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“A sus huesos se los llevará el viento”, Hernán Domínguez Nimo

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ARGENTINA

 

 

El zumbido del motor oruga se detiene. Pero el del viento, afuera, sigue como siempre, cada vez más fuerte. Salashai queda estático y silencioso como su vehículo, escuchándolo fluir, escurriéndose alrededor, tanteando el contorno con sus dedos invisibles, buscando una rendija por la cual entrar, una bestia de las cavernas rondando el cubil de su futura presa. Una bestia que no necesita alimento ni descanso, que nunca se desespera por la demora.

¿Por qué busca tanto entonces? ¿Por diversión?

Siempre es así. Siempre ha sido así. Desde que era un niño. Desde que su abuelo fue niño. Y el suyo antes. Salashai no sabe por qué últimamente piensa en esas cosas tan a menudo. La vida en Entropía, tan seca y cortante como la lengua de un clímoro dentado, tan preocupada por sobrevivir segundo a segundo, no deja resquicios a la imaginación. Los que no enfocan su mente en el cálculo de cada paso, de cada movimiento, no llegan a viejos. Y él siempre ha estado enfocado. No sólo en su supervivencia sino en la de todo Shaerhon. Su cubil cuenta con él.

Sacude la cabeza, entonces, y se enfoca. El mundo se mueve, pero abajo espera. El sonar le dice que está en el lugar exacto. Doce metros por debajo de la superficie se halla la entrada al cubil Sibelia. La tormenta de arena no es fuerte esa mañana, así que por la pantalla le llega claramente la imagen del terreno que tiene enfrente. La suya es la única oruga que ha llegado. Como si estuviera impaciente, deseoso de ver lo que va a pasar. En realidad, sólo quiere terminar de una buena vez.

En lugar de esperar adentro, a salvo de la tormenta perenne, se pone las antiparras, conecta el campo estático y trepa al techo de la oruga. La arena, que sepulta todo lo que se queda quieto en el mundo, ya comienza a acumularse sobre el vehículo. Las botas la apartan aún antes de apoyar el pie. Más allá, las dunas anaranjadas se extienden hasta construir un horizonte mentiroso, siempre cambiante. No hay nada ni nadie más que él sobre la superficie del planeta. Si le da la espalda al tractor, la ilusión es perfecta.

El viento aúlla constantemente, susurra por momentos. La arena repiquetea en el aire a un par de centímetros de su cuerpo, sin llegar nunca a tocarlo, ahuyentada por su propia carga estática. Cuesta creer, ahí arriba, que en ese planeta hostil hay casi dos millones de personas. Cuesta imaginarse ese mundo bullicioso y silencioso al mismo tiempo, que puede encontrarse decenas de metros por debajo de la superficie. Gente. Gente que alguna vez pasó del cálido vientre de una mujer al frío vientre de la tierra.

Dos orugas se acercan desde puntos distintos, enviadas de cubiles distantes. Y adivina las columnas de polvo de otras dos. Alguien que no supiera las confundiría con remolinos ocasionados por el viento, pero él no. Su gente tiene nueve nombres distintos para la arena y doce para diferentes formas del viento. Salashai los conoce todos desde los tres años.

Se despoja de un guante magnético y, casi al instante, decenas de puntos rojos pueblan la palma y el dorso de su mano. Si la dejara así, al descubierto, se despellejaría en minutos apenas. En un par de horas, la arena habría comenzado a desgastar los huesos blancos.

El viento voraz siempre tiene hambre.

Los dos recién llegados suben al techo de sus orugas y saludan con su mano desnuda, en señal de respeto, y las ponen apenas al reparo, mientras aguardan que lleguen los otros dos vehículos. Salashai reconoce al enviado del cubil Súsuro. Al otro enviado, del cubil Sheren, no lo conoce. Es un joven, que debe haber tomado el lugar del anterior. Hace un esfuerzo, rebuscando en su memoria un recuerdo que el viento intenta llevarse con una ráfaga. Loshorst era su nombre. Su piel ya no debe resistir la intemperie, piensa Salashai. Lástima, pues Loshorst era un buen compañero de viaje. Mentalmente toma la resolución de ir a visitarlo, en breve, antes de que su salud desmejore por el encierro obligado.

Menos de dos minutos después, los cinco están en posición, los enviados de los cinco cubiles más cercanos. Cinco se requieren para la ceremonia. Cinco manos para arrojar las piedras.

Como fue el primero en llegar, Salashai vuelve al interior para enviar la señal sónica. Comprueba que la turbina eólica siga en funcionamiento —parte de la rígida rutina que separa la vida y la muerte en el desierto— y toma la bolsa de cuero que descansa en el piso de la oruga. La única carga del vehículo, además de él mismo.

Haciendo uso de todas sus fuerzas consigue llevar la bolsa hasta el techo de la oruga. La pone a un costado de la escotilla y la abre y vuelve a contemplar su contenido con fascinación, como cuando los ancianos del cubil se la entregaron. Hay quince —las contó antes—, de formas y tamaños distintos. Jamás vio tantas piedras juntas. No sabe si volverá a verlas hasta el día de su muerte. Se despoja del guante que se había vuelto a poner y sopesa una en la mano, palpa la textura rígida y rugosa. Se siente poderoso, como si pudiera encerrar una pared del cubil entre sus dedos.

Un leve temblor del suelo anticipa el movimiento. De reojo percibe que los otros ya tienen sus bolsas a mano.

El viento se arremolina, desde abajo y desde arriba, en el centro del espacio delimitado por los cinco vehículos. De repente, una burbuja de arena asciende desde el suelo y se eleva dos, tres metros, antes de explotar y desvanecerse en una espiral efímera. Cuando el viento cargado se disipa, el anciano está allí, en el centro de todo.

Goshtar, el venerable del cubil Sibelia. El anciano que es una leyenda en todos los rincones a los que llega el viento.

Su tiempo ha llegado a su fin. Su arena se ha agotado y ellos deben cumplir. Su destino está en sus manos. El anciano saluda, con ambas manos desnudas. Los cinco responden.


Ilustración: Tut

Entonces Goshtar se despoja de sus ropas.

Es la señal: no hay tiempo que perder.

Ya el viento acribilla con su arena la piel blanca, jamás tocada por el sol, cuando la primera piedra vuela hacia el anciano, y lo golpea en el pecho, haciéndolo trastabillar.

Pero Goshtar se mantiene en pie y recibe en todo su cuerpo la andanada de piedras que no cesa, que rivaliza con el viento. Piedras que lo golpean en el brazo, en un hombro, en el estómago.

Salashai se esfuerza, por no aflojar el ritmo. Es lo que se espera de él, lo que se espera de todos. Una piedra golpea la cabeza del anciano y por fin cae, los ojos tan blancos como su piel.

El resto es más simple.

Los cinco enviados se acercan y terminan de cubrir el cuerpo, colocando las piedras una arriba de la otra hasta formar una pila, un muro rígido y estático. Quieto.

Salashai apoya la última piedra, saluda a los otros y emprende el regreso a su oruga. No puede evitar que una brisa de tristeza asome en sus ojos, pero la reprime. Hoy no pueden estar apenados, piensa, porque por una vez le han ganado al viento.

Y han ofrendado el mayor de los honores. A un hombre que dio su vida por su cubil, por la comunidad de cubiles. Goshtar, quien fue tan respetado en su vida como en su muerte. Por ello las piedras, lo más valioso que existe en el impiadoso mundo del viento de Shaerhon, darán su vida por él. Protegerán su cuerpo de la erosión. Al menos por una generación, que es lo menos que pueden esperar que el anciano sea recordado.

Luego, a sus huesos se los llevará el viento. Como sucede con los recuerdos.

 

 


Hernán Domínguez Nimo nació en Buenos Aires en 1969. Es redactor publicitario por la simple razón de que donde se siente a gusto es frente a un teclado o un papel. Como nunca consideró lo literario como una profesión (ya conocemos la situación de la Argentina, donde la ciencia ficción tiene miles de seguidores pero la industria editorial no lo aprovecha), es de los que escribe y escribe sin pensar que el objetivo del cuento no sea el hecho mismo de ser escrito. Tiene decenas de cuentos “cajoneados” que nunca se preocupó por publicar. Hace algunos años empezó a enviarlos a concursos de ciencia ficción del exterior. En 2002, “Gérmine” fue finalista en el Terra Ignota de México y posteriormente publicado en la revista 2001, de España. En 2003, “Moneda común” fue ganador del Concurso Fobos, Chile. Y desde entonces nadie ha podido detenerlo, por fortuna. Pasó por NECRONOMICÓN de Venezuela, PÚLSARES de Chile, ALFA ERIDIANI de España, etc., etc., etc.. Pueden ver el detalle de años previos en la Enciclopedia.

Hemos publicado en Axxón: NO, GRACIAS, CAMBIO, HASTA LA SIGUIENTE, VIAJE AL PASADO, EL MORADOR, EL GUASÓN, FINAL INCIERTO, MOTORHOME, MALOS PENSAMIENTOS, EL NÚMERO UNO, CAMINATA LUNAR, LA PRIMERA VEZ, EL DUEÑO DEL BARRIO, CON UN PIE EN LA TRAMPA, MORIR DE TRISTEZA, RAÚL, EL OTRO, ROBO HORMIGA y A LA DERIVA.


Este cuento se vincula temáticamente con EN VERANO HAMBRE, de Ricardo Giorno; NIEVE, de Guillermo Echeverría; y ENTORNOS, de Javier Fernández Bilbao.


Axxón 254 – mayo de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia ficción : Colonización espacial : Costumbres y rituales : Argentina : Argentino).


“La noche de los cazadores”, Alejandro N. Sabransky

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Ilustración: Vakeria Uccelli

Elevo mi vista hacia el firmamento y contemplo las incontables estrellas que navegan en su infinita negrura. Busco alguna señal, el favor de un presagio, pero el cielo sólo me devuelve una burlona sonrisa de luna. A mi alrededor, los árboles se mecen lentamente, como bajo el influjo de una música que no alcanzo a escuchar. El aire está quieto, ninguna brisa los anima.

Doy un profundo respiro, llenando mi pecho con los aromas del bosque. Y creo percibir algo más, flotando como un espectro oculto entre el perfume de la arboleda y la tierra húmeda. Un sutil hedor que, si bien no alcanzo a reconocer, inquieta mi espíritu con algún atávico recuerdo sumergido bajo las aguas de los tiempos. Las criaturas de la noche han callado, y un rumor tenue y acompasado parece brotar del corazón de la Tierra. Repentinamente, siento que mil ojos me observan.

Aunque el miedo intenta hincar sus dientes en mi ser, he aprendido lo que hay que saber. He danzado hasta caer exhausto durante las Tres Noches de los Iniciados. He bebido el Licor Negro que permite escuchar las revelaciones susurradas por las almas que aún vagan en las llanuras. He dormido sobre los Túmulos de la Locura, y mi cordura ha soportado las horrorosas pesadillas que vomitan sobre los osados. He aprendido el lenguaje de los Antiguos Cantares, alcanzando así la arcana sabiduría contenida en sus versos. Mi lanza ha sido bendecida por Vieja Madre, y ya ha probado el sabor de la sangre de seres que jamás deberían haber existido. La Noche de los Cazadores ha llegado, y estoy preparado para enfrentar a la Devoradora.

Me despojo de mis ropas y observo mi cuerpo desnudo. He trazado los Símbolos que cubren mi piel con sangre de loba virgen, tal y como me fue enseñado. Tomo mi lanza y me interno en el bosque, sintiéndome como un ciervo que sale a buscar la fiera a su propia madriguera. Casi sin darme cuenta he comenzado a recitar las Palabras, mas escucho mi propia voz ajena y distante. Tras unos momentos de marcha, finalmente la veo. Y aunque creí estar preparado para el encuentro, el horror súbitamente paraliza mi cuerpo.

Aunque la visión es aún inconsistente y fantasmal, la luz de la Luna parece cambiar sus matices para permitirme ver a la Devoradora. Está agazapada contra el robusto tronco de un pino marchito, engullendo bestialmente un cuerpo humano. Con salvajismo arranca y mastica trozos de su presa, ya sin brazos y sin cabeza. Puedo ver sus pechos ensangrentados, y comprendo que su víctima ha sido una mujer. El miedo y el asco enmudecen mi garganta. Temo que la visión se desvanezca de un momento a otro. Con gran esfuerzo comienzo a pronunciar las Palabras nuevamente, y elevo mi lanza por sobre mi hombro, aguardando a que su carne se haga carne en esta Tierra.

El sonido de los huesos quebrándose dentro de aquella espantosa mandíbula me estremece como si fuese el crujido de mi propio cráneo triturado. Mi instinto me traiciona y lanzo mi pica antes de tiempo. Escucho el silbido de la filosa vara surcando el aire, y el seco sonido que produce al clavarse en el árbol muerto y gris. Estupefacto, observo el retorcido tronco y el mutilado cadáver que yace abandonado ante él. Entonces algo pasa sobre mí, desplazándose por entre las altas ramas de los árboles. Sacudido por el pánico, doy media vuelta intentando ver lo que se aleja oculto tras el follaje, pero mi movimiento es torpe y arrebatado y caigo de espaldas sobre la húmeda hierba. Más allá, entre la oscuridad y la bruma, un golpe sordo me dice que Ella ha tocado suelo.

Me arrastro como un animal enloquecido hasta el árbol muerto donde se halla clavada mi única defensa, sin atreverme a darle la espalda a Aquello que ahora me observa desde las sombras. Mis manos tropiezan con un helado montón de carne, piel y huesos aplastados. Siento un escalofrío sacudir mi cuerpo. Arranco mi lanza del viejo tronco, y el bosque es sacudido por un rugido espeluznante. Un rugido, y pesados pasos cada vez más veloces y cercanos.

Apunto a la traicionera espesura, sabiendo que la Devoradora se arrojará sobre mí en cualquier momento. El nauseabundo hedor que la precede me sacude y lastima. Finalmente Ella aparece ante mis ojos, tan repulsiva y grotesca que nadie ha podido describirla con simples palabras. Pero bruscamente interrumpe su carrera, y su rostro deforme y feroz se contamina con una estremecedora mueca que, aun tan asquerosamente inhumana, evidencia tanto sorpresa como rabia incontenible. Ha visto los Símbolos. Es mi única oportunidad.

Mi arma parte ágil y certera. La Devoradora profiere un alarido de dolor ensordecedor, indeciblemente horrible, y en mi cabeza estalla una tormenta de imágenes arrancadas de los infiernos más remotos de la Creación. Cuando por fin Ella exhala su último aliento, mi alma abandona su frenético viaje a través de aquellos abominables mundos de pesadilla para volver a mi cuerpo.

El fétido cuerpo de Aquello yace a pocos pasos, y ya ha comenzado su acelerada descomposición. Sus jugos repugnantes humedecen y envenenan el suelo, maldiciéndolo para siempre. Unas horas más y habrá desaparecido por completo. Vomito una y otra vez mientras abro sus carnes corrompidas buscando el corazón, el cual debo comer para convertirme en un Cazador. Terrible es el esfuerzo que demanda, mas cumplo con mi cometido.

Regreso a mi hogar caminando por lúgubres y solitarias calles. Aquí ya casi amanece, y la fría brisa castiga mi cuerpo desnudo. Las pálidas luces de la avenida me hieren la vista, forzándome a caminar casi a tientas. Un automovilista me grita algo que no puedo ni me importa comprender. Ya frente a mi puerta escucho voces, familiares y amadas, y me dispongo a entrar. La Noche de los Cazadores ha terminado, y las garras del Horror me han dejado hondas heridas en todos los mundos.

 

 


Alejandro N. Sabransky nació en Zárate (Buenos Aires, Argentina) en mayo de 1976. Es guitarrista, vocalista y compositor en varios proyectos dedicados al Metal extremo, entre los cuales se destacan 1917 (Death Metal) y BOKRUG (Grind/Death Metal), ambos con varios álbumes editados en Argentina y el exterior del país.

Esta es su primera aparición en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con TRABAJO NOCTURNO, de Salvador Horla; LA BESTIA Y LOS TRES CERDITOS, de Cristian Acevedo y HUESOS, de Federico Buccino.


Axxón 254 – mayo de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuento: Fantástico : Fantasía : Seres fantásticos : Supervivencia : Argentina : Argentino).

“Fiebre”, Enrique Decarli

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Cada cual ve el mundo a su manera,
pero todas las pesadillas se parecen.

Edwin Mullhouse.

 

 


Ilustración: Pedro Belushi

Levanto las llaves térmicas y los tubos parpadean por sectores. La pizzería se va iluminando. Lo primero que veo es mi imagen. Estoy parado sobre una silla. El brazo derecho levantado. Cierro la tapa metálica de la caja de luz. Ahora saco la lengua y ahora la guardo. Tengo cara de dormido. No llego a ver este detalle en el espejo, pero lo imagino. Siento los ojos achinados. Los pómulos tirantes y la boca pastosa. Me acomodo en la silla y descanso la cabeza contra la pared. Al zumbido que producen los tubos de luz se une otro zumbido: el motor de las heladeras. Entonces me doy cuenta. Hay abrigos y carteras colgados en las sillas. Portafolios en el suelo apoyados contra las mesas. Varias mesas servidas. Tickets pinchados. Hay carpetas, billetes y monedas que parecen propinas. Bandejas preparadas sobre la barra.

Me levanto y recorro el salón. Por alguna razón, los dueños de estas cosas, los mozos —y evidentemente todos— se fueron de urgencia. Tanta, que nadie se acordó de mí. Pienso en un principio de incendio o en un temblor. A simple vista no hay indicios de algo así. Las cortinas cerradas, más bien, sugieren un robo. Un robo a mano armada y toma de rehenes. Las luces estaban apagadas y los ladrones que toman rehenes (una vez lo vi en televisión) prefieren trabajar a oscuras y con las cortinas cerradas. En este momento los rehenes estarán declarando y los ladrones presos. O los rehenes seguirán rehenes, repartidos en los autos que escapan perseguidos por mil patrulleros que no se deciden a disparar.

Abro las cortinas. La madrugada debe ser fresca. La vi por la ventana del depósito cuando desperté y también entonces me pareció fresca. El depósito, igual, es frío, y además hoy amanecí mojado. Llego a la puerta de entrada y confirmo lo que imaginé. Está sin llave.

 

 

Hay un folleto color rosa debajo del servilletero. La imagen, de tan negra y difusa, es grotesca. Una mujer en ropa interior, parada bajo el marco de una puerta. Arriba dice: Desde Holanda para vos. La dirección es a dos cuadras. Miro el reloj sobre la bodega. Una escapada ida y vuelta demorará media hora. Cuarenta minutos, como mucho, que la pizzería, hoy, servirá el desayuno más tarde. Pero antes, otra cosa. Yo vine hasta esta mesa a buscar una servilleta. En la barra encuentro una birome. Me siento. Hago memoria o invento. Empiezo a escribir el final del sueño: “Qué faltas de ortografía, dijo…”.

 

 

Mesa por mesa recojo las propinas. Reviso los maletines, las carpetas y las carteras. Si hay dinero, lo guardo. Hace mucho que no pago una mujer y no sé cuánto estarán cobrando. Si bien es bastante el dinero que junto, por las dudas agarro lo que hay en la caja, y unos ahorros que tengo escondidos, hechos un rollito en un par de medias.

Pego la cara a la ventana del depósito. En la playa de estacionamiento vacía, entre tanta oscuridad se destaca una oscuridad más densa en forma de grúa. Una serie de flashes penetra hasta donde estoy y se desplaza sobre las paredes —blancos, rojos y azules—. No entiendo el impulso de agacharme y contener la respiración. Suena un golpe corto de sirena. Los flashes giran, largos, por la playa de estacionamiento, descubriendo manchas de aceite y la silueta de un colectivo de auxilio. El ruido de un motor acelera y se aleja. Inexplicablemente me alivio. Aunque nadie me haya visto agarrar el dinero, soy la única persona que quedó. En algún momento alguien lo recordará, y no quiero perder el trabajo ni la vivienda. Decido devolverlo, pero no puedo recordar cuánto corresponde a cada billetera, a cada cartera, a cada maletín y a la caja registradora. Sé que lo mío es mío porque es un rollito atado. Además es probable que mis ahorros no alcancen para pagar la mujer. Y en el fondo, a decir verdad, los únicos que me dan un poco de pena son los mozos. Son buena gente. Buenos compañeros. Me da lástima quitarles las propinas. Me da lástima pensar (y esto lo pienso por primera vez), en no volver a verlos.

Armo el bolso en el depósito y salgo a la calle. Dejo la puerta tal cual la encontré. Sin llaves. Tiro las llaves a una alcantarilla. La madrugada es fresca y brumosa. Debería volver —son sólo unos pasos— y elegir un abrigo de los que quedaron en las sillas. Pero ya es tarde. No sé muy bien qué significa esto. Tarde. Pero lo pienso.

 

Ahora que dejó de ser una imagen difusa estampada en un papel, y si bien espera parada como en el folleto, bajo el marco de una puerta abierta, no me resulta para nada grotesca. Tendrá mi edad. Mira (o simula que mira) indiferente hacia otro lado. La pierna derecha sobresale de entre la bata. Antes de que termine de acercarme dice algo que no entiendo. Habré puesto cara de no entender porque, creo, lo repite:

—Cogemos y te vas —dice—. ¿Okey?

La bata se abre a un corpiño turquesa calado, abultado bajo un montón de bucles rubios.

—Sos hermosa —le digo. Y me doy cuenta de que la bombacha y el corpiño no hacen juego, y que la bata es de toalla. Está descalza, y pienso que tendrá los pies sucios, y helados.

El pasillo que señala a su espalda se ve largo y poco iluminado. Un conventillo de baldosas rojas y paredes altas sin revocar. Ventanitas de madera pintadas de verde. Voy adelante y no la escucho caminar. Cada tanto me doy vuelta, y me llama la atención. Las puertas, separadas apenas por unos centímetros de pared, más que las puertas de casas diferentes parecen casillas de tubos de gas. Entonces le pregunto el nombre.

—Mariel —dice. Pero las putas nunca dicen el nombre verdadero y nunca te besan en la boca.

El pasillo es angosto, y a medida que nos internamos se angosta más. Lo noto porque recuerdo: al principio, debajo de cada ventana se extendía un tendedero de ropa individual. Ahora las ventanas enfrentadas comparten un mismo tendedero. Igual, los faroles. Más atrás estaban adheridos, alternadamente, a izquierda y derecha. Ahora aparecen justo sobre el medio del pasillo, adheridos, no por un fierro, sino por dos, uno a cada pared. Le pregunto a Mariel si falta mucho.

—Falta —dice.

—Por qué no lo hacemos acá —digo medio en broma.

—Está un poco fresco… —Ella no parece hablar en broma—. Pero bueno —dice.

Deja caer la bata. Dobla los brazos detrás de la espalda para desabrocharse el corpiño. Me empiezo a sacar la ropa y la acomodo sobre el bolso. Mariel, desnuda, se pone contra un pedacito de pared entre dos puertas. Separa las piernas. Levanta los brazos y apoya las manos en los ladrillos.

—Dale… —dice mirándome de costado.

No se da cuenta o se hace.

—No sé qué pasa —digo—. No pasa nada.

—¡Estoy harta! —grita—. Harta, ¿entendés? —Los gritos retumban y tengo miedo de que alguien se asome. Mariel se pone la bata y empieza a caminar rápido hacia el fondo con la ropa interior en la mano. Deduzco que el pasillo irá girando, porque a medida que se aleja, sólo veo la mitad de ella. Termino de vestirme y corro hasta alcanzarla.

—Qué querés —dice.

—Supongo que será el frío —digo—. Disculpame.

—Okey… En casa vas a estar mejor.

 

Los últimos metros antes de llegar a la casa de Mariel (al menos ella habla de unos últimos metros), caminamos de costado y con el bolso es difícil. El pasillo dejó de ser un pasillo. Se convirtió en una cámara de aire oscura, entre dos paredes altísimas, sin puertas ni ventanas. Al fin se abre a una rotonda iluminada. Hay casas. Hay árboles en las veredas circulares. Hay faroles y jardines. Bancos de plaza. Garages. Balcones de flores colgantes. Hay terrazas y antenas.

—Dónde estamos —digo.

—En Holanda —dice Mariel. Y ríe.

