada alrededor del cambio de siglo, cuando el crecimiento de la empresa obligó a hacer lo mismo con la burocracia que la sostenía.

—El viejo pasó a mejor vida en el 2002 —pausó un momento, dando un sorbo tan largo que hizo protestar al mate con una sonora succión—. Los hijos vendieron la empresa a fines del 2003, después de por poco fundirla. Hasta entonces, siempre la había manejado gente elegida por el viejo: ex oficiales de ejército y de marina, policías y agentes de prefectura retirados, tipos que sabían mucho de seguridad pero muy poco de cómo llevar un negocio. Cuando se hicieron cargo los nuevos socios hubo muchos cambios: trajeron abogados, contadores, gente con títulos universitarios…

A Julián la imagen de la rolliza jefa de personal le vino a la mente de inmediato.

—Como la Bellenger —acotó.

Fede asintió con un guiño de complicidad. Dijo, mientras le cebaba un mate lavado en el que flotaban los palos de la yerba como los últimos despojos de un naufragio al garete:

—Tal cual. A ella la trajeron los nuevos socios, y fue la que se encargó de la mayor parte de los cambios. Y de dejar a un montón de gente en la calle, de pasada. Pero lo cierto es que, desde que ella está al frente, la empresa fue creciendo hasta convertirse en el monstruo que es ahora.

—Así que algo bien debe estar haciendo —concluyó Julián, tomándose el mate lavado por no despreciar y apresurándose en dar las gracias.

—Provecho, flaco —sonrió él, con su mueca irreverente que ya había empezado a conocer. E incluso a tolerar.

Sonó el interno. Era la Bellenger, que necesitaba los libros de sueldo de octubre y noviembre del 2001. Antes de que colgara el tubo, Fede ya había recogido el termo y el mate de la mesa y se disponía a irse.

—El deber te llama, charlamos más tarde. Cualquier cosa que precises, chiflame. ¿Dale?

Después de las cinco, cuando por fin cesaban las interrupciones, Julián podía dedicarse de lleno a trabajar en el archivo. Había optado por empezar con los legajos de personal, gente que ya no trabajaba en la empresa pero cuya información se conservaba en caso de necesitar referencias futuras. Para su desdicha, se dio cuenta de que el volumen de documentación era tal que iba a necesitar no un solo libro de archivos sino varios: uno para cada categoría. Así pues, resignado a que lo suyo era, más que un sacerdocio, un auténtico martirio burocrático, dedicó su primera semana de trabajo a rastrear, localizar y ordenar las cajas y carpetas sueltas correspondientes al personal, así como a confeccionar el libro en el que iba volcando los datos. Federico le consiguió cajas nuevas, limpias, resistentes, y él poco a poco las fue llenando de legajos. Las etiquetó a todas con la letra P seguida de un número y, para la última hora del viernes, tenía completas desde la caja P- 001 hasta la P- 011, abarcando de este modo a todos los empleados que habían pasado por la empresa desde 1990 hasta 1993.

No estaba nada mal para una primer semana. De hecho, estaba muy bien y se sentía muy satisfecho con su trabajo. No así con su vida personal.

No estaba lo que se dice eufórico después de su primer día en la empresa, pero sí razonablemente feliz. Iba a ganar alrededor de dos mil pesos al mes; aunque lejos de ser una fortuna, esa plata le permitiría mudarse del cuartucho de soltero que alquilaba en el piojoso antro que su casera dignificaba con el nombre de pensión, pero que en la realidad se trataba de un conventillo con todas las letras. Podría alquilar al fin un departamento como la gente, un lugar digno donde vivir con tu mujer y criar a tu hijo.

El problema era que su mujer, o la destinada a convertirse en ella y que cargaba con el hijo de ambos en su panza desde hacía seis meses, no contestaba sus llamadas. Él la telefoneó a toda hora, le dejó mensajes en el contestador y le envió un mensaje de texto tras otro hasta que su celular se quedó sin crédito. Nada. Ni una respuesta. Más de una vez pensó en ir directamente a su casa, pero Valeria vivía con sus padres y ni estos ni sus hermanos albergaban buenos sentimientos hacia él. Tampoco podía culparlos.

Pero si me dieran tan sólo una oportunidad, nada más que una oportunidad… puedo mostrarles que cambié, que ya no soy el mismo. Si pudieran ver que el vago irresponsable que le llenó la panza de humo a su hija, para después borrarse olímpicamente del mapa, es ahora un hombre hecho y derecho, con un empleo digno y dispuesto a asumir sus responsabilidades como esposo y padre… ¿me darían otra oportunidad?

Llegó el viernes y Julián seguía sin tener respuesta. Resolvió que dejaría pasar una semana más y entonces sí, si Valeria se empeñaba en ignorarlo, él iría a verla. Le gustara a sus padres o no.

 

 

-1

 

Pasó el fin de semana enclaustrado en su departamento, mirando películas por su conexión de cable clandestino, sin salir más que para hacer algunas compras. Sábado y domingo se le antojaron lentos, cargados de tedio, y no es exagerado decir que prácticamente saltó de entusiasmo al escuchar la alarma del despertador el lunes por la mañana, anunciando el inicio de una nueva jornada laboral.

Julián se duchó, se afeitó, tomó un rápido desayuno consistente en una taza de café y dos facturas del domingo, ya algo resecas, y salió a la calle.

El lunes y el martes fueron días tranquilos, en los que la jefa de personal casi no requirió de sus servicios, gracias a lo cual pudo llenar dos cajas más con legajos de personal: la P- 012 y la P- 013. Conservaba las trece cajas amontonadas en su oficina, donde pensaba tenerlas hasta terminar con la documentación de personal. Una vez conseguido esto, tenía planeado designar un área específica de los escaparates del archivo donde ubicarlas.

—¡Te van a tapar las cajas, flaco! —bromeó Fede en una de sus habituales visitas, mientras daba un rodeo para llegar hasta la mesa con el termo y el mate.

Julián le preguntó por los encargados del depósito que habían estado antes que él, pero las respuestas que obtuvo en esta ocasión fueron bastante escuetas.

—Mirá, del año pasado a este pasaron cinco pibes por el puesto. Creo que el que más duró, estuvo dos meses.

—¿Por qué? —insistió él—. ¿No se adaptaban al trabajo, tuvieron problemas con la jefa de personal?

Fede negó con la cabeza.

—Tengo entendido que María Cristina no despidió a ninguno, todos se fueron solitos. Y si se adaptaron o no al laburo, no sabría decirte… traté muy poco con ellos.

Julián acercó el mate, que había dejado en espera hasta completar unas anotaciones en su libro, y sonrió antes de llevarse la bombilla a los labios.

—Ah, ¿a ellos no ibas a cebarles mate?

Fue el turno de Fede de sonreír, sacando a relucir dos líneas de dientes blancos y grandes, que iluminaron el rostro velludo y acrecentaron aún más su aspecto de simio.

—No eran tipos simpáticos como vos, flaco.

Lo que iba a pasar, pasó el miércoles después de las siete. Cerca de las siete y media.

Julián llevaba alrededor de una hora buscando unos legajos correspondientes al año 1994, los últimos que le faltaban para llenar la P- 014, y ciertamente (menos por dedicación que por mera tozudez) no quería irse sin haberla completado. Basándose en el listado, sabía que eran sólo tres los legajos faltantes, y registró concienzudamente el archivo en su búsqueda. Su pesquisa lo llevó hasta el anaquel del fondo, uno que permanecía contra la pared de la izquierda, a la que parecía adherido por una espesa capa de telarañas. Por alguna razón, ya fuese fortuita o deliberada, la luz que llegaba hasta allí era muy poca y dejaba al anaquel envuelto en penumbras, en su mayor parte fuera de la vista. Julián se acercó a él, cogió la abrazadera lateral y tiró.

Nada.

El enorme mueble no se deslizó ni un centímetro sobre los rieles en los que iba empotrado. Acalorado por la creciente frustración, convencido para estas alturas de que el trío de legajos faltantes se encontraba caído detrás de ese anaquel en particular y no de otro, Julián se aferró con ambas manos a la abrazadera y esta vez tiró con todas sus fuerzas. El mueble cedió, permitiendo al horror desfilar desnudo ante sus ojos. Al mismo tiempo que la surreal imagen del cuerpo rígido de la víctima remolcada por sus cientos de asesinas se iba dibujando en toda su insólita, su enloquecedora magnitud, una de ellas, asesina peluda de ocho patas que descendió silenciosa por el borde del escaparate, hundió sus colmillos en su mano derecha.

Julián sufrió una punzada fortísima en la región carnosa comprendida entre su pulgar y su índice, seguida de la nada grata sensación de ser inyectado con ácido de batería. Apartó la mano con un movimiento brusco, como quien recibe una inesperada descarga al conectar un aparato al tomacorriente, y profirió un quejido y unas cuantas palabrotas. Sin apartar ni por un momento, empero, los ojos de la escena que frente a ellos se desarrollaba.

Un latido de corazón después, reconoció al gato muerto.

Dos latidos, y recordó su nombre.

—”Betún”. ¿Qué te pasó, “Betún”?

Tres latidos, y perdió el conocimiento.

 

1

 

Arañas. Ni decenas, ni centenares. Miles de ellas trepaban por su cuerpo, cosquilleándole con sus millares de patas, envolviéndole como un repulsivo traje lanudo y pulsante. Aún no lo picaban, no había llegado el momento. Pero lo harían, y los colmillos que aguardaban desplegados, relucientes de ponzoña, bajo la infinidad de ojos bulbosos que no dejaban de observarlo daban terrible testimonio de sus intenciones. Julián estaba demasiado aterrado como para moverse. Demasiado como para gritar, temiendo que alguna de las que trepaban hasta su rostro aprovechase la ocasión de metérsele por la boca.

Finalmente envolvieron también su cabeza, cubriéndola como un pasamontañas viviente. Treinta, cincuenta, tal vez un ciento de ellas se pasearon impertinentemente alrededor de su cara, y Julián pudo sentir el hormigueo de sus cuerpos en las mejillas, la frente, en el puente de la nariz, sobre los párpados…

Cerró los ojos y los apretó con fuerza, una última y desesperada defensa contra lo inevitable.

“¡Flaco!”

En medio de la oscuridad, del océano de patas velludas y colmillos venenosos en el que se hundía sin remedio, alguien le arrojó un salvavidas.

“Flaco… ¿me escuchás? Miráme, flaco…”

No, no voy a abrir los ojos. Es una trampa, es lo que ellas están esperando. Tienen los colmillos listos, las muy hijas de puta, y en cuanto abra los ojos…

Recibió un golpe en la mejilla. Una bofetada suave, sin más intenciones que las de hacerlo reaccionar. Y luego otra más. Para cuando vino la tercera, ya había relajado sus párpados y permitido a sus ojos el abrirse muy lentamente.

—Está reaccionando —dijo una segunda voz, fuera de su radio de visión. La primera, la que lo había arrancado de la pesadilla del millar de arañas y devuelto al incierto remanso de la realidad, era la de Federico Comignani.

Su rostro fue lo primero que vio al enfocar la vista. Su rostro simiesco inclinado sobre el suyo, más largo y macilento que de costumbre a causa de la preocupación que en él se reflejaba.

—¿Te sentís bien, flaco? —insistió.

Su primer reacción fue mirarse la mano derecha, donde exhibía la doble marca violácea de la picadura. No había sido un sueño.

Entonces, si lo de la picadura fue real…

La revelación le penetró el cerebro como una esquirla de hielo entre los ojos. La imagen de “Betún” muerto, y de su cuerpo arrastrado por una miríada de arañas desfiló por su mente con espeluznante claridad. Se levantó de la silla (ya que, por alguna razón, se encontró sentado en una) como impulsado por un resorte oculto bajo sus nalgas.

—¡Arañas! —fue todo lo que exclamó. Una mano grande se apoyó sobre su hombro, frenándolo y devolviéndolo a la silla, sin violencia pero sí con firmeza.

—Cálmese, señor.

La segunda voz, al igual que la gran mano, pertenecían a un corpulento vigilador de cabeza rapada y rasgos cuadrados.

No es un vigilador, es un conductor se corrigió al ver que el color de su uniforme no era azul sino negro. Tardó unos segundos más en reconocerlo: se apellidaba Kraus y le decían “el Alemán”.

Julián opuso algo de resistencia, pero la presión ejercida por ese hombretón que lo aventajaba en al menos veinte kilos bastó para mantenerlo sentado y quieto.

—Sí, te picó una araña —le explicó Fede en un tono mesurado, conciliador, como quien intenta hacer entrar en razones a un chico emberrinchado—. Te levantó algo de fiebre y al mismo tiempo debió bajarte la presión, por eso te encontré desmayado en el archivo. Kraus me ayudó a traerte hasta acá.

“Acá”, por lo que le dejaban ver sus ojos, era el centro operativo de la patrulla, la oficina más cercana al archivo después de la suya. Había otras dos sillas vacías en la sala, sin contar la ocupada por él; una de ellas del otro lado de un amplio escritorio metálico de aspecto espartano, sobre el que descansaba un voluminoso equipo de radio al lado de un mucho más pequeño teléfono. Era el puesto reservado al jefe de patrulla, quien de todos modos no se encontraba en esos momentos en la empresa.

“Betún” fue la segunda palabra que le vino a la mente, inmediatamente después de “arañas”. Esto hizo que Federico y “el Alemán” lo miraran, intrigados.

En pocos segundos les relató el horror del que había sido testigo detrás del último anaquel del archivo. Provocó con ello reacciones dispares: Kraus frunció el entrecejo mientras que una sonrisa de incredulidad (una sutil variante de su consabida mueca irreverente) pintó con sus colores la faz de Fede.

—¿Qué decís, flaco? Si cuando yo te encontré, el estante apenas estaba corrido de lugar. ¡Y no había nada ahí!

La negación de su historia sólo consiguió ponerlo más nervioso, acercándolo al terreno de la histeria. Una y otra vez volvió sobre las doscientas, trescientas o más asesinas que había visto en ese lugar, entrando y saliendo del boquete en la pared, cargando con el cadáver de su víctima encima de ellas. Repitió el relato hasta que la impotencia y la desesperación lo hicieron quebrarse en un llanto entrecortado.

Fede chasqueó la lengua y meneó la cabeza de un lado al otro. Cuando le palmeó lentamente la espalda, Julián no detectó en él ánimo alguno de burla sino más bien una genuina solidaridad.

—Flaco… Julián, tranquilizate un poco, ¿dale? Ya te dije lo que pasó: te picó una araña, te descompensaste y te levantó un poco de temperatura. Es más, voy hasta el botiquín a buscarte un antibiótico…

—No, no quiero pastillas.

Una voz crepitante anunció desde el equipo de radio que finalizaba su ronda sin novedad. El Alemán rodeó el escritorio en dos zancadas para responderle.

—Bueno, entonces andá a tu casa a descansar —terció Federico—. Pasás hasta doce horas al día acá metido (lo que de por sí ya es insalubre, yo sé de lo que hablo), estás cansado, pasado de vuelta, tenés tus rollos personales…

¿Rollos personales? repitió para sí. ¿Le había contado sobre Valeria y el bebé que estaba esperando? Posiblemente, en una de sus muchas charlas mate por medio, aunque en ese momento no podía acordarse con claridad.

—…hacéme caso, Julián: curáte esa picadura con desinfectante, tomá una aspirina para la fiebre, date una ducha y metete en la cama. Y ni pienses en el archivo hasta mañana, ¿dale? Lee un libro o mirá una película.