Cruzando la rotonda el pasillo sigue. Mariel ahora va adelante. Otra vez caminamos cientos de metros de costado. El pasillo, poco a poco, se va ensanchando. Vuelven a aparecer las puertas y las ventanitas. Los tendederos y los faroles compartidos. Los tendederos y los faroles individuales. Y no sé. No entiendo cómo Mariel puede reconocer la puerta en la que se frena: es idéntica a las miles que pasamos después de cruzar la rotonda. La puerta abre para afuera, obstruyendo totalmente el pasillo. De adentro del departamento sale un aire tibio. Por el espacio que queda entre la puerta abierta y la pared, dice que la espere:

—Un minuto.

Le pregunto si con semejante viaje el trabajo le rinde. Grita que muy pocos clientes son de la avenida.

—La mayoría son del pasillo —dice—. O de Holanda. —Y que sólo hace dos clientes por día—. Uno a la tarde y otro a la noche.

Pienso que de ser eso cierto, hice bien entonces en traer tanta plata. La tarifa de Mariel debe ser cara. La puerta se cierra. Del otro lado está Mariel: una bolsa de dormir en las manos.

—Vamos a coger acá —dice—. A mi casa no entra nadie.

Se saca la bata. Estira la bolsa de dormir en el piso y se mete adentro. Dejo el bolso y me desvisto. Cuelgo la ropa en el picaporte. Enseguida generamos calor, abrazándonos, besándonos, yo encima de ella o ella encima mío. Aun así, no puedo. No puedo y se lo digo.

—Para qué viniste —dice.

—No sé.

—Cogiendo se conoce gente, ¿no?

—Es verdad —le digo—. Nunca lo había pensado así.

—Pero no te gusto.

—No es eso. Será todo. —El frío. El cansancio por la caminata. La incomodidad que me produce que en cualquier momento se abra una puerta y nosotros así. Haber encontrado la pizzería en esas condiciones—. Todo eso —digo—, será.

Se apoya de costado sobre un codo. Me acaricia la cara y la frente.

—Tenés fiebre —dice.

—Puede ser.

Es probable porque a la noche volví a soñar. Una pesadilla se repite, desde los once o doce años, los días de mucha fiebre. Lo que recuerdo al despertar es mínimo. Fui anotando un párrafo cada vez que volvió. Entre fiebre y fiebre pueden pasar años, y la historia queda ahí, por años, como la última vez.

—Bueno —dice Mariel—. Te voy cobrando. —Y fija el precio.

Le doy el dinero. Cuenta los billetes. Los guarda, hechos un rollito, adentro del corpiño que acaba de ponerse.

 

 

Pienso si detrás de alguna de todas las puertas que cruzamos podrá estar la habitación del sueño. Una habitación poco iluminada, de cortinas negras y paredes rojas que intensifican la sensación de fiebre.

Yo soy lo único que cambia a través de los años. Aparezco a la edad que tengo cuando sueño. La ropa, por eso, hace ya muchos años me queda chica. Esto también intensifica la sensación de fiebre.

Entra mamá. La figura corresponde a las primeras imágenes que conservo de ella. En el sueño de anoche los dos tuvimos la misma edad. Incluso yo pude haber sido mayor.

—De repente en esta casa las ventanas no se abrieron más.

Abre las cortinas pero no entra claridad. Afuera llueve.

—Todavía está su olor —digo.

—Porque no viste el cuerpo. Porque no le besaste la frente. Yo sí se la besé. Yo no me cagué en los pantalones.

—Los muertos me impresionan.

—Nada aprendiste de la muerte de tu padre.

Le digo que no. Siempre (estuviera papá vivo, o muerto, en la realidad) le digo que no. Ella repite, con entonación docente, lo que decía la abuela:

—El que no ve a los muertos “bien muertos”, los sigue buscando y viendo por ahí. Sobre todo en los días de lluvia. En los días de lluvia pensamos que se mojan.

Insisto:

—Yo lo vi.

—¡Nico se murió!

Agarra una urna y quiere abrírmela en la cara. La empujo y voy hacia la ventana.

—Vos necesitás ayuda —dice—. ¡Ur-gente!, necesitás ayuda. Por qué no llamás a la negra de Bonafide. Esa te entregaba. Si me acuerdo. Imagino ese cosito en semejante baúl.

Entonces me pregunta por qué no retomo el colegio. No quiero y se lo digo. Me recuerda lo que para mí es una novedad. Que el día anterior le pregunté si veteado va con ve corta o con be larga. Le digo que tampoco sé escribir madera balsa.

—¿Y?

—Cómo y… Andá al colegio y aprendé. Burro.

Ahora me interroga, otra vez la entonación docente.

—A ver a ver —dice—. Cómo se escribe asesino. Cómo se escribe escena. Cómo se escribe Ezeiza.

Pienso. Ss. Sc. Zz.

—¿Muñeco de trapo? ¿Caja llena de recuerdos? ¿Hijo de puta? ¿Casa vacía?

Esconde la cara entre las manos y se pone a llorar. Pregunta cómo se escribe mamá.

—Con acento en la a.

Se repone y ve unos libros sobre la mesa.

—Esto no estaba acá. Y esto de acá se va. Ladrón.

—Son de Nico —digo.

—Eran de Nico, eh. Eran… Cayó el teloncito para Nico.

Se ríe a carcajadas contra la pared. Se pone seria.

—Dónde lo viste.

—Cruzar por ahí —digo. Y señalo la puerta—. Tenía un avioncito de madera hecho por papá. Los pies embarrados. Olor a aserradero. A cajones de vino. Esos vinos que vienen en cajas de tres botellas. La chomba roja del frigorífico. La espalda llena de cenizas.

La mirada de mamá es ambigua. Por un momento parece que me cree y me alegro. Después no. Después no entiendo esa mirada.

—Habrá venido a buscar las chinelas —digo.

Mamá empieza a criticarlo. Que jamás fue un buen hijo. Jamás fue un nieto que visitara a los abuelos.

—No se le movió un pelo el día que se murieron. Quizá por el abuelo Álvaro, porque lo hizo entrar en el frigorífico. Y hasta por ahí nomás, mirá. Igual lo burlaba.

Me tiento de risa. Mamá tiene razón. Me acuerdo que Nico al abuelo Álvaro, por el nombre y porque trabajaba en el frigorífico, le decía Alvar Núñez Cabeza de Vaca.

—Pituco —dice mamá.

Esta parte fue la más difícil de reconstruir. Durante todo lo que viene estoy riéndome, repitiendo Alvar Núñez Cabeza de Vaca. La risa no me deja escuchar con claridad a mamá. Más o menos, creo que dice esto:

—Qué era… Un choricero era. Un choricero y se hacía el pituco. Un pituco preocupado por la herencia. Los abuelos siempre fueron unas ratas. Una tele, un delantal de cocina, la campana de los sándwiches, qué nos repartiríamos. Sabían que él no los quería, y no se animaban a decirle nada. Turro, por ejemplo.

Cuando paro de reír mamá pregunta si Nico habló.

—Probablemente —digo.

—Qué dijo.

Como no contesto, Mariel hace la misma pregunta que mamá:

—Qué dijo —dice Mariel.

—No me acuerdo —digo.

Salgo de la bolsa de dormir y descuelgo el pantalón del picaporte. De un bolsillo saco la billetera. De la billetera saco la servilleta. Me siento en el piso. Las baldosas están heladas. Leo:

Qué faltas de ortografía, dijo.

¿Es un sueño? Nico, le pregunté.

Me parece que no. Mamá murió. Es mentira que mamá sigue acá. La quemamos en Tristán Suárez y nos dieron las cenizas.

Después dice algo que no entiendo:

Diría, no es, no soy, yoyó, lector de lector, medio mortuoria.

¿Eso dijo…? pregunta mamá. Por primera vez la veo asustada.

Probablemente, digo.

Qué plan tan perverso, dice. Empieza a sacarse la ropa y yo me hago pis.”

—Hasta ahí llegué. Me desperté meado.

Mariel se sienta y saca un atado de cigarrillos y un encendedor. Me convida. Aunque no fumo, acepto. Enrolla la bata y la pone a modo de almohada. Se recuesta boca arriba, un brazo bajo la nuca. Fumamos en silencio. Las paredes del pasillo son altísimas. Pero en el fondo se ve la noche. Negra. Y ahora estrellada.

 

 


Enrique Decarli nació en Buenos Aires en 1973.

Su último libro de relatos, Jauría, de próxima aparición en la editorial Eloísa Cartonera, fue uno de los ganadores del Concurso “Sudaca Border” 2013. Su primer libro de cuentos, Desde la habitación del sur (Libresa, 2009), fue finalista del Concurso Internacional de Literatura Juvenil Libresa, de Ecuador, y lectura recomendada para la Escuela Media en el marco del Plan de Lectura Nacional 2010 por el Ministerio de Educación y Cultura de la Nación Argentina. Finalista de la tercera edición del Concurso Literario “Eugenio Cambaceres, 2013? que organiza la Biblioteca Nacional junto al Museo de la Lengua por su colección de cuentos Vía Láctea, en la actualidad se desempeña como coordinador de talleres literarios.

La editorial Textos Intrusos acaba de publicar Big Bang, su segundo volumen de relatos.

Algunos de sus textos fueron publicados en Escrituras Indie, Revista Axxón y La Balandra (otra narrativa); también en Uruguay, en la revista Literatosis, y en España: El Coloquio de los Perros, Babab.com y Narrativas.

Es abogado y músico. Vive en Rafael Calzada.

En Axxón, además de numerosas ficciones breves, hemos publicado: LOS DESPOJADOS, PALOMAR, LAS OPORTUNIDADES PERDIDAS, DESDE LA HABITACIÓN DEL SUR y ALGO MÁS IMPORTANTE QUE INSTANTES O TROPIEZOS.


Este cuento se vincula temáticamente con CADENAS, de Ricardo Giorno; ALGUNAS COSAS QUE VI EN EL DESIERTO, de Pablo Dobrinin; DESPOJOS, de Pé de J. Pauner y ONIRONAUTA, de Julio Ortiz Manzo.


Axxón 254 – mayo de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Sueños : Argentina : Argentino).

“Horóscopo Cuántico (no tan) Definitivo”, Chinchiya Arrakena

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“…no puedes zarandear una flor
sin perturbar una estrella”

Francis Thompson

 

 


Ilustración: Tut

—Viene ambulancia. Veinte minutos para arribo.

—¿Con? —respondo sin dejar de trabajar.

—Traumatismo grave en la rodilla.

—¿Sujete?

—Humane… —Tiara lee en la pantalla:— Humana original femenina-mujer edad adulta 2.

—¿Estado?

—Aún no lo sabemos.

—¿Watefác? ¿Cómo es que no midieron el enlazamiento si…? Dejá, ya sé, al pedo protestar. —Suspiro, pasándome la mano por el pelo—. ¿Tampoco saben su signo? ¿Les cuesta tanto seguir el nuevo protocolo de género-signo? Se van a comer un sumario si siguen así estos “paramiérdicos”.

Tiara sonríe. Nos estamos llevando bien ahora. Sin perder la calma jamás, dice:

—Ahora les pregunto. La mina no está inconciente, podemos ganar tiempo.

Termino de curar al pobre paciente que tengo enfrente, a quien le acabo de dar quince puntos.

—Listo, campeón, tratá de no cabecear más las baldosas, ¿eh? —El pibe se ríe. Miro al padre y le digo:— Acá tiene la indicación para el dispenser de su casa, si se porta bien, no le va a quedar cicatriz.

El hombre me da las gracias, le doy un caramelo al pibe. Se van. Vuelve Tiara.

—No hay señal. No me puedo comunicar…

—¡Fónica de mierda! ¡Parece que viviéramos en el siglo pasado! Caen dos gotas y las antenas…

—Ahí llegan, de todas maneras… —dice Tiara, señalando la puerta.

Dos enfermeres forzudes, una camilla con una tipa con cara de susto.

—Buen día. Por acá está bien.

Colocan con cuidado a la chica en la camilla de nuestra Sala de Urgencias. La chica mira para todos lados, como examinándolo todo. Se detiene en un rincón con la pintura descascarada. ¿Será posible? Siempre ven los defectos… Les enfermeres se encaminan a la puerta, saludando con un gesto.

—¡Hey! ¡Disculpen! —Miro su identificación en sus uniformes—. Sara, Raúl, les advierto que están fallando en el procedimiento estipulado. Identificar el género de le víctime para tratarle correctamente es importante, pero también lo es saber de qué signo, para saber qué consecuencias puede traer su enlazamiento.

Les dos me miran extrañades y no saben qué contestar.

—Lean bien el protocolo, ¡por favor! Y que sea la última vez. —Les doy la espalda y me dirijo a la paciente:— No te preocupes, genia, está todo bien. En un ratito vamos a saber qué tenés.

Ella asiente con la cabeza y me alcanza su identificación. Les enfermeres se van.

—Tiara, ¿te la llevás para imaye-diag? Yo atiendo a une más y ya estoy para ella —por mensajito, le agrego:— Por lo poco que vi, va a cuchillo seguro.

—OK. —Tiara nunca es demasiado comunicativa.

Mi próxime paciente es une viejite. Que le duele la cara, que el diagmed de la casa le dio unas pastillitas y recomendó venir. Me da su DNI.

Completo el diagnóstico y la hago pasar a la sección odontología. La atiendo; necesita un implante nuevo de un diente. Justo cuando estoy terminando, interrumpe la paz un griterío en la Sala de Espera.

—¡Sho nostoy borrasho! ¡Toy drogao, qu’es difrente! —le que vocifera tiene un cuerpazo de casi dos metros, me la juego que es masculino-hombre, pero el protocolo me impide tratarlo como tal hasta que no tenga un reconocimiento fehaciente de su género. Despacho a la viejita lo más cortésmente que me sale y voy a ver cómo manejo la situación.

—¡Muchache! —le digo, con voz de mando—. Necesito que se calme y me diga qué le trae por acá.

—Mire, sssseñor… —Ya empezamos mal, hace años que no me dicen así y realmente me saca de mis casillas—. Mis amigos me dejraron, me dejj… me dejjjjaron acá porque sho’staba ciendo musho quilombo.

Cuento hasta cinco para no noquearlo de un derechazo y le digo:

—En primer lugar, soy doc, no soy “señor”. Y en todo caso, sería “señora”, para su información, soy la Doc Martina Jenny Kraft.

El tipo hipa y me mira con cara de pez en un acuario.

—En segundo lugar —continúo—, necesito su DNI para derivarle a un centro de desintoxicación. Aquí no realizamos esa tarea.

Obviamente, no tiene su identificación.

—¿Consiente en que lo llamemos por el masculino?

El tipo asiente y a duras penas logra articular:

—¿Ushed eshuna señora? Berrrrdón… —dice, y se larga a llorar. No lo soporto. Mejor vuelvo al quirófano. Lo dejo en compañía de Andriu y Celar, y les pido que traten de contenerlo.

Le mensajeo a Tiara:

—Necesito análisis de sangre para un imbécil drogado, y derivación.

Veo por el monitor que hay dos personas, una de ellas viene sosteniéndose la rodilla. Nuevo mensaje a Tiara:

—Tenemos tendencia. Pasame data.

Tiara responde al instante:

—Imaye-diag informa que tiene LLE, LLI y LCA* comprometidos, aún analizando grado de traumatismo. Meniscos conservados. Signo: Flor de Abril, enlazamiento colectivo.

—¡Mierda! —Golpeo la mesa. Menos mal que estoy sola, porque esto suele asustar a algunas personas—. Prepará el quirófano, que yo mando mensaje de alerta.

Por protocolo me exigen que haya al menos dos casos. Y me juego las… bueno, ya no las tengo, pero seguro que eses dos que están en la Sala de Espera son mi confirmación.

—¡Buenos días, gente! ¿Qué les trae por aquí? ¿Tarjetas?

—Buenos días, doc. Me acabo de accidentar jugando al fútbol —dice le paciente con cara de dolor (y me cago en ese deporte arcaico). Tanto le que habla, como su compañere, me dan sus tarjetas DNI.

—OK. —Leo la tarjeta de le accidentade: masculino-gay edad adulta 1. Signo: Flor de Abril. Enlazamiento dual. Esto es raro.

—Decime, Esteban: ¿sabés con quién es tu enlazamiento?

—No, no lo sé.

—¿Te duele? ¿Te dieron algún analgésico? —Examino la rodilla con cuidado, tocando acá y allá, pero sin manipular demasiado.

—Sí, me está doliendo. Éste me dio algo, pero no sé… —Señala con un cabezazo a su compañero.

—Che, que te di de la mejor. ¡Lo que pasa es que te hiciste mierda, boludo!

—Tengo la sala de diagnóstico por imágenes ocupada, pero ya terminan, ¿sabés? —Miro al otro—. ¿Y qué droga le diste?

—Ibuprofeno 800.

—Ahá —Un pelotudo a cuerda, decididamente—. Bueno, ahora le doy algo más fuerte.

Con esa excusa vuelvo a la oficina, mando la alerta por intercom: “Tendencia confirmada de traumatismos de rodilla en Flores de Abril. Enlazamiento grupal.”. En realidad, el tipo que tengo en Sala de Espera es con enlazamiento dual. ¿Será una especie de “enlazamiento mixto”? Pfff… no sé, ya fue, lo mando así. Más vale que ya mismo pida kits extra de implantes de rodilla porque dentro de dos segundos van a estar agotados. Listo.

Vuelvo con un analgésico en serio para el paciente, y aprovecho para preguntarle:

—¿Conocés a otres Flores de Abril?

—Sí, mi tía… ¿Por?

—Haceme un favor: Mandale un mensaje que se cuide las rodillas.

—Pero yo no estoy enlazado con ella, ¿o sí?

—Mirá, hacelo por las dudas, pichón. —Le digo poniéndole la mano en el hombro.

Tiara me avisa que el análisis está completo. Lo leo por arriba en la pantalla de mi asistente.

—Joya, ahí te llevo otro. —Me doy vuelta y miro a mi paciente y a su acompañante—. ¿Vamos, Esteban? Vos, si querés, podés ir a la cafetería, tenemos para un rato.

—Ok, doc, vamos.

—¡Suerte, puto! —dice su amigo con una sonrisa. Se va.

Llevo la camilla hasta la Sala de imaye-diag.

—¡Intercambio de camillas!

Tiara empuja la camilla de la chica (¿cómo se llama?) hasta el pasillo, y toma la camilla de Esteban.

—¿Avisaste?

—Sí. Igual hay un detalle que me gustaría comentarte —y por mensaje le agrego, para que no escuchen los pacientes:— Coincide el signo del horóscopo, lo cual nos daría una tendencia clara, pero no coincide el enlazamiento. Este pibe tiene enlazamiento dual.

—Bien. Hago el diagnóstico de… —Lee la tarjeta—. Esteban y nos reunimos en tu oficina en diez minutos.

Esto se va a complicar. Si llega un tercer paciente con traumatismo de rodilla, cagamos. Pero ya he estado en emergencias por Tiara. Fue cuando nos terminamos de amigar. Ella es muy parca pero es la eficiencia con patas.

Leo la tarjeta de la chica: Linda Blari.

—Linda, te tengo que hacer una intervención. —Leo de nuevo el diagnóstico—. Te rompiste dos ligamentos de la rodilla, y un tercero está un poco deshilachado.

—¡Por Dios! —Hacía rato que no escuchaba esa expresión—. ¿Y cómo es la operación?

Toco la pantalla de mi asistente y se la muestro, con una animación de cómo será la cirugía.

—Ahora te dejo con los análisis pre-quirúrgicos. ¿Querés que llame a alguien para que te acompañe o estás bien?

—Estoy acostumbrada a estar sola, no se preocupe, doc.

—Programo la cirugía para dentro de dos horas. —Y de paso, puedo almorzar. Toco un botón en la pared para llamar a les dos enfermeres electróniques —. Sólo podés tomar agua, cualquier cosa que necesites, pedísela a les chiques. Ellos son: Andriu y Celar.

Les asistentes robótiques, cuya función principal es acompañar pacientes, salen del compartimiento donde se guardan. Ya se han ocupado del borracho con toda amabilidad (que yo no tengo), hasta que lo trasladaron al Centro correspondiente. Ahora sonríen y al unísono, dicen:

—¡Hola, Linda! —A mí me dan miedo, pero la mujer sonríe. Menos mal.

Pido pizza y voy a mi escritorio.

Tiara entra a la oficina y dice:

—¿Enviaste la alerta?

—Sí. Ya la publicaron. Los astrólogos dicen que Marte está en casa VII lo cual puede afectar a les Flores de Abril en miembros inferiores… —En mi correo hay un mensaje, que no parece ser de rutina. Tiara me observa, silenciosa—. Tengo un mensaje pidiendo una segunda confirmación de alerta, por posibles derivaciones… ¿qué carajo es esto? No sé. También estoy en la red a ver si hay otros casos agrupados de Flores de Abril con traumatismo de rodilla. ¿Qué pasó con Esteban?

—Meniscos rotos, rodilla trabada, LLI roto. ¿Hay casos?

—Sí, hay, pero nada significativo. Sin embargo…

Tocan la puerta. Nos traen la pizza, que viene con dos cocas: una Light para mí, una Cherry para ella. En la cafetería ya nos conocen bien.

Empezamos a deglutir nuestro almuerzo, pero nos interrumpe el timbre. Otro paciente ha llegado. Termino mi pedazo de calabresa, me limpio la boca y me llevo la lata.

—Voy yo.

Otra rodilla. ¿Signo? Estrella de Febrero. Enlazamiento dual. Me pregunto si… Esto se va a poner más complicado de lo que pensé.

Lo que más me extraña es que el horóscopo no suele ser tan específico en los traumatismos, ni tan poco específico en los signos involucrados. Normalmente llegarían varies Flores de Abril con traumatismos en miembros inferiores, es decir, esguinces en rodillas, huesos de la pierna rotos, esguinces también en los tobillos, incluso algún dedo del pie quebrado… Pero no. Todo es de rodilla. Y ahora una persona Estrella de Febrero…

Reviso a esta chica, la derivo para que Tiara la diagnostique. Ya casi es la hora de la primera cirugía.

¿Será que este enlazamiento cuántico es distinto de los que hemos visto hasta ahora? Claro, por eso era que me pedían una segunda confirmación de alerta.

Me voy a comunicar con Carlos a ver si él sabe algo.

—Hola, ¿Carlos? Cómo andás, sí, soy yo, Martina. Disculpá que te moleste, no sé si estás atendiendo. —Me paseo, nerviosa, por la habitación—. Ah, ¿sí? Bueno, te la hago corta. De casualidad, ¿tenés muchos traumatismos de rodilla allá? Y sí, acá también. Decime los signos, por favor. Flores de Abril y Estrellas de Febrero, ahá. —Sí, sí, esto definitivamente se va a poner complicado—. ¿Flores de otro mes o Estrellas de otro mes no tenés, no? Claaa… Lo que me llama la atención es que acá tenemos exactamente lo mismo. Sí, la verdad, reloco. Bueno, era eso nomás. Te dejo que tengo que manejar el quirófano. Mil gracias, che. Nos debemos un vinito, ¿eh? Chau, capo, chau.

Un tipazo, este Carlos. Pero ya es demasiada coincidencia con los pacientes.

Envío el mensaje de confirmación, con el caso nuevo y listo. Que se arreglen ellos para explicarlo, yo tengo mucho laburo hoy. Llega otra persona con una visible renguera. ¡Qué pesadilla!

Vuelvo al quirófano.

Entre cirugía y cirugía, me doy una vuelta por la Sala de Pronta Recuperación. La chica Estrella de Febrero se llama Rebecca, y si no fuera porque sé que Esteban es gay, juraría que está flirteando con ella. Y ella ríe de sus chistes malos… Los dos se encuentran a gusto y en un par de horas podrán irse a sus casas.

 

 

¡Estoy agotada! Me duelen los pies, me olvidé de tomar las hormonas, estoy transpirada como un caballo… ¡siete cirugías en una tarde! Tres Flores de Abril y cuatro Estrellas de Febrero.

—¿Querés ir a bañarte? Me quedo por si aparece otre. —Tiara será callada, pero es muy atenta.

—¿Hay novedades?

—Pueden esperar.

Los servomecanismos del quirófano se portaron, hicimos bien el año pasado en comprar los importados. Pero los controles de cabina dejan mucho que desear. En un momento se me colgó el control del bisturí, ¡casi me muero! Por suerte fueron dos segundos, no tuvo consecuencias.