—Yo lo puedo acercar en el móvil —se ofreció el Alemán, y Fede estuvo de acuerdo.

—Mejor, así no camina hasta la casa, que todavía debe andar medio mareado.

Julián se frotó los ojos llorosos con el revés de la zurda. La derecha todavía le ardía en el lugar de la picadura y se sentía acalorado, además de una insistente pesadez que machacaba entre sus sienes. Estaba un poco afiebrado, de eso no tenía duda. ¿Habría soñado todo aquello? No era algo en lo que tenía ganas de pensar. No cuando le resultaba tan fácil evocarlo, y volver a vivirlo en el ojo de su mente.

Aceptó la invitación de Kraus de llevarlo hasta su casa en la patrulla. Antes de irse, les dio las gracias a los dos por todo lo que habían hecho por él. Se sentía muy cansado y vulnerable, y debió hacer un esfuerzo para mantener a raya el llanto.

Fede se encogió de hombros y volvió a palmearle la espalda. La sonrisa desfachatada había vuelto.

—Si no nos cuidamos entre nosotros, ¿quién nos va a cuidar? ¿La jefa de personal?

Y lanzó una risa contagiosa a la que él, e incluso el parco Alemán, se sumaron.

 

 

2

 

Tal como le sugirió Fede, se dio una ducha, tomó una aspirina y se metió en la cama. Esa noche durmió profundamente, aunque al día siguiente se despertó sobresaltado, bañado en transpiración y sintiendo hormigueos en todo el cuerpo: la sensación residual de un mal sueño que (afortunadamente) no fue capaz de recordar.

En el trabajo todo anduvo más o menos normal. Pasó la mayor parte del tiempo en su improvisada oficina, poniendo al día el inventario de legajos, y solamente entró al archivo a buscar unos expedientes para María Cristina. Evitó convenientemente en todo momento acercarse al último anaquel de la fila, que permanecía pegado a la pared del fondo, fuera del alcance de la luz de las bombillas. La sombra impasible de un gigante de hierro, los últimos rescoldos de una pesadilla.

Cuando entró en la oficina de la jefa de personal con los expedientes polvorientos bajo el brazo, la encontró fumando como de costumbre. El humo del cigarrillo era una presencia constante allí, e impregnaba las paredes, los muebles, la ropa y hasta a las personas. Julián fabuló que, de renunciar María Cristina al día siguiente y aunque nadie volviese a fumar jamás en esa oficina, todas esas toxinas persistirían ahí dentro por años. Como un Chernobyl de nicotina.

—Gracias, Julián. Dejálos ahí —señaló con la cabeza un espacio libre, el único que quedaba entre las montañas de papeles y carpetas que poblaban el escritorio. No levantó la vista de su computadora, pero cuando Julián estuvo a punto de salir pareció recordar algo y lo detuvo.

—Esperá, Julián. Vení, quedáte un minuto… cerrá la puerta y sentáte, por favor.

Él hizo lo que le decía, sin escapársele el detalle de que había vuelto (por el momento al menos) al tono cordial del día de la entrevista. Dudaba entre si eso era un buen augurio para su persona o todo lo contrario. Conociendo su suerte, se fue decantando por lo segundo.

¿Le habrá contado algo Fede de lo que pasó ayer? ¿Pensará que soy un loquito o un falopero, que anda alucinando cosas por ahí?

Para su sorpresa, estaba agradablemente equivocado. Con una sonrisa y una voz suave que rayaba en lo melosa, la gorda le comunicó lo conforme que estaba con su desempeño, lo eficiente que era y la total dedicación y responsabilidad que había demostrado desde el primer día. Sentado frente a ella, Julián recibió la andanada de cumplidos sin que se le moviera un músculo de la cara. A medida que se fueron disipando sus malos presentimientos, empezó a ensayar tímidamente una sonrisa.

—No quiero prometerte nada, pero de acá a un tiempo, cuando termines de reorganizar el archivo y si dejás todo bien ordenado, como para que Federico pueda hacerse cargo… —la gorda dejó la oración en vilo, regodeándose casi hasta niveles eróticos en la expectación que, sabía, había creado en él. Julián lo notó, y la odió un poco por eso—… voy a consultar con los socios, a ver si podemos pasarte conmigo, al área administrativa. Hace rato que necesito a alguien eficiente y confiable para que me dé una mano como mi asistente. ¿Qué te parece?

La Bellenger le sonrió mientras se ofrecía a abrirle las puertas del paraíso prohibido.

Después del Purgatorio te ofrezco el Edén, pensó Julián. Pero no escuchó ningún coro de ángeles cantando a su alrededor, ni sintió el impulso de postrarse en gratitud y beatífico recogimiento.

—Le agradezco por la oportunidad que me da —se limitó a responder—. Y me comprometo a seguir dando mi mejor esfuerzo.

María Cristina apagó el cigarrillo muy lentamente, retorciendo la colilla contra el cenicero sin quitarle los ojos de encima. Una vez más, volvía a meterse en el papel de la “femme fatale” entrada en carnes.

—Estoy segura de que no me vas a decepcionar, bombón.

 

 

3

 

Los tres legajos faltantes para completar la caja P-014, los mismos por los que había vuelto el archivo patas arriba la noche anterior (y por los que había recibido también el doloroso recuerdo en su mano derecha, que por momentos no podía parar de rascarse) aparecieron prolijamente apilados sobre su escritorio, poco después del mediodía. Julián se los encontró al volver del almuerzo, en compañía de una nota garabateada a mano:

Para que no andes metiendo la mano donde no debés. La próxima vez que necesites algo, pedímelo. ¡Zapallo!

No necesitó leer la firma para imaginarse al autor, cuya mueca burlona creyó ver en cada palabra, en cada trazo apresurado sobre el papel.

Sonriendo para sí, marcó el número del interno de Fede con ánimo de darle las gracias, pero nadie levantó el tubo en su oficina. Recordó que al susodicho también solía vérselo mateando con los conductores, y llamó a la central de patrulla.

—Salió —le informó el Alemán, con su usual laconismo—. Fue a retirar un pedido de uniformes. Se llevó la camioneta.

Se produjo una pausa del otro lado del tubo; Julián calculó que Kraus sopesaba entre preguntar o no lo que al final acabó preguntando:

—¿Está bien, Kumorkiewicz? ¿Necesita algo?

Le respondió que no, que todo estaba bien por ahí y que en lo que iba del día no había visto hordas de arañas llevando ningún gato muerto. Lo dijo en un tono despreocupado y chistoso, seguido de una risa artificial que no tardó en morir en su garganta. Pues en su mente volvía a ver el último anaquel de la fila, silencioso y avizor desde el rincón más oscuro del archivo. Y comprendía, al hacerlo, que su broma no tenía un carajo de gracia.

Sobre todo porque desde ayer que no veo al pobre “Betún”.

—Está bien, Kumorkiewicz. Cualquier cosa que precise, llame.

El Alemán colgó, dejándolo maravillado con la impecable pronunciación de su apellido. Aunque, reflexionó ácidamente irónico, quizá el mérito no fuese suyo sino de sus genes, de su herencia. La llamada “memoria racial”.

A fin de cuentas, su abuelo bien pudo haber conocido al mío. A los alemanes se les daba por visitar Polonia en aquellos días.

Serían alrededor de las siete cuando, vencido por una curiosidad trocada por poco en desesperación, sumada al malsano y a la vez tan humano impulso de hacer lo indebido en pleno conocimiento de ello (como olerse los dedos inmediatamente después de haberse rascado el culo) Julián avanzó con paso lento hasta el último anaquel del archivo.

El gigante de hierro seguía ahí mismo, inmóvil al amparo de las sombras, engalanado bajo blancas guirnaldas de telarañas. A Julián le empezó a picar furiosamente la mano no bien dio el primer paso, una sensación que fue en aumento conforme se iba acercando. Esta vez fue mucho más cauteloso, y recorrió con los ojos el costado del mueble antes de agarrarse de la abrazadera. Cuando se inclinó hacia atrás para dar el tirón con las dos manos, el anaquel cedió casi sin oponer resistencia. Se deslizó por encima de las guías más de lo planeado, estando a punto de chocar con el siguiente de la fila.

Julián se asomó al espacio que había dejado libre: un pasillo formado por el escaparate a la derecha y la pared de la habitación a la izquierda, de casi dos metros de ancho por cuatro o cinco de largo y empapado de un hedor húmedo, mohoso. Lo hizo con el corazón en vilo y un alarido a la espera, sin dejar de rascarse la mano, preparado para el horror que podía, o más bien que esperaba, encontrar.

Se sintió un poco decepcionado al encontrarse sólo con un piso polvoriento, con telarañas sobre techo y paredes (pero ninguna de ellas albergando gorriones muertos, murciélagos ni palomas) y con algunas arañas que, espantadas por la brusca intromisión del humano, huyeron trepando en ambas direcciones (mas no tan grandes ni mucho menos tantas como para cargar con el cadáver de un gato).

La decepción inicial fue cediendo terreno al alivio. Lo había imaginado todo, alucinando en su estado febril después de la picadura de la araña. Y de hecho la pared del fondo que hacía esquina con la de la izquierda presentaba una gran mancha de humedad, que él sin duda había tomado por la siniestra boca de una cueva por donde entraban y salían cientos de arañas, y por la que estas mismas se habían llevado el cuerpo rígido de “Betún”.

Julián empezó a reír. Fue una carcajada solitaria que levantó eco en la habitación vacía. La mano le picaba cada vez más, y se rascó hasta hacerse sangre.

—¡Ah! —soltó el quejido, al desprenderse la costra de la pequeña herida.

La exclamación se le ahogó en la garganta, a medias entre la boca y el pecho, y trastabilló como un borracho cuando el impacto le aflojó las rodillas. Fue como si el súbito ramalazo de dolor lo hubiese abofeteado con fuerza, despabilándolo para que contemplara la verdad frente a sus ojos.

—Dios… —murmuró. Aunque Dios, si existía, no tenía nada que ver con aquello.

El último anaquel, las paredes, el suelo… todo rezumaba arañas. Las había diminutas y también más grandes que la mano de un hombre; las había negras, las había pardas e incluso moteadas, peludas y no tanto… Ora subían y ora bajaban deslizándose por sus telas, ora se amontonaban unas sobre otras para dar vida a la superficie ondulante que alfombraba el camino hasta la boca de la cueva, que siempre había estado allí.

Supo (sin saber realmente por qué) que la entrada a la cueva marcaba un límite, una frontera invisible entre el mundo prosaico, racional, que conocía y otro diferente, mucho más antiguo y terrible. Y al mismo tiempo atrayente.

Su mano lastimada ardía y la sangre le corría limpiamente en un finísimo hilo rojo oscuro, que ya goteaba siguiendo la línea de su muñeca. Julián la ignoró. Por encima de su cabeza volvía a tejerse el viscoso entramado blanquecino, del que colgaban las carcasas resecas de insectos, aves y roedores. Y al final de ese corredor de pesadilla, la boca de la cueva que se abría ante él. Sugerente como una vagina deseosa, húmeda, ávida de ser penetrada.

Y él avanzó por encima de la alfombra viva que crujía y se deshacía bajo el peso de sus pisadas, dispuesto a complacerla.

 

 

4

 

Pensó que en verdad se trataba de otro mundo, ya que lo que halló al cruzar la boca de la cueva no respondía a la realidad del suyo. ¿Cómo podía explicar, si no, el encontrarse en el interior de una caverna natural, parado sobre un piso de tierra blanda, arcillosa, y rodeado por escarpadas paredes de roca viva?

—Dios… —invocó nuevamente en vano, pues el mencionado no tenía voz ni voto en esos dominios.

Cada centímetro cuadrado del techo de la vasta galería estaba cubierto por telarañas, gruesas como redes de pesca. La luz que llegaba desde el otro lado era escasa, pero le permitía adivinar los contornos, las formas que de allí colgaban: ratas, gatos e incluso perros callejeros, presas de mayor tamaño que la benevolente penumbra le impedía distinguir con claridad. No lo necesitó para saber que el pobre de “Betún” se contaba entre ellas.

—Dios… —repitió por tercera vez, cambiándolo luego por un mucho más adecuado:

—La puta que lo parió mil veces

Aquí no había arañas en el suelo, ni en las paredes. Pero cientos de ellas, tantas o más que en el pasillo, recorrían el denso dosel de telarañas tejidas entre las estalagmitas, creando la espeluznante ilusión de un techo vivo, pulsante, que hervía en constante movimiento.

Varios metros por delante, hasta donde arañaban los últimos vestigios de luz con las puntas de los dedos, la galería parecía desembocar en otra aún mayor. Y una suposición espantosa asaltó la mente de Julián.

Si las presas de estos bichos van creciendo a medida que me voy adentrando… ¿con qué me voy a encontrar ahí?

No quiso imaginárselo, ni mucho menos comprobarlo. Resistiéndose al irracional impulso que lo instaba a seguir adelante, a continuar explorando ese recién descubierto mundo de pesadilla, Julián dio media vuelta y dejó tras de sí la galería, así como el pasadizo oculto atrás del último anaquel del archivo.

Salió con pasos largos y presurosos, casi corriendo, y estuvo a punto de chocar contra una montaña humana que le bloqueaba el acceso a la puerta. La montaña vestía uniforme negro, de conductor. La oscuridad le caía sobre la cara, como una máscara de sombras.

—No debió volver ahí, Kumorkiewicz —le dijo la montaña, y él no necesitó verle el rostro para reconocer al Alemán Kraus. Ni más advertencia que el dejo de amenaza en su voz para retroceder y ponerse a la defensiva.

Algo que probaría ser una acertada decisión.

El Alemán se adelantó dos pasos. En cuanto lo vio pasar por debajo de una bombilla, Julián advirtió que algo andaba mal con su rostro. Tal como le había pasado con el corredor minado de arañas, en este caso también el velo de la ilusión se descorría para permitirle echar un vistazo a la realidad escondida del otro lado.

En primer lugar, el gigantón que se le acercaba con los brazos extendidos y las manos imitando garras no poseía dos ojos sino seis; ojos redondos, brillosos y completamente negros, distribuidos de dos en dos a lo largo de su gran cabeza calva.

En segundo lugar, su quijada era prominente a niveles caricaturescos y la barbilla sobresalía como la de un superhéroe de dibujos animados.

—Debió hacernos caso, Kumorkiewicz. E haía io ejor…

No llegó a entender la última frase, más que nada porque la quijada de Kraus acababa de partirse en dos a la altura del mentón, separándose en un par de afiladas mandíbulas aracniformes. Completando el horror, la camisa del uniforme se le desgarró a los lados y dos pares extras de extremidades brotaron de su torso. Cuatro apéndices largos, negros y nervudos, cubiertos por una capa de vellos gruesos como alambres.

—Eió ha´ernos aso, Umorie´iz —repitió ininteligiblemente esa monstruosidad, híbrido grotesco entre una araña y un hombre de ciento diez kilos.

Julián soltó un alarido y corrió, intentando rodearlo para ganar la puerta. Kraus, o la cosa que alguna vez había aparentado serlo, probó que podía ser rápido cuando lo necesitaba. Una de sus nuevas extremidades restalló como un látigo y lo alcanzó a mitad de camino. Julián sintió un golpe muy fuerte a la altura del pecho, que lo dejó sin aire y lo arrojó hacia atrás, hasta dar con su espalda contra uno de los anaqueles donde quedó tirado y semidesvanecido.

El monstruo se le acercó raudo. Ya no se molestaba en caminar como el hombre que no era, sino que se desplazó sobre seis de sus ocho miembros, dejando los brazos libres y el tronco ligeramente arqueado. De este modo avanzó velozmente, las mandíbulas rasgando el aire en furiosos chasquidos con cada séxtuple paso que daba.