Me desvisto con toda rapidez. La verdad me tienen intrigada las novedades. ¡Aaaaahhhhh! Qué linda está el agua, me hacía falta.

 

 

Vuelvo a la oficina, Tiara está dormida. Recostó su cabeza en el respaldo de la silla y puso los pies en otra. Para ella también fue intensa la tarde. Trato de irme sin hacer ruido, pero se despierta y bostezando me dice:

—Ah, ya estás acá. Ahí tenés para leer el informe de los astrofísicos. Voy hasta la cafetería.

De lo que menos tengo ganas es de leer, pero quiero saber qué pasó.

 

 

“INFORME FINAL CÓD AEF-232 HORÓSCOPO CUÁNTICO DEFINITIVO

Acerca de los traumatismos de rodilla ocurridos en la región.

Lugar: 35º Latitud Sud, con deriva de 2º; 58º Longitud Oeste, con deriva de 3º.

Analizando las posiciones zodiacales, en horas de la mañana notamos que habría una gran posibilidad de tendencias a problemas de salud en las piernas en signos con simetría radial. Esto es, en flores y estrellas. Según los cálculos…”

Blablabla, no me interesa, blablabla, al grano por favor.

“… por lo que concluimos que:

1) Ha habido un enlazamiento no descubierto previamente entre una persona de signo Flor de Abril, con una persona de signo Estrella de Febrero.

2) Este enlazamiento tan poco frecuente ha producido que, por efecto de las variables conjugadas, produzcan una determinación mayor en la zona de lesión, y simultáneamente una determinación menor en cuando al signo de la persona involucrada.

Se están analizando posibles consecuencias del colapso de probabilidades de… “

Tiara vuelve de la cafetería, y me regala un alfajor de chocolate.

—No pongas esa cara, si querés te lo explico.

—Dale, sí. —¡Esto va a ser bueno! ¿Tiara, explayándose?

—El enlazamiento no descubierto fue el de “nuestro” Esteban Romano. —Ahá, sí, lo recuerdo—. Y si no hubiera sido porque se rompió la rodilla, quizás no hubiera descubierto que estaba enlazado con la chica de la tarde, Rebeca Baileys. Hubieras visto sus caras… ¡fue un flechazo! Pero se les va a complicar un poquito la relación, bah, digo yo, él masculino-gay y ella femenina-mujer. Aunque claro, eso siempre puede variar.

—¡Qué increíble!

—Y lo que dice de las variables conjugadas es que cuanto más precisa sea la lesión, seguramente tendremos más de un signo involucrado en la tendencia.

Me quedo sin palabras.

—Vamos, nos queda un rato más de guardia. —Toma un sorbo de café y sonríe a la manera torcida de les que no están acostumbrades a hacerlo.

—Pufff… ya lo sé.

—Los astrofísicos están reformulando la teoría del Horóscopo Cuántico “definitivo”, para agregar nuestro caso —dice con sorna—. En cuanto terminemos el turno, te invito a cenar. No todos los días salimos en el diario. ¿Qué te parece?

Me río, asintiendo.

“Definitivo”. ¡Qué pretensión! La vida no es definitiva, el género no es definitivo, ¿por qué habría de serlo un puto horóscopo?

Lo único definitivo en la humanidad es la estupidez…

 

 


Chinchiya P. Arrakena (Juana Inés Gallego Sagastume) nació y vive en La Plata, provincia de Bs As, Argentina, pero pasó sus primeros años en Campinas, Brasil. Es guía-scout desde chica, hasta llegar a ser instructora de aire libre; y de ahí su nombre literario. Se recibió de Ingeniera en Electrónica, y luego de ejercer la profesión en la Ciudad de Buenos Aires decidió seguir trabajando en la Facultad de Ingeniería de la UNLP como docente de Física. Por otro lado, tiene su propia empresa de desarrollo organizacional, donde se desempeña como coach ontológico y capacitadora. Tiene diversos intereses: el deporte y el aire libre (wushu con armas, arquería, bicicleta, paintball, campamentos); la divulgación de la física; el estudio de temas como la creatividad y el uso del tiempo; los juegos de rol y de construcción; el feminismo y los estudios de género; el diseño gráfico; la música. Escribe desde siempre: poesía, cuentos con temática fantástica o de ciencia ficción; también reflexiones para sus blogs. Ahora está revisando su (primera) novela. Ha publicado cuentos en Axxón, NM, Próxima, en la antología Tricentenario y en blogs. Está casada y tiene una hija pequeña, que le hace inventar cuentos todas las noches.

Para leer más, sus blogs: 405nm: ciencia ficción en un tono azul-violeta y Desde Lilith al cyborg.

Hemos publicado en Axxón sus cuentos breves: SIRIO 3, LA ESQUINA DE TERESA, EL BREVE ROMANCE ENTRE EL ORCO Y LA ELFA y EXOTECNOLOGÍA.


Este cuento se vincula temáticamente con LA VELOCIDAD DE LOS NEUTRINOS, de Juan Carlos Garrido; BARRY WESTPHALL CHOCA CONTRA LA SINGULARIDAD, de James Patrick Kelly y ¿QUÉ ES EL “SECRETARIADO CUÁNTICO”?, de Saurio.


Axxón 254 – mayo de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Física cuántica, Medicina : Argentina : Argentina).

“Las cosas…”, Patricia K. Olivera

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URUGUAY

 

 


Ilustración: Valeria Uccelli

La primera vez que los escuchó tenía apenas tres años, como aún era muy niña podía refugiarse en la cama de sus padres. Sin embargo, los años siguieron pasando y ellos continuaron reproduciéndose, aumentando de número.

Durante su niñez vivió aterrada, cansada de decir a sus padres lo que sucedía; ellos no la tomaban muy en serio, llamaban al exterminador alguna que otra vez, imaginándose que sólo se trataba de cucarachas. Por un tiempo la medida tuvo efecto, no volvió a saber de ellos hasta que fue adolescente. Una noche, mientras estudiaba para una prueba escolar que tenía al otro día, se vio rodeada; quiso moverse pero cuando reaccionó ante el horror ya la habían cubierto por completo, su cuerpo desapareció bajo esas cosas que sólo dejaron al descubierto sus ojos, abiertos como platos, cuando la metieron debajo de la cama. En ese mismo momento su madre llamaba a la puerta para avisarle que estaba lista la cena, al no recibir respuesta entró~a la habitación y sólo encontró un libro abierto sobre el lecho donde había quedado la huella de su cuerpo. Todo estaba en perfecto orden,~sólo le llamo la atención la cantidad de pelusas que había en el piso; siempre le había preocupado la cantidad de cabello que perdía su hija, por eso la llevaba tan seguido al médico.

A eso de la una de la madrugada, luego de haber llamado a todas sus amigas, hicieron la denuncia a la policía. A partir de ese día la buscaron por cielo y tierra pero todo intento por hallarla resultó infructuoso. Nunca más la encontraron, el caso se fue olvidando y al final lo archivaron.

Ahora, su cuarto luce inmaculado, sin rastros de pelusas. Sólo un débil sonido, semejante a rasguños, que parece provenir de la madera del piso, altera el monótono silencio que lo envuelve todo…

 

 

Si tan sólo hubieran mirado debajo de la cama…

 

 


Patricia K. Olivera o Patricia O. (Montevideo-Uruguay. 1970). Está casada, tiene dos hijos varones y un gato. Actualmente cursa la Tecnicatura en Corrección de Estilo y la Licenciatura en Lingüística en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Escribe textos de su autoría en los blogs que administra y en aquellos donde participa. Es colaboradora frecuente de varias Revista Literarias del extranjero como miNatura – Revista de lo Breve y lo Fantástico, El Descensor, Lafanzine, Palabras (revista literaria uruguaya donde participa como colaboradora y como ayudante de edición), entre otras; tiene un relato publicado en el Nro 28 de La Revista La Nueva Literatura Fantástica Hispanoamericana, y otro traducido al francés en el blog Lectures d’ailleurs. Textos de su autoría han aparecido en varias antologías de géneros diversos, editadas en el extranjero, donde comparte espacio con otros autores.

Así se presenta en nuestra revista.


Este cuento se vincula temáticamente con ASÍ PERMANECE HERMOSA LISA MARIE, de Pé de J. Pauner; LUCY EN EL PAIS DE LOS MONSTRUOS y LUCY Y EL MONSTRUO, de Ricardo Bernal.


Axxón 254 – mayo de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Terror : Desaparición : Uruguay : Uruguaya).

“La máquina de sangre”, Jack H. Vaughanf

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Ilustración: Guillermo Vidal

 

 

El grito hizo que se le volcara el café. Estuvo un momento en silencio antes de volverlo a escuchar. Era un chirrido igual de terrible que su significado; una gárgara que hacía pensar en la desesperación de un mamífero atrapado por una dolorosa agonía. La resonancia se esparcía en oleadas por toda la casa, con una potencia sobrenatural debido a los ecos metálicos que generaba su hambriento pedido.

Se levantó del asiento sosteniendo el cuchillo que siempre usaba para la ocasión, y caminó hacia la habitación siguiendo el rastro del llamado. Cuando llegó al umbral, contempló la figura que comenzaba a asomarse por el hueco del suelo. Con la movilidad de un animal nervioso y descerebrado, aunque con una envoltura sólida que solo el metal dúctil puede brindar, ascendió demandante de la oscuridad del agujero, como si se tratara de una planta que crecía aceleradamente a la luz tenue de la habitación. En la cúspide del tallo metálico se erguía el enorme embudo de cuyo interior provenían los estruendosos sonidos, que por momentos bajaban sus decibeles para luego volver a retumbar con más ímpetu.

Empuñó el cuchillo con más fuerza y se acercó a la criatura que se retorcía en el aire. Extendió una mano por encima de la boca del embudo y, tras hundir el cuchillo sobre su palma, exprimió los chorros de sangre que cayeron dentro de la oscura rendija. La criatura se arrimó aún más a la fuente del alimento y comenzó a engullir con éxtasis voraz las oleadas del líquido que ingresaba y descendía por el tallo plateado hacia lo más profundo de la madriguera. Una vez saciada, regresó bruscamente por donde había venido, como si una fuerza la sorbiese desde el interior de la tierra.

Dejó caer el cuchillo y le temblaron las piernas. Tuvo que apoyarse en la pared para no desfallecer. Estaba llegando a sus límites. No podría ofrecerle ni una sola gota más la próxima vez que se presentase, sin acabar dando su vida. Tampoco podía huir muy lejos, pues no tenía las fuerzas para moverse; y aunque lo intentase, sería encontrado por la criatura que ya había adquirido el poder de desplazarse hasta donde quisiera. No era la voluntad lo que movía a ese ser mecánico, si podía llamarle ser a la cosa que había terminado con toda la vida en la tierra, a excepción de él.

Se quitó la remera con dificultad y la presionó sobre la herida que se había infligido. Lo único que podía hacer ahora era quedarse encerrado en su casa, cerca del hueco por donde la máquina solía aparecer y esperar una nueva visita. Una ofrenda más de su sangre le causaría el desmayo y la muerte. Se preguntó qué sucedería después, pues no se conocía la existencia de otro ser humano en la tierra que pudiera continuar alimentando el apetito incansable de la máquina de sangre.

Le hubiese gustado regresar a la cocina y servirse otro café, pero carecía de las fuerzas necesarias. El mareo a duras penas le permitía estar de pie, y probablemente ya había agotado todos los granos de la última provisión. Bajó la vista y contempló los múltiples cortes de su palma: su mano no era más que una desgajada fruta putrefacta, con las falanges colgando, con las líneas naturales abiertas y vaciadas de contenido.

Cerró los ojos y se vio a sí mismo de muy joven preguntándole a los mayores por qué debían lastimar sus manos para alimentar a aquella máquina.

“Así fue siempre”.

Pero ninguno sabía la naturaleza real de la máquina de sangre, y tampoco estaban interesados en averiguarla. Jamás creyó que el mundo fuera así desde los inicios debido a las historias que escuchaba acerca del pasado, aunque todas diferían un poco entre ellas: no estaba claro si la función primera de la máquina había sido la comunicación, o si se había tratado de una fuente de energía que mantenía el mundo en constante movimiento. Sus primeras versiones se limitaban a fabricar en serie los objetos necesarios para mantener la existencia humana, y la versión que hoy demandaba su sangre con tanta voracidad no era como la primera, no en esencia. Sabía, o sospechaba, que desde su creación la máquina no había conservado siempre las mismas formas. Según había leído, la primera estructura no era muy diferente a un motor más grande de lo común, y la habían enterrado en algún lugar cercano a la Antártida, aunque nunca supo el porqué. Supuso que algún beneficio le había traído a la humanidad durante las épocas iniciales, y alguna fatalidad la había hecho mutar. No pasó mucho tiempo para que comenzara a surcar los continentes y adquiriera las pulsiones básicas de todo ser vivo. Jamás se supo si había algún tipo inteligencia tras sus movimientos, o si la mera expansión desmedida constituía su objetivo primordial. La sangre la hacía crecer más y más, y era como el combustible para todo motor.

La población comenzó a reducirse sobre la superficie terrestre a la par del crecimiento exponencial de la máquina. No sabía si habían existido intentos para detener el drenaje, aunque de existir, sus resultados eran más que evidentes. Él había nacido en la última época, la más desinformada de la historia, y se encontraba a una vasta distancia de los orígenes del problema que los seres del hoy habían heredado del ayer.

Había comenzado por demandar su sangre una vez por semana, cuando lo normal hubiera sido una ración por mes. Y luego comenzó a exigírselo a diario, sin darle tiempo a recuperarse de las últimas sangrías. Fue entonces cuando supo que los hombres estaban desapareciendo de la faz de la tierra. La máquina ya no tenía las cantidades suficientes para saciar su sed y los pocos que quedaban debían cubrir con sus propias venas la sangre de los corazones que habían dejado de latir. La última vez que salió a la calle no pudo encontrar rastros de vida, las comunicaciones eran nulas, ningún aparato electrónico recibía señal. Lo último que había escuchado por la radio fue una serie de oraciones que esperaban llegar a todas las almas necesitadas de alivio. Al final de estas transmisiones, una voz pedía que nadie dejara de ofrecer el sacrificio de sangre, pues la insatisfacción de la máquina podía perjudicar a quienes seguían luchando para vivir. Él, solo e impotente, creía oírlas mientras un tiempo acelerado consumía sus fuerzas y le devoraba sus esperanzas.

Nadie le dijo nunca qué podía ocurrir si le negaban el pedido a la máquina de sangre. Pero siempre estuvo claro que se cuidaban de algo más terrible que un corte en la mano.

Se preguntó si la criatura ya sabría que aquellos eran los últimos reservorios que le quedaban, y si previsoramente estaría disfrutando del último manjar, devorándolo en pequeñas porciones.

Cerró la mano que tenía deshecha por los cortes, tomó el cuchillo del suelo y se arrimó nuevamente al hueco. Desde hacía tiempo todo hogar tenía un agujero en alguna habitación, era algo tan común como tener instalaciones en un baño. Se dejó caer enfrente del hueco, inclinó la cabeza hacia la oscura profundidad: un abismo hacia ninguna parte, un abismo donde la luz no se atrevía a ingresar

Se empapó de sudor. La falta de oxígeno lo mareó y esperó inmóvil por su recuperación. Comenzó a notar una seguidilla de sonidos que provenían de la oscuridad, el suelo tembló, el calor de un potente respiro ascendió y un aliento sofocante lo obligó a echarse para atrás. Después de un silencio, oyó el horrible chillido creciendo en volumen hasta que invadió la habitación con su ensordecedor grito metálico. Desde la oscuridad apareció un destello plateado, y la figura alargada se irguió como una cobra, agitándose con su infernal sonido. Ladeó su embudo hacia el último bocado que tenía enfrente.

Se incorporó involuntariamente, impulsado por el pavor que le ocasionaban esos gritos. Como un reflejo, apoyó el filo del cuchillo sobre su muñeca y comenzó a trazar el arco más profundo del que era capaz con las pocas fuerzas que le quedaban, suficientes como para desconectar varias venas que afloraron derramando la sangre. La extendió en el aire, pero en vez de acercarse, decidió retroceder unos pasos, alejándose del embudo que había arrimado su boca para recibir el suculento manjar. Sus fuerzas todavía le permitieron retroceder un paso más, mientras su vida empapaba el suelo de color rojo, formando un charco inalcanzable para aquella boca que todo lo tragaba, y cuya longitud no alcanzaba a atrapar gota alguna pese a sus intentos por tomarla.

Si aquella bestia lo deseaba, tendría que venir a buscar sus últimas gotas de sangre. Cayó rendido, de espaldas, con la sensación de ser inalcanzable. Presionó su remera en la herida para detener la hemorragia. La criatura que se agitaba enfrente de él intentaba alargarse, se tensaba como un hilo de metal profiriendo gritos y escupiendo un caluroso aliento de impotencia y furia.

Las venas se le vaciaban, pero mantuvo la vista firme, pues temía no llegar a presenciar la tan esperada tragedia.

Los ojos comenzaron a pesarle mientras contemplaba el oscuro interior de la boca que intentaba acercase al líquido que manaba de sus venas. Entonces el embudo descendió al suelo con suavidad y los gritos callaron súbitamente. Desde la oscuridad se perfiló una siniestra figura, alargada y con rostro humano. La vio asomarse y convertirse en una imagen borrosa. Un rostro de carne rojiza empujaba los bordes desde el interior del embudo, lo hacía desesperadamente con ayuda de una serie de zancas en fila que usó para escapar de la abertura. Irrumpió y aterrizó en el suelo como un ciempiés brilloso de humedad. Se desplazó ligeramente hasta llegar a los charcos de sangre y hundió el rostro en ella para sorberla con voracidad.

 

 


Jack H. Vaughanf nació en Buenos Aires en 1993. Es estudiante de Psicología en la Universidad de Buenos Aires. Desde muy joven le gusta escribir, principalmente poesía, cuentos cortos y guiones.

Esta es su primera obra publicada en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con LA BESTIA Y LOS TRES CERDITOS, de Cristian Acevedo; BICHARRACO, de Ignacio Román González y SUPERVIVENCIA, de Jorge Pradella.


Axxón 254 – mayo de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuento: Fantástico : Terror : Seres fantásticos : Supervivencia : Argentina : Argentino).

“La niña sin sueños”, Cristian J. Caravello

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ARGENTINA

 

 


Ilustración: Guillermo Vidal

A Mechita le encantaba mirar el lago sentada en la piedra grande con los pies descalzos acariciando el agua. Jugaba a salpicar a los patos que se deslizaban como por arte de magia, remando con sus patitas invisibles hundidas en el agua. De pronto alguno sumergía la cabeza, luego otro, más allá. Y la niña sonreía. Siempre sonreía.

A su lado, Canica había traído un hueso y rascaba la tierra con sus uñas embarradas. Más atrás, Capota lo miraba con ganas de jugar. Los perros siempre estaban jugando. Se trenzaban en una lucha falsa de morderse trompa contra trompa. Mechita sabía que era falsa porque jugaban sonriendo; y muchas veces se sumaba a revolcarse con ellos.

Mamá Samanta miraba la escena con una sonrisa triste desde la ventana de la cocina.

Amarrados a un pequeño muelle, un par de botecitos despintados bailoteaban con el oleaje de la orilla. Hacia la derecha, el lago se afinaba hasta llegar a su afluente que se perdía entre un bosque de olivos silvestres; hacia la izquierda, desaguaba por un cauce empinado que el agua había excavado en la ladera, para seguir su curso hasta el valle. Sobre el desagüe empinado cruzaba un puentecito de madera y unos metros más abajo funcionaba una vieja turbina hidráulica que generaba algo de electricidad para el consumo doméstico.

 

 

Mechita había dejado de jugar y avanzaba hacia la casa con un perro bajo el brazo.

 

 

—Mamá, se apagó Capota.

La madre se secó las manos en el delantal.

—Ay, Mechi, no puedes tener a los animales encendidos todo el día.

—Los patos nunca se apagan —dijo la niña.

—Los patos se recargan solos, hija. Se estacionan en la correntada y se recargan con una ruedita que tienen en la panza.

La niña se dio vuelta y se quedó perpleja, mirando los patos a lo lejos, con la boca entreabierta.

Samanta abrió un puertita disimulada en el peludo lomo de Capota y extrajo un cable fino y largo que enchufó al tomacorriente de la pared.

—Vamos a darle una recarga y con un poco de suerte, quizá nos aparezca también una actualización.

—¿Puedo llevarme a Pimpi? —preguntó la niña.

—Sí. Llámalo fuerte para que se encienda y venga.

—¡Pimpi! ¡Pimpi! ¡Vamos a jugar!

El gato gordo y gris salió de la habitación de la niña con un andar pesado y somnoliento. Canica movió la cola y los tres salieron al parque.

—No te acerques al puentecito —le gritó la madre desde la puerta.

Mechita hizo un gesto con la mano, sin darse vuelta, y salió al trote con su perro, su gato y su vestidito rosa de jugar.

 

 

La casa del lago era simple y bella. Tenía un grueso techo de paja vinílica sobre el que afloraban las antenas. Dos dormitorios con amplios ventanales que daban al frente, y una gran sala de estar que se prolongaba en la cocina. Un alero ancho cobijaba la salida al parque, bajo cuya sombra se habían dispuesto unos silloncitos de madera rústica y una mesa baja en el mismo estilo.

 

 

Caía la tarde mansamente cuando Pedro emergió entre los olivos, zigzagueando a gran velocidad con su deslizador vertical, parado sobre la tabla flotante, firmemente sujetado al manubrio, y con el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante como un esquiador.

Cortó camino levitando a ras del lago, esquivando a los patos y marcando una suave estela sobre la superficie del agua. Dejó el vehículo bajo el alero, apoyado contra la pared, y saludó a la niña con un beso.

 

 

—¿Qué llevas allí? —preguntó Mechita al ver la enorme caja que Pedro estaba desatando del portaobjetos.

—Es para ti, pero debes abrirla después.

—¿Por qué?

—Porque primero debemos enchufarla un rato.

—¿Pero qué es?

—No te lo diré.

Pedro entró a la casa con la niña revoloteando alrededor.

—Dime con qué letra empieza.

—Solo te daré una pista: “deja de revolotearme como… un montón de mariposas”.

La pista no sirvió y costó un poco de trabajo conseguir que Mechita volviera al parque.

 

 

Mamá Samanta saludó a Pedro con una sonrisa y un reproche.

—¿De nuevo por aquí?

—Es lo único que se me ocurre hacer cada vez que comienzo a extrañarte —dijo él.

Ella lo ignoró con alguna incomodidad.

—Vamos, enchufa ya esas mariposas —dijo.

Pedro colocó la caja sobre la mesa, extrajo un cable del costado sin romper más que una porción del envoltorio y lo enchufó al tomacorriente de la pared. Luego se sentó y cruzó las piernas. Samanta se hundió en la mesada de la cocina previendo el interrogatorio.

—¿Cómo estás? —dijo él después de un silencio largo.

—Bien. ¿Quieres un café?

—Sí, por favor; si con eso logro que podamos estar un rato sentados conversando.

—No quiero hablar de eso. Ya lo sabes.

—Yo no he hablado de nada, solo te pregunté. —Pedro enfatizó la pregunta para volver a instalarla—: ¿Cómo estás?

Ella hizo un silencio y aceleró sus quehaceres en la cocina. Hizo ruido con las tazas, abrió puertitas, sacó la azucarera, dispuso las cucharitas. Luego se detuvo un instante, se secó las lágrimas con los nudillos, resopló una espiración rápida, tomó la bandeja y, ya recompuesta, llevó todo a la mesa.

—Bien —dijo—. Estoy bien.

 

 

Hablaron un rato laxamente, fingiendo un entusiasmo por los temas que ninguno de los dos sentía. Él, mordiéndose la lengua. Ella, deseando que no la soltara.

Un aleteo creciente dentro de la caja interrumpió la farsa. Pedro desenvolvió el paquete y pudo verse un recipiente cúbico de vidrio repleto de mariposas de todos los colores que se agitaban y entrechocaban a causa de la estrechez.

—Con este botón se abre la puertita y salen —explicó Pedro—. Con este otro botón, vuelven a la caja. Si se descargan, vuelven solas. Una vez en la caja, la enchufas y se cargan todas. Y con esta red, la niña jugará a cazarlas.

 

 

—¡Qué bonitas! —dijo Samanta— ¿Cuántas hay?

—Noventa y siete.

Samanta lo miró incrédula. Pedro giró la caja y leyó mientras subrayaba con el dedo:

—”Contiene noventa y siete mariposas”. Supongo que así parecen más naturales.

 

 

En las últimas tres décadas, un furor llamado Tecnorenacentismo pugnaba por reproducir la naturaleza tal como era, en todos sus detalles. Cien o cincuenta eran números andrógenos, y debían aparecer con la misma frecuencia que cualquier otro en los sistemas naturales reproducidos. Así, noventa y siete mariposas estaba bien.

 

 

—Ya estoy viendo a Mechita corriendo por el parque, todo el día cazando mariposas —dijo Samanta, que se había acercado a la ventana y observaba cómo la niña, arrodillada a la orilla del lago y sosteniendo una larga rama que apenas controlaba, hostigaba a un pato atrapado entre los postes del muelle para ponerlo patas para arriba.

 

 

Pedro se acercó a Samanta y ambos observaron en silencio las peripecias de Mechita.

 

 

—¿Cómo estás con la niña?

 

 

Ella hizo un largo silencio y los ojos se le volvieron a cargar de lágrimas.

—Es maravillosa —balbuceó con una voz quebrada. Y rompió en un llanto franco que ya no pudo contener.

Pedro la abrazó. Ella se tapó el rostro con ambas manos y se apoyó sobre el pecho del muchacho.

El joven la acarició un largo rato. Luego rompió el silencio.

 

 

—No sigas con esto, mi amor. No te hace bien.

Ella no respondió.

—Quiero volver —continuó él—. Esto ya no puedo soportarlo. Te extraño todo el tiempo ¿Crees que ha sido fácil para mí? Quiero volver.

 

 

Samanta negó con la cabeza sin saber cómo justificar la negativa.

 

 

—No estoy preparada.

—Ya pasaron seis meses, mi amor.

—Al mundo le han pasado seis meses. Yo estoy detenida en el minuto cero. He sobrevivido gracias a la niña.

—Déjame ayudarte. Yo también quiero ayudarte. Déjame volver.

 

 

Samanta se desprendió suavemente de Pedro, caminó unos pasos y volvió a hundirse en la mesada de la cocina.

 

 

—Tengo que preparar la cena.

—¿Me invitarás a cenar?

—Había pensado que no.

 

 

Él se acercó, la sujetó de los hombros y la giró suavemente.

—Te amo —le dijo, con una mirada intensa y húmeda.

Samanta no respondió.

El hombre le acarició la mejilla y, sin decir palabra, dio la vuelta y partió hacia la puerta. Una vez allí, hizo un gesto de payaso recordando algo, con los dos índices señalando al techo.

—Casi me olvido.

Volvió hacia la mesa, presionó el botón de la caja de vidrio y liberó a las mariposas.

Súbitamente, la cocina se llenó de vida y color.

—¡Mariposas! ¡Mariposas! —Gritó él saltando como un niño— ¡A cazar mariposas!

La mujer destrabó el nudo en su garganta con una risita entrecortada.

Uno a uno, los diminutos ingenios fueron encontrando la salida hacia el parque y detrás salió Pedro con su red.

—¡A cazar mariposas! ¡A cazar mariposas!

Poco tardó en pasarle la posta a Mechita, que salió correteando detrás de los bichitos. Luego se subió al deslizador y partió.

—¡Pedrito! —Gritó Samanta desde la puerta—. Mañana prepararé unos buñuelos…

El hombre levantó un pulgar a la distancia y se perdió detrás del olivar.

 

 

Las últimas luces del día ya plateaban el paisaje. Con la noche incipiente, la casa del lago comenzaba a exudar una melancolía vestida de lilas y violáceos. Los faroles del parque ya se habían encendido convocando hordas diminutas de insectos voladores. Ajena a la tristeza de fondo y a los hechos del pasado reciente, Mechita seguía corriendo tras las mariposas. De tanto en tanto entraba a la casa para guardar su captura en la caja de vidrio. Pero hacía largo rato que Mechita no entraba, y mamá Samanta salió al parque para ver en qué andaba la niña.

Con espanto, Samanta la vio subida al puentecito, apoyada sobre la baranda, con el torso colgando en el vacío, tratando de atrapar su mariposa.

 

 

—¡Mechi! ¡No! —gritó la madre.

La niña se quedó petrificada con el grito, parada en medio del puente con la red en su mano. Samanta salió corriendo a su encuentro.

—Quédate quietita que ya va mamá.

Llegó a su encuentro y la abrazó fuertemente.

—Mechita, nunca vuelvas a este puente. Nunca.

 

 

Y allí, con la brisa batiendo su cabello, y con el embate hostil de la noche oscura, Samanta cerró lo ojos y volvió a revivir toda la tragedia. Su amada hija desapareciendo detrás de la baranda, cayendo de cabeza al arroyo torrentoso. La desesperada carrera en su auxilio, y el horror de hallarla en ese estado, enredada entre las aspas de la turbina con su cuerpecito casi partido a la mitad y esa savia bermellón manando de sus vísceras, desbaratándose en el torbellino de los rápidos. Y sus ojos, gélidos y abiertos, mirando el cielo para siempre desde el fondo del agua.

Mamá Samanta lloró amargamente aquella noche, en medio del puente, abrazada al cuerpo de Mechita, recordando la absurda muerte de su hijita en las fauces del generador. La niña contaba entonces con seis años de edad y su vida no pudo seguir más allá. Y detenida en ese mismo punto, había quedado también la vida de Samanta.

 

 

Mamá Samanta apagó la luz del comedor. En su habitación, Mechita jugaba con muñecos.

—¿Te has lavado las manos? —preguntó la madre.

—¿Las manos y la cara y los dientes? —precisó la niña.

—Sí.

—No.

—Pues ve. Ya es tarde, hijita.

Por unos minutos, mamá Samanta sintió el agua correr en el baño. Luego salió la niña con una mancha de pasta dental en la mejilla.

—Listo —dijo.

Mamá Samanta sonrió y le limpió la cara. La llevó a su habitación, le quitó la ropa y los zapatos, le puso un camisón blanco con florcitas rojas que costó pasar por su cabeza. La metió en la cama y la tapó. Encendió el velador, apagó la luz grande y corrió la cortina para que entrara la luz de la luna.

 

 

—¿Ahora voy a dormir?

—Sí, mi amor.

—¿Y voy a soñar?

— Sí, mi amor.

—¿Y con qué quieres que sueñe?

Mamá Samanta se arrodilló junto a la cama y le acarició los bucles.

—Quiero que sueñes con los angelitos.

Mechita sonrió, giró la cabeza y miró por la ventana.

—Buenas noches, mamá.

—Buenas noches, mi amor.

Mechita cerró los ojos y se quedó dormida. Mamá Samanta la miró con ternura durante unos segundos. Luego, como volviendo de un ensueño, hundió su mano debajo de las mantas, hurgó en el cuerpo de la niña y desde algún lugar de su espalda extrajo un cable fino color carmín que enchufó rápidamente.

Samanta imaginaba que algún día, algo mágico traerían esos cables, y la niña podría también soñar. Entonces ya no habría diferencias, y todo sería como antes. Y juntos los tres volverían a ser una familia, y jugarían con los perros, y pasearían en bote por el lago, y hablarían de la simple vida, y jugarían a imaginar el futuro. Y los aciagos sucesos del pasado reciente ya no serían recordados. Si tan solo pudiera soñar…

 

 

Mamá Samanta apagó el velador, apoyó su mejilla contra el rostro inerte de la muñeca y se quedó allí, como todas las noches, acariciando su pelito amarillo, mirando los dibujos de la luna contra la pared de los muñecos, y repitiendo en voz baja su inútil letanía.

 

 

—Sí, mi amor… sueña. Por favor… sueña.

 

 


Cristian J. Caravello nació en Morón, Buenos Aires, el 21 de febrero de 1965. Estudió matemática y le interesan las ciencias en general. Administra los foros de “Astroseti“, un sitio español sobre Astronomía y Astrobiología.

Su actividad literaria es reciente. Mantiene su blog, Letras de Cristian, con cuentos fantásticos y de ciencia ficción. Ha publicado recientemente, en Cuásar 52, el cuento “Buenos Aires Service”.

De sus obras, en Axxón ya hemos publicado LA SOCIEDAD DE LOS OVOS, EL ENIGMA DEL BAR DE LOS VIEJOS Y LOS GATOS, EL INFINITADOR, BUENOS AIRES BAJO EL RÍO y LA CUCARACHADA.


Este cuento se vincula temáticamente con PIEL Y TINIEBLAS, de Carlos Pérez Jara; EL QUE GUARDA SIEMPRE TIENE O LOS BENEFICIOS DE LA REENCARNACIÓN, de Ian Watson; y A.I. INTELIGENCIA ARTIFICIAL (artículo), de Silvia Angiola.


Axxón 254 – mayo de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Inteligencia Artificial : Argentina : Argentino).

“El bosque que crece por las noches” (parte 1) , Pablo Dobrinin

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URUGUAY

 

 

 


Ilustración: Tut

Sabrina apareció una tarde de julio. Y digo apareció y no cualquier otra cosa, porque no la vi ni la escuché llegar; ni siquiera el perro la advirtió. Cuando me di cuenta, ella ya estaba ahí, como si no hubiese tenido necesidad de recorrer los cien metros de la entrada bajo la sombra de los sauces, como si no fuese más que uno de esos sueños que se deslizan al primer parpadeo.

Ahora que lo pienso, no sé por qué había decidido salir al frente. No iba a darle de comer al General, ni a regar los hibiscos del jardín. Tampoco tenía que ir a ningún lado. Sería fácil creer que estaba aburrido del encierro y necesitaba tomar un poco de sol, pero esta explicación tampoco me convence.

La vi al abrir la puerta; ella se bajó de una bicicleta de mujer, de color rojo, que dejó tirada en el pasto, y caminó hacia mí. Era flaca, bien blanca, de pelo largo, lacio y negro. Veinte años; un metro setenta, apenas más baja que yo. No tuvo necesidad de golpear las manos porque nuestras miradas se encontraron antes.

Su rostro reflejaba indecisión, pero en un segundo se fabricó una sonrisa de vendedora.

—Buenos días —dijo con una voz aguda y agradable.

—Buenos días —repetí.

Se acomodó el cabello, con ese gesto tan encantador que tienen las mujeres, y descubrió una oreja pequeña.

Me tendió una mano delgada y se presentó con gran pompa:

—Soy Sabrina, directora y redactora responsable de la revista Los Eucaliptos.

—¿Los Eucaliptos?

—Publica información sobre los comercios de la zona y clasificados.

—Ah, sí, me la dieron la semana pasada en el supermercado.

—Estupendo. —Se quitó la mochila de jean que llevaba a la espalda y la dejó caer sobre la mesa de hierro del juego de jardín—. ¿Y qué le ha parecido?

Aquella pregunta me tomó por sorpresa. Estábamos hablando de una vulgar revista comercial hecha en papel de diario, y no se me ocurrió nada bueno para decirle. Pero pensé que al fin de cuentas todo el mundo está dispuesto a creer cualquier mentira que satisfaga su ego, y respondí:

—Muy profesional.

—Me alegro.

—…

Sacó una cámara digital de su mochila y afirmó:

—No saldrá defraudado, soy buena en esto.

—¿…?

—No se preocupe. No es caro. Una mención en la página de clasificados le saldrá apenas… pero seguramente usted quiere algo especial.

Abrí las manos, como si las palabras estuviesen en el aire y yo necesitara atraparlas.

—…

Antes de que pudiese agregar algo más, me miró con suficiencia y dijo:

—No le cobraré las fotos —y sin más palabras cruzó el jardín, abrió la puerta y se metió en mi casa.

Quedé boquiabierto por lo absurdo de la situación, y luego, bastante molesto, fui tras ella. Si se hubiese topado con el General —que seguramente estaba en el fondo— dudo mucho que se hubiera atrevido a tanto.

Cuando entré le estaba sacando fotos a las sillas y a la mesa del comedor.

Me quedé junto a la puerta y la observé sin decir palabra.

—Es buena madera —dijo golpeando la mesa con los nudillos. Tomó una silla por el respaldo y la sacudió—. Un poco floja.

Luego fue hasta la heladera y le sacó una foto.

—Una James —comentó—. ¿Hace cuánto que la compró?

—No recuerdo, pero…

—Hay que mostrar la capacidad que tiene—. Abrió la puerta y sacó otra foto.

—Disculpame, pero hay algo que…

—Sí, sí, me doy cuenta, esto está mal. ¡No podemos mostrar estas ollas horrendas con sobras de comida! ¿No tiene frutas o botellas de refrescos?

—No.

—¿Y huevos? ¿No tiene huevos?

—No.

—Hay que sacar esta mugre —añadió, y comenzó a retirar una asadera que tenía un pequeño trozo de pastel de carne.

—No, esperá…

Pero mi advertencia llegó tarde, porque en la maniobra volcó un bol lleno de sopa. El líquido chorreó sobre la parilla, empapó una vianda con gelatina y unas fetas de jamón que había debajo, y se desparramó en el piso de la cocina.

—Ahhh, disculpe —se lamentó llevándose una mano al mentón—. Menos mal que era sopa.

—No te preocupes, yo me encargo —dije tratando de controlar la ira, y fui por un trapo de piso.

En ese momento descubrió el televisor que estaba en el modular.

—¡Es un Hitachi! —exclamó—. ¡Creí que estaban extinguidos!

—No toques el televisor.

Estaba tan entusiasmada que no prestó atención a mi advertencia. Lo encendió.

—¡Oh, funciona!

—Sí, perfectamente —afirmé en cuclillas mientras intentaba limpiar el enchastre.

—¡Tiene un sintonizador de rueda! ¡Qué viejo!

—Dejá eso, por favor.

Pero no obedeció. No sé si lo giró al revés o qué carajo hizo, pero escuché un ruido que me puso los nervios de punta. Un trak, trak, trak que recordaba a una ametralladora.

—¡No —protesté—, lo vas a partir!

—Está suelto —señaló.

—¿Qué?

—Está suelto.

—No, no, está perfecto —dije con temor.

—Está roto —dijo mostrándome la perilla en la palma de su mano.

—¡No lo puedo creer, me rompiste el televisor!

Me paré. A juzgar por la expresión de su rostro, yo debía parecer una fiera salvaje.

—¡Se arregla! —Antes de esperar mi respuesta, la soltó y corrió hacia la puerta.

Me llevé una mano a la frente y fui por la pieza. La recogí del piso e intenté colocarla. Al principio me costó y llegué a creer que le faltaba algo o que se había partido, pero después la encajé en su sitio y quedó firme.

—Sólo estaba suelta —pensé en voz alta.

—Qué bueno —respondió ella asomándose por la puerta.

—¿Todavía estás ahí? Me pareció verte correr.

—Hay un perro gigante ahí afuera —dijo, y se mordió el labio inferior.

Me asomé.

El animal estaba acostado entre los pastos, justo al lado de la bicicleta. Parecía una montaña negra.

—No va a hacerte nada, es demasiado viejo y además es muy bueno.

—Es suyo, ¿verdad?

—Sí. Es el General.

—Es… gigante —repitió.

—No te preocupes, no va a comerte, lo tengo bien alimentado.

—Está bien, no quise causar tantos problemas.

—Sabrina —pregunté con calma—, ¿para qué querías sacarle fotos a mis cosas?

Dejó de mirar al perro y me respondió:

—¿Pero no las quiere vender?

—No.

—¿No? Me dijeron que usted se iba del país y que vendía todo.

—Jamás pensé en irme.

—¿Pero usted no es el doctor Rossi?

—No. Y tampoco soy doctor. Era librero. El doctor Rossi vivía en la paralela a esta, pero ya se mudó, hace días.

—Ahhhh.

—Se fue para Italia. Tiene parientes allá.

—Sólo a mí me pasan estas cosas —afirmó, y cuando pensé que se iba a reír, empezó a sollozar.

Lo único que faltaba.

Suspiré.

—No es tan terrible. No se murió nadie.

—Pero hice diez kilómetros para venir hasta acá, y todo por nada —agregó compungida, con la voz quebrada. Se cubrió la cara con una mano.

Le miré las rodillas flacas, las medias caídas y las zapatillas gastadas en los costados.

—Bueno, a lo mejor hay algo que…

Mis palabras provocaron en Sabrina una recuperación milagrosa. Cuando se descubrió el rostro no tenía ni una sola lágrima.

—Algo que no use.

—Sí, pero no se me ocurre —balbuceé al tiempo que comenzaba a lamentarme de lo que había dicho.

Se dirigió hacia el modular nuevamente. En diferentes anaqueles había libros, una pecera sin peces, y cuatro figuras de cerámica: un ángel, un pastor acompañado por una oveja, una bailarina, y un fauno tocando la flauta. El más pintoresco y mejor logrado era este último. Tenía un rostro perverso y un cuerpo muy expresivo; escondía la cabeza entre los hombros y, con una pierna levantada, parecía bailar.

—Y esas cosas, ¿las vende?

—¿Las figuras de cerámica? No, no las vendería ni aunque me mataran.

—Están muy sucias —advirtió.

—No insistas.

—No quiero comprarlas —se rió—. No tienen interés para mí. Las antigüedades son para nostálgicos. No puedo sentir nostalgia por cosas que se fabricaron antes de que yo naciera.

—Tal vez, pero sos curiosa, y te interesan.

—No compraría ese tipo de cosas.

—No, porque yo no te las vendería.

—Está bien, ¿cuánto quiere por el fauno?

Era demasiado joven y fresca como para hacerme enojar.

—¿Pero las querés para vos o para poner un aviso?

—¿Eso cambia algo?

—No.

—¿Y entonces?

—No voy a vender las figuras, y mucho menos al fauno.

—Ah, ¿y qué otras cosas tiene?

—Eh, no sé. Tengo que ver, en unos días capaz que encuentro algo, pero por ahora no.

—No va a comprarme un aviso.

—No, pero puedo ofrecerte una taza de té de durazno.

—¿Es rico?

—Sí, y además es gratis.

Sonrió. No era muy bonita, pero tenía una mirada limpia y una sonrisa natural.

—Tiene libros interesantes —reconoció mientras leía los lomos.

—Tampoco los vendo.

 

 

La tetera estaba bien, pero sólo me quedaban dos tazas; una tenía el borde astillado y a la otra le faltaba el asa. Puse té en un colador y calenté agua en la caldera. Después que hirvió, pregunté:

—¿Preferís tomar aquí o en el jardín?

—En el jardín, me gustan esos juegos de hierro.

Llevamos las tazas y la tetera para afuera, junto con un azucarero, unas galletitas y medio limón que había en la heladera, y nos sentamos.

El General se levantó y avanzó hacia nosotros. Sabrina abrió la boca como si fuera a decir algo, pero no dijo nada. Era enorme, cuadrado, y parecía una mesa caminando.

—Viene a saludarte —señalé—. Es muy inteligente y sabe cuando alguien es amigo o enemigo.

El General la olfateó. Durante unos segundos Sabrina contuvo la respiración, hasta que el animal se desentendió de ella y se me acercó. Le palmeé los pelos del lomo, duros como un cepillo.

—Acaricialo, vas a ver que no es malo —le dije a Sabrina.

Ella extendió una mano tímida, pero lo acarició y se tranquilizó.

—¿Es un gran danés? —preguntó.

—No, no es nada. Ni siquiera estoy seguro de que sea un perro. En todo caso es el perro más feo del mundo, tal vez por eso le tengo cariño.

El General se tiró cuan enorme era atrás de mí, cerró los ojos y allí se quedó, como si quisiera retomar un sueño interrumpido.

Serví té en la taza menos rota y pregunté:

—¿Cuántas cucharadas de azúcar?

—Seis. —Esperaba que dijera un disparate así.

Lo probó y afirmó:

—No está mal.

Iba a decirle que dudaba mucho que pudiera apreciarlo con tanta azúcar, pero me callé. Luego ella preguntó:

—¿Por qué son tan importantes esos objetos de cerámica?

—… Eran de mi difunta esposa.

—¿Hace mucho que falleció?

—Diez años.

—¿Y desde entonces ha vivido solo?

—Sí.

Sabrina esbozó una sonrisa comprensiva, comió una galletita y bebió un sorbo de té.

—¿Ella coleccionaba? ¿O tenía una tienda de antigüedades?

—Mi suegra tenía una tienda que le dejó de herencia a mi esposa. Ella después la vendió, pero se quedó con algo. —No tenía ganas de recordar a mi esposa, así que cambié de tema: —¿Y vos a qué te dedicas, vivís cerca de aquí?

—Sí, en Fray Luis, con una tía.

—¿Y tus padres?

—Se fueron para España hace un par de años, van a mandarme el pasaje cuando logren cierta estabilidad y me consigan un trabajo. Pero yo no sé si me quiero ir.

—Sí, no es una decisión fácil… ¿y acá qué hacés, aparte de la revista? ¿Estudiás?

—Voy al Liceo 24, está como a diez kilómetros de aquí.

—Sí, lo conozco.

—Ya me queda poco, en veinte días se terminan mis vacaciones. Ahora estoy reuniendo material para hacer una revista cultural.

—Ah, eso suena muy interesante.

—Usted es la primera persona que lo dice. A la gente que le comentaba el proyecto, me decía: “¿Qué es eso?”. Y cuando les explicaba que era una revista de poesía, relatos y pensamiento, me preguntaban: “¿Para qué?”.

—Lo que pasa es que la gente está en otra.

—Sí.

—Pero no te preocupes, en el Liceo vas a encontrar muchos compañeros que se interesen.

—Eso espero.

—¿Y cómo se va a llamar?

—La revista de Magritte.

—Lindo nombre.

—Y abajo dirá en letras pequeñas: Esto no es una revista.

—Lógico, je.

—Es previsible, ¿verdad?

—¿Qué?

—Que abajo diga “Esto no es una revista” —expresó con desánimo.

—No quise decir que fuera previsible.

—Pero dijo “lógico”, que para el caso es lo mismo. Yo también lo pensé. Al principio me gustaba el nombre, pero ahora ya no estoy tan segura.

—A mí me gusta, está bien.

—Bien no es genial. Si se le ocurre algo me lo dice —ordenó, y comió otra galleta.

—Lo haré. ¿Y qué tenés pensado para el primer número?

—Breton, Dalí, Desnos…

—Uh, veo por dónde va la cosa. Alguien dijo una vez: mientras haya jóvenes existirá el surrealismo. No recuerdo quién fue, pero tenía razón. Probablemente fue el propio Breton… ¿Y qué me decís de Lautréamont?

—¡Lo amo! —dijo de un modo tan espontáneo que me causó gracia.

—Es imposible no hacerlo, ¿verdad?

—¿A usted también le gusta?

—Sí. Siempre recordaré al tiburón, a los pulpos voladores…

—La oda al océano.

—Buenísima. También me gusta mucho esa parte en la que hay un barco que se está hundiendo, y entonces aparece Maldoror exaltando el sacrificio de los náufragos que luchan por sobrevivir…

—Y luego cuando están por alcanzar la orilla les dispara con una escopeta.

—Jajaja. Sí… pero lo mejor es cuando se refiere a uno de los náufragos, perdido entre las aguas, y dice: “en ese momento comprendió que iba a morir, ya que, por más que se esforzaba, no podía recordar a ningún pez entre sus antepasados”.

—Ah, sí, ¡eso es genial!

—… ¿Más té?

—No, gracias.

—¿Segura?

—Bueno, un poco. Está delicioso.

—Lo sé. Tengo el mejor té en cien metros a la redonda.

Sabrina movió la cabeza, como si certificara que mi casa era la única de la manzana, e hizo un gesto de aprobación. Después que le serví, bebió un sorbo y dijo:

—Mi parte favorita es cuando habla de dejarse crecer las uñas para arañar la piel de un recién nacido. —Sabrina acompañó estas palabras con un gesto de su mano derecha, como si estuviese arañando a una criatura.

—Y después, fingiendo que uno no ha tenido nada que ver, consolarlo y beberle la sangre de las heridas —dije, a modo de conclusión.

Sabrina rompió una galletita y se la arrojó a un par de pájaros que buscaban alimento en el jardín.

—Usted es la primera persona que encuentro por aquí a la que le gusta hablar de literatura —dijo con una sonrisa.

—Bueno, no puedo hacerlo muy seguido. Rara vez viene alguien.

—Me gustaría mostrarle lo que tengo separado para el primer número, para que me dé su opinión.