En dos segundos lo tuvo encima. Las ideas de Julián apenas empezaban a aclararse después del golpe cuando se sintió alzado en vilo como un muñeco, aferrado por cuatro extremidades de las cuales sólo dos eran humanas. Dos apéndices largos, flexibles y fuertes como cables de acero lo sujetaron por debajo de las axiles, mientras que las ya conocidas manazas de Kraus rodeaban y oprimían su garganta. Motas negras empezaron a aparecer delante de sus ojos, enturbiando una visión que nunca llegó a aclararse del todo.

Julián gruñó, jadeó, pataleó… mientras luchaba por respirar, decidió que quería seguir viviendo. Para arreglar las cosas con Valeria, para ver nacer a su hijo, para verlo crecer. Para convertirse en un padre y, si ella lo aceptaba de nuevo, también en un marido. Era tanto lo que le ofrecía la vida, que no podía permitirse morir ahí, en ese archivo mohoso y por la mano de ese monstruo. Sus manos treparon, frenéticas, por la estantería que tenía a sus espaldas. Sus dedos se aferraron a una de las cajas, hundiéndose como garras en el cartón corrugado, y tiraron de ella con toda la fuerza de sus hombros.

La dejó caer sobre él, estrellándose contra la calva de Kraus en una nube de polvo, desfondándose luego en una lluvia de gruesos libros de sueldo que cayeron en todas direcciones. El golpe no lastimó a la criatura, pero por lo menos la aturdió lo suficente como para que Julián pudiera zafarse de su abrazo. Cayó al suelo, se alejó reptando sobre rodillas y manos y en algún momento logró recuperar la verticalidad. Entonces echó a correr.

Corriendo ganó la puerta del archivo, la abrió de un tirón casi sin detenerse y pasó al otro lado. Le quedaban menos de cinco metros para trasponer la mampara de chapa y salir al pasillo del depósito. Y de ahí, al patio. Y de ahí a la seguridad de la calle, lo más lejos posible del infierno en miniatura que albergaba ese archivo de mierda.

El golpe vino desde el otro lado de la mampara, y no lo vio llegar hasta una fracción de segundo antes de recibirlo en pleno rostro. El golpe le hizo voltear la cabeza y girar en el mismo sentido, rebotando contra la pared antes de irse de bruces al suelo, en medio de una arcada de sangre y esquirlas de dientes. Tenía la mandíbula rota. Lo sabía con certeza y no a causa del dolor (estaba demasiado cercano a la inconsciencia como para sentir alguno), sino de la sensación de que algo colgaba suelto de su rostro.

Su atacante se le acercó por detrás y lo dio vuelta con el pie, poniéndolo de espaldas. Tres figuras idénticas danzaron en círculos ante sus ojos; las tres sostenían un martillo en la mano derecha. Y las tres lucían un tatuaje en el mismo antebrazo. El tatuaje de una araña, y no de una estrella como había creído al principio.

—Ay, flaco… ¿a vos te parece que hayamos tenido que llegar a esto?

No le hizo falta enfocar la vista para reconocerlo. Ni para imaginar la odiosa, irreverente sonrisa que seguramente le adornaba la cara.

Por detrás de su cabeza, escuchó pasos y rasgar de patas gigantes provenientes del archivo. Se encomendó una cuarta vez a Dios, y al parecer éste le concedió la gracia del desmayo.

 

 

5

 

Lo despertó el dolor de la mandíbula rota, una agonía inenarrable que le surcaba el cráneo, desde el mentón hasta las sienes. La boca, destrozada, oscilaba desarticulada al final de su rostro. Fragmentos de dientes partidos poblaban sus encías, como una aldea en ruinas después de un bombardeo, y babeaba sin control por las comisuras de los labios. Saliva mezclada con sangre.

Todo eso dejó de importarle en cuanto cayó en la cuenta de su situación y del entorno que le rodeaba.

Se encontraba desnudo, con brazos y piernas extendidos formando una “X”. Cual rana lista para su disección. Estaba colgando del aire, pegado a una telaraña gigantesca, blanca y viscosa, que parecía extenderse hasta donde alcanzaba la vista. El mundo en derredor se limitaba a una caverna sin fin, cruzada una y otra vez por la colosal red de telas de araña. Decenas, quizá cientos de seres humanos pendían de esa misma red, sus formas silenciosas se perfilaban aquí y allá, por encima y por debajo. Ninguno se movía.

Julián descubrió, no sin un estremecimiento, que de todos ellos él era el único con vida. Los otros no eran sino momias marchitas, cuerpos despojados de sus fluidos más vitales, algunos inclusive de sus carnes, tendones y músculos, reducidos a pilas de huesos que sólo la tela que los aprisionaba daba también cohesión.

¿Cuántos, de entre tantos despojos, habrían ocupado el mismo puesto que él? ¿Cuántos encargados de ese archivo maldito colgaban allí, como adornos de un nefasto árbol de navidad gigante, tras descubrir la verdad detrás del último anaquel?

Un par de metros por encima, su mirada se cruzó con la de una calavera. Sus cuencas vacías no le ofrecieron respuestas.

Le tomó unos minutos rastrear la fuente de luz, sin la cual la caverna habría estado sumida en las más profundas tinieblas. Provenía de un punto ubicado abajo y a su derecha. Aunque lo hizo muy lentamente, girar la cabeza en esa dirección lo obligó a soltar un gemido cuando, por culpa de la inercia, su quijada suelta se balanceó en un dolorosísimo péndulo. Un chorro de saliva y sangre se le escapó por el borde; tuvo que toser para evitar tragarse uno de sus dientes.

Al final lo vio: unos veinte metros o más por debajo de donde colgaba su cuerpo crucificado de la telaraña, un hueco se abría en la pared de roca de donde también brotaba una saliente que se adentraba un par de metros en la caverna, como un puente inacabado.

Había un grupo de personas paradas al final de ese puente, cinco para ser más exacto, de las cuales sólo reconoció la figura larguirucha de una de ellas.

Achicó los ojos para aguzarlos. ¿Llevaban linternas? No, eran velas. Cada uno sostenía en alto una vela encendida con gesto solemne, siendo el mismo Federico quien encabezaba esa especie de ceremonia religiosa.

No eran velas de cera comunes, de las que uno compra en el kiosco para prevenir los cortes de luz. Despedían columnas de espeso humo negro al arder, así como el hedor dulzón de la grasa quemada.

La luz de aquellas velas también le permitió vislumbrar las sombras, que permanecían agazapadas en los límites de la penumbra. Sombras móviles, escurridizas, merodeando sobre la red de telarañas, desplazándose sobre ellas con escalofriante ligereza. Captó un atisbo momentáneo de una de las más cercanas; el reflejo de las llamas le devolvió una visión pavorosa, que le obligó a volver bruscamente la cabeza a pesar del dolor de la fractura.

Una criatura como en la que había visto convertirse a Kraus, un monstruo híbrido entre hombre y arácnido, lo acechaba acuclillado desde la oscuridad, sujetándose a la tela con los cuatro apéndices que surgían de su torso desnudo, sus tres pares de ojos bulbosos contemplándolo sin parpadear.

Y había más, muchos más, que lentamente se acercaban hasta su lugar de cautiverio. Julián primero contó cinco, luego ocho, luego diez… y seguían surgiendo, vomitados de los rincones más oscuros de la colosal cueva, hasta conformar una multitud de formas agazapadas. Rodeándole, expectantes.

Las lágrimas afloraron a los ojos de Julián. Su tibieza salada se mezcló con la de la sangre que chorreaba de su boca desencajada. Sollozó en un mudo gemido. Tenía la certeza de que en cualquier momento estarían sobre él, despedazándolo entre sus mandíbulas. Podía oír sus chasquidos hambrientos, cada vez más cercanos.

En esa telaraña monstruosa, la mosca era él.

Pero llegado un momento, y como obedeciendo a una señal imperceptible, todos ellos se detuvieron. Quedaron inmóviles, abrazados a la tela con sus apéndices sin atreverse a avanzar un centímetro más.

Aquél banquete no era para ellos: pertenecía a la Madre.

Ella hizo su aparición, finalmente. Trepó fuera de su antro, hundido en las profundidades más recónditas de la caverna, y fue precedida por un leve temblor en la red de telarañas, que creció en intensidad conforme ella se iba acercando. Para cuando apareció en el campo de visión de Julián, la red vibraba con tanta fuerza que su cuerpo cautivo oscilaba sin control. De abajo a arriba, de arriba a abajo, cual sujeto a una banda elástica gigante.

Ella era grande. Y hermosa además; sus hijos no podían dejar de admirar, extasiados, su terrible belleza. Añoraban el momento en que alguno de ellos tendría el privilegio de fecundarla, para después ofrendar su vida entre sus mandíbulas.

A través de ojos empañados por el llanto, Julián la vio acercarse. Negra e inmensa, triplicaba en tamaño a cualquiera de los otros, de extremidades larguísimas y piel brillante como la laca. Avanzaba lentamente sobre la tela, balanceándose sobre ella, contoneando el cuerpo en una danza cargada de sensualidad, rítmicamente acompañada por el vaivén de sus senos grandes, pesados.

Julián sintió cómo su pene se erguía, cómo se tensaba en una insólita y desaforada erección, hasta ponerse más duro de lo que nunca había estado con ninguna mujer. Ni siquiera con Valeria.

La Madre trepó hasta donde él estaba. Se sostuvo de la red con las patas y estiró el torso para ponerse a su altura. Tres pares de ojos negros con matices sanguíneos se clavaron en los suyos, llenándole a la vez de espanto y deseo. Detrás de esas mandíbulas descomunales, semejantes a dos cimitarras serradas, se insinuaba una sonrisa de mujer.

Julián se perdió en esa sonrisa lujuriosa, cargada de promesas. Su cuerpo se convulsionó. Eyaculó en una violenta explosión de semen, al mismo tiempo que las mandíbulas de la Madre le desgarraban la tapa de los sesos. Sus piernas todavía temblaban con los últimos ecos del orgasmo mientras le devoraba el cerebro.

Desde una respetuosa distancia, sus hijos aguardaban pacientes. Ya llegaría su momento de tomar parte en el festín.

 

 

6

 

El teléfono sonó por lo menos cinco veces antes de que María Cristina Bellenger se decidiera a levantar el tubo. Al final lo hizo, sin dejar de lamentar que su proyecto de un asistente no hubiese llegado a buen puerto. Después de todo, ¿cómo podía dirigir eficazmente la oficina de personal y a los más de dos mil empleados bajo su cargo sino hacía más que atender el teléfono?

Chupó su cigarrillo con aire aburrido; del otro lado del tubo, una chica le preguntó por alguien que ya no trabajaba ahí. Ella no perdió tiempo, y repitió la sempiterna fórmula para esos casos:

—¿Kumorkiewicz, Julián Martín? Sí, esa persona trabajó para la empresa, pero no trabaja con nosotros desde mediados de marzo de este mismo año.

Su interlocutora no se dio por vencida. Su voz denotaba más desesperación que insistencia.

—Disculpe la molestia, señora, pero habla la… bueno, la novia de Julián. Estoy… estoy esperando un hijo suyo y… —hubo una pausa que sonó a sollozo, la Bellenger revoleó los ojos y echó el humo por la nariz— …y no lo puedo encontrar por ningún lado. Ya no alquila más en el departamento y tampoco puedo comunicarme al celular…¿usted no sabría decirme si…?

—Perdone, pero no puedo proporcionarle ningún domicilio ni teléfono. La única información que el área de personal puede brindarle es la verificación laboral que le acabo de hacer. Buenas tardes.

Colgó el teléfono sin dar lugar a más preguntas. O a más sollozos, que sabía que los habría. La Bellenger aplastó el cigarrillo, hastiada. Era una verdadera lástima que lo del asistente no funcionara.

“Qué se le va a hacer”, pensó en voz alta. “Ya habrá otros.”

Resignada, hizo bailar con el pulgar derecho el anillo que adornaba el dedo corazón de su misma mano. Llevaba engarzada una araña de oro, que a primera vista más de uno confundía con una flor.

 

 


Jorge Del Río vive en la ciudad de Bahía Blanca. Está casado y tiene un hijo. Es docente de lengua inglesa y posee estudios inconclusos de Derecho, aunque se desempeña laboralmente en el sector de RRHH de una compañía multinacional. La lectura y, como consecuencia de ella, la escritura de ciencia ficción, fantasía y horror (y algo de policial también) se cuentan entre sus aficiones.

Lleva escritos varios relatos de género fantástico y de terror (todos ellos, de momento, inéditos), así como una novela de ciencia ficción y cuatro de fantasía (estas últimas estuvieron a punto de ser publicadas por una editorial independiente española, pero la crisis económica de ese país obligó, lamentablemente, a congelar el proyecto).

Ya hemos publicado en Axxón su cuento LUSCA.


Este cuento se vincula temáticamente con EL FUMIGADOR, de Adrián Lorea y LA CUCARACHADA, de Cristian J. Caravello.


Axxón 262 – enero de 2015

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Terror : Animales, transformación : Argentina : Argentino).

“Demasiado tiempo”, Alejandro Alonso

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ARGENTINA

 

 

a Horacio Olivieri

 

 


Ilustración: Tut

Los últimos treinta pasos confirmaron mi sospecha: la casa de Manuel había sido azotada por una nueva tormenta de descuidos y de ausencias, tal vez una nueva depresión. Lo cierto es que ya comenzaba a acostumbrarme.

Las flores del jardín habían desaparecido bajo una gruesa mata de pasto amarillo y el óxido se explayaba sin dificultad, ganando las rejas de la calle.

Crucé el portón principal y me interné en la neblina, que a esta altura parecía ser patrimonio exclusivo de Manuel.

Subí los cuatro escalones del alero, o lo que quedaba de ellos. Entonces vi una puerta de roble, bastante parecida a la de la entrada, sólo que mucho más magullada y con señales de haber sido arrancada de cuajo. Estaba apoyada contra la pared, junto a lo que había sido el cantero de las rosas.

Al acercarme a la puerta, pude oír por fin la voz de mi amigo que me hablaba desde el interior de la casa. No sonaba normal.

—Algunos objetos no dejan estela —me explicó con naturalidad.

—¿El qué? —balbuceé desconcertado.

Volví sobre mis pasos y me acerqué a la ventana. La niebla también había invadido el interior de la casa. La puerta de entrada estaba entornada.

La voz de Manuel volvió a reverberar desde dentro.

—Bueno, no, está bien. Subí que te explico.

La puerta terminó por abrirse y pude ver fugazmente el fantasma de mi amigo devorando escalones rumbo a las habitaciones del primer piso. Presentí una broma de Manuel. Después de todo, fuera lo que fuese que estaba sucediendo, no era una depresión.

El living estaba desierto y, como dije, trágicamente copado por la neblina. Entré despacio, yo no sabía en qué momento iba a saltar la liebre.

Cuando estaba llegando a la escalera pasó a mi lado, pero sin verme, con dirección al laboratorio de planta baja. Era Manuel, sin dudas.

De alguna forma atravesó la puerta sin abrirla, y se perdió segundos después en un fogonazo sordo que disipó momentáneamente la bruma, al tiempo que una voz —la de Manuel, claro— volvía a llamarme desde el primer piso.

—Arriba, subí que estoy en el estudio.

Corrí por los escalones, no sé bien si por miedo o por curiosidad, hasta la entrada del estudio. Empujé la puerta.

Eso creo.