—Eso sería un honor.

—Bueno, se lo traeré el lunes.

—Cuando vos puedas, yo siempre estoy acá.

Sabrina mojó una galleta en el té y masticó. Miró un picaflor que volaba sobre los hibiscos y dijo:

—Qué lindo… ¿Hace mucho que vive en esta casa?

—Me mudé hace cinco años, cuando me retiré.

—Pero usted es muy joven para estar jubilado. ¿Qué edad tiene?

—Cincuenta y tres. Pero no estoy jubilado, sino retirado. Me di cuenta de que con lo que tenía ahorrado podía vivir los años que me quedan sin trabajar. No es tanta plata, pero para mis necesidades está bien. Además no tengo hijos.

—Claro, a sus ahorros pudo sumar los de su esposa, y lo que ella heredó de su madre.

—… Sí.

—¿Y por qué eligió este lugar?

—Quería un sitio tranquilo, sin ruidos, con poca gente. Estuve viendo varios lugares, pero al final me decidí por éste.

—Déjeme adivinar… vio varias casas que le gustaron, pero al final se quedó con ésta por los hibiscos y los sauces llorones.

—Los hibiscos no estaban, los planté yo. Pero lo que decís respecto a los sauces, sí, es muy probable —admití—. La casa es como cualquier otra, pero esa entrada de sauces es única. Son cien metros. Y la primera vez, cuando vine a conocerla y caminé entre los árboles, supe que me iba a quedar con ella. ¿Te gustan, verdad?

—Sí, me encanta. Todo. ¿Me podría sacar unas fotos con los hibiscos y los sauces?

—Seguro.

Sabrina me entregó su cámara y se paró junto a las flores.

Le saqué un par de fotos, rodeada de hibiscos rojos y grandes. Nunca me gustaron las cámaras digitales.

Luego fue hacia la entrada de sauces, y me gritó:

—Quiero que se vean los de la derecha y los de la izquierda.

Retrocedí unos pasos, hasta casi tocar la puerta de la casa, y me concentré en enfocarla.

Me agaché y conseguí que se viera a un tamaño razonable, con los árboles en perspectiva.

Saqué tres fotos, por si acaso. Luego me acerqué y le tomé un par más, recostada contra uno de los árboles. El rostro no se distinguía mucho, pero por las sombras de las mejillas uno se daba cuenta de que estaba sonriendo. Nunca dejó de hacerlo. En las últimas fotos ella se enroscó unas ramas de sauce llorón a modo de bufanda y puso una expresión que parecía arrancada de un afiche de los años veinte. Logré tomar bien el cuerpo. Senos redondos, caderas estrechas, piernas largas. Durante unos segundos, mientras disparaba el flash, volví a sentir aquella vieja sensación de que había atrapado algo. Pero la cámara no era mía, y se la entregué.

—Ya debo irme —dijo mirando su reloj pulsera—, pero vengo el lunes y le traigo lo que tengo separado para la revista.

—Está bien, hasta el lunes.

Sabrina se colgó la cámara al cuello, me dio un beso en la mejilla y se fue pedaleando entre los sauces.

Cuando dejé de verla me puse a recoger el juego de té. Ahora que ya no estaba su voz ni la mía, volvía a escuchar pequeños sonidos: el azucarero y la tetera que se colocan sobre la bandeja, una cucharita que choca contra el borde de una taza. También tomaba conciencia de mis pasos y del ritmo de mi respiración. Y mientras entraba en la casa sentía que había un silencio sin alma, como el que sigue a las fiestas después de que todos se han ido.

 

 

Giré la llave de encendido. La vieja camioneta —una Ford de color bordó de 1980— carraspeó y tosió en el aire claro de la mañana. Después de varios intentos en los que temí que se me ahogara, lanzó un rugido más cercano a la rebeldía que a la victoria y se estabilizó en un sonido tranquilizador. Esperé unos segundos, puse primera y arranqué.

Cuando iba por la mitad del camino de sauces, vi venir a Sabrina en su bicicleta roja. Detuve el vehículo. Ella se acercó a la ventanilla.

—… Hola.

—Hola, pensé que no…

—Sí, pero estuve…

—Quiero decir que te esperaba el lunes, estamos a jueves.

—… ocupada —su voz mostraba fatiga—. Pero ¿ya se va?

—En realidad iba a recolectar unos hongos, pero…

—No, no se interrumpa por mí.

—No es tan importante, puedo ir en otro momento. A menos que me quieras acompañar.

—¿Es lejos? —El sudor le había pegado los cabellos a la cara.

—Menos de un kilómetro, y podés dejar la bicicleta en la caja de la camioneta.

—Hecho.

Me bajé, le di un beso en la mejilla, dejamos la bicicleta atrás, junto a una canasta de mimbre, y entramos en la cabina.

Se quitó una mochila de jean gastado que llevaba en la espalda y se sentó a mi derecha.

—Y supongo que venís cargada de arte y poesía.

—Así es. Si la mochila explotara ahora la gente moriría al instante, pero feliz.

—Ese sería un gran final.

Arranqué, recorrí el sendero de árboles, doblé a la derecha, manejé una cuadra por la calle de pedregullo, y al girar a la izquierda entré en la ruta.

Un viento fresco despeinaba los campos y se metía por las ventanillas.

—¿Y qué va a hacer con los hongos? ¿Conservas?

—Una parte. ¿Te gustan?

—Sí, pero no sé prepararlos.

—No es difícil. Remediaremos eso, no te preocupes.

 

Doblé a la derecha, recorrí dos cuadras y detuve el vehículo.

Bajamos. Tomé la canasta de mimbre y entramos en el bosque de eucaliptos, que ocupaba toda la manzana.

El suelo estaba tapizado de hojas. El olor a tierra húmeda se mezclaba con el aroma de los árboles. Una orquesta aérea improvisaba con sonidos vibrantes y agudos.

—Un hermoso lugar, ¿no te parece? —dije.

Sabrina asintió. Poco después se agachó junto a un árbol, con dos dedos tomó un bichito de la humedad y lo colocó en la palma de su mano. El insecto comenzó a caminar y ella lo miró en silencio, como si disfrutara del roce de las patitas sobre su piel. Lo tocó y el insecto se hizo un ovillo.

—¿Nunca ha deseado poder esconderse así? —me preguntó.

—Tengo más del doble de tu edad, seguramente lo deseé más veces de las que puedo recordar —sonreí.

Dejó el bichito en el suelo, se puso de pie y nos adentramos en el bosque.

Caminar despacio era un placer que había descubierto hacía poco tiempo. De ese modo podía apreciar mejor el entorno en que me movía, y en ese momento era nada menos que la sombra perfumada de los eucaliptos, el aire hechizado de pájaros, y las ramas que crujían bajo mis pies. Sí, caminar despacio me hacía sentir en paz con mi propio cuerpo. A pesar de su llamativa vitalidad, Sabrina tuvo la delicadeza de seguirme el paso.

Pronto llegamos hasta una charca con arbustos, nenúfares, renacuajos, mosquitos, abejas y libélulas. Un pequeño sitio que hervía de vida.

—Un bello ejemplar —dijo Sabrina señalando una rana.

—Sí, yo no soy aficionado a las ranas, pero esta seguramente serviría para hacer un platillo exquisito.

—Tengo un primo que las hacía fumar —comentó.

—Pobres bichos.

—Una vez que uno les coloca el cigarrillo en la boca no pueden dejar de fumar. Fuman, fuman, y revientan.

—¿Y vos cómo sabés tanto? ¿También las hacías fumar?

—No, no, yo sólo encendía los cigarrillos.

—Oh.

—A usted le gusta mucho la naturaleza, ¿verdad?

—En una época me dedicaba a sacarle fotos.

—Qué bueno. No sabía que era fotógrafo. ¿Y qué hizo con ellas?

—Nada. Iba a hacer una exposición, pero nunca terminé la serie que me había propuesto.

—¿Por qué?

—No sé, tal vez me aburrí. Fue hace muchos años.

—¿Y aún tiene esas fotos?

—No estoy seguro. Tendría que buscarlas.

—Yo puedo ayudarlo.

Estaba pensando en lo incómodo que eso podría resultar eso cuando vi lo que nos había traído a aquel lugar.

—Allá, desde acá los veo. —Bordeé la charca y avancé.

Sabrina me siguió.

 

 

—Aquí —señalé.

Junto a un árbol había cinco hongos.

Sabrina los observó con una sonrisa y dijo:

—Cada vez que veo hongos me acuerdo de un libro que me leía mi madre, sólo que aquellos eran hongos gigantes. Y de colores, tenían muchos colores; y la gente vivía en ellos.

—Estos nunca llegan a ser muy grandes, pero servirán a nuestros propósitos. —Me agaché, con un cuchillo corté uno por la base y lo dejé en la canasta—. Siempre te conviene cortarlos, y no arrancarlos, para que sigan creciendo en ese lugar.

—Ajá.

—La canasta de mimbre no es casual. Si los juntás en una bolsa de nylon se pudren.

—Tiene todo previsto. ¿Y cómo sabe que no son venenosos?

—Son buenos. —Lo sostuve en la palma de la mano—. Te das cuenta por el color parejo amarronado. Por las dudas nunca comas hongos blancos o con pintitas.

—Pueden provocar intoxicación, ¿no?

—Sí, incluso hay algunos que pueden ser mortales.

—Puedo vivir sin hongos, de veras.

—Ja, ja, ja; no te preocupes.

—¿Y cómo los prepara?

 

 

—Primero hay que lavarlos bien para sacarles la tierra —señalé al tiempo que colocaba un balde bajo el grifo de la canilla de la cocina de mi casa.

Llené el balde y vertí los hongos.

—Soy toda oídos.

—Los dejo un día en remojo, los lavo bien, refregando con los dedos, y luego los hiervo para sacarles el gusto amargo. El agua queda oscura y hay que cambiarla las veces que sea necesario. Y cuando están cocidos los preparo en escabeche, con zanahorias, cebolla, vinagre de vino blanco, aceite de maíz, pimienta, perejil, ajo.

—Ahora quiero probarlos.

—Te voy a dar un frasco cuando los tenga prontos.

—Genial.

—Preparo el té y vemos esa revista en el jardín.

 

 

La revista tenía poemas de autores franceses vinculados al surrealismo; todos muy buenos, aunque algunos demasiado obvios como “Unión libre” de André Breton. Sin embargo, tampoco me pareció mal su inclusión, al fin de cuentas los lectores siempre se renuevan.

Más interesantes me resultaron algunas obras de Maiakovsky tomadas de ese libro que se llama “La nube en pantalones”, cuando el poeta ruso todavía no había politizado en exceso su arte y podía escribir versos extraordinarios como: “hoy tocaré la flauta / de mi propio espinazo…”. O aquel otro que decía: “Prueben, como yo, / a darse vuelta como un guante / y ser todo labios”. Tampoco faltaba el testimonio de un amor desesperado en: “Amaré, cuidaré / de tu cuerpo / como el soldado / recortado por la guerra, / inútil, / solitario, / cuida su única pierna”. Y después de esos alardes de genialidad se complacía en provocar al lector con una pregunta: “¿Y usted / podría / tocar un nocturno / en una flauta de cañerías?”.

Había leído muchos de esos poemas cuando tenía la edad de Sabrina, de modo que podía comprender la impresión que debieron haber provocado en ella. Al observar su entusiasmo, me di cuenta de que yo ya no era aquel joven que había sido, pero todo eso había dejado en mí algo maravilloso que ahora liberaba su perfume.

La última página, dedicada a citas, me resultó muy estimulante. La que más me gustó era una de Tristan Tzara, que rezaba: “Considero que la poesía es el único estado de verdad inmediata”.

—Me gustaría agregar alguna otra —dijo Sabrina—, si se le ocurre…

—Tengo grabada en mi mente la mejor frase del mundo.

—¿Sí? ¿De veras es la mejor?

—Así es.

—¿No exagera?

—En absoluto. Cuándo la conozcas estarás de acuerdo conmigo.

—No será para tanto.

—Creeme que sí.

—Está bien, no juegue más con mi impaciencia, dígala de una vez.

Carraspeé, elevé el mentón y, con gesto teatral, señalé:

Ingirum imus nocte et consumimur igni.

—Ajá, y traducido es…

—Giramos en círculo en la noche y somos consumidos por el fuego.

—No me parece tan espectacular.

—Porque no te has dado cuenta de que es un palíndromo. Puedes leerla de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, letra por letra, y dice exactamente lo mismo. Tiene una estructura circular, y de ese modo fondo y forma se corresponden.

—Ahh, qué bueno. ¿De quién es?

—Lo ignoro, sé que es el título de una película, pero nunca la vi.

—Giramos en círculo en la noche y…

—… y somos consumidos por el fuego.

—Creo saber a qué se refiere. Gran parte de la fuerza proviene del hecho de que admite muchos significados.

—Nunca lo había pensado, pero tenés razón. Sos muy inteligente.

—Me gusta; la apuntaré.

Le di una lapicera y la ayudé a escribirla en un cuaderno.

Luego sacó otra carpeta y dijo:

—Y aquí tengo algunas ilustraciones. La calidad no es gran cosa, las hice con una impresora común, pero es para que se haga una idea.

Lo primero que vi eran unas manchas hechas con lápiz de color negro, sobre viejas hojas de cuaderno.

—¿Y eso?

—Ah, no. —Pareció perturbada y dijo muy rápidamente—: Eso no, tal vez lo utilice más adelante, pero ahora no.

Antes de que me detuviera en ellas, las apartó de mi vista y comenzó a mostrarme lo que tenía preparado para el número uno de la revista.

En las ilustraciones no había grandes sorpresas: un cuadro de De Chirico de su etapa metafísica, otro de Dalí con sus clásicos relojes derretidos (estuve a punto de decirle que no debería poner una pintura tan conocida), “El ilustre herrero de los sueños” de Max Ernst, y un par de fotos de Man Ray.

—Está muy bien —dije—. Con todo este material ya tenés suficiente para hacer una preciosa revista. Aún te falta la tapa.

—Sí, pero eso lo voy a dejar para lo último. Quiero agregar algo más nuevo.

—Eso sería interesante.

—Me he propuesto cerrar el número de aquí a un mes.

—¿Y seguramente vos escribís, no?

—¿Usted que cree?

—Creo que sí.

—No, se equivoca.

—Oh.

—Bueno, voy a escribir un editorial, y poesías, y tengo previsto un ensayo, pero necesito seguir investigando.

—¿Y sobre qué tema?

—Se lo diré cuando lo tenga más resuelto.

—Como quieras.

—Me gustaría ver sus fotografías.

—Ah, eso. Tengo que buscarlas.

—Búsquelas. ¿Me las mostrará la próxima vez que venga?

—…

—No se mortifique: me comprometo a darle una opinión favorable. No tengo intención de afectar su autoestima.

—Está bien. ¿Cuándo vas a venir?

—¿Qué día es hoy?

—Jueves.

—Vengo el lunes.

 

 

El domingo, a primera hora, bajé al sótano. Había como cinco o seis cajas apiladas que no había abierto desde la mudanza.

Retiré la de más arriba. Pesaba demasiado, pero por curiosidad la abrí.

Me encontré con un juego de té fabricado en porcelana inglesa. Cada pieza estaba a salvo en su propia celdilla de cartón. Nunca había sido usado. Una de esas maravillas que mi suegra tenía en su tienda de antigüedades. No sabría tasarlo, pero seguro valía un buen dinero.

Saqué una taza y la observé. Pequeña y delicada. El borde ondulado recordaba a la corola de una flor, y el asa se asemejaba a una hoja. La decoración era una deliciosa miniatura: sobre una base de blanco opaco se extendían siete mariposas azules que volaban formando una línea sinuosa.

En el momento en que me disponía a colocarla en su sitio, me detuve.

—¿Qué sentido tiene esconder esta belleza? Sabrina vendrá mañana.

Guardé la taza en su lugar, pero ya con la idea de subir la caja una vez que encontrara lo que había ido a buscar.

Abrí las restantes cajas, pero fue infructuoso; sólo contenían papeles, recibos, libros —muchos libros—, ropa y algunos electrodomésticos pequeños que nunca iba a usar.

Subí la caja con el juego de té, la coloqué sobre la mesa del comedor y comencé a sacar las piezas. El azucarero estaba ilustrado con el mismo motivo que las tazas, y la tetera incluía además la presencia de un trío de hadas diminutas, de cabellos largos y vestidos vaporosos, que volaban tras las mariposas. Las cucharitas eran de plata, tan delicadas como el resto.

No había nada roto. De un cajón del aparador saqué una franela, un producto para lustrar, y puse manos a la obra.

Limpié el juego de té con esmero, y después lo contemplé: brillaba. En una bandeja dejé lo necesario para dos personas y guardé el resto en la caja.

 

 

A la hora de la siesta estaba en mi cama, acostado boca arriba, y vi que en el techo del ropero había algunas cosas. Podía ver el mango de un paraguas, el extremo de una linterna y unas cajas chicas. Entre tantas cosas, supuse que a lo mejor podían estar las fotos.

No me equivoqué. Estaban dentro de un sobre de manila. Medían 17 x 25 cm., y no habían perdido su color, pero, por si acaso, en un sobre estaban también los negativos.

Era una selección de seis fotos (en principio habían sido muchas más), que había conservado con la idea de realizar una serie. Habían sido tomadas con una cámara profesional, una Canon. Empecé a analizarlas con cierto temor: a veces, con el paso del tiempo, uno cambia sus apreciaciones.

Las miré todas, una por una, y pensé:

Están bien; sí, pero…

Y estaba casi seguro de que había pensado eso mismo diez años atrás.

 

 

Fui hasta la ventana y corrí la cortina con una mano. El jardín parecía una imagen congelada. Más allá del portón, el camino se veía difuso pero estático.

A los pocos minutos volví a mirar.

Recién cuando observé por tercera o cuarta vez, me di cuenta de lo que estaba haciendo y sentí vergüenza. Sabía que solo la presencia de Sabrina podía crear una sensación de movimiento, de realidad. Era obvio que me caía muy simpática y que me daba placer charlar con ella, pero no me gustó comprobar que me había acostumbrado tanto a su presencia que ahora me costaba volver a mis rutinas. Me resistía a admitir que el mundo no podía funcionar si le faltaba aquella pieza pequeñita.

Al regresar al comedor, contemplé con desencanto una instalación que yo mismo había hecho en el aparador; se componía de parte de un juego de té, un sobre de manila con fotos y un frasco con hongos en escabeche.

 

 

Sabrina no vino el lunes, ni el martes, ni el miércoles, ni el jueves, y supuse que había reconsiderado la idea de visitarme. Después de todo, no tenía ningún compromiso conmigo, y aunque a mí me gustara la poesía igual que a ella, la verdad es que no me necesitaba para hacer su revista.

El viernes de tarde fui hasta el fondo de casa y lavé la camioneta. Después arranqué unos limones. Cuando junté un par, giré y me topé con ella.

—¡Oh! Hola.

—Hola —dijo, y me dio un beso en la mejilla—. ¿Son para el té?

—Eh, sí.

—¿Cómo sabía que vendría justo ahora?

 

 

Coloqué el juego de té en la mesa del jardín.

Lo observó con atención.

—Es hermoso. Era de la casa de antigüedades de su suegra, supongo.

—Sí.

—Debe valer una fortuna.

—Vos lo dijiste, una fortuna.

Hizo el amague de sujetar la tetera, pero yo me adelanté.

—Oh, no… yo serviré.

—Tiene miedo de que lo rompa.

—No, es que vos sos mi invitada.

—Ah.

—¿Eran seis de azúcar, verdad?

—¿De veras me cree tan torpe?

—No, es que vos…

—Mejor siete.

—… sos mi invitada, y entonces corresponde…

—¿Qué clase de té se supone que sirve usted? No hay galletitas.

—¡Uh, es cierto! No me había dado cuenta de ese detalle.

Con celeridad, Sabrina metió la mano en su mochila y sacó una bolsa de nylon.

—¡Ta-lán! —exclamó con una sonrisa que mostraba todos los dientes.

Había traído unas galletas grandes y gruesas, de indudable aspecto casero.

—Oh, no deberías haberte molestado.

—Eso es lo que todos dicen, pero después se las devoran como termitas. —Me tendió la bolsa y tomé una.

—Ah, apuesto a que sí. ¿Las hiciste vos?

—Sí, soy una artista integral; puedo escribir, dibujar, cocinar.

—Está muy bien. Da Vinci, se sabe, era un gran cocinero. Hay que disfrutar el arte en todas sus manifestaciones.

—Eso es lo que pienso.

Me llevé una galletita a la boca y la mordí; bueno, al menos eso fue lo que intenté. Era dura como una piedra. De sabor no parecía tan mal, demasiado dulce tal vez, aunque eso no sería mayor inconveniente; el problema era que no había forma de entrarle. Hice un segundo intento, pero tuve miedo de partirme un diente; resolví que lo mejor era probar con los molares, que tienen una mayor resistencia. Apliqué la totalidad de mis fuerzas en el borde de la galleta, y con un gran esfuerzo conseguí cortar un pedacito. Dejé que se ablandara en la boca y lo tragué, con la sensación de que estaba intentando digerir una bala. Miré a Sabrina: ella estaba sumergiendo una galleta en su taza de té.

Qué idiota, ¿cómo no se me ocurrió antes?

Cuando vio que la estaba observando, me preguntó:

—¿Cree que desde el punto de vista protocolar o ceremonial es incorrecto mojar la galletita en el té?

—¡Oh, no, no, en absoluto!

—¿De veras?

—¡Es correctísimo! ¡Te lo aseguro!

—¿Sí?

—¡Seguro! ¡A la mismísima Reina Victoria le encantaba mojar sus biscuits en el té de la cinco!

—¡Oh!

Sumergí mi propia galleta en el té y me la llevé a la boca. Fue más sencillo esta vez, aunque no me animaría a describirlo como una experiencia placentera. No dejaba de ser un zancocho duro y mojado.

Ella colocó la bolsa en el centro de la mesa y dijo simplemente:

—Sírvase a gusto.

—Eres muy amable.

Con el borde de mi zapato, advertí que el General seguía acostado a mi lado. Este es el momento, me dije para mis adentros y, con la mayor discreción, sostuve aquella maravilla culinaria bajo la mesa. El perro la olfateó, la sostuvo entre sus poderosas mandíbulas y comenzó a masticarla.

Gracias, viejo, en verdad eres el mejor amigo del hombre.

—¿Y qué ha hecho estos días? —Sabrina bebió de un trago el té que le quedaba.

—No mucho. Leí, vi un poco de televisión, escuché la radio…

—¿No extraña su trabajo?

—No. Nunca me gustó trabajar.

—A mí tampoco —afirmó.

—¿Y vos en qué trabajabas?

—Trabajé una vez. En una tienda de ropa, el año pasado, durante las vacaciones —su rostro adquirió cierta rigidez.

—Y no te gustó nada.

—No —reconoció malhumorada—. El encargado era un imbécil.

—A mí tampoco me gustaba trabajar para otros.

—Claro, pero además él era insoportable. ¡Uggg, cómo lo odio!

—¿Qué te hacía?

—No me dejaba en paz. ¡Quería que todo el tiempo estuviera haciendo algo! ¿Qué se supone que una deba hacer minuto tras minuto en una estúpida tienda?

—Te comprendo.

—No me pagaba para que hiciera un trabajo, ¡sino para sentirse dueño de mí! —sintetizó al tiempo que se ponía colorada y apretaba los dientes.

—Suele suceder.

—¡Quería que fuera su esclava! —bramó con los ojos como platos, y apretó los dientes.

—Bueno, tranquilizate.

—¡El muy imbécil quería aplastar mi autoestima! —dijo golpeando la mesa con la mano cerrada.

—Bueno, ya.

—¡Quería aplastar mi personalidad! —insistió dando un golpe más fuerte que el anterior.

—¡Basta!

—¡Quería aplastar mi creatividad! —gritó. Y esta vez el golpe fue tan fuerte que la hermosa taza de té voló por los aires. La vi dar vueltas y me sentí el hombre más infeliz del mundo.

Me estiré e hice un esfuerzo sobrehumano por alcanzarla antes de que se estrellara contra el piso. Peché la mesa y estuve a punto de tirar el resto del juego de té, pero, no sé cómo, no se rompió nada, y la dichosa taza cayó con suavidad sobre la palma de mi mano.

—Por supuesto, no aguanté mucho —prosiguió Sabrina, indiferente al desastre que había estado a punto de provocar—: renuncié a los tres días.

—Uff, sabia decisión —expresé apretando la taza contra mi pecho.

—Ah, y hablando de otra cosa —dijo con renovada jovialidad—, ¿encontró las fotografías, verdad?

—Oh, sí —suspiré—, ya las traigo.

 

 

—La serie se llama “El triunfo de la naturaleza” —expliqué.

—Interesante.

En la primera foto había una máquina excavadora, no muy grande, semicubierta por una enredadera. Me gustaba mucho la combinación entre el color ocre del metal oxidado y el verde de las hojas. A la derecha de la imagen, cerca de la parte trasera del vehículo, se apreciaba en el pasto una hilera de campanillas rojas, unas flores muy bonitas y grandes que tienen la virtud de crecer de un modo silvestre en los sitios más humildes.

Sabrina se inclinó sobre la foto, la observó y dijo:

—Me gusta porque se nota que no es algo preparado. Cualquier otro hubiese tomado las flores y las habría enroscado entre los fierros. Pero usted las dejó así, y queda bien.

—Además —señalé—, podríamos agregar que la línea roja se corresponde con el color de la máquina, y proporciona cierto balance cromático.

—Sí —dijo ella—, todo mérito de la naturaleza.

—Ehhh… ¿Vos sos de esas que cree que el fotógrafo lo único que hace es apretar un botón?

—Oh, no, yo no soy “de esas”, ja, ja.

—No es tan sencillo como parece. Y no se trata solo de saber elegir el mejor lente, la mejor cámara, también está el tema de la luz, el ángulo, la composición. La fotografía debe ser capaz de expresar nuestra propia voz, ¿entendés?

—Pero usted no demoró mucho; llegó y disparó, ¿verdad?

—…

La miré serio y dijo:

—Era broma: es un gran trabajo. Valoro lo que hizo, no olvide que yo también soy fotógrafa.

—Si vos decís.

—¿Y qué más tiene?

La segunda fotografía mostraba la carcasa de un ómnibus vista de frente. Hasta la base del inexistente parabrisas estaba cubierta por una espesa enredadera repleta de campanillas violetas. Había ubicado el vehículo bien a la izquierda para dar la idea de que la vegetación de extendía hacia el otro extremo.

Ella la observó un rato y luego dijo:

—Se me ocurre un buen epígrafe para esta foto.

—Ah, ¿sí? Decime.

—El ómnibus se ha convertido en un personaje fantástico. Un ser solitario, con el cráneo hueco, perdido en la maleza, que ahora, libre del motor y los controles que lo han conducido por el mundo de los hombres, se abandona al sueño de las flores.

—¡Bravo, me encanta! Está decidido, vos vas a escribir los epígrafes.

—Será un honor. Resulta fácil con este material. Es una gran fotografía.

—Gracias.

—Todas son grandes fotografías.

—No está mal para alguien que solo aprieta un botón.

—De verdad, me gustan mucho. Es una serie genial.

—… No —señalé con desaliento—, no lo es.

—Pero acaba de decir que…

—Sí, se lo que dije, pero no es una serie genial. ¿Y sabés por qué?

—No.

—Porque no está completa.

—¿Perdió una foto?

—No, no la perdí. Falta una foto. Hace mucho que comprendí esto. Falta una que exprese mejor que ninguna otra lo que quiero decir. Necesitaría sacar una foto, genial como vos decís, que fuera la carátula de la serie.

—Y por qué no la saca.

—Es que no sé qué estoy buscando, aunque siempre pensé que si me topase con un sitio así lo reconocería de inmediato. Pero es una historia vieja, esta serie la comencé antes del fallecimiento de mi esposa, y después ni siquiera volví a intentarlo.

—¿Qué tal mañana?

—¿Qué?

—Usted tiene una camioneta, y yo conozco una zona que tiene exactamente lo que necesita.

—No, es una locura. Además hace mucho de esto, ya no tengo esa cámara, la vendí.

—La mía es buena.

—La tuya es digital, y yo estoy acostumbrado a otro tipo de artefactos, teleobjetivo, gran angular, fotómetro…

—Bueno, ¿por qué no se deja de complicar? La idea es publicar las fotos en la revista. Mi cámara servirá.

—Sí, pero he perdido interés en ese tema.

—Porque le faltaba motivación. Pero yo estoy necesitando algunas fotos para la revista. ¡Esa es una buena motivación! Podríamos publicar la serie completa, y añadir una pequeña biografía del fotógrafo. Y contar la historia de las fotos, y el viaje que hicimos para buscar la última foto. ¡Eso sería genial!

—Bueno, no sé…

—¿Le parece bien que venga mañana a las nueve? ¿A qué hora se levanta usted?

—Yo me levanto a las seis.

—¡Bien! Mañana por la mañana estaré aquí —dijo.

—¡Pero aún no he dicho que sí!

—Un detalle sin importancia, en los próximos minutos y horas su mente comenzará a asimilar la idea y terminará por encantarle.

—Sabrina, ¿de qué universo te escapaste?

No me contestó. Miró la bolsa de galletas y se dio cuenta de que estaba vacía.

—Oh, se ha comido todas las galletas, parece que le han gustado.

—Sí, muy ricas —mentí.

Sabrina montó en la bicicleta y al tiempo que colocaba los pies en los pedales, me amenazó:

—Le traeré más la próxima vez que venga.

—¡Oh, no te molestes, por favor!

—¡No es molestia, de veras!

—Ah… —suspiré.

—¿Y los hongos? ¿Preparó los hongos?

—¡Oh, sí, claro! Esperame. —Fui hasta la casa, tomé el frasco que había apartado y se lo di.

—¡Gracias!

Cuando iba por la mitad del camino de sauces, se detuvo, giró la cabeza y me gritó:

—¡Será la mejor cacería fotográfica de la historia! ¡Hasta mañana!

 

 


 

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“El bosque que crece por las noches” (parte 2) , Pablo Dobrinin

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Esa noche tuve dificultades para dormir. Un montón de preguntas, que ni siquiera me animaba a formular abiertamente, daban vueltas en mi cabeza. Me resistía a abrir ciertas puertas. Se supone que yo era el mayor, el que debía mostrar el debido aplomo y seguridad, pero no. Había logrado algo que juzgaba importante, y sentía que si daba un paso en falso podría quedarme sin nada o, peor aún, con un gusto amargo que no podría sacarme jamás.

Recién pude conciliar el sueño a las tres de la mañana.

Me desperté a las ocho, bastante más tarde de lo habitual.

¿A qué hora vendrá? Primero dijo a las nueve, después a primera hora de la mañana…

Me bañé, me afeité y me vestí con ropa cómoda y prolija. Unos zapatos leñadores, un vaquero bueno, y estrené una remera azul.

 

 

Sabrina llegó a las tres de la tarde, vestida como siempre, en su bicicleta y con su mochila. Por fortuna, olvidó las galletas.

—No te preocupes, compraré algo en el supermercado de la ruta —señalé con alivio.

—Bien, algo se me ocurrirá.

 

 

Guardamos la bicicleta dentro de la casa y subimos a la camioneta. Cuando íbamos saliendo de la entrada de sauces, Sabrina advirtió por el espejo retrovisor que el General estaba siguiéndonos.

—Alguien quiere que lo llevemos.

Miré por mi espejo. Costaba creer que aquella mole vieja y cansada estaba intentando alcanzar la camioneta. Debía tener muchas ganas de acompañarnos.

—Sería mejor que se quedara a cuidar la casa.

—Pero nadie vendrá. Y es más probable que se duerma.

—Sí, eso es cierto.

Había algo gracioso y al mismo tiempo enternecedor en sus movimientos de viejo gigante.

—Además, si nos sigue podría perderse.

—Ya. —Frené.

El animal llegó con la lengua afuera. Le palmeé el lomo y lo ayudé a subir a la caja.

—Está bien, nos vamos todos a pasear.

 

 

Después de salir a la ruta, nos detuvimos en el supermercado.

Me quedé en la camioneta con el motor encendido y le di dinero a Sabrina para comprar algo de comer.

Encendí un cigarrillo. Prendí la radio pero las pocas emisoras que pude sintonizar eran espantosas.

En el preciso instante en que Sabrina entraba al vehículo, una mujer, amiga de mi difunta esposa, salía del supermercado. Miró hacia la camioneta y pensé que iba a saludarme, pero no. Hizo un gesto de desaprobación, volteó el rostro y siguió su camino.

Puse marcha atrás y salí del estacionamiento.

Sabrina se abrió la campera y sacó una botella de whisky.

La miré sorprendido, y me dijo:

—Nadie me vio.

—Pudiste haber ida presa.

—¿No va a asustarse, verdad?

—No, yo también robé alguna cosa de los supermercados cuando era joven, pero sería una pena que por una tontería así se arruinara nuestra salida. Y además, vos les vendés avisos a ellos, ¿no?

—Sí. Pero como me conocen no me vigilan —respondió con naturalidad.

—Está bien, sólo robás a los que te conocen.

—No se preocupe, a usted nunca…

—Ah, bueno, te lo agradezco —dije sin intentar ocultar mi mal humor.

Me dio el vuelto y me mostró lo que había comprado: unos sándwiches de jamón y queso y un refresco.

—¿Usted ya almorzó? —preguntó.

—Sí, pero vos comé si tenés hambre.

Sacó un sándwich de la bolsa y empezó a devorarlo.

—Según el mapa que tengo en mi mente —ruido de molares—, la fortuna nos espera a tres kilómetros de aquí.

Seis kilómetros después —porque le había errado a los cálculos— llegamos a un campo abandonado.

Había cinco esqueletos de autos entre los pastos y los yuyos.

—No está mal —reconocí.

Al mostrar tantos vehículos deteriorados, era más contundente el triunfo de la naturaleza sobre la civilización.

—Mientras veníamos para acá pensé en un epígrafe para la foto —afirmó ella.

—Ah, bien, me interesa —dije mientras intentaba lograr un buen encuadre.

—Después de dramáticos enfrentamientos, el campo de batalla luce sus despojos —dijo con una gravedad que me resultó muy graciosa.

—Sí, ¿por qué no?

Saqué varias fotos desde distintos ángulos. Cuando ya pensaba irme, Sabrina tuvo una idea.

—¿Por qué no se tira debajo de ese? —señaló una camioneta Volkswagen de los 70—. Así podría tomar mejor los yuyos que crecen adentro.

—Mmm, ¿te parece?

—A menos que no quiera tirarse al piso —dijo con sorna—. Podría ser perjudicial para su espalda.

Me reí.

—No soy tan viejo, eh.

Me acerqué y miré. No parecía haber vidrios rotos, pero los pastos eran demasiado altos como para tirarme al suelo, me habrían tapado.

Sin embargo, sí pude meter medio cuerpo adentro del vehículo y fotografiar el interior. Estaba herrumbrado, y lleno de yuyos, de pastos, de plantas.

Aunque faltaba el chasis, todavía tenía los asientos y había estopa desparramada en el asiento del conductor y en el de al lado. Cuando miré la parte trasera quedé paralizado: en el asiento, puesta como para exposición, formando una “s”, había una enorme víbora de color rojo y negro.

Estaba tan cerca que me dio miedo. Pero no podía dejar pasar esa oportunidad. Enfoqué, prendí el flash y saqué la foto.

El ofidio se movió, pero disparé de nuevo. Me pareció que iba a atacarme. Retiré la cabeza para atrás e intenté una tercera toma, pero se deslizó del asiento y se escabulló entre los pastizales.

El General estaba olfateando cerca del vehículo, y como temí que recibiera una mordedura, decidí que ya era hora de irnos.

 

 

La segunda foto salió poco clara, pero la primera era muy buena. En ella se veía parte de una ventanilla y del asiento, y en primer plano la víbora. El color blancuzco del tapizado contrastaba con los colores fuertes del animal.

—El epígrafe —señaló Sabrina— debería ser algo como: “las antiguas máquinas tienen nuevos propietarios”.

 

Cuando ya habíamos retomado la ruta, Sabrina dijo:

—Esto merece una celebración.

Y dicho esto, abrió la mochila, sacó una botella de whisky y se la empinó.

Y pensar que yo la invitaba a tomar el té.

Después me tendió la botella y yo también tomé.

—Nuestra próxima meta —explicó alzando un dedo— está a diez kilómetros de aquí.

—Nooo —protesté.

—Nada. Todo tiene su precio.

—Oh, callo y obedezco. Pero si no vale la pena te voy a odiar.

 

 

El sitio elegido por Sabrina estaba a doce o trece kilómetros, y a tres cuadras de la ruta.

Cuando bajamos ella me señaló una maceta de lata que había sido abandonada a un costado de la calle de pedregullo. No había ninguna flor, el recipiente estaba oxidado y roto, y la tierra se salía por los costados.

—¡Aquí la tiene! —dijo como si presentara la octava maravilla del mundo.

—Sabrina… —empecé a encolerizarme.

—¿Es perfecta, no cree?

—Sabrina…

—Una genuina maceta descascarada, con llamativas variaciones de color y de textura.

—Sabrina…

—El tiempo, la lluvia y el óxido han creado esta maravilla irrepetible…

—Sabrina…

—… ¡que hoy se ofrece a nuestros asombrados ojos!

—Sabrina…

—¿No es genial? —Sus ojos brillaron y mostró la sonrisa más estúpida que había visto en toda mi vida.

—Sabrina… ¿me hiciste manejar todos estos kilómetros para ver esta maceta de mierda?

Ella sostuvo unos segundos más esa expresión en su rostro, y luego dijo:

—Es broma. Lo que quería mostrarle está a mitad de cuadra, venga.

Suspiré.

¿Por qué me hace estas cosas?

Caminé tras ella. A mitad de cuadra se detuvo frente a un predio cercado por un alambrado. Tras éste, se levantaba —o se caía, dado el caso— una soberbia casona de principios del siglo XX. Una de esas típicas construcciones que hicieron los inmigrantes italianos, que parecían hechas para albergar a gigantes. No había puertas, y las ventanas tenían los vidrios rotos. Los pastos de la entrada eran tan altos como un niño de cinco años, y en toda la vivienda, que amenazaba con desmoronarse de un momento a otro, se extendía una enredadera que seguramente había crecido libre durante años.

Sabrina me señaló una rotura en el tejido.

—Deberíamos haber traído botas —consideré—. Sobre todo después de lo que hemos visto.

—No vamos a volver.

—No, supongo que no.

Nos agachamos un poco, pasamos a través de la rotura, y comenzamos a abrirnos camino entre los pastizales. Era como caminar dentro del agua.

Saqué fotos mientras avanzaba. Pensé que sería interesante hacer una secuencia de acercamiento, para que el observador se sintiera protagonista de aquella intrusión.

Demasiadas ideas pasaban por mi cabeza en ese momento. La casa podía significar muchas cosas: la Casa del Tiempo, la Casa del Olvido, la Casa de la Naturaleza, la Casa del Silencio… Pero yo no estaba en condiciones de saberlo, así que me limitaba a fotografiarlo todo, confiando en que las imágenes serían suficientes para encontrar respuestas.

Entramos. La casa había sido abandonada, casi con seguridad saqueada por incontables intrusos, y lo que ahora tenía frente a mí, era un cuerpo frágil y anciano que no terminaba de morir. En los claros que dejaba la enredadera, se veía la superficie porosa, agrietada, con manchas, pero no había olor a nada, salvo a ese verde que piadosamente se extendía sobre el piso, las paredes y el techo.

—Esto puede caerse en cualquier momento —dije, y escuché mi propio eco.

—¿Qué sería esto, el comedor? —preguntó Sabrina. Y la casa le devolvió la pregunta.

Había flores en una habitación; rojas, parecidas a tréboles, pero más grandes. Cubrían casi la mitad del piso.

Yo no dejaba de sacar fotos. Aquel era un sitio maravilloso para mis intereses, y al mismo tiempo sentía que tenía que alejarme rápidamente de allí.

Un haz de luz me hizo mirar hacia arriba. La rotura en el vidrio de la claraboya era grande, tanto que uno podría llegar a pensar que había sido producida por la caída de un ser humano. Pero aquella era una posibilidad demasiado horrenda para ser considerada.

Escuché un ruido entre los pastos; una rata quizá.

—Me siento atrapada —dijo Sabrina. Y la casa repitió sus mismas palabras.

Un trozo de madera podrida cayó del cielorraso, a un metro de mí.

Tomé a mi compañera del brazo, y salimos.

 

 

Regresamos al vehículo.

—¿Y ahora? —pregunté.

—Cinco kilómetros.

—Bueno, supongo que deben ser siete u ocho, o diez. ¿Qué sigue? ¿Otra maceta o una casa?

—…

—Está bien, confiaré en vos.

Cuando ya habíamos retomado la ruta y avanzado varios kilómetros, Sabrina abrió su mochila, sacó unas hojas y me dijo:

—Necesito mostrarle algo.

Tenía el rostro serio y eso me llamó la atención. Además me inquietó la forma en que lo dijo. No era algo que deseara compartir, sino que necesitaba compartir.

—¿Qué tenés?

Eran esos dibujos hechos a lápiz que había visto por primera vez en el jardín de mi casa. Parecían simples manchas. En su momento ella no me había permitido apreciarlos en detalle.

—Mírelos.

—Me hacen acordar a las láminas del test de Rorschach.

—No, no es eso. Es un bosque, la silueta de un bosque.

—Ah, sí, podría ser.

—Pero no son iguales. Mire, los dibujos están numerados. ¿Qué es lo que nota?

—Son parecidos, pero…

—¿Pero qué?

—No sé a qué te referís.

Molesta, me arrebató las hojas y dijo al tiempo que las pasaba una a una:

—¿No se da cuenta? Es el mismo bosque, pero cada vez es más grande. ¿Lo ve? —señaló al tiempo que comparaba la hoja 1 y la 2—. Esta parte es igual a esta otra, pero aquí aparece algo que no estaba antes.

—Dibujaste el crecimiento del bosque.

—Sí. ¿Y no se imagina por qué?

—…

—¿Le parece normal?

—… Todos los bosques crecen, supongo.

—Sí, pero no de la forma en que lo hace éste —puso en orden las hojas sobre la mesa, y preguntó—: ¿Sabe cuánto tiempo transcurrió entre un dibujo y otro?

—No.

—Un día.

—Ah, es raro.

—No es raro, es diabólico. Y el crecimiento es cada vez más rápido. Entre el dibujo 5 y el 6 aumentó casi un veinte por ciento.

—¿Estás segura?

—¡Claro! No se imagina la angustia que sentía. Todos los días miraba el bosque desde la ventana de mi cuarto y lo comparaba con la ilustración anterior. A veces tenía pesadillas y me despertaba empapada en sudor. Había llegado a la conclusión de que el bosque crecía por las noches.

—¿Cuándo hiciste esos dibujos?

—Hace diez años.

—Hace diez años tenías…

—Diez.

—¿Y tus padres te creían?

Negó con la cabeza.

—Pero usted sí me cree, ¿verdad?

—…

Su rostro se ensombreció, y agregué:

—No digo que mientas, probablemente se deba a un error de apreciación.

Sabrina recogió los dibujos en silencio y los guardó en la carpeta.

 

 

Nos detuvimos junto a un bosque.

Sabrina fue la primera en bajar. Metió la bolsa con los víveres en la mochila, se la acomodó a la espalda y empezó a caminar. La seguí.

—¿Me vas a decir ahora lo que vinimos a fotografiar?

—Ya estamos cerca.

—¿Te gusta el misterio, eh?

—Falta poco.

Al cabo de unos minutos, llegamos a un claro del bosque, y lo que vi me tomó de sorpresa.

—No lo esperaba, ¿verdad? —dijo Sabrina, triunfante.

—Es…

—Sí, es igual.

—Apenas puedo creerlo.

En pleno bosque, semicubierta por la vegetación, y en un triste estado de abandono, había una camioneta igual a la mía; idéntica hasta en el color bordó.

Tenía la chapa picada; la herrumbre era más notoria en el radiador, los guardabarros y los listones horizontales de aluminio, pero no parecía haber sido víctima del pillaje. Nadie se había molestado en quitarle los neumáticos —previsiblemente desinflados—, ni los faroles, ni los asientos, ni los espejos. Simplemente había sufrido el implacable paso del tiempo. Sobre la criatura de metal habían caído la lluvia, el granizo, las horas, los días y los años. Había sentido los vientos de la primavera, los calores furiosos del verano, la melancolía húmeda del otoño, y el frío y el olvido del invierno, una y otra vez. Y ahora, esa máquina vencida, me hablaba desde su lecho de pastos, yuyos, flores y soledad.

Aquel hallazgo parecía muy apropiado para cerrar una serie de fotografías destinadas a mostrar el paso del tiempo y el inexorable triunfo de la naturaleza. Podía confrontar una foto de mi vehículo y de aquel otro que era una copia exacta pero envejecida. Sin embargo, no pude evitar sentir un escalofrío.

—Es una extraordinaria casualidad —dije—. Si es que existen las casualidades.

—Los surrealistas no creían en casualidades, ¿verdad? —apuntó Sabrina.

—No, tenés razón. Ellos hablaban del “azar objetivo”.

Saqué unas cuantas fotos, hasta que una tristeza irracional comenzó a apoderarse de mí. Intenté ignorarla, pero fue inútil, porque en lugar de desaparecer, fue ganando en consistencia hasta sujetarme como una mano helada. Creí que podría zafarme, pero no lo conseguí. Sentí un mareo, me apoyé sobre el techo del vehículo, y una serie de imágenes, asociadas a mi propia camioneta, comenzó a invadir mi mente. En el momento en que comenzaron, me di cuenta de que aquello no podía ser, pero fue como si me ataran a una silla y me obligaran a presenciar un espectáculo. Recordé el día que la había comprado en un pueblo del interior a un almacenero de acento francés; mi primer televisor color, un 24 pulgadas, que transporté en la caja; también recordé a mi esposa viajando a mi lado, vi su mano sobre la mía, respondí a su mirada con una sonrisa, y luego me encontré manejando la camioneta de noche, por la ruta, viendo a lo lejos las luces de otros vehículos. Y cuando me di cuenta de lo absurdo de todo aquello, noté que tenía la frente sudorosa.

El General parecía nervioso y daba vueltas en torno a nosotros. Iba a sugerir que nos marcháramos, pero Sabrina insistió en que era un buen lugar para improvisar un picnic. Tomó la bolsa del supermercado y se sentó en el pasto. Aspiré una bocanada de aire y me senté a su lado.

Saqué un pañuelo y me lo pasé distraídamente por la cara. Comí unos sándwiches y tomé una coca cola. No podía dejar de ver la camioneta.

—¿Qué me dice ahora? —preguntó Sabrina—. Era la foto que le estaba faltando, ¿verdad?

—Sí, creo que sí.

—¿Sólo cree?

—No, no, está muy bien.

—El final de la serie podría ser así: primero una foto de su camioneta, y luego la que encontramos en el bosque.

—Sí, se vería bien.

—La verdad es que yo recordaba una camioneta pero no estaba segura de que fuera igual a la suya. Pero es la misma.

—Sí, lo es.

—Lo noto un poco distraído. ¿Se siente bien?

—Sí, bien —mentí mientras una gota se deslizaba por mi sien.

—Tengo el epígrafe de las últimas fotos.

—Decime.

—Y al final, la naturaleza triunfará sobre todas las cosas y reinará en el mundo.

—Está bien, me gusta. —Intenté, con esfuerzo, enfocarme en la conversación—. Sí, definitivamente es el cierre perfecto. Será un gran reportaje.

—Sin duda —apuntó Sabrina—. Todo ha salido a pedir de boca. Las fotos de los autos, de las casa, la víbora…

—Además es algo original —reconocí—, porque hoy en día todo el mundo habla de los problemas del medio ambiente, de la destrucción de las selvas, de los bosques, y nosotros salimos a decir que al final será la naturaleza la más poderosa.

—Sí, pero en el fondo —preguntó mirándome a los ojos—, ¿no le da un poco de miedo?

Iba a decirle que no, justo cuando un sonido irritante me puso los pelos de punta.

El General estaba ladrándole a la espesura. Ladraba de un modo desesperado, como si en ello se le fuera la vida.

Miré hacia el bosque; no vi nada.

Me puse de pie y fui con él.

Nunca lo había visto así.

—Tranquilo —le acaricié el lomo.

No se calló, y clavó aún más los ojos en el follaje.

—¿Qué sucede? —preguntó Sabrina.