Fue como si aquella hoja de madera se desdoblara en media docena de puertas idénticas, que se fueron abriendo en perezoso desfasaje. En ese momento atribuí el efecto a la bruma. Sólo pude ver la verdad al día siguiente, al recapitular lo sucedido.

—Pasá —me dijo Manuel—, antes de sentarte tanteá bien las sillas.

¿De qué me está hablando el delirante éste?

No lo supe hasta que fui a dar contra el piso de alfombra y la carcajada de Manuel estalló de la nada en mis oídos.

—¡Hologramas! —exclamé—. Ya los conocía, ¡qué gracioso!

—No —dijo él, reponiéndose con alguna dificultad de la risa y de la tos—, lamentablemente es algo un poco más complejo. Esperá un minuto y no te muevas.

Ante mis ojos la bruma se asentó, y fue como si todo mi cerebro entrara en foco. La silla se esfumó en una estela grisácea, para perfilarse con toda claridad dos metros más a mi derecha.

De la misma manera, la figura de Manuel se hizo más clara.

—Ya se está yendo la bruma eventual —me aclaró.

—¿La qué? —grité aturdido.

—Parece que es lo único que sabés decir.

—¿Vos no estabas abajo?

—No —observó su reloj—. Eso que viste es una estela… lo mismo que la silla.

—No entiendo, ¿un holograma?

—Sentáte en el sofá. No se movió nunca, así que no es una estela —aseguró, mientras se movía en mi dirección—. A propósito, ¿qué día es hoy?

Entonces pude apreciar la estela de la que tanto me hablaba. Mientras él me daba la mano, un Manuel —treinta segundos desfasado— me indicaba el sofá para que me sentase, y el Manuel de un minuto y medio antes se desternillaba de la risa y la tos, al tiempo que otro medio centenar de figuras vagaba por la sala en todas direcciones, imitando perfectamente a sus predecesores.

Lo peor era el eco de las palabras, que rebotaba en el aire y se repetía sin ningún concierto ni orden.

—Hoy —musité en un hilo de voz— es veinticuatro de octubre de…

—¿Veinticuatro? Faltan dos días —anunció, mientras Manuel —treinta segundos antes— se acercaba a estrechar mi supuesta mano y Manuel —¿quiénpuede saber cuál de todos ellos?— no paraba de reírse y de toser.

—Dos días… ¿para qué?

—¿No notás nada raro?

—Hay muchos hologramas tuyos…

—¡Cortála con lo de los hologramas! No tiene nada que ver (que ver…. que ver… no tiene nada que ver…) Voy a tratar de estar quieto para no generar estelas (estelas… telas…)

Al punto, un ejército de Manueles se dirigió al sillón del escritorio. Una a una, las estelas se fueron sentando en las faldas de mi amigo.

—Empecemos por el principio —dijo—. Hace cinco años y un par de meses que trabajo en un proyecto. Yo lo llamé el Trascendor. Física pura mezclada con algo de energía. ¡No! Con mucha energía… En fin, como sea, nunca llegué a realizarlo por culpa de una variable periódica y por falta de energía suficiente. Hasta que hace unos meses encontré la respuesta consultando viejas series trigonométricas y después…

—Lo que traducido al castellano significa…

—Ah, sí disculpáme. Sos bachiller, no matemático.

—¡Andá a compadecer a tu abuela! ¿De qué se trata el Tracindor ése?

—El Trascendor es un redimensionador, abre ventanas a la dimensión temporal. Digamos que, desde hace unos días, soy habitante de la cuarta dimensión.

Preferí no preguntar hasta que terminara de hablar. De todos modos no se me ocurría nada sensato que decir.

—Todo funcionó bien, excepto por dos detalles. Por un lado, la fuente de energía fue más grande de lo necesario, lo que ocasionó que no sólo trascendiera yo, sino también toda la casa y hasta parte del espacio aéreo. Además… no sé muy bien como encarar el proceso inverso (…verso… inverso… proceso inverso…).

—Comprendo —acoté, sin comprender absolutamente nada.

—Lo milagroso del caso —agregó, mientras el último de los Manueles se fundía definitivamente con su creador— fue que la trascensión no afectó a ninguna casa vecina, ni a ningún coche o transeúnte. Es un consuelo (consuelo… suelo).

—Y las sillas de chasco, y tu imagen desfasada, ¿qué son?

—Ah, sí. Gran parte de la casa se encuentra envuelta en lo que yo llamo Bruma Eventual. Es el conjunto de estelas que fuimos dejando yo y los otros elementos de la casa y los insectos y pájaros, allá afuera, y se debe a la saturación de presencias temporales dentro de la dimensión real (dimensión… mención real…).

—Clarito, clarito.

—Ya viste que al moverme dejo estelas de mí mismo. Todo dentro de esta casa genera estelas de estados temporales anteriores. Las estelas de un día atrás son débiles, casi imperceptibles. Las de hace un minuto se ven como yo mismo. En fin. Si cada estela ocupa un lugar en la dimensión real, y son bastantes, entonces se genera la neblina. Eso no hubiera sucedido si la trascención hubiera tenido una fuente de energía continua. De haber sido así, pues ya no me verías… Ni yo a vos.

—Y entonces —me moría de incertidumbre, pero por dónde empezar a preguntar—, ¿qué sos?

—Hummm, la máquina no era perfecta y creó una especie de híbrido temporal. Yo, esta casa… Las limitaciones de la máquina hicieron que yo habitara simultáneamente en un radio de cinco días. Cinco antes y cinco en el futuro, a partir del día de la trascensión. Es por eso que hace rato te pregunté qué día era, cuesta recordarlo.

—Y las estelas ¿qué son?

—Son como la resaca de dimensiones paralelas más próximas, para decirlo de un modo vulgar.

—No comprendo, probá la explicación científica.

—¡Bachiller tenías que ser!

—¡Mirá quién habla!

—La disgresión temporal debió hacerse a una energía muy elevada y continua. Lo primero es imposible, no dispongo de tanta energía pura. Lo segundo tampoco es posible en la práctica, deben usarse pulsos de muy alta tensión a frecuencia muy alta. La falta de energía continua originó la aparición de estelas temporales. La máxima energía que pude lograr, lejos de ser infinita, sólo me permitió una trascensión de cinco días… ¿Capito?

—Bueno, está bien. Te quedan piolas las estelas. Son llamativas.

—No me cargués (cargués… me cargués…)

Traté de acomodar mis ideas, pero no logré grandes resultados en aquel silencio corto que siguió a las declaraciones de Manuel. Él me observaba, como esperando mi lenta digestión. Por suerte no acotó nada más en ese momento.

Sólo pude comprender que, primero: mi amigo había emprendido un experimento, que algo había salido mal y que él había quedado así. Híbrido temporal, había dicho. Segundo: no sabía cómo encarar el proceso inverso.

Las pocas cosas que puse en claro me inquietaron más.

—Antes dijiste que faltaban dos días, ¿a qué te referías?

—Sí, dije eso. ¿Estás preparado para escuchar el resto?

El piso se sacudió bajo mis pies. La cabeza me dio vueltas y todo mi cerebro se desenfocó antes que yo mismo supiera con exactitud lo que sucedía. Tuve náuseas y ganas de vomitar. Yo, que siempre fui de estómago fuerte.

—¡Por Dios, Manuel! No te muevas.

—Disculpáme, por favor. A veces me olvido (olvido… a veces me olvido… olvido).

—¿Qué pasa?

—Las estelas pueden marearte si me muevo violentamente. Lo sé porque cada vez que veo mi estela entrando al laboratorio me pasa lo mismo. No tuve tiempo de investigar ese efecto colateral todavía.

—¿Qué es esa estela tuya? —me apresuré a preguntar. De alguna forma sabía que si no formulaba las preguntas a medida que se me ocurrían, las olvidaría sin remedio.

—Es otro fenómeno colateral. Cada cierto tiempo, que he logrado determinar científicamente como un múltiplo de la inversa de la frecuencia de oscilación del Trascendor, aparece una estela mía entrando al laboratorio y efectuando el experimento nuevamente. No sé qué pueda significar.

—¿Y cada cuánto tiempo aparece?

—¿Exactamente? —preguntó con cierta incredulidad, como si se tratara de un examen de la universidad.

—Dejá, no importa. En realidad no es importante…

—No, si querés te lo explico. Se trata de un cálculo sencillo.

—No, olvidáte. ¿Qué vas a hacer?

—No sé, pero todavía me quedan dos días…

Los dos miramos por la ventana, ya estaba oscureciendo y la bruma hacía más lúgubre el jardín de Manuel. La tarde se había disuelto en discusiones de física y tiempo. Diálogo que, en otras circunstancias, yo no habría soportado. Pero se trataba de un amigo, y estaba en dificultades.

Entonces volví a recordar aquella cuestión pendiente.

—Te quedan dos días, ¿para qué?

—Se está haciendo tarde, y el tema es que quisiera repasar algunos datos antes de mañana. Podrás regresar mañana, más o menos a esta hora. —Me dio la espalda, pero luego pareció arrepentirse—. Antes de entrar aclaráme que es tu segunda visita. No te olvides que estoy viviendo todo en un radio de cinco días en forma simultánea… A veces creo que ya te hice esta advertencia antes.

Manuel se levantó lentamente y se dirigió a la puerta que daba al pasillo. Me acompañó escaleras abajo y me despidió casi en silencio, haciéndome prometer que volvería.

Cuando me alejaba, un fogonazo sordo iluminó las ventanas, de la misma forma en que lo había visto tres horas atrás.

La bruma se fue disipando hasta desaparecer casi del todo en la puerta de calle. Lo cierto es que nadie que viese la casa desde la calle podría sospechar que ahí había una ventana en el tiempo.

 

 

No dormí bien aquella noche. La imagen difusa de Manuel rondaba mis sueños como un fantasma impersonal y se me ocurre que algo abatido. Pensé mucho en los dos días que faltaban y me quedé dormido antes de dilucidar el enigma.

Luego desperté, tan sólo un par de horas después de la medianoche. Estaba desvelado y con el ánimo renovado, y lo que es más importante: la respuesta había aparecido en mi cabeza.

Faltaban dos días para la trascención de Manuel. No podía ser otra cosa.

Bueno, ahora que lo pienso, podrían haber sido medio centenar de cosas, pero en ese momento me pareció evidente.

No fui a trabajar, me reporté enfermo. Por la mañana me dediqué a dilucidar algunos aspectos oscuros del problema, pero como no sé ni física, ni matemática avanzada, así que no llegué a nada en concreto.

Después del mediodía llegué a la casa de Manuel. Parecía distinta. La estela de la puerta de madera había perdido densidad, era casi transparente, y el jardín estaba menos brumoso.

Un operario de SEGBA[1] improvisaba una bajada desde la línea de alta tensión. Yo lo conocía: un viejo compañero de Manuel. Seguramente debería estar al tanto del experimento.

Manuel salió a recibirme. Su rostro no mostraba alegría, más bien reflejaba una terrible congoja.

—Es imposible regresar —me dijo en un susurro—, para hacerlo necesito mucha más energía de la que usé en un primer momento.

—¿Cómo es eso? —pregunté, como si yo pudiese remediarlo.

—El factor temporal-nominal que en el proceso directo multiplica, es de orden exponencial menos veinticinco. En el proceso inverso divide, haciendo infinitamente más grande la cantidad de energía.

—Y sólo te queda un día para evitar trascender…

—Sí, veo que lo adivinaste, bachiller. En realidad estoy viviendo en el pasado… en mi propio pasado… (mi propio pasado… pasado…)

Una imagen de Manuel atravesó la sala y penetró en el laboratorio. Poco después un resplandor sordo invadió el ventanal.

—La clave, creo yo, está en esa estela… —dije, y me asombró haber llegado a tamaña conclusión.

Manuel entró en la casa, mientras un hilo de voz suya se perdía entre las estelas que había generado. Yo lo seguí, tratando de sobreponerme al mareo.

—Tenés razón (razón… razón… zon…) —afirmó después de un rato de silencio—, todo está allí, en el laboratorio.

De pronto una sombra se interpuso en el umbral de la puerta. El antiguo compañero de Manuel habló.

—Manuel, todo está listo.

—Gracias —dijo mi amigo, la garganta reseca por la emoción.

—No me siento bien abandonándote, pero si insistís… ¡Suerte!

Dio media vuelta y se fue moqueando. Manuel lo miró en silencio. Sólo cuando su compañero atravesó el portón se volvió hacia mí.

—Vos también tenés que irte —me suplicó en un hilo de voz y de ecos—, voy a intentar trascender nuevamente. De ese modo puedo agrandar el radio y correr el eje de la trascención hacia el futuro. Eso me dará más tiempo para pensar.

—Al menos eso podés hacerlo.

—Si, pero es probable que no me veas más… O que nos encontremos aquí mismo dentro de un par de años, que es el tiempo que pienso trascender.

—¿Qué más puedo hacer por vos?

—Nada, no hagas nada. Andáte antes de que me arrepienta.

Yo me fui, pero no muy lejos.

Todo fue rápido, devastador.

La tierra tembló y cada hora que había vivido en la casa de Manuel regresó en un torrente perturbador. No sé, no creo que haya sido un efecto colateral.

Finalmente la luz lo tragó todo, la bruma tomó un color azulado y viró al rojo. Después tanto la casa, como el jardín, como la reja de entrada, desaparecieron. Dos segundos antes de la implosión final, pude ver cómo aquella puerta arrumbada entre los rosales secos se fundía con la de entrada.

Preferiría no decir más.

Bueno, puedo acotar algo. Una anécdota.

Un año después de aquello volví a pasar por el terreno de la casa de Manuel, que hoy es un baldío. En el centro del descampado, un fantasma repetía la mímica que yo tan bien conocía.

Vos también tenés que irte…

Las voces resonaron, aún después de que la figura desapareciera.

Andáte antes de que me arrepienta…

Y la melancolía de su recuerdo se apoderó de mí.

Ya pasaron tres años de la trascención, y estoy en este terreno que terminé por adquirir para que nadie lo ocupara.

Estoy esperando ese fogonazo. Porque, después de la aparición de aquel fantasma, pude ver mi propia sombra… sentada en esta misma roca desnuda… Haciendo lo mismo que hoy hago yo.

 

 

NOTAS

 

NOTA 1: Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires (nota del editor). [VOLVER]<

 

 

 


Este cuento se vincula temáticamente con LA RUTA A TRASCENDENCIA, de Alejandro Alonso.


Axxón 263 – febrero de 2015

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Tiempo alterado, máquina del tiempo : Argentina : Argentino).

“Conversación con un caballo mecánico”, Floris M. Kleijne

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HOLANDA

 

 

Debo haber divisado al Autómata después de tres días de estar en el Exprimidor. Verlo me alegró. Me venía bien algo de conversación y conocía la manera de lograr que se detuviera y me hablara. Los Autómatas Animales eran fáciles de impresionar.

Lo había visto aproximarse desde lejos, ya que el cruce de caminos estaba en una llanura amplia y virtualmente sin árboles, cubierta de hierba oscura y de tristes arbustos espinosos. De hecho, el único árbol en mi campo de visión era el ubicado a mi derecha, de cuya rama más baja pendía la cadena oxidada de la que colgaba el Exprimidor. Era casi como si el árbol hubiese sido plantado allí deliberadamente para marcar el cruce de caminos. Pero esa idea era una tontería. Por supuesto que era al revés: habían construido el camino que conectaba la Ciudad con el puerto junto al árbol solitario, igual que la autopista paralela a la costa.


Ilustración: Guillermo Vidal

El artefacto con aspecto de caballo estaba acercándose al cruce. Mientras lo veía trotar hacia mí, recorrí el repertorio de deslizamientos y contracciones musculares de medio centímetro que aliviaban la peor parte del dolor y la rigidez. Hasta ahora, mi régimen de ejercicios minimalistas parecía cumplir con su propósito: asegurar que yo no me paralizara en mi posición semi agachada. El Exprimidor no permitía mucho más que algunas crispaciones y movimientos minúsculos, pero considerábamos que con eso era suficiente.

Con cuidado, mucho cuidado, le resté peso a mi nalga derecha apretando los hombros contra los barrotes curvos de ambos lados y contrayendo los músculos de la espalda mientras respiraba lentamente. Cuando sentí que la pequeña pieza de madera comenzaba a desbalancearse, me desplacé a la derecha un poco y volví a quedarme quieto. Perfecto. La mayor parte de mi peso ahora descansaba allí. Sabía que sin esa pieza de madera el estrecho borde del barrote que estaba directamente debajo de mis nalgas me provocaría rápidamente un dolor insoportable. Había intentado empujarla hacia delante y hacia abajo con los pies para aliviar un poco las nalgas, pero había descubierto que me daban calambres y los calambres significaban el fin dentro de ese aparato infernal.

Moví los pies, permitiendo que distintas partes de las plantas presionaran los barrotes horizontales. Deslicé las manos sobre mis antebrazos y roté los hombros. Finalmente, flexioné el cuello y dejé que mi cabeza fuera de un hombro al otro, bendiciendo los crujidos que me decían que mi cuello todavía funcionaba bien.

Después oriné, cerrando los ojos para experimentar el completo alivio de poder vaciarme. Calculé bien el tiempo. Cuando el fluido caliente llegó al charco que estaba a un metro por debajo de mí, oí el gemido grave del Autómata al detenerse y la discordancia mecánica de su consternación.

—Oh —dijo, tan cerca de tartamudear como jamás lo estuvo un Autómata—. Discúlpeme.

—Estás disculpado —murmuré, mientras las últimas gotas caían en el charco. Abriendo los ojos, me tomé mi tiempo para admirar a la criatura.

Decir que era un caballo mecánico sería una grosera exageración. Los Autómatas eran asombrosos de muchas maneras, pero ninguna de esas maneras se relacionaba con la belleza o el encanto físico. Parecía más un asno mecánico, un asno construido de acero templado, poleas, correas de cuero y cables. En este caso en particular, el Animador se había tomado el trabajo de diseñar una boca con una convincente hilera de dientes de hierro oxidado. Tal atención al detalle contrastaba extrañamente con la casi completa falta de revestimiento en el cuerpo. Era casi como si delante de mí hubiera un esqueleto metálico de asno con una musculatura parcial, pero con una cabeza de metal completa. Extraño, sí, pero yo habría podido adivinar quién había sido su Animador aunque no lo hubiese visto casi terminado unas semanas antes. Era una dulce ironía que fuera un Autómata de ese Animador en especial el que se presentaba ante mí, mientras yo colgaba del Exprimidor esperando mi fin. Pero tal vez no era una coincidencia.

—Gracias. ¿Puedo preguntar qué está haciendo allí arriba?

—Esperando la muerte —le dije y luego, tratando de cambiar de tema, añadí—: Te apuesto que puedo adivinar quién te animó, Maestro Asno.

Lanzó una imitación aceptable de un relincho, confirmando la identidad de su hacedor.

—En realidad, siempre me consideré un caballo. —Le habían puesto una voz profunda y nada desagradable que combinaba notablemente bien con su cabeza, aunque no con su cuerpo—.Pero puede llamarme Barno. ¿Quién supone que me animó, entonces?

—Estoy casi seguro de que fue el viejo Petar.

—Está en lo cierto —reconoció Barno, asintiendo con la cabeza para enfatizar—. Petar es mi padre. Muy perceptivo de su parte, señor…

—Hace bastante que no estoy en situación de que me llamen “señor”, pero mi nombre es Markus.

Barno volvió a relinchar y, abruptamente, levantó la cabeza. La ilusión de ver a un caballo sobresaltado fue inquietante.

—¿Markus dijo? ¿Usted es Markus?

Sonreí. Me imaginé el contraste entre la sombría imagen del infame Markus que indudablemente había pintado la Policía y la lamentable figura exprimida que ahora tenía delante. Yo estaba desnudo y lastimado, con costras de tierra y sangre seca en casi todo el cuerpo. Tenía el cabello castaño enredado, la barba enmarañada y debía parecerme más a un Salvaje de Glens que al muy temido salteador de caminos. Incluso de pie, probablemente habría sorprendido y decepcionado a Barno. Con 1,76 metros de estatura, podría haber mirado a los ojos biselados de Barno al mismo nivel, pero no a la parte superior de su cabeza. Tampoco era el manojo de músculos inflados que él debía haber esperado; mi contextura era más como la de un bailarín o montañista profesional, compacta y fibrosa.

Pero lo que más le pesaba, supongo, era el simple hecho de que se me había acercado cuando estaba meando.

—Sí, soy Markus. Y antes de que me lo preguntes: sí, soy ese Markus.

—Entonces es verdad —masculló Barno—. ¡Atraparon a Markus! Había rumores en la Ciudad, pero casi nadie creyó en los informes. La Policía hacía alarde por todas partes, pero incluso ellos parecían estar sorprendidos, como si lo hubieran capturado por accidente. A decir verdad, eso se dice en la calle: que una patrulla policial tropezó con usted cuando estaba dormido en algún sitio. Yo soy uno de los pocos curiosos que se atrevió a venir aquí a echar un vistazo. Y aquí está usted.

—Sí, aquí estoy —respondí con suficiencia, indicando mi circunstancia con un rápido giro de cabeza.

—Si no le molesta que le pregunte, Markus, ¿cómo terminó dentro de ese aparato?

Lo pensé un momento. No me molestaba para nada que Barno me lo preguntara, pero era reacio a revelarle demasiado a un Autómata, aunque fuera un Autómata animado por Petar. Barno parecía ser un Independiente, pero, por lo que yo sabía, Nico lo había encontrado y adoptado, y eso significaba que Nico sabía todo lo que sabía Barno. Me decidí por una sola palabra lo bastante significativa para evitar más preguntas, pero demasiado insignificante para transmitirle a Barno algo de importancia.

—El destino —contesté.

Barno asintió sabiamente.

—Tiene sentido. En su momento, usted se ganó bastantes enemigos. Alguno de ellos tenía que atraparlo, tarde o temprano. Ahora dígame, Markus, ¿cómo adivinó que mi hacedor es Petar?

Lo pensé un momento. La verdad no serviría de nada, pero podía darle a Barno una aproximación.

—No fue una adivinanza, en realidad. El viejo Petar siempre presta especial atención a la cabeza y la voz de sus Autómatas. Lo considero uno de los grandes artistas Animadores. Hasta este Exprimidor revela claramente sus pinceladas.

—¿Pinceladas? —Los dos ganchos metálicos ubicados por encima de los ojos de Barno se contrajeron, expresando confusión. Yo me habría golpeado la frente si hubiera tenido esa libertad de movimientos. Los Autómatas son notablemente inútiles para entender los simbolismos.

—Me refiero a su toque, su estilo. —Esperé que Barno asintiera, que comprendiera, y luego continué—. ¿Ves que la jaula tiene la forma de una cabeza grande, con los orificios oculares frente a mis rótulas y la nariz donde tengo las piernas? Los orificios nasales están donde tengo los pies. Petar hizo este Exprimidor.

Petar debía haber instalado pequeñas velas u otras luces detrás de los ojos de Barno, porque se iluminaron ante el repentino descubrimiento. Las comisuras de su boca estaban articuladas, porque se estiraron formando lo que, sin lugar a dudas, era una sonrisa de placer. Petar, eres un verdadero artista.

—Ah, ya veo. ¡Qué maravilla! Eso debe significar que usted estaba… ¿meando por la barbilla?

La risa que me sacudió me hizo doler el cuerpo de maneras que nunca había pensado que eran posibles, pero valió la pena. No fue solo por el comentario de la barbilla en sí. Simplemente, no tenía precio escuchar la palabra “mear” de boca de un Autómata, porque habitualmente hablaban con corrección.

—Tienes razón, Barno, tienes razón. —Dejé salir otra larga y profunda carcajada antes de ajustar mi posición y hacer otro ciclo de mini ejercicios con gestos de dolor—. Y ahora, ¿te molesta que yo te haga unas preguntas a ti?

Barno inclinó la cabeza a un lado, adoptando una pose pensativa que debe haber sido completamente falsa. Yo nunca había oído de un Autómata que realmente pensara la respuesta a una pregunta cualquiera. Petar había hecho esto por diversión.

—Por favor, hágalo —me invitó Barno, sentándose sobre las ancas—. Esta es una de las conversaciones más interesantes que he tenido últimamente.

—De acuerdo —dije, descubriendo la primera y única ventaja de mi posición: el hecho de que era fácil ocultar la repentina tensión que estaba sintiendo—. Hace solo un minuto, me dijiste que eras uno de los pocos curiosos que habían venido aquí.

—¿Sí? —Sus ojos de vidrio ahora tenían una mirada de confusión, como si me estuviera preguntando “¿En serio?”. Opté por continuar—. ¿Puedes decirme quién más vendrá a verme?

—A decir verdad, puedo. El único interesado en venir aquí parece ser… Nico. Probablemente llegará en medio día, al final de la tarde.

¡Nico!

¡Sólo tres días en el Exprimidor y Nico ya iba a venir a divertirse conmigo? ¡Tres días! No tuve que fingir perplejidad y sorpresa… las sentí. ¡Tres días! El fin llegaría mucho más rápido de lo que había esperado.

—Veo que lo toma por sorpresa, Markus. Yo mismo me sorprendí de que el Cosechador se interesara en usted.

—Bueno, estoy sorprendido principalmente de que venga tan pronto, pero sí esperaba que viniera. Hay una pequeña historia entre nosotros.

 

***

 

Historia. Daylia. Papá, gritando de dolor. Una columna de humo elevándose en la Fortaleza. El río de sangre corriendo por el muro de la fachada. El olor a carne humana quemada. Historia.

 

***

 

—Oh. —Barno arqueó los dos ganchos metálicos, invitándome a explayarme. Mentalmente, ahuyenté los recuerdos que se apiñaban en la parte frontal de mi mente. Me di cuenta de que quería contarle toda la historia a alguien, a cualquiera. Sería un alivio sacármela del pecho antes de que llegara Nico y acabara con todo. Incluso podría reavivar un poco la antigua furia y hacer que la confrontación final fuera más fácil.

—Puedo contártela, si quieres. Me ayudará a pasar el tiempo. ¿Pero estás seguro de que quieres escuchar la historia? No es muy conocida y a Nico no le agrada que se sepa. No trata con amabilidad a los que conocen sus secretos.

Esta vez fue Barno el que rió, haciendo repicar su cuerpo metálico con un sonido discordante.

—Probablementeno, pero ¿cómo se va a enterar de que yo sé algo? Solo usted sabrá que me la contó y… no quiero ser grosero, pero no durará mucho allí dentro. Particularmente si Nico y su historia se están acercando.

—Creo que es un buen argumento. Pero antes de empezar ¿podrías darme agua? Hay una botella de agua allí abajo, entre las raíces.

Chirriando, Barno se levantó y caminó sin prisa hacia el árbol.

—Vaya, ¿qué es esto? Por cierto, hay una botella, pero también está su ropa, su espada y… ¿qué motivó a sus captores a dejar todas sus cosas aquí?

Me encogí de hombros lo mejor que pude.

—Por lo que entiendo, es el procedimiento normal. Me desnudaron, me metieron aquí y me colgaron. Después arrojaron mi ropa sobre ese montículo y me mostraron la botella llena de agua antes de dejarla allí. En los últimos días tuve la suerte de que lloviera, pero con otro clima ver esa botella habría sido una tortura, créeme.

Mencionar la lluvia fue un descuido, pero Barno asintió.

—Ya veo que está aquí. Y la espada también. ¡Es un arma hermosa!

—¡Por favor, no la toques!

Barno, que estaba a punto de tocar la empuñadura con el hocico, retrocedió ante mi grito.

—Perdón, Barno, pero esa espada es muy valiosa para mí. Es una reliquia familiar, en realidad. La dejaron aquí para que los viajeros la usen para molestarme y pincharme, o para que se la roben. Es lo que más me duele. Que dejaran así a Shamlick.

—¿Shamlick?

—Sí, así se llama. Y es parte de la historia que iba a contarte. Sé bueno y dame la botella, ¿quieres?

Bruno sujetó la botella entre sus dientes de hierro y me la trajo, pero luego vaciló.

—No estoy seguro de que deba calmar la sed de un prisionero exprimido de la Policía.

—Vamos, Barno, por favor. No hay un alma a la vista en kilómetros a la redonda y nadie se enterará. Además, necesitaré un trago de agua para contarte toda la historia.

—Oh. Supongo que no hay nada de malo. Aquí tiene. —Estiró el cuello y me acercó la botella a los labios. Le quité el corcho con los dientes y bebí largamente—. Gracias, Barno.

Volvió a dejar la botella entre dos raíces, cerciorándose de que quedara en posición vertical. Después se sentó otra vez y me miró, expectante.

Inspiré profundamente y le conté mi historia.

 

***

 

Hay un hermoso lugar en las Planicies del Norte donde el río Lussy cae espumoso de los desfiladeros y luego fluye hacia las tierras bajas. Allí las montañas se elevan abruptamente y el Lussy, en un tramo de menos de un kilómetro y medio, pasa de ser un curso de rápidos no navegables que corre entre los riscos y las rocas afiladas a ser un río ancho y tranquilo que discurre entre llanuras. Después de abandonar los desfiladeros, el Lussy abraza su nueva libertad y desborda por su margen sur, formando un gran lago con cisnes, lirios y cañaverales. Es bueno para pescar y navegar en bote, si uno se mantiene bien alejado de la zona donde el Lussy entra en el lago, pues allí sus aguas bullen y se agitan, aunque el resto del lago es muy tranquilo.

En la margen norte del Lussy hay una enorme estribación irregular de rocas caídas de las montañas cuya forma es muy parecida al pie de una lagartija con cinco dedos bien abiertos. En medio de esas rocas se elevaba un castillo.

 

***

 

—Oiga, yo conozco ese lugar —me interrumpió Barno—. He visto las ruinas.

—Ese es el lugar, sin duda.

 

***

 

Aún hay un foso que rodea el Pie de la Lagartija y que conecta el escarpado peñón que está detrás del castillo y el norte de la estribación con el Lussy al sur. Entre el segundo y el tercer dedo del Pie de la Lagartija había un robusto puente levadizo que se usaba para cruzar el foso y conducía a la empinada rampa de acceso, que serpenteaba sobre y alrededor de los dedos hasta llegar a otro puente levadizo que pasaba por encima de una profunda grieta del primer dedo y que atravesaba la fachada del castillo en el Portón Sur.

El muro semicircular de la fachada conectaba el peñón con el norte y el sur del castillo en sí. Tenía cinco grandes torres de defensa alineadas con los cinco dedos y contenía un amplio patio empedrado. En medio del patio, contra el peñón pero sin tocarlo, se erguía la Fortaleza.

La Fortaleza fue mi hogar durante quince años. Jugaba en el patio y detrás de las almenas en la cima del muro; trepaba los dedos de roca del Pie de la Lagartija y sufrí mis primeras fracturas; robé mi primer beso en el callejón de roca irregular que había entre la Fortaleza y el peñón. Tomaz, el Maestro Espadachín, me enseñaba los movimientos en el patio; aprendí a montar, a disparar la ballesta, a bailar, a leer.