—No lo sé. Debe haber un animal.

El perro avanzó. Intenté sujetarlo del cuello, pero estaba decidido a meterse en problemas, y se me escapó.

Lo llamé a los gritos, pero no me hizo caso, y en un segundo el bosque se lo tragó.

—¿Dónde…? —preguntó Sabrina.

—Por allá —señalé.

En ese momento lamenté no haber tenido un arma.

 

 

Corrí tras el ladrido del General, hasta que sentí una puntada. Sabrina me alcanzó cuando estaba con las manos en la cintura y me esforzaba por morder un poco de aire.

—¿Qué…? —Se había colgado de nuevo la mochila a la espalda y parecía asustada.

—No sé.

—Por la forma en que ladraba, parecía dispuesto a matar.

—Sí —admití—, y es muy raro, porque no es un perro malo, vos sabés.

—Tal vez perseguía a un fauno —dijo sin mucha gracia.

—Poco probable.

—¿Un gato?

—No creo, nunca le prestó atención a los gatos. Había uno en casa y dormía recostado contra él.

—¿Y entonces?

—No tengo idea, pero me preocupa que lastime a alguien.

El ladrido del General sonó lejano.

Seguimos adelante, gritando su nombre una y otra vez. Los ladridos eran cada vez más espaciados y me costaba darme cuenta de dónde provenían.

—¿Y si lo esperamos? —dijo Sabrina no muy convencida.

—Sigamos.

 

 

—Si perseguía a un ser humano ya debería haberlo alcanzado, ¿no?

—No puede estar lejos —afirmé. Pero la verdad es que era una simple expresión de deseo, porque ya no escuchaba el ladrido.

Caminamos con rapidez, largo rato, sin dejar nunca de llamarlo.

Solo había senderos de hojas mustias, y árboles y más árboles. El aroma de los eucaliptos era arrastrado por ráfagas de un viento frío. Cuando alcé la vista, advertí que el cielo había comenzado a teñirse de manchas oscuras.

—¿No debería haberse cansado ya?

—Sí —dije—, eso mismo estaba pensando.

De pronto, volvimos a escuchar al General, pero ahora, ese ladrido que me era tan conocido, sonaba de un modo extraño, como si se originara en el interior de una lata.

Aquel sonido filtrado ya no provenía de un punto lejano del bosque, sino que parecía habitar en el aire que estaba sobre nuestras cabezas. Lo escuchamos tres veces, y después se hizo el silencio.

En los ojos de Sabrina podía leer el mismo sentimiento que comenzaba a apoderarse de mí.

 

 

—No entiendo —me detuve para tomar aire.

Respiré el perfume de los eucaliptos, que entonces me pareció más intenso que de costumbre.

Sabrina estaba tan cansada como yo.

—¿Habrá caído en un pozo, en una trampa? —había fatiga en su voz.

—Ni idea —dije. En el momento en que las palabras salían de mi boca, advertí que la tensión había comenzado a ganar mi ánimo.

—¿Una gruta?

—Por el sonido.

—Sí, aunque no creo que exista tal cosa por estos lados.

—Ya no sé qué pensar —reconocí con fastidio.

—Algo vio.

Los mudos eucaliptos se extendían hasta más allá de nuestra vista.

 

 

Aunque nuestra voluntad había mermado, seguimos caminando.

—Podríamos volver y esperar que el General regrese —dijo ella con un hilo de voz.

—Sí, aunque no sé si nos convendría regresar. La salida no puede estar muy lejos, ¿verdad?

Me giré para ver su rostro.

No contestó, estaba angustiada.

Por un segundo pensé que iba a buscar refugio en mis brazos, pero cuando me acerqué, ella se alejó de forma discreta.

 

 

Estábamos exhaustos.

Sabía que un bosque de esas dimensiones no podía existir, se hablaría de él en todas partes, sería muy conocido.

Decidí treparme a un árbol, para ver hacia dónde nos convenía caminar.

Hacía años que no me subía a uno, desde la niñez.

Por fortuna las ramas no estaban muy separadas unas de otras, lo que me permitió ir ascendiendo sin mayores peligros.

Mientras subía, Sabrina me confesó que ella nunca se hubiese animado, porque le daba vértigo. Así que todo dependía de mí. No había decidido ir a ese lugar, pero ahora sentía que era el único capaz de encontrar una salida.

Me daba miedo subir a las ramas más altas, pero después de ascender metros y metros, comprendí que no iba a tener más remedio que hacerlo.

Las ramas se doblaban bajo mi peso y empecé a temer por mi integridad, sin embargo, ya estaba muy lejos del suelo y no quería bajar sin haber logrado mi objetivo.

Cuando llegué hasta lo más alto que me era posible, sentí un escalofrío.

Mientras un viento frío me azotaba la cara y despeinaba mis cabellos, observé el insólito panorama. En todo el espacio circundante, en absolutamente todo el territorio que mis ojos alcanzaban a ver, no había otra cosa que árboles de eucaliptos. Uno al lado del otro, extendiéndose hasta más allá del horizonte.

Aquello era absurdo, debería verse la camioneta, la carretera, algunas calles, casas, pero solo había eucaliptos. Miles y miles de eucaliptos, aunque sería más justo decir millones y millones. El mundo no era otra cosa que un bosque.

Las sombras estaban extendiéndose y comprendí que la noche no tardaría en llegar. ¿Sería acaso la falta de luz que me jugaba una mala pasada? Sí, tenía que ser eso, y el cansancio, y mi cabeza, que seguramente no estaba funcionando bien.

Sabrina gritaba. Aunque no alcanzaba a escuchar cada palabra, parecía obvio que me estaba preguntando qué había visto.

 

 

—Sabrina… —pregunté al bajar—. ¿Es este, verdad?

Hizo un gesto afirmativo con la cabeza; estaba llorando.

—… Pero está más grande.

—Por eso querías venir. No te interesaba ninguna cacería fotográfica. Querías enfrentarte a tus propios miedos. Pero no podías hacerlo sola. Y necesitabas un testigo.

Se alejó unos metros; yo no pensaba hacerle nada, lo único que quería era encontrar a mi perro y escapar de allí.

Caminé hacia ella. Reculó y su espalda chocó contra un tronco.

Coloqué una mano sobre su hombro.

—Encontraremos al General y nos iremos de aquí.

Como no pareció muy convencida, le repetí la afirmación, aunque tal vez lo hice porque yo mismo necesitaba creerlo.

Intentó sonreír.

Mi mano sujetó su barbilla y la obligué a mirarme a la cara.

—Le mostré los dibujos, pero usted no me creyó.

—Sí, lo hiciste —admití—. Pero no creo que exista eso que vos decís: el bosque que crece por las noches.

—Pero…

—Probablemente es un sitio laberíntico, algo así. No tenemos que ponernos nerviosos, es todo.

Intentó apartar sus ojos de los míos; acaricié su mejilla y su cabeza se recostó en mi mano.

 

 

Cuando oscureció y se hizo evidente que deberíamos pasar la noche en el bosque, resolvimos encender una fogata.

Limpié el suelo, hice un círculo con algunas piedras y junté leña.

Las hojas de eucaliptos, muy combustibles, facilitaron la tarea.

Sabrina fue a buscar más ramas y yo me quedé cuidando el fuego.

Estuve un rato mirando las llamas, hasta que escuché gritar a mi compañera.

Me paré y corrí hacia ella.

Cuando la encontré estaba sentada contra un árbol, y temblaba.

Me puse en cuclillas y la abracé.

—Los escuché —dijo llorando.

—¿Los escuchaste?

—Sí.

—¿A quiénes?

Se enjugó las lágrimas y respondió entre sollozos:

—Mis padres.

—¿Tus padres? Pero están en España, ¿verdad? Es lo que me dijiste.

—Sí… pero los escuché.

—Solo estás asustada. A veces cuando la gente está sola, cree escuchar voces o fragmentos de canciones en el viento. Es normal, no te preocupes.

La ayudé a pararse.

—Pero este no es un bosque normal —refutó.

Pasé mi mano por su hombro y la guié en dirección al campamento.

Después de avanzar unos pasos, sentí el impulso de preguntarle a Sabrina: ¿qué sucedió en este bosque? Sentí que ahí podía estar la clave del misterio. Pero antes de formular la pregunta, escuché un sonido que me provocó un escalofrío. Era la voz de mi esposa:

—¿Qué hacés acá? ¿Quién es ella?

Miré a Sabrina, pero ella no pareció escuchar nada.

 

 

Tras terminar con los sándwiches y el refresco, Sabrina tomó la botella de whisky y bebió sin miramientos. Bebí unos tragos y se la devolví.

Me sentía feliz. En la noche del bosque las preocupaciones habían hecho una pausa. El calor del fuego me daba una sensación muy grata, y el crepitar de los leños era como una música de fondo para las palabras de Sabrina. Hablaba de poesía, de la revista y, casi de modo inevitable, la hoguera le recordó al palíndromo que días atrás había ocupado nuestra atención.

—In girum imus nocte et consumimur igni —dijo, demostrando que se lo había aprendido de memoria.

Me hizo gracia que pronunciara esa frase tan rimbombante en el estado etílico en que se encontraba, pero intenté concentrarme en lo que decía.

—Imagino seres primitivos danzando alrededor de una fogata —señalé—. Algo ritual, religioso, un intento de comunicación con otros planos.

—¿Dioses?

—Sí, dioses, o simplemente “lo sagrado”. Quizá el fuego tenga el sentido bastante obvio del conocimiento, y en ese caso la noche sería la ignorancia. Y podríamos interpretar que morimos mientras damos vueltas intentando saber.

—O tal vez el fuego sea algo más —sugirió con voz gangosa.

—El conocimiento, la vida.

—O algo más.

Ahora yo veía su perfil y parecía serena, como si armara un rompecabezas que solo ella podía ver. Juntó un par de ramas y las arrojó a la hoguera. Luego tomó una rama larga y separó algunos troncos para que el fuego se expresara.

Las llamas eran cuerpos en danza. Figuras blandas que ondulaban y con los brazos en alto parecían llamar a los espíritus de la noche.

Sabrina, de espaldas a mí, se agachó para acomodar unas ramas. Le veía algo más que la espalda, y no pude evitar que mi mente fantaseara con la posibilidad de bajarle el pantalón para después acariciar aquel cuerpo que debería estar tibio por la proximidad del fuego.

—”Hoy tocaré la flauta de mi propio espinazo”, me encanta ese verso —dijo de pronto.

—Muy bueno.

Ella, inmóvil, me dejaría hacer. Mis manos recorrerían primero sus piernas, palpando la consistencia de los músculos y la suavidad de la piel.

—”Amaré, cuidaré de tu cuerpo como el soldado recortado por la guerra, inútil, solitario, cuida su única pierna.”

—Una interesante perspectiva.

Luego, una mano se deslizaría bajo el tejido de la bombacha y subiría sin prisa los perfectos glúteos, de una palidez y suavidad casi infantil.

—”Prueben como yo, a darse vuelta como un guante y ser todo labios” —añadió.

—Excelente.

Después rodearía su cintura y mi mano empezaría a descender por sus senos perfectos, su vientre plano, sus vellos sedosos.

Sabrina se giró y me miró. No sé si se dio cuenta de que la había estado observando, pero yo sentí que no podía ser de otro modo.

—Ya sé lo que voy a hacer —dijo alzando la botella con una mano.

—¿Sí?

—Ya resolví el nombre de la revista —explicó arrastrando las palabras—. Se llamará “La revista de Sabrina”, y abajo dirá en letras pequeñas: “¡Esto no es una pipa!”

—¡Me encanta!

Soltó otra risotada. Sus piernas se aflojaban. Pensé que iba a sentarse, pero comenzó a bailar alrededor de la fogata, con la espalda arqueada y la vista al piso. Los largos cabellos le cubrían buena parte del rostro, pero parecía estar en un sitio muy lejano. Una música que yo solo podía adivinar debía sonar claramente en su cabeza, y bailaba y bailaba, como si no pudiese dejar de hacerlo. Apenas bajaba el ritmo para beber otro trago de whisky y seguía bailando. Estaba tan ensimismada en aquellos pasos casi tribales que parecía no percatarse de la proximidad del fuego, ni de que un par de botones de su camisa se habían desprendido.

Tropezó y vi que iba a caerse, pero no me dio tiempo a pararme, así que lo único que pude hacer fue recibirla entre mis brazos cuando se desplomó. Su rostro quedó muy cerca del mío, tan cerca que sentí su respiración agitada y su piel, que olía a alcohol y a eucaliptos quemados.

En ese instante sus ojos dejaron de parecerme los ojos de Sabrina y fue como si una luna los iluminara desde adentro. Sus labios se abrieron.

Saboreé la delicia de su boca y deslicé una mano dentro de su camisa. Nuestras vidas —el dibujo de nuestros pasos sobre el mundo— habían sido como raíces destinadas a encontrarse. Y de pronto todo tenía un sentido, sin necesidad de formular ni contestar ninguna pregunta, porque existía un lenguaje que estaba más allá de todo lo conocido, y se podía sentir en aquella oscuridad que pasaba su lengua sobre nosotros.

Nos pusimos de pie y comenzamos a desnudamos frente a frente, sin dejar de mirarnos. Jamás un cuerpo me había parecido tan hermoso. Nada comparable a esa delicada belleza tijereteada por los resplandores de la hoguera. Se tendió sobre las ropas, y se abandonó a mí. Tenía una piel increíblemente suave, y temblaba al mínimo contacto de mis manos. La besé en el rostro, en los senos, en el vientre, y entre las piernas, mientras ella acariciaba mis cabellos. Cuando ya no pudo seguir soportando la dulce tortura, entré en su tierno cuerpo y empezamos a movernos.

Casi podía sentir el bosque que crecía en nuestro interior y ver los troncos, las ramas, las hojas y los aromas que avanzaban como una melodía que buscara las estrellas.

Mis pensamientos se redujeron a puras sensaciones, y dejé que mi mente viajara y se perdiera en aquella circulación de altas maderas.

Sabrina se quejaba de placer y me incitaba a ir más lejos.

Y así las ramas, que al principio se extendían gráciles, comenzaron a transformarse en armas puntiagudas que buscaban desgarrar los músculos, perforar la carne y esparcir las vísceras, hasta pintar un bosque rojo que abarcara el universo.

Mi mano sujetó su cuello y de pronto sentí el irrefrenable deseo de llevar aquella experiencia hasta un punto sin retorno. Empecé a apretar y a apretar cada vez más fuerte. Sabrina estiró un brazo, alcanzó una piedra y me golpeó con ella en la cabeza. Eso sólo aumentó mi excitación. Quería destruir, devorar, fundirme con los elementos, y ser uno con el bosque. Ella me asestó de nuevo y la sangre se deslizó por mi rostro. Y aquello era sólo el principio.

 

 

Nos despertamos cuando el sol comenzaba a abrir los colores del bosque.

Las hojas del suelo, la corteza de los troncos, las copas de los árboles que mecía el viento, todo lucía con esplendor. El canto de los pájaros era una fiesta; y el perfume del aire, ¿cómo no asociarlo con los caramelos de eucaliptos?

Una mariposa azul se posó sobre el hombro de Sabrina. A pocos metros, no menos de cinco o seis ejemplares iguales volaban entre los árboles de un modo coordinado, dibujando una curva sinuosa.

Movida por un impulso, Sabrina corrió tras ellas, y yo la seguí. Pero antes de alcanzar a las mariposas, un ladrido familiar sonó con fuerza.

El General se abalanzó sobre nosotros y saltó y ladró y jugueteó. Lo abrazamos y nos reímos. Era el mismo perro de siempre, torpe y feo, sólo que ahora parecía rejuvenecido. Con ladridos y movimientos de su cuerpo nos hizo saber que deseaba que lo siguiéramos, y eso hicimos.

Los tres juntos nos fuimos caminando por el bosque, que no dejaba de tornarse más y más luminoso. Caminamos, caminamos y caminamos, y así, de tanto andar, llegamos a un claro donde crecían unos hongos del tamaño de casas. Eran de copas redondas, perfectos, tan hermosos que parecían dibujados, y los había violetas, azules, verdes con rayas amarillas, y rojos con lunares blancos. También vimos un árbol con un tronco formado por fibras verdes y gruesas que se trenzaban como poderosos músculos. Un árbol extraordinario que se hundía en el cielo. Un árbol que llegaba hasta un sitio donde uno sólo esperaría encontrar nubes, aves enormes, o el castillo de un gigante.

 

 


Pablo Dobrinin (Montevideo, Uruguay, 21-05-1970) estudió Literatura y Periodismo. Publicó relatos en antologías de Argentina, España, Francia e Italia, así como en numerosas revistas —la mayoría especializadas en ciencia ficción y literatura fantástica— entre las que se destacan: Diaspar, Días Extraños (Uruguay); Axxón, Cuásar, Sensación!, Próxima, Sinergia, Otro Cielo, Kundra (Argentina); Asimov Ciencia Ficción, Catarsi (España); IF (Italia); Lunatique, Fiction (Francia). Ha sido traducido al italiano, francés, catalán y esloveno. En el 2011 la editorial argentina Reina Negra publicó Colores Peligrosos, un libro de 250 páginas con algunos de sus mejores cuentos. En mayo del 2012, en el número 230, Axxón, la revista en línea más leída de habla hispana, le dedicó un especial que incluye cuentos, artículos, datos biográficos y una extensa entrevista que le realizara Ricardo Germán Giorno. Ha publicado ensayos en la propia Axxón y en Espéculo, la revista de estudios filológicos de la Universidad Complutense de Madrid. Colabora con reseñas para el periódico La Diaria y con artículos para la revista de arte La Pupila. En el 2012 salió una edición uruguaya del libro Colores Peligrosos, editada por El Gato de Ulthar. También en el 2012 publicó una plaqueta de poesía titulada Artaud, en la editorial argentina Melón. Está en Facebook y mantiene un blog personal en: http://pablodobrinin.blogspot.com/.

En Axxón hemos publicado: EL CARÁCTER POLÍTICO DE LA CIENCIA FICCIÓN URUGUAYA (artículo), EL REGRESO DEL CAPITÁN RAYO, LOS FESTEJOS DEL FIN DEL MUNDO, HISTORIA DE LA CIENCIA FICCIÓN URUGUAYA (artículo), BLUE, LOS ÁRBOLES DE ISAAC LEVITAN, LA VISIÓN DEL PARAÍSO, ESCRITORES Y ARTISTAS (artículo), LA VENGANZA DE LOS NIÑOS, EL REGRESO DE LOS PÁJAROS, LOS HIJOS DEL VIENTO, LUCES DEL SUR, SEXO BIZARRO (artículo), COLORES PELIGROSOS, TRES EXPERIENCIAS EN LA NOCHE ABIERTA (artículo) y ALGUNAS COSAS QUE VI EN EL DESIERTO,


Este cuento se vincula temáticamente con ALGUNAS COSAS QUE VI EN EL DESIERTO, de Pablo Dobrinin; DESPOJOS; de Pé de J. Pauner y LOS JARDINES DE HEIAN, de Daniel Flores.


Axxón 255 – junio de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Destino : Espíritus : Uruguay : Uruguayo).

“Equus”, Mariana Carbajal Rosas

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MÉXICO

 

 

What the eye does not see, the heart does not grieve over, does it?

Equus
Peter Shaffer

 

 

Todo el mundo sabe que si los
Caballos fuéramos capaces de imaginar
a Dios, lo imaginaríamos en forma de Jinete.

Caballo imaginando a Dios
Augusto Monterroso

 

 

 


Ilustración: Guillermo Vidal

—Dios es un caballo, mamá.

—¿Qué? ¿Qué dices?

—Que Dios es un caballo…

—¿Me preguntas?

—No, te digo.

—Pero, ¿por qué dices eso?

—Me lo dijo en la mañana, en el establo.

—Amor, los caballos no hablan.

—Bueno, no sé, pero ese me habló, me dijo: en las sombras seré tu luz, en la hambruna seré tu pan y en la muerte, seré tu lecho. Me acuerdo muy bien. Mamá, ¿eso qué significa?

Se agachó y acarició mis mejillas. Su cuerpo temblaba. Me besó la frente.

—Toma mi mano. Tenemos que seguir caminando, vamos a la casa de tu tío.

—¿Qué pasa mamá? ¿Por qué nos vamos? ¿Dónde está mi papá?

—Nos va a alcanzar allá.

—Mamá, qué hizo papá, ¿algo malo verdad? El otro día lo vi pegarse con un señor.

—No sé, mi amor, no sé, pero tenemos que cruzar por aquí y tener cuidado porque de noche hay muchos bichos.

—Sí, mamá. ¿Ma? Tengo frío.

—Caminando se nos quita, vente, vámonos, agárrame de la mano.

—Mamá, qué te hicieron esos señores. ¿Fue cuando te pegaron? ¿Por qué caminas así?

—No es nada, mi amor, me lastimé cuando saltamos por la ventana, estoy bien, vente, vamos para ese lado, ese árbol es el abeto del abuelo, ¿ya lo viste?

—¿Mami?

—Shh.

—Ma.

—Mijito, shh.

Nos acuclillamos detrás de unos arbustos, entre la espesura de las sombras andaban unas figuras, parecían remembranzas.

—¿Son ellos, ma?

Me tapó la boca, sus labios tocaron mi oído. Quédate bien quieto. Unas palabras se dejaron oír entre los árboles mientras mi madre me abrazaba. Ya está, préndela. Préndela.

Dos espadas luminosas, como perros sabuesos buscaban y husmeaban, abriendo brechas en el manto nocturno.

El cuerpo de mi madre se crispó, se levantó conmigo en brazos, sentía su pecho contra el mío y su respiración agitada. Su mano me oprimía la cabeza contra su cuello, olía su piel. Los dos hombres estaban lejos, pero avanzaban hacia nosotros.

Comenzó a caminar muy despacio, pisando suavemente la hojarasca. Caminaba tan lento que parecía andar hacia atrás. Cerré los ojos y fundí mi cuerpo con el de ella. Tengo miedo, susurré a su oído. Shh, mi amor, reza, reza.

Oía los pasos de los hombres merodeando cerca de nosotros, casi sentía la luz de sus espadas abriéndome la piel. Oí gritos, por ahí andan, ya los vi, para allá, ilumina para allá.

Abrí los ojos. El bosque se dibujaba con líneas pardas entre la carrera de mi madre, las ramas nos pegaban en la cara. Mis piernas se enrollaron en su torso.

Yo rezaba para que sus piernas se convirtieran en piernas de caballo, para galopar sobre las piedras y el miedo.

Caímos en una poceta. Desorientados, tentamos el suelo y entre el ramaje vimos el río, ella me levantó bruscamente. Mijo, levántate, mira allá, mira. Volteé y en la ribera un caballo bebía agua.

Mamá esbozó una sonrisa.

—Vente, vamos, vamos.

Corrí hacia el animal y ella se quedó atrás.

La blancura de su rostro resplandecía ante el ojo lunar, su boca estaba abierta y su mirada muy alerta, no dejaba de mirar hacia el bosque. Me besó la cara y el cuello del caballo.

—Ven, súbete, ¿te acuerdas cómo cabalgar, verdad?

—Sí, mamá, sí.

Con todas sus fuerzas me subió al lomo desnudo del animal.

—Agárrate de aquí, ¿ya?

—Sí, ¿ma?

—Agárrate bien y hazte para adelante.

Trató de montarlo. Resoplaba para subirse, pero a cada intento se resbalaba.

—Mamá, súbete, súbete.

—Ya casi mi amor, no llores, sólo tengo que acomodarme bien.

Los hombres llegaron al río, ella volteó y se lanzó sobre el lomo, pero no pudo. Corrían hacia nosotros.

—¿Ma?

—Agárrate bien, mi amor, no te sueltes.

—Ma, súbete.

—Yo montaré el siguiente caballo.

Azuzó al animal en las ancas y salió a la carrera. Agarrado de la crin volteé a mirar por un momento, la vi dirigirse hacia la enramada, ellos detrás. Entre las formas de la noche, vi que su cuerpo se trasformaba mientras corría. Sus piernas crecieron poderosas, su cuello se engrosó y su cabeza se alargó, sus manos se encabritaron y tocaron la tierra. Aún la veo galopar y perderse entre las sombras.