Mi padre era el Amo de la Fortaleza. La mayor parte de mi vida lo conocí como mi padre, pero su nombre era Jomez.

 

***

 

—¿Jomez? ¿Su padre era Jomez?

—Sí.

—Ese es un detalle que nadie menciona en las historias sobre usted: que es hijo de Jomez. ¡Qué extraño! ¿No hubo una batalla entre las tropas de Jomez y de Nico hace años? ¿Y un asedio?

—¡Ja! Podríamos llamarlo así…

 

***

 

El Amo Jomez, como lo llamaba su gente, era un buen hombre. Así de simple. Quizás yo sea un poco subjetivo en este tema pero, por lo que yo veía, él era un buen administrador, un justo amo de sus dominios y un buen padre para mi hermana y para mí. Nunca había conflictos graves entre sus vasallos y él; se esforzaba por ser accesible para todos y, cosa poco habitual, por escuchar las quejas y sugerencias que sus vasallos y otros empleados se sentían libres de expresarle. Creo que era muy querido y respetado.

Mi madre había muerto cuando Daylia y yo éramos muy pequeños, pero mi padre nunca se volvió a casar y, de algún modo, encontraba el tiempo para intervenir en nuestra crianza. Aunque pasaba mucho tiempo ocupado administrando las tierras circundantes, tengo muchos recuerdos de nosotros tres cabalgando juntos o jugando, o de mi padre enseñándonos a leer y escribir. Era un hombre alegre y amable con una energía sin límites.

A pesar de sus diversas ocupaciones, se reservaba un tiempo para su gran pasión. Estudiando y trabajando con el viejo Petar, mi padre se había convertido en un hábil Animador por derecho propio. En mi juventud, durante cinco años, mi compañero inseparable fue un perro Autómata que mi padre creó para mí. La mascota de Daylia, mi hermana, era un búho que incluso podía volar. Ambos terminamos por romper nuestros Autómatas accidentalmente pero, aunque mi padre nos dio una buena paliza, muy pronto nos perdonó y lo olvidó.

Papá nunca fue un artista como Petar. Tenía la voluntad y mucha destreza, pero carecía del talento. Simplemente, no era un Mago. A pesar de ello, siempre había una cantidad diversa de Autómatas trajinando en el patio y dos guardias Autómatas en la puerta. Había ganado algo de fama por sus Animaciones.

Y eso fue su perdición.

Cuando yo tenía quince años y Daylia dos años más, comenzaron a llegar los primeros informes sobre un nuevo y despiadado Mago que había surgido en el sur, entre la Fortaleza y la Ciudad. Su nombre era Nico y había adquirido tierras y riquezas a gran velocidad, usurpando o convirtiendo a todos los Amos y propiedades ubicados en un amplio perímetro alrededor de su mansión original. Había historias de destrucción, de violaciones y matanzas generalizadas y…

 

***

 

—¿Sabes por qué lo llaman Cosechador? —le pregunté a Barno.

—No, aunque sospecho que se relaciona con la guadaña que lleva consigo.

—No es por la guadaña —dije—, aunque eso tiene algo que ver, por supuesto.

 

***

 

Un pequeñísimo número de refugiados logró llegar a la Fortaleza. Mi padre les dio amparo, sin excepción. Como mi padre me estaba entrenando para ser su sucesor, presencié una de sus entrevistas con esa gente. Recuerdo que estaba sentado a la derecha de papá, un escalón más abajo que su trono, y que escuché con creciente horror lo que contaba un hombre.

Se llamaba Mano y era un aldeano de unas decenas de kilómetros al sur de la Fortaleza que había vivido en paz hasta que aparecieron las tropas de Nico y destruyeron la aldea. Mano no sabía qué crimen habían cometido los aldeanos, según Nico, para que se justificara semejante ultraje. Por lo que sabemos, la aldea simplemente le estorbaba para su expansión.

Mano, aterrado, se ocultó en una pila de basura, escapando de la muerte segura en manos de Nico, y se odiaba por lo cobarde que creía que había sido. Escondido, vio a los mercenarios de Nico rodear a los pobladores de su aldea y atarles las manos a la espalda. Eran ancianos, mujeres, niños. A los hombres ya los habían tomado prisioneros y desterrado. Los mercenarios formaron a los aldeanos en fila y se pusieron en guardia detrás de ellos y en ambos extremos de la fila.

Entonces apareció Nico.

Nico observó a los acobardados aldeanos que tenía delante. Recorrió toda la fila de ida y de vuelta, mirando a cada una de esas pobres personas a los ojos dos veces y deleitándose con su miedo. De vuelta en el comienzo de la fila, estiró la mano hacia atrás para tomar la guadaña.

Los niños no entendían lo que estaba sucediendo y probablemente fue una bendición para ellos. Algunos adultos de la fila escucharon un rumor y al menos uno de los ancianos se quebró, sollozando histéricamente. El mercenario que estaba detrás lo sacudió por el cuello para que se enderezara.

Y Nico procedió a Cosechar.

Según relató Mano, cuando Nico estaba en la mitad de la fila, uno de sus mercenarios no soportó más y salió corriendo. Sin dejar de caminar, Nico le hizo un gesto a uno de los guardias. Diez segundos más tarde, el mercenario fugitivo cayó al suelo con una flecha de ballesta en la nuca.

Después de llegar al final de la fila, Nico limpió la hoja de la guadaña con la túnica del hombre que yacía, sangrando, a sus pies. Luego hizo señas a los mercenarios para que empacaran y se fueran.

Ese fue el mayor horror de lo que escuché ese día, lo que se metió en mi mente y me acosó en mis pesadillas durante las semanas y meses que siguieron. Nico había cortado a cada uno de los aldeanos, para luego darles la espalda y dejarlos morir desangrados. Yo tenía una imaginación muy vívida y podía visualizar a los aldeanos sufriendo un dolor terrible y arrastrándose por el suelo, sangrando por las heridas abiertas y sintiendo que la muerte se acercaba lenta e inevitablemente.

Después de que Nico y los mercenarios se marcharan, Mano estuvo muchas horas demasiado asustado como para salir de su escondite. Cuando lo hizo, temblaba descontroladamente y tenía ganas de vomitar. El Anciano de la aldea lo vio y lo llamó, ordenándole que huyera a la Fortaleza y diera aviso sobre lo que había hecho Nico. Mano estaba destrozado por tener que abandonar a sus coterráneos, pero escapó de todos modos. Era incapaz de hacer cualquier otra cosa. Llegó a la Fortaleza al día siguiente.

Mi padre le dio la mejor habitación de huéspedes de la Fortaleza y ordenó que lo vigilaran las veinticuatro horas. Pero no sirvió de nada. Mano se arrojó por la ventana esa misma noche; cayó y encontró la muerte en el empedrado del patio.

 

***

 

—¡Qué terrible! —exclamó Barno.

—Sí,y más que eso.

 

***

 

Mi padre quedó profundamente perturbado con la historia de Mano. Era demasiado sensato como para culparse por el suicidio del hombre, pero el hecho de que hubiera sucedido subrayaba la horrible y fundamental veracidad de su historia.

Mi padre quiso marchar contra Nico inmediatamente, pero nunca habíamos sido una familia guerrera y nuestro ejército sólo alcanzaba para defender la Fortaleza. Era frustrante sentirse tan impotente, tan incapaz de actuar, pero esa era la situación. Mi padre siguió cobijando refugiados, entrevistando testigos y escuchando historias espeluznantes. No podía actuar directamente contra Nico, pero estaba decidido a ayudar a sus víctimas y, sencillamente, quería estar al tanto de las atrocidades que cometía.

Y entonces, hace seis años, Nico llegó a la Fortaleza.

Vino con una pequeña tropa de soldados, complementados por media docena de guerreros mecánicos torpes y chirriantes. Para entonces, ya había comenzado a reemplazar a sus mercenarios poco confiables y excesivamente sentimentales con Autómatas hechos por él mismo. Mientras avanzaban por la rampa de acceso, vimos que eran horribles y ruidosos y que, en general, estaban mal construidos, pero que parecían hacer su trabajo bastante bien, según el atónito testimonio de los aterrados sobrevivientes.

Nico marchó por la rampa de acceso con sus hombres y máquinas con la ecuánime arrogancia de un rey malvado. El guardia de la torre lo vio justo a tiempo para que mi padre fuera a enfrentarlo en el Portón Sur. Me llamó para que fuera con él, pero cuando llegué al Portón Nico ya estaba allí.

Fue una escena extraña e inquietante, entre las puertas abiertas y directamente debajo de la reja levadiza con barrotes negros como el petróleo. Mi padre estaba flanqueado por dos guardias humanos y dos Autómatas. Aparentemente, Nico había ordenado a sus guardaespaldas que esperaran en el puente levadizo.

Mi padre siempre había tenido una presencia imponente, no sólo por su elevada estatura, sino también por su pecho ancho y su barriga contundente.

 

***

 

—Parece que usted no ha heredado el cuerpo de su padre, entonces.

—No. Me parezco a mi madre.

 

***

 

De rostro rubicundo y barba generosa, siempre había sido una figura destacada y poderosa en cualquier reunión, en virtud de su superioridad física. Se sabía que, en los festines del Gran Salón, hacía callar a todo el mundo por el simple e inconsciente hecho de atravesar la puerta y pararse en la cabecera de la mesa.

Nico, por otro lado, era una figura esquelética con rostro de calavera, un descolorido estropajo de cabello desordenado y hombros estrechos como los de un pájaro. Vestía unos pantalones de montar pegados al cuerpo y una chaqueta azul que acentuaba su barriga prominente y su limitado desarrollo muscular. A mi padre le llegaba a los hombros y más bien parecía un mendigo o uno de los refugiados medio muertos de hambre que habíamos estado recibiendo. Excepto por la ropa azul y el fuego salvaje de su mirada, era invisible al lado de mi padre.

Pero, por un momento, mientras me acercaba y mi padre y Nico se miraban bajo la reja levadiza, me pareció que papá era el más pequeño de los dos. ¿Y acaso detecté un poco de miedo de su parte? ¡Claro que no! ¡Mi padre no! Pero, cuando me acerqué más, oí una jactancia en la voz de mi padre que contradecía lo que debía haber sido una afirmación de su poder. Era perturbador y espantoso. ¿Cómo era posible que mi padre quedara reducido a fingir una demostración de poderío cuando estaba de pie en el Portón como Amo de la Fortaleza? Inconscientemente, aminoré el paso, pero no puede evitar acercarme lo suficiente como para escuchar lo que estaban diciendo.

—Analízalo con cuidado, Amo Jomez —estaba diciendo Nico. Su voz era como la capa de limo del lomo escamoso y áspero de una rana, como el vestido de novia de satín y papel de lija de una vieja bruja, como el…

 

***

 

—Bastante dramático, Markus, y nada típico de usted…

—Lo sé, Barno. Pero tienes que imaginarte esa voz. De verdad, me dio escalofríos, pero decir eso no transmite la manera en que se me erizó la piel cuando lo escuché hablar.

—Está bien. Yo mismo lo escuché hablar y estoy de acuerdo.

 

***

 

—No te apresures a responder. Como aliado, puedo garantizarte más riquezas y más poder del que puedes imaginar. Como enemigo, yo seguiría teniendo todo ese poder. Pero en ese caso no lo compartiría…

Estiró la mano hacia atrás y tocó la oxidada hoja de la guadaña. Pero no era óxido, por supuesto. Me di cuenta y temblé.

Me acerqué más y le toqué el brazo a mi padre para hacerle saber que estaba a su lado. Mi padre me echó un rápido vistazo, reconociendo mi presencia con un movimiento de cabeza. No me dedicó ni la más breve sonrisa; su expresión permaneció adusta. Aunque más no fuera, eso confirmaba que las cosas estaban tremendamente mal entre Nico y él.

Nico se volvió para mirarme, fingiendo que me veía por primera vez. Lo miré a los ojos y vi un destello de la mente fría, calculadora y ajena que estaba detrás. Sabía de mi presencia desde el momento en que aparecí en escena, estoy seguro de eso. Mantuvo el contacto visual conmigo, pero retomó la conversación con mi padre.

—Piensa también en tus cachorros, Amo Jomez. Piensa en lo que podría pasarles después de tu fallecimiento. Por causas naturales, por supuesto —añadió, como si fuera un comentario despreocupado.

Su voz seguía provocándome escalofríos en la espalda, pero su frase había herido mi orgullo juvenil. Aferrando la empuñadura de mi espada, dije:

—¿Cachorros? Yo…

Mi padre, sin siquiera mirarme, estiró el brazo izquierdo con los dedos abiertos y me hizo callar al instante. En cambio, habló él con voz temblorosa.

—Nico, te recibí en mi puerta y tuvimos una conversación civilizada. Me hiciste una pregunta y yo te di mi respuesta. ¿Y ahora te rebajas a amenazar a mis hijos? Creo que esta conversación terminó.

La última palabra retumbó y resonó en la bóveda de la entrada. Sin embargo, Nico no se inmutó. Inclinó la cabeza a un lado y después al otro, con los ojos fijos en el rostro de mi padre como si estuviera examinando una especie de planta desconocida. Después, continuó hablando como si aquella fuera una conversación entre dos vecinos amigables.

—También está la cuestión de los pocos enemigos míos que amablemente alojaste entre tus muros. Estoy listo para llevármelos conmigo. Ve a buscarlos por favor, ¿sí?

Oí que mi padre inhalaba intensamente por la nariz; normalmente, era una señal segura de que Daylia y yo debíamos disculparnos profusamente por cualquier transgresión que hubiéramos cometido o que debíamos salir corriendo. Estaba temblando de furia contenida. Entonces, increíblemente, sacó su espada y acercó la punta a pocos centímetros del pecho de Nico. Escuché que los dos guardias humanos jadeaban, sorprendidos ante esta violación sin precedentes de las reglas de la hospitalidad. Casi sin darme cuenta, bufé “¡Padre!”. Nico sonreía como si no pasara nada.

—¡Sé muy bien cómo tratas a tus enemigos, Cosechador! Esas personas están bajo mi protección y si quieres llevártelas tendrás que pasar sobre mi cadáver. Te dije que nuestra conversación terminó. ¡No me obligues a usar la fuerza para hacer valer mis palabras!

—Muy bien, Amo Jomez. Formulé mi pregunta y recibí tu respuesta, como tú dices. Elegiste ser mi enemigo y no mi aliado. Una imprudencia, debo agregar, pero eres un hombre libre, con derecho a tus propias elecciones y prejuicios, aunque sean las elecciones de un tonto y los prejuicios de un padre indigno. La próxima vez que nos encontremos no estaré de humor para una charla amistosa.

—¿Más amenazas? ¡Vete! —Creí escuchar que las rejas se sacudían con el tronar de la voz de mi padre—. ¡Guardias! ¡Acompañen a la salida a este… visitante!

Los dos guardias humanos dudaron, pero los Autómatas eran incapaces de sentir miedo. Levantaron sus alabardas y dieron dos pasos perfectamente sincronizados hacia Nico.

—Oh,por favor, no se molesten. Conozco el camino —masculló alegremente, saludando con la mano con un gesto afeminado. Después subvocalizó una frase corta que no pude entender. La frase pareció relucir en el aire delante de él y luego, de repente, salió disparada hacia el primer guardia mecánico y luego hacia el segundo. Girando con arrogancia, Nico ni siquiera esperó para ver a los Autómatas detenerse y volver a sus posiciones con un confuso chirrido metálico.

—¡Nico! —grit ómi padre—.¡Nico! ¡Te detendrán! ¡Nunca usarás mi ejército de Autómatas mientras yo esté vivo!

Nico se alejó con calma, con sus guardaespaldas detrás.

—¡Nico!

Mi padre enfundó la espada y me apretó un hombro. Sentí que estaba temblando.

Después de ese incidente, por las noches se cerraba el Portón Sur y se levantaban ambos puentes. Mi padre intensificó la guardia y envió mensajeros para advertir a los granjeros cercanos. Le ordenó al Maestro Espadachín que duplicara el régimen de entrenamiento diario de los guardias, de mi hermana y mío. Muy pronto, Daylia y yo comenzamos a pasar parte de las mañanas y todas las tardes en el patio, practicando con el Maestro Espadachín o entre nosotros, a veces bajo la mirada de aprobación de mi padre, cuando no estaba reunido con sus tres Capitanes y discutiendo estrategias de defensa. Durante las primeras dos semanas, no permitió que Daylia y yo saliéramos de la Fortaleza; después sí, pero con tres guardaespaldas cada uno.

En los meses que siguieron, la Fortaleza se tranquilizó. La afluencia de refugiados, nunca más que unos pocos, se interrumpió por completo y junto con eso nuestra fuente principal de noticias. Mi padre enviaba espías y mensajeros —voluntarios—y la mayoría regresaba con relatos de Nico consolidando su posición, tomando las riendas de la Ciudad, asesinando implacablemente a los que se opusieran. Algunos de los espías no regresaban.

Incluso sabiendo de la expansión del mini-imperio de Nico y su reinado del terror, creo que lentamente volvimos a los viejos hábitos. Era el comienzo de lo que prometía ser un hermoso verano y los campos alrededor del Pie florecían en todo su esplendor. Muchos de nuestros granjeros habían regresado a sus hogares para atender las cosechas y el ganado. Algunos refugiados fueron con ellos, decididos a construir una nueva vida como trabajadores del campo bajo la protección del Amo Jomez. Aunque la guardia seguía alerta las veinticuatro horas, comenzamos a sentir que habíamos eludido el embate de la expansión y la ira de Nico gracias a la resistencia de mi padre.

Pero resultó que Nico sólo estaba jugando con nosotros.

Recuerdo aquel día vívidamente. Recuerdo que practiqué esgrima con Tomaz y puedo describir en detalle el chaleco de cuero que él tenía puesto, el modo en que su bigote se movía con el viento, el sol reflejado en su espada. Puedo evocar sin esfuerzo los olores de la cocina, los caballos, el heno, todos mezclados. Aún oigo los golpes de martillo sobre el yunque en la herrería, un caballo relinchando, el clamor casi musical de nuestras espadas. Cada detalle de ese día está grabado a fuego en mi memoria.

Recuerdo muy claramente cómo me sentía esa mañana.

Atípicamente, los días previos Tomaz me había estado elogiando por la velocidad de mis ataques y la precisión de mis bloqueos. Habíamos estado practicando durante horas con algunos descansos breves y yo me sentía invencible. Era un hermoso día y yo estaba empujando a Tomaz hacia el Portón Sur. Tenía dificultades para esquivarme, aunque yo estaba peleando cuesta arriba. Mi espada era veloz y yo sonreía constantemente mientras lo obligaba a retroceder. Tan inmerso estaba en nuestra práctica de espadas que apenas vi a mi hermana cuando pasó cabalgando junto a mí con sus guardaespaldas. Salieron por el Portón Sur y cruzaron el puente levadizo.

Daylia. Desde que tengo memoria, mi hermana y yo habíamos tenido una relación tan cercana como lo permitía la decencia. Era dos años mayor que yo y automáticamente había asumido el rol de protectora, al que se había dedicado hasta que mi crecimiento físico lo hizo obviamente superfluo. Y esa no fue la única manera en que trató de demostrarle innecesariamente a mi padre que ella era tan buena y tan fuerte como un varón. Tenía muy presente que era la primogénita y nadie podía sacarle de la cabeza la idea de que una hija primogénita había significado una vergüenza para mi padre, a pesar de que él lo negaba con vehemencia. Aunque nunca hubo ninguna duda de que yo sería su sucesor, ella insistía en participar de las mismas lecciones que yo, en soportar el mismo régimen de entrenamiento e incluso en vestir pantalones de montar.

Todo había sido perfecto para nosotros dos. Por mi parte, yo gozaba del compañerismo y de la ruda jocosidad del hermano que hubiera querido tener y también de la belleza, el buen corazón y la profunda gracia de una hermana. Habíamos sido inseparables la mayor parte de nuestra infancia, explorando juntos el Pie, navegando en bote por el lago, acompañando a mi padre en sus visitas a las granjas periféricas.

Últimamente, su desarrollo y transformación en joven mujer se había vuelto más evidente y, en consecuencia, mis sentimientos hacia ella eran confusos. Eso había afectado nuestra intimidad de un modo que no estaba seguro de que me agradara. Pero, en general, la nuestra era una amistad fraternal profunda e inquebrantable como la que se observa en los mellizos. Casi podíamos leernos la mente.

Pasó a mi lado para ir a pasear tranquilamente por los campos inundados de sol y, según recuerdo, ni siquiera la saludé. Eso aún me tortura: que mi hermana se fue y yo estaba tan enfocado en la pelea con Tomaz, deleitándome excesivamente con mis proezas físicas, que ni siquiera levanté una mano para decirle adiós.

El sonido de los cascos sobre el puente levadizo se extinguió, al tiempo que Tomaz me hacía una seña para que descansáramos. Almorzamos pan liviano y frutas, sentados en un hueco natural de una pila de heno, junto a los establos, y bebimos abundante agua que nos trajo una de las criadas. Nada de cerveza, nada de vino. Teníamos que seguir entrenando toda la tarde.

Mi padre se acercó, tomó una manzana y comenzó a debatir con Tomaz sobre algunos puntos referidos al entrenamiento de los guardias. Yo me trepé a un punto más alto de la pila de heno y me adormecí con el sonido de sus voces graves, mientras el heno me pinchaba el cuello y mi nariz sentía su aroma fresco y terrenal. Y comencé a soñar.

En el sueño, Daylia pasaba cabalgando junto a mí como lo había hecho hacía una hora. Yo la llamaba y cabalgaba junto a ella con un caballo que se había materializado debajo de mí, como suele suceder en los sueños. Galopábamos por la rampa de acceso, sus guardaespaldas desaparecían y corríamos nuestra carrera favorita a lo largo del foso, en el sentido de las agujas del reloj, hasta que llegábamos al pequeño valle al pie del peñón, jadeando y riendo. Después, la escena cambiaba y aparecíamos explorando el profundo valle sombrío entre el tercer y cuarto Dedo, descubriendo charcos de agua estancada, profundas grietas en la roca, serpientes… Daylia se volvía para mirarme y me tocaba el hombro con la mano, presionándolo con suavidad.

La presión se transformó en sacudón.

—¡Amo Markus! ¡Este maldito muchacho se queda dormido en cualquier parte! —La voz de Tomaz y la risa de mi padre no invadieron mi sueño fácilmente, pero Tomaz me había sacudido del hombro y por eso me había despertado. Me esforcé por espabilarme y me reí con ellos.

—Lo sé, Tomaz. Recuerdo que el cocinero encontró a mi hijo acurrucado en un caldero y que le dio un tremendo susto al pobre Arthur, que estuvo a punto de verter muchos litros de agua en ese recipiente.

Levantándose y tomando su espada envainada, Tomaz rió, aunque debía haber escuchado esa anécdota decenas de veces. Parecía estar con la guardia baja y me estaba dando la espalda. Salté de la pila de heno con una mano alrededor de la vaina y la otra en la empuñadura y desenfundé la espada al llegar al suelo. Esta vez, por fin, casi logré desenvainar antes que Tomaz. Pero él no era el Maestro Espadachín de la Fortaleza por nada. Con una velocidad y una destreza increíbles, me esquivó sin volverse, prediciendo correctamente la dirección de mi ataque, y desenvainó su espada a tiempo para defenderse de mi segundo ataque. Mi espada quedó trabada debajo de la suya un segundo y él me miró a los ojos y sonrió.

—Nada mal, joven Amo. Nada mal.

Moví la muñeca, liberé mi espada y nuestro ejercicio continuó bajo la mirada de beneplácito de mi padre. Pasada una hora, la mayor experiencia y mejor resistencia de Tomaz empezaron a notarse. Le hice una seña para terminar con el entrenamiento y me retiré a una de las troneras de la fachada para observar a Tomaz trabajar con los guardias, mostrándoles algunas técnicas para eludir a múltiples atacantes al mismo tiempo.

Entonces se produjo el quiebre y nunca nada volvió a ser como antes.

Primero, fue una expresión repentina en el rostro de Tomaz, una expresión de conmoción y miedo que nunca le había visto, que nunca había soñado posible en Tomaz. Después fue el modo en que siguió agitando la espada, pero sin mover los pies y sin mirar a sus atacantes. En cambio, tenía la vista fija en el Portón y los ojos abiertos como platos. Después, sentí una completa e insuperable resistencia a mover un solo músculo de mi cuerpo para poder ver lo que estaba viendo Tomaz.

Finalmente, miré a mi derecha y los vi.

Sobre la cota de malla, los guardaespaldas de Daylia vestían una túnica blanca con tres lirios bordados, el emblema que ella había elegido para sí. Uno de ellos estaba atravesando el Portón y venía hacia nosotros. Un lado de su túnica era de color rojo brillante y la sangre borraba la mayor parte de los lirios. Se balanceaba en la montura, inclinándose hacia un lado. Tenía una flecha de ballesta profundamente clavada entre las costillas.

Estaba solo. Estaba llorando.

Tomaz ladró unas órdenes. Los guardias ayudaron al hombre a bajar del caballo; otros corrieron a buscar a mi padre. Muy lentamente, obligando a mis pies a avanzar por pura fuerza de voluntad, me acerqué al grupo reunido alrededor del herido. Tomaz estaba palpándolo alrededor de la flecha mientras el hombre mordía una correa de cuero. Se llamaba Geral, según recuerdo vagamente.

—¿Dónde está Daylia? —susurré. Nadie me oyó. Levanté la voz—. ¿Dónde está Daylia? —Las cabezas se volvieron, pero nadie respondió. Un dique se rompió dentro de mí—. ¿Dónde está Daylia? —grité. Me lancé hacia delante y me incliné sobre el hombre ensangrentado—. ¿Dónde está? —Entonces, mi ira se disipó tan rápido como había llegado y murmuré—: ¿Dónde está mi hermana?

—Deja que le cure la herida, Markus —dijo Tomaz, apoyándome la mano en la espalda. Me la quité de encima de un sacudón y el guardaespaldas dijo:

—Nico… Nico se la llevó. Perdóneme, mi Señor.

 

***

 

Galopando a toda velocidad por los campos bañados de sol, con su caballo despidiendo gotas de espuma por la boca e inclinado hacia delante en la montura, mi padre nos guiaba. Tomaz estaba a su lado y yo iba detrás, muy cerca. Éramos una columna de 60 hombres y todos llevábamos armadura completa y armas de todo tipo. Por primera vez, no había alegría en la cabalgata; sólo urgencia y furia. Y miedo.

Los habían emboscado a dos horas de cabalgata de la Fortaleza. Sus ballestas despacharon a los guardaespaldas con una eficiencia implacable, matando a los otros dos instantáneamente y errándole al corazón de Geral por un centímetro. Daylia desmontó con la espada desenvainada, lista para pelear, pero la desmayaron, golpeándola con un martillo envuelto en tela. La pusieron sobre su caballo y se marcharon.

—¿Dónde, amigo? ¿Dónde se la llevó? —le preguntó mi padre a Geral. La desesperación en la voz de papá me habría roto el corazón si no me hubiera sentido como si me estuvieran partiendo en dos.

—A su fortaleza, mi Señor —le dijo Geral, jadeando—. Quiere tenerla de rehén.

Reunimos el ejército más grande que pudimos y cabalgamos a la fortaleza de Nico. El sol se ocultaría en pocas horas. Podía pasar cualquier cosa en el tiempo que nos llevaría llegar al sitio donde Daylia podía estar sufriendo tormentos inimaginables mientras corríamos a rescatarla. Cabalgamos impulsados por los dioses. Los cascos de nuestros caballos marcaban el ritmo como tambores de guerra y dejaban un reguero de polvo a su paso. Nadie hablaba.

Cuando llegó el ocaso y las luces se encendieron en las ventanas de las granjas que dejábamos atrás, penetramos cada vez más profundo en el reino de Nico. Por cada granja con la titilante luz amarilla de una chimenea encendida, había dos convertidas ruinas negras y humeantes con sólo la chimenea de pie. Los campos estaban quemados y pisoteados; habían matado al ganado y lo habían dejado allí para que se pudriera. Afortunadamente, estaba demasiado oscuro para identificar las hileras que cosas que parecían zapatos en la profunda oscuridad.

Las estrellas centelleaban en el cielo oriental y el cielo occidental era de un color índigo cada vez más oscuro cuando finalmente llegamos a la Fortaleza. Había antorchas encendidas en todo el largo del muro exterior, pero por lo demás reinaba la quietud. Me pregunté vagamente qué podía significar la gran cruz pálida que estaba pintada en las enormes puertas dobles. Entonces escuché que mi padre ahogaba un sollozo y que Tomaz retenía la respiración, conmocionado, mientras un escalofrío audible sacudía a nuestras tropas.

Era Daylia. Estaba muerta.

De inmediato, los tres desmontamos junto a las puertas. No tengo absolutamente ningún recuerdo de haber espoleado a mi caballo para cubrir la distancia intermedia. Sin pensar en el peligro al que podríamos exponernos, sin considerar la idea de ponernos a cubierto, nos acercamos al cuerpo de Daylia clavado a las puertas con los brazos abiertos, aún chorreando sangre de los tobillos y con el dolor y el terror grabados en su mirada descolorida.

Papá se quebró. Cayó de rodillas sobre la sangre de Daylia con los puños cerrados, la cabeza inclinada hacia atrás y las venas dilatadas, aullando de dolor. Me di cuenta de que mi boca estaba abierta para gritar con él, pero de mi garganta cerrada no salía aire.

Tomaz se arrodilló y le quitó los clavos de las pantorrillas; luego estiró la mano para arrancar el clavo que atravesaba su mano derecha. Se oyó un horrible chirrido acuoso cuando el clavo se salió de la madera empapada de sangre. Deslizando un brazo detrás de la cintura de mi hermana, arrancó el último clavo y el cuerpo cayó sobre su hombro. Tomaz lo tendió en el suelo con suavidad.

Tenía algo dentro de la boca, una bola de tela. Una ancha tira salía de sus labios y caía sobre su pecho. Tomaz agarró el extremo de la tela para que pudiéramos leer las palabras que escritas en rojo:

“Papá, ¿quién está cuidando la Fortaleza?”

 

***

 

Escogimos los caballos más fuertes y descansados y emprendimos nuestra loca carrera de regreso, pero cuando llegamos a la rampa de acceso los tres animales echaban espuma por la boca y temblaban de agotamiento. Desmontamos y dejamos los caballos; no habrían podido subir la rampa que conducía a la Puerta Sur. Yo estaba medio loco de dolor, impotencia y furia.

De la Fortaleza salía humo y por los muros corrían anchos hilos de líquido negro. Mientras subíamos a la Puerta, vimos figuras indefinidas colgando de las almenas, figuras de las que fluía el líquido negro. Estaba demasiado oscuro para distinguir los rostros, pero eran muchos cuerpos. Muchísimos.

Desenvainando nuestras espadas simultáneamente, pasamos entre los guardias Autómatas y nos detuvimos al borde del patio.

La Fortaleza estaba en ruinas, destruida por el fuego y por lo que deben haber sido Artilugios de Mago. El humo y las brasas estaban por todos lados y todavía había llamas en los pisos superiores. Había cuerpos esparcidos por todas partes, más cuerpos, y se sentía el olor a carne humana quemada. Y en todo el largo de la pared sur, iluminada por una vacilante luz amarilla y anaranjada, había una hilera de objetos pequeños de formas extrañas, como si todos hubieran dejado allí sus zapatos y sus botas. El olor a sangre era enfermante.

—Dioses —susurró mi padre.

Y en medio de la matanza y las ruinas de todo lo que alguna vez había sido un tesoro para mí, algo me inquietaba. Algo no estaba bien. Incluso ante semejante horror, yo percibía una maldad a más profunda que me helaba la sangre. De pronto, supe con absoluta certeza que corríamos un peligro inminente.

Y entonces Tomaz puso en palabras lo que yo sentía.

—¿Cómo entraron? —susurró.

Y cuando lo dijo, lo supe.

—¡Agáchense! —grité, levantando la espada y girando. Tomaz estaba conmigo, moviéndose más rápido de lo que yo jamás hubiera podido hacerlo. Pero los Autómatas estaban demasiado cerca. Atacaron simultáneamente, bajando las alabardas al tiempo que se lanzaban hacia delante. Apenas logré esquivar el primer golpe del que estaba a mi lado. Tomaz estaba en desventaja y se vio obligado a defenderse con su desprotegido brazo izquierdo. La alabarda lo hirió profundamente y perdió mucha sangre. Mientras yo me esforzaba por mantener mi posición contra el arma que se balanceaba frente a mí, el segundo Autómata golpeó con el brazo la cabeza de Tomaz y luego a buscar a mi padre.

No pudo hacer nada. Exhausto y paralizado de dolor, con su antigua habilidad de espadachín oxidada por la edad, desvió a medias el primer embate del Autómata. Pero un instante antes de que Tomaz lograra golpear y decapitar al aparato, éste lo golpeo por segunda vez. La punta de la alabarda se hundió profundamente en la garganta de mi padre. Cuando logré doblegar a mi oponente, mi padre ya había muerto en los brazos ensangrentados de Tomaz.

 

***

 


Ilustración: Laura Paggi

—Cielos. Oh, cielos —masculló Barno meneando la cabeza—. Es mucho peor de lo que imaginaba. ¿Y entonces se convirtió en salteador de caminos?

Abrí los ojos y me obligué a retornar al presente. Me las había ingeniado para contener las lágrimas, pero contarle la historia me había resultado más difícil de lo que esperaba.

—Lo dices como si hubiera elegido esa profesión, Barno —dije con una sonrisa triste—. Les dimos a las víctimas una sepultura decente y enterramos a mi padre y a Daylia en la cripta familiar, que luego sellamos. Le escribí una carta a Nico y salimos a los caminos.

Se elevaron los ganchos de metal. —¿Una carta, dice usted?

—Sí, una carta.

—¿Qué decía?

—Sospecho que lo averiguarás en un rato. Hay movimiento en el horizonte.

—¿Nico?

—¿Quién más puede ser? Y seguro que me traerá la carta y me la leerá para regodearse. ¿Te molestaría moverte hacia mi izquierda?

Barno me miró inquisitivamente pero me hizo caso, trotando alrededor del Exprimidor y colocándose del otro lado. Luego se quedó en silencio, cosa que agradecí. Necesitaba tranquilidad para recuperar la compostura, aliviarme, hacer el último ciclo de ejercicios. Y elevar una plegaria por papá y Daylia.

Media hora después, el grupo que se acercaba estaba lo bastante cerca como para reconocer a Nico y distinguir a sus guardaespaldas Autómatas. Como Petar y Tomaz lo habían previsto, Nico había desechado a todos los soldados humanos. Los Autómatas estaban bajo su constante control mental. Marchaban al unísono en triple fila y Nico los guiaba hacia el cruce.

Era el momento del fin.

Nico se detuvo a un metro del Exprimidor, lo bastante cerca para escupirme en el ojo, pero lo bastante lejos para no pisar el charco.

—Veo que te ganaste un amigo, cachorro —dijo—. Qué bonito.

—No es de los tuyos, cerdo. Este sí funciona.

Nico sonrió, ignorando mi burla.

—Parece que es obra de Petar, ¿verdad? Qué bueno saber que ese viejo imbécil sigue trabajando. Por casualidad no sabes dónde puedo encontrarlo, ¿no?

—¡Ja! Si lo supiera, ¿qué me ofrecerías a cambio? ¿Mi libertad? Mejor diviértete y terminemos con esto, Nico.

Nico metió la mano en su abrigo azul y sacó una hoja de papel plegada. Yo sabía qué era. Yo la había escrito.

—Recibí tu carta después del desafortunado incidente de tu familia. ¡Qué amable de tu parte informarme de tus sentimientos, cachorro. Sin embargo, parece que sobreestimaste un poco tus capacidades. ¿Puedo leerte algunas de tus propias palabras? “La próxima vez que nos veamos será bajo mis condiciones. Y en esa ocasión morirás”. Y mira dónde estás ahora. Desnudo, encerrado en una jaula, mugriento, indefenso y con un asno por toda compañía. ¿Estos son tus términos, cachorro? ¿Esta es la ocasión que tenías en mente?

—Sí& #151;dije.

 

***

 

—Olvídalo —dijo Tomaz por milésima vez—. No hay manera. Nico es un cobarde. Si hay algo obvio es que sólo se atreve con los indefensos, los desarmados. Mata a las mujeres y los niños, a los heridos, a los enfermos. No puedes acercarte a él con un arma a un kilómetro a la redonda. No hay manera.

—¡Debe haber una manera! No puedo olvidarlo; así, no. ¿Qué más hay? ¿Tú quieres olvidarlo? ¿Dejar la muerte de mi padre, la muerte de Daylia, sin venganza? ¡Nunca! Debe haber una manera de acercarse. Sólo que aún no se nos ocurrió.

—¿Te enteraste de lo que le sucedió al último magnicida? Tenía una daga escondida en su bastón. Se disfrazó de anciano. Se tiñó el cabello y simuló tener arrugas en el rostro. Incluso hizo que le hirieran las piernas a propósito para cojear de modo convincente. Tenía el disfraz perfecto, pero fue capturado en las puertas de la Ciudad y ejecutado en el acto. ¿Cómo piensas conseguir lo que un asesino entrenado no logró hacer? ¡Eres Markus, por los dioses! Te reconocerán inmediatamente.

Desde su mesa de trabajo, Petar se aclaró la garganta. Ambos quedamos en silencio de inmediato. Durante nuestras discusiones, Petar tendía a mantener la calma hasta que tuviera algo que decir, pero cuando se decidía a hablar siempre tenía razón y a menudo era brillante.

—Los dos están en lo cierto, amigos míos —dijo Petar. Parecía que estaba conteniendo una carcajada—. Tomaz, sí. Nico es un hombre cobarde que sólo mata a los que no pueden defenderse; se acerca sólo a los que están desarmados y se esconde de todo peligro. Y sí, por supuesto, Markus es Markus y Nico lo reconocerá. Markus, sí. Hay una manera.

—¿Tienes una idea? —le pregunté con entusiasmo.

—Oh, sí —rió Petar—. ¡Como siempre!

 

***

 

—Realmente debería tenerte entre mis empleados, cachorro. Un estratega como tú sería invalorable. Si estos son tus términos, los prefiero antes que a los míos, debo admitir.

Después rió: una carcajada aguda que me puso los nervios de punta.

—Oh. ¿Por qué no me matas y acabamos con esto?

Nico inclinó la cabeza, primero a un lado, después al otro, como si estuviera considerando mi sugerencia.

—Creo que todavía no lo haré. De hecho, quizás esperaré aquí un rato para observarte hasta que mueras.

Tensé todos los músculos de mi cuerpo.

—O quizás no —bufé, cerrando los dedos de mi mano izquierda sobre uno de los barrotes y abriendo el pestillo que había instalado Petar.

 

***

 

—Otra vez —dijo Tomaz mientras yo reposicionaba la espada contra la réplica absurdamente exacta del retorcido árbol de la encrucijada. Tomaz había insistido en que esto fuera tan parecido al original como fuera posible—. Tienes que vivir y respirar la maniobra, Markus. Tienes que familiarizarte con cada rama, con cada hoja.

—Sí, sí, pero ¿quién tendrá que recrear esas ramas y esas hojas?

Pero sabíamos que a Petar no le molestaba hacerlo.

—¿Otra vez? —protesté—. Vamos, Tomaz. Ya fue suficiente. Lo hice perfectamente al menos dos docenas de veces. Estoy listo. Puedo hacerlo.

—¡No! —rugió Tomaz—. ¡Estarás listo cuando yo lo diga! Lo repetiremos una y otra vez, y cuando yo esté satisfecho te pondremos allí dentro un día entero, luego dos y luego tres, y después una semana si yo creo que lo necesitas. Después te mancharemos con lodo y sangre de cerdo y practicaremos un poco más. Y francamente estoy harto de tener que decírtelo una y otra vez. ¡Entra allí y lo haremos de nuevo!

Suspiré, pero sabía que él tenía razón. Me ubiqué debajo del Exprimidor abierto y me acomodé achicando los hombros. Después crucé los brazos delante de mí y agarré los barrotes que estaban al lado mis hombros, con cuidado de dejar libre el pestillo de apertura rápida. Levanté los pies y doblé las piernas contra mi pecho, mientras Tomaz cerraba con llave la mitad inferior del Exprimidor. Luego dio un paso atrás y se desató el cordón del pantalón.

—¿Qué estás haciendo?

—Me satisface que la maniobra básica ya esté programada en tus huesos y tus músculos. Ahora añadiremos un toque de realismo.

—¿De qué hablas?

—Puede que estés encerrado en esta cosa durante días y vas a necesitar vaciar la vejiga. Habrá un charco debajo de ti. No voy a permitir que esto fracase porque, a último momento, te repugne sentir la orina tibia debajo de tus pies.

Por lo tanto, para la siguiente ronda de práctica, dejó un charco de orina fresca bajo el Exprimidor colgado de la réplica del árbol en el taller de Petar.

 

***

 

El trabajo de Petar siempre era perfecto. Con un fuerte ruido metálico, el fondo del Exprimidor se abrió hacia abajo y hacia atrás y las secciones que me apretaban las mejillas saltaron de mis sienes. Yo ya estaba desplegándome y bajando, aterrizando medio en cuclillas, con el pie izquierdo delante y el derecho atrás. Caí un poco hacia mi derecha, sujetándome con la mano derecha y estirando la izquierda para apoderarme de mi espada. Al tiempo que enderezaba las piernas y saltaba sobre Nico, oí la letanía de Petar en el fondo de mi mente: “Nico es un Mago vocal. Nico es un Mago vocal”.

Yo sabía que había sido increíblemente rápido y, cuando ataqué, vi en los ojos de Nico que apenas comprendía a medias lo que estaba sucediendo. Eso me vino muy bien. La punta de mi espada se hundió en su cuello, perfectamente apuntada para cortarle las cuerdas vocales. Sus ojos se abrieron de sorpresa y conmoción.

—No me llames cachorro —bufé.

Demasiado tarde, el primer puñado de Autómatas avanzó hacia mí. Solo uno de ellos pudo desplazarse hacia Nico y acercarse. Barno giró y lo pateó con las patas traseras, golpeando en la parte media del aparato y demoliéndolo.

Liberé mi espada, la giré con las dos manos sobre mi cabeza y la descargué en el cuello de Nico. Su cabeza cayó, pero su cuerpo quedó de pie un momento más. Cuando se desmoronó, comprobé que Petar estaba en lo cierto: los guardias de Nico se desmoronaron con él.

—Oh, cielos —dijo Barno a mis espaldas, pero había placer en su voz—. Creí que había dicho que estaba esperando la muerte.

—La mía no, Barno. La mía no.

 

***

 

—¿Y ahora qué, Markus? —preguntó Tomaz. Habían pasado tres días desde la confrontación con Nico y estábamos cabalgando hacia las montañas y el taller de Petar para contarle del éxito de su artimaña.

—¿Ahora? Sabes tan bien como yo lo que debemos hacer. Tenemos que reconstruir un castillo, hacer reparaciones, revertir los daños. Cuando eso esté en marcha, quiero erigir una estatua a mi padre en la encrucijada. Y un templo para mi hermana. Después, me gustaría mucho erradicar a todos los mercenarios que podamos encontrar y enviarlos lo más lejos posible. Y mientras tanto quiero visitar a cada uno de nuestros granjeros y devolver en alguna medida la seguridad y el orden a sus vidas.

—No estaba pensando sólo en tu propiedad, Markus. Estaba pensando en todas las tierras de las que Nico se apoderó y en la Ciudad. ¿Puedes imaginar lo que está sucediendo en la Ciudad?

—Probablemente se están preguntando qué les pasó a los Autómatas de Nico.

—¿Preguntando? Deben estar festejando, Markus. Celebrando. Seguro que ahora hay una pila de partes de Autómata en el mercado y que la gente está bailando alrededor. No se trata sólo de nuestra venganza, Markus… los hemos liberado. ¿Sabes lo que ocurrirá cuando descubran quién mató a Nico?

—¿Ofrecerán una celebración en nuestro honor?

Tomaz rió, negando con la cabeza.

—¿Te das cuenta de que te van a pedir que seas Rey, verdad?

Detuve al caballo y me volví para mirarlo. Tomaz y Barno también se detuvieron.

—¿Rey?

—Oh, sí. Estoy seguro. Petar lo esperaba desde el principio.

—Mmm. No lo había pensado para nada. ¿Rey, eh?

Sonreí con desconcierto y le clavé las espuelas al caballo con suavidad para seguir nuestro camino. Tendría mucho tiempo para pensar en todo eso más adelante. Por ahora, me bastaba con cabalgar como un hombre libre otra vez. Sentía el viento en el cabello, el sol en la espalda; olía las flores y sabía que nos esperaba un nuevo comienzo. Espoleando al caballo para que iniciara el galope, me apresuré a llegar al valle, mientras los cascos se multiplicaban en ecos, anunciándole a Petar nuestra inminente llegada y nuestra victoria.

 

 

Título original: Conversation with a mechanical horse © Floris M. Kleijne

Traducción: Claudia De Bella © 2015

 

 


“Conversation with a mechanical horse” fue publicado originalmente en Writers of the Future Vol.XX (2004).

Otras publicaciones del autor son la novela corta de ciencia ficción “Meeting the Sculptor”, ganadora en el primer lugar del reconocido concurso Writers of the Future y publicada en la antología Writers of the Future, Vol.XXI (2005), el cuento de ciencia ficción “Mashup” en Daily Science Fiction (2013) y el cuento de terror “A cold welcome” en la e-revista Penumbra (2014).

Floris M. Kleijne fue el primer holandés en ser miembro activo de la SFWA. Y, con este cuento fantástico, es también el primer autor de su nacionalidad en publicar en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con CUENTAN LOS SOLDADOS, de Yoss.


Axxón 264

Cuento de autor Europeo (Cuento : Fantástico : Fantasía : Objetos animados : Holanda : Holandés).

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