 

 


Mariana Carbajal Rosas nació en Córdoba, Veracruz, México, y desde niña se enamoró de la lectura y el cine. Estudió Lengua en Literatura Hispánicas para ser una mejor lectora, actualmente es periodista de cultura y cursa la Maestría en Estudios de la Cultura y la Comunicación. Escribir es una parte de su vida y espera que poco a poco, con la práctica, sus textos vayan mejorando. Mientras tanto hace su mejor esfuerzo.

Hemos publicado en Axxón: DESAYUNO PUNK.


Este cuento se vincula temáticamente con EL CABALLO APARECE y ¿HA OÍDO LLORAR A LOS LOBOS?, de Daniel Flores, y LA PEOR PESADILLA, de Ivana Zacarías.


Axxón 255 – junio de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : fantasía : Metamorfosis : México : Mexicana).

“La mano de Lucifer”, Felipe Alonso Pampín

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Ilustración: Valeria Uccelli

Art descifró la hora en su reloj de pulsera, sobreponiéndose una vez más a su testarudo cerebro, para el cual las saetas giraban en la dirección incorrecta. Negarse a vestir un reloj digital era la manera en que Art protestaba por un mundo hostil a los zurdos.

¿Cinco minutos ya? El proyeccionista se había quedado dormido; era la única explicación. El pobre Basil había llegado a una edad en la que ya sólo pensaba en su inminente retiro y en la injusta agonía del decano de los cines de Verlinden, vampirizado por las multisalas de los centros comerciales. Art se cansó de esperar a que detuviesen la proyección (ya los títulos de crédito desfilaban por la pantalla); se levantó, echó una última mirada al desierto patio de butacas y salió al pasillo.

No había nadie en el ambigú. Tampoco vio al señor Jones, sentado junto a la taquilla releyendo a Kipling, como tenía por costumbre. Por un momento, Art imaginó a los empleados del cine en la sala de proyecciones, intentando reanimar a Basil, fulminado por un infarto. Descartó esa ocurrencia por siniestra. Apoyó la mano en la puerta descolorida del Capitol y volvió la vista al interior del cine, que parecía retenerle con una silenciosa llamada. Es sólo nostalgia, pensó. Le entristecía saber que todo aquello sería pronto abandonado a la oscuridad y el silencio.

Empujó el batiente y salió a la calle.

Tardó en darse cuenta de que su aparición había hecho detenerse las conversaciones, las risas y los pasos de los transeúntes. Un automovilista estupefacto paró su coche al verle y un adolescente quitó el volumen a su radio portátil y le dedicó una expresión justificable en quien contempla una aparición del Averno o a un engendro alienígena. Una niña a la que Art devolvió la mirada comenzó a llorar y se abrazó a su aterrorizada madre. Un joven dejó caer la bolsa de aperitivos que estaba comiendo. Más conductores apagaron sus motores y sacaron la cabeza por la ventanilla de sus vehículos para mirarle. El silencio agigantó los latidos del corazón de Art y el susurro de su ropa. Ignoró a la gente y caminó hacia su casa, espiado por docenas de incrédulos ojos garzos.

¿De dónde habían salido tantos urbanitas de aspecto nórdico? ¿Acababan de ser invadidos por Suecia? ¿Qué convertía a Art en un espectáculo para aquella gente? Se examinó. Su reflejo en un escaparate le devolvió la tranquilidad: no llevaba la ropa sucia ni la bragueta abierta, no le habían salido cuernos, no tenía una aureola ni sobrevolaban su cabeza horribles arpías. Su cabello negro seguía tan rizado y espeso como siempre y su tez olivácea conservaba un saludable bronceado estival. Entonces ¿por qué le miraba todo el mundo?

Espera.

Todos eran rubios, pálidos y de ojos azules.

¿Qué es esto, uno de esos programas de cámara oculta? Aquella gente le miraba como si nunca hubiesen visto nada parecido. ¿Qué estaba pasando? Sabía que no era el único de cabello negro y ojos oscuros de Verlinden pero ¿adónde habían ido los demás?

Al doblar una esquina se encontró de narices con un matrimonio joven que llevaba un niño. La mujer comenzó a gritar; el niño se encaramó a los brazos de su madre chillando de terror. El hombre dudó un momento antes de armarse de valor y empujarle lejos de su esposa.

—¡No te acerques a mi mujer, negro, negro, negro!

—Pero, oiga… —protestó.

—¡No me hables! ¡No me contamines con tu voz! ¡Vuelve a tu jaula, negro! ¡Vuelve a tu selva! ¡Aléjate de mi mujer, negro!

A pesar de su cólera, aquel hombre temblaba de miedo y parecía capaz de morirse del susto si Art le hubiese dicho “¡Buh!”. Intentó explicarle al furioso desconocido que era libanés, no negro, pero el hombre le empujó con más fuerza todavía. Art se alejó de la pareja, alisó su camisa y cruzó a la acera opuesta. Un coche estuvo a punto de atropellarle. El conductor se le quedó mirando, boquiabierto.

—¿Habéis visto eso?

—¡Ha atacado a esa pobre mujer!

—¡No podemos consentirlo!

—¡La atacó a ella y al niño!

—¿Para qué pagamos impuestos? ¿Para que los negros anden sueltos por la calle?

—¡Que alguien llame a la policía!

Art sintió un peso creciente en su pecho. Bajó por una calle en cuesta. A su paso, la acera se vaciaba de paseantes y los automóviles se detenían. Docenas de miradas vigilaban sus movimientos. Una multitud blonda y de ojos azules. Ni un solo moreno, castaño o pelirrojo.

Un coche de policía le cortó el paso al final de la calle. Dos agentes se apearon y le apuntaron con sus armas.

—¡No te muevas, negro! —gritó el más joven—. ¡Arriba las manos!

—¡Cuidado! —gritó el otro—. ¡Seguro que está armado!”

—Pero… oigan… —intentó decir Art.

—¡Ni una palabra, negro! —gritó el más joven, aunque no osó acercarse—. ¡Las manos arriba y de rodillas!”

—Yo no he hecho nada…

—¡Y aún tiene los cojones de decir que no ha hecho nada! —exclamó el otro, cubriendo a su compañero.

—Pero…

—¡Las manos arriba negro o te meto un tiro, lo juro por Dios!

Art vio un callejón a su derecha.

Algo se encendió en su interior.

Echó a correr.

Varios disparos, el silbido de un rebote, gritos y maldiciones. Apuró la zancada, maldijo el tabaco; entró en el callejón, esquivó un viscoso cubo de basura en el que chispeó una bala, corrió más deprisa. Art no sabía adónde iba ni le importaba, sólo corrió, corrió, corrió, sublevado el corazón en su pecho; giró a la izquierda, llegó a una bifurcación, ¿derecha o izquierda?, la izquierda siempre le ha dado suerte, ¡mierda!, callejón sin salida.

Buscó una escapatoria. Ventanas demasiado altas. La pared no se podía escalar. Una tapa de alcantarilla. La levantó, liberando una pestilencia indescriptible. Un trozo de escalerilla oxidada. Oyó cerca a los policías, gritándose instrucciones. No lo pensó. Descendió a la nauseabunda humedad, rezando para que los peldaños no cediesen bajo su peso. Devolvió la tapa a su lugar, procurando no hacer ruido, y siguió bajando, atormentado por las arcadas, hasta tocar el fondo. Apoyado en una pared que rezumaba limo se alejó de la boca de alcantarilla. Ojalá que la otra bifurcación de la calle no esté también cortada y a los policías se les ocurra inspeccionar la única salida posible, pensó.

En la oscuridad más absoluta, inmerso en aquella atmósfera pestilente, su estómago claudicó. Oyó el vómito chapotear ante sus pies. Su corazón parecía el pistón de un motor pasado de vueltas, pero seguía funcionando. Intentó normalizar su respiración.

¿Qué le ha pasado a Verlinden? ¿De dónde han salido estos ángeles arios del infierno? ¿Dónde están los morenos, los pelirrojos, los negros, los asiáticos, los trigueños…? ¿Quién se los ha llevado? ¿Cuándo y cómo se han apoderado de la ciudad estos clones nazis? Acaso siempre han estado ahí, creciendo en la sombra, bajo sus propias narices, dedicados a socavar la civilización desde dentro mientras planeaban acabar con todo lo que no fuese rubio y de ojos azules. ¿Es que nadie los vio venir? ¿Cuándo se produjo la sustitución? ¿Nadie hizo nada para evitarla? Todo parecía en orden aquella mañana. ¿Tan rápido han cambiado las cosas? ¿O sólo es una pesadilla?

No. No se vomita en las pesadillas.

¿Cuánto llevaba allí abajo? En la oscuridad parece que no corre el tiempo. Perdió casi todo el tabaco al intentar sacar su encendedor. Hizo girar la espuela y no se produjo chispa alguna. Había perdido la piedra. Blasfemó. Lo arrojó lejos. Un golpecito y luego un chapoteo.

Una débil luz se encendió a su derecha. Gritó.

—Silencio —exigió una voz femenina. El haz de luz lo examinó de arriba abajo y luego se volvió hacia la cara de una preciosa chica de piel caoba, rizada melena negra y labios carnosos como la pulpa de una ciruela. —¿Tehan seguido?

—Creo… creo que no…

—Vamos… no debemos quedarnos tan cerca de una salida… Sígueme.

Feliz de encontrar una presencia amistosa, Art siguió a la chica a través de las cloacas. Bajaron y subieron escalerillas, se deslizaron de costado por grietas y pasillos que no parecían hechos para un ser humano, caminaron por interminables galerías de pútrida fetidez, evitando a las ratas e insectos. Cuando Art ya creía que aquel viaje no tendría fin, llegaron hasta una puerta de hierro comida por la herrumbre. La chica golpeó y se abrió una mirilla.

—¿A quién traes? —preguntó una voz. La chica enfocó a Art con su luz.

—Me llamo Art —dijo él.

—Lo perseguían los policías —explicó la chica.

—¿Seguro que no es un espía?

—No lo creo. Puedes ponerlo a prueba, si quieres.

El que había al otro lado de la puerta dudó un momento y luego abrió. Pasaron a una cámara abovedada que hacía las veces de almacén y lugar de reunión. El hedor, mezcla de cuerpos mal lavados y basura fermentada, no supuso una mejoría después del trayecto por los sumideros. Había otras personas allí, una media docena de hombres y mujeres morenos, mulatos o negros, un pelirrojo y una asiática pequeña y obesa. Seis desconocidos de rostros tiznados, de ropas mugrientas, que le recibieron con desconfianza. El que les había abierto era un jamaicano enorme, armado con una escopeta de caza.

—Me llamo Robert —dijo el jamaicano—. Estás muy limpio para ser un fugitivo. ¿Cómo has logrado sobrevivir tanto tiempo?

—¡No entiendo lo que está pasando! —protestó Art—. ¡Salí a la calle y todo había cambiado! ¿Cuándo comenzó esto?

—Hace años que llegaron, no sabemos muy bien de dónde y la gente como nosotros empezó a desaparecer —dijo la chica—. ¿Cómo es posible que acabes de enterarte? ¿Dónde has estado metido, en una isla desierta?

—Parece evidente que sí —suspiró Art, resignado.

—Unos pocos de nosotros nos refugiamos aquí —dijo Robert—. Tenemos armas y estamos esperando nuestro momento. Hay muchos otros escondites como éste. Estamos en contacto con el exterior, con otras ciudades que tienen nuestro mismo problema. Cuando seamos más y estemos mejor armados, reconquistaremos Verlinden calle por calle y casa por casa.

—Ah, no lo marees ahora con tus sueños revolucionarios —dijo la chica, y se dirigió hacia unas cajas de fruta apiladas al fondo del sótano—. Habrá tiempo para eso. ¿Tienes hambre, Art?

—Sí.

—¡Cógela! —le sonrió ella, arrojándole la manzana.

Art la atrapó al vuelo, con una sola mano.

Varias sillas cayeron al suelo cuando las personas que estaban sentadas en ellas se levantaron de golpe. La sonrisa de la muchacha se había desvanecido.

—¿Qué…? —dijo Art. ¿Qué había hecho mal?

—¡La mano de Lucifer! —exclamó alguien, señalando a Art.

—¡La mano de Lucifer, maldita sea! —exclamó Robert. Apuntó a Art con su escopeta—. ¡Te he dicho miles de veces que no traigas a desconocidos aquí! ¡Mira lo que ha pasado!

Dos hombres cayeron sobre Art y le retorcieron los brazos a la espalda.

—¡Un momento, un momento…! —se defendió, intentó liberarse, sin éxito.

—¡La mano de Lucifer, Dios, si ya notaba yo algo raro…! —decía Robert—. ¡Sacadlo de aquí antes de que nos contamine a todos!

Se llevaron a Art a rastras. Pasaron junto a su salvadora, que lloraba.

—La mano de Lucifer… —gemía—. ¿Cómo has podido hacerme esto?

Atravesaron un pasillo mal iluminado, abrieron una puerta y le arrojaron a la oscuridad. Art cayó y cayó durante una eternidad, a través de aquellas tinieblas insondables.

Cuando alcanzó el fondo del pozo, hijo crujir bajo su cuerpo las osamentas que lo alfombraban.

 

 


Nos cuenta Felipe Alonso Pampín:

“En cuanto a la pequeña reseña biográfica, baste decir que soy licenciado en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela y biblioadicto desde que tengo uso de razón. He colaborado en el pasado con pequeños fanzines de más bien escasa notoriedad y desempeñado diversas actividades profesionales mientras dedico, en mis horas muertas, a perpetrar relatos como el que les ofrezco y novelas que reciben casi tantos elogios como rechazos editoriales (a menudo, y valga la paradoja, de las mismas fuentes)”.

Hemos publicado en Axxón: CLUB PRIVADO.


Este cuento se vincula temáticamente con OTOÑO, de Teresa P. Mira de Echeverría; EL MONSTRUO, de M. C. Carper y DISMNESIA TEMPORAL, de José Vicente Ortuño.


Axxón 255 – junio de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Realidad paralela : Sociedad : Racismo : España : Español).

“El paisaje desde el parapeto”, Pé de J. Pauner

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Para Paulette Bayardo Gustin

 

 

 

I

ROTWANG

 

 

Se podía leer en dos tintas y a la entrada:

 

 

Mercado de Libros y Carne de Rotwang

 

 

Atendiendo a un mal poema —escrito por un sabio— cada año se celebraba el mercado. El poema podía leerse debajo del letrero del lugar, y dice:

 

 

Que el libro es pan,

es carne,

Que el libro es vino,

es sangre,

Que los he comido

y bebido,

Que circulan en mi piel[1].

 

 


Ilustración: Tut

Mal interpretado por los comerciantes que sólo aprovecharon las metáforas para crear una insólita unión de compra-venta entre los más preciados tomos impresos e incunables y las más preciosas mujeres de las que se decía habían nacido en noble cuna en sus exóticos países antes de ser esclavizadas, el mercado conoció un éxito extendido por dos siglos y extrapolado a las mentalidades de cien mundos desconocidos desde los cuales llegaban en barcas solares de amplias velas con paneles que atrapaban los vientos del Sol Naranja como alas de murciélago, o en naves orgánicas que se sacudían como perros moviendo la cola cuando sentían que se acercaba su capitán —las naves de marca Philip José Farmer, que se venden en aquel mundo de lunas pálidas gemelas cuyos habitantes son hermafroditas—, o en los cuerpos de alienígenas capaces de soportar los vientos del espacio y la radiación que abrían la boca para que sus tripulantes desembarcaran, o en barcas con forma de moneda que se deslizaban girando. Llegaban. Llegaban y muchos se quedaban. Se quedaban bajo la carpa blanca, alta, a mirar, a comprar, a perderse en la inconsciencia del deseo.

Levantaban la carpa rectangular, gigantesca, de color blanco inmaculado en la zona plana, a unos metros del río, como un pabellón para distintos placeres donde se conjugaba el sentido de vacío espiritual con el vértigo de la piel. Se elevaba a unos diez metros del suelo. En cada uno de los extremos angostos caían a los lados dos cortinas de plástico con ventanas transparentes. Para cubrir las instalaciones del techo donde pendían los cables eléctricos usaban breves cuadros de tela de algodón ligero. El viento que soplaba frío y fuerte hacía ondear los cuadros sobre las cabezas de los compradores. De vez en cuando, la gente se entretenía en mirar al viento flamear sobre las telas creando furiosas olas que las golpeaban y arrancaban susurros.

Desde el río llegaban las barcas con forma de media luna, tiradas por una sirga de búfalos de amplios cuernos parecidos a arietes que caminaban haciendo temblar el suelo que pisaban: las patas se les hundían, protegidas por herraduras de hierro crudo, en el lodo quebrado. Naves cuyas proas curvas terminaban en punta, con una quilla que brillaba en plata, en suave hoz, bajo el agua. Las barcas llevaban faroles rojos pendiendo de los palos y varios cascabeles que repiqueteaban en murmullos tintineantes antes de cortar la arena y las vetas de tierra vuelta lodo y encallar para hacer descender al pasaje a las tablas tendidas como puentes.

Él estaba fascinado con las nuevas adquisiciones que exhibían los mercaderes. Revisaba los lomos de los tomos antiguos. Demoraba horas en pasear entre las mesas con libros. Después de cerciorarse de que tenía localizado los ejemplares más antiguos y raros, se entregó a la tarea de volver a recorrer el lugar y preguntar precios, comparar calidad, sentir la textura de las páginas y percibir el aroma del papel antiguo. Pasaba con delicadeza los dedos por las cubiertas de piel y tocaba con las yemas las marcas que los tipos de imprenta habían dejado al otro lado de las hojas debido a la fuerza empleada en imprimir las letras.

El viento soplaba más fuerte por momentos y el olor a sal penetraba desde el río y picaba en la nariz. Un aroma a mariscos más pronunciado inundó el lugar y la gente murmuró como si pudiera ver el olor flotando entre las cabezas y la mercancía como deshilachados fantasmas.

Los monos sagrados que bajaban desde los árboles trepaban por las vigas de las esquinas y saltaban por entre las mesas. A veces tiraban algunos libros pero nadie osaba contrariarles, aunque fueran molestos, por lo que terminaban por contemplar en calma a los compradores y curiosos que recorrían los pasillos. En ocasiones, arrebataban algunas primeras ediciones de las manos que recién las adquirían y se las llevaban a las vigas, deshojándolas y aullando, como riéndose del hecho, al tiempo que los dueños gritaban de horror bajo una lluvia de páginas antiguas y desgastadas por el uso y los precios exorbitantes.

Varios compradores llevaban mastines de puntiagudos collares sujetos por gruesas cadenas de plata. Parecían elefantes pequeños por lo poderosos y emanaban un olor dulzón a carroña y sangre coagulada. También pasaban, de vez en cuando, los piratas con los loros de un ala colgando de sus hombros, entretenidos en abrir nueces que sostenían en sus garras con los picos ganchudos.

Una vieja vendía orquídeas nocturnas recién cortadas que enrarecían aún más el coro de olores, volviendo la atmósfera irrespirable. Él contempló a la vieja y notó que llevaba los ojos delineados con kohl rojo y que el cabello era negro como el petróleo que burbujeaba en los caminos del Este, donde el ganado se quedaba hundido y olvidado, hasta morir ahogado entre furiosas convulsiones que les abrían la garganta a los toros inundándola de sangre y combustible.

Llenó varias bolsas de cuero con sus exquisitas adquisiciones. Tendría mucho para leer desde ese momento en adelante. También llevaba tres atriles de cedro y ébano para abrir los libros en las páginas con los pasajes más importantes o las ilustraciones más preciosas (coloreadas con pan de oro, a mano, por los copistas). Luego se dirigió al extremo donde las personas más morbosas se entretenían contemplando a los esclavos. Varias muchachas eran exhibidas desnudas y tristes sobre una tarima de madera húmeda. Se hundió en la tristeza de sus ojos y el cofre cerrado de sus corazones. También supo que vendría la lluvia porque las tablas que sostenían a las esclavas absorbían la humedad de la noche y la rezumaban en burbujas que reventaban a cada paso que daban con sus pies descalzos, brotando como si fueran las bocas de enojados cangrejos echando espuma.

Delante de la tarima, una mujer se entretenía en girar una manivela de marfil y producir un sonido de otro mundo —sonaba como los trinos de aves cazando peces bajo las olas con un curioso dejo a gruñidos de osos polares y cuernos soplados en verano o caracolas escuchadas en invierno—. El sonido era emitido por una especie de flor metálica que se abría hacia los transeúntes, a la que se unía la manivela. Por la superficie bruñida de la Flor Trompeta se deslizaban las gotas de la humedad nocturna hasta caer al suelo formando diminutos lagos, como si el rocío se escurriera desde los pétalos.

La mujer con el extraño instrumento musical lo distrajo por unos segundos. Cuando volvió a mirar a las esclavas, ya habían cambiado el lote. Ahí la vio por primera vez. Quedó prendado de ella. Su desnudez deslumbraba. Notó que no era el único que lo experimentaba pues los varones que observaban permanecían en el más absoluto silencio. Las mujeres que acompañaban a sus maridos comenzaron a insultarlos y alguna, incluso, levantó una piedra y la arrojó contra la muchacha en medio de imprecaciones. El mercader se interpuso entre la muchedumbre y la esclava. La sabía valiosa y la protegía.

Una vez más perdió la vista en el cuerpo núbil y salvaje. Lo llevaba orgullosa y desafiante. Altiva, el mentón de ella le levantaba el perfil de manera que se recortaba contra el fondo oscurecido por una tela que servía para mantener el resto de las esclavas ocultas hasta que tocaba el turno de mostrarlas. La muchacha era muy joven. Podía notarse esto en la redondez de los pechos, en la cadera afilada, en la oscuridad del vello que recubría su sexo.

Su sexo formaba un triángulo perfecto. Y el tatuaje encima del ombligo: una media luna invertida. El cabello caía sobre los hombros, castaño como las frutas secas, e imaginó que así debía oler. Por primera vez en su vida lamentó haber gastado tanto en libros. Escuchó el precio. Demasiado elevado. Algunos dedos se alzaron de entre las cabezas y ofrecían sumas que ascendían más y más.

La muchacha perdía los ojos en la lejanía, más allá de todos y todo. Parecía no entender que era la preferida de este y del resto de los lotes. Quizá no hablaba el Idish. Se preguntó por su procedencia.

¿Sería posible que viniera del pueblo de Bantian, cuyo antiquísimo templo de tiempos bíblicos fuera reconstruido con exactitud en ónice y jade, resplandeciente en medio del desierto para deleite de los que aman el pasado? Se decía que su símbolo era la media luna invertida y que respetaban a los sabios, a los hombres del libro, como los musulmanes antiguos catalogaban a los que profesaban las tres grandes religiones. A una orgullosa mujer de Bantian, caída en desgracia, podía no importarle tanto el ser la esclava de un sabio.

En ese momento, el mercader hizo algo impúdico con la esclava que la obligó a reaccionar y a mirarlo aterrorizada. Cogió una zanahoria e intentó introducirla en medio de sus piernas:

—¡Cualquier tamaño puede acoger dentro! —Se reía de su ocurrencia.

Entonces él saltó al frente y levantó la mano. El mercader lo miró sonriendo, zanahoria en mano, a medio camino entre la mano de él y el sexo de la muchacha. Nadie más levantaba los dedos para ofrecer una nueva cifra. Demasiado cara. Demasiado lejana. Demasiado exótica.

Su piel era de un tono cremoso. Sus ojos eran azules como las piedras que dicen que contienen las almas externadas de los vivientes y que se recogen en la playa. El mercader gritó cerrando el trato. Echó encima de los hombros de ella un mantón de lana y la pasó detrás de la cortina, invitándole con el dedo a seguirle. Él subió a la tarima recordando el momento en que había entrado a un prostíbulo por primera vez, en su adolescencia, antes del estudio, del aislamiento social, del ascetismo, del Poder de Sanar, las migraciones corporales en cosas pequeñas y la capacidad de canalizar poemas provenientes de la diosa. Eso mismo sentía. La excitación. La tumescencia en el sexo. La aprensión. Algo en el estómago que parecía despertar e irradiar hasta el bajo vientre. Unas como alas.

El mercader, sonriente, extendió la mano. Él extrajo dos piedras transparentes de la bolsita de cuero que colgaba en su cintura. El esclavista las contempló con una lente, serio, silencioso, tratando de descubrir imperfecciones en su superficie, impurezas, aleaciones o agua atrapada a través de los eones geológicos. Luego sonrió. Desató las manos de la esclava y se la entregó, dándole un golpe en el trasero. Él contempló el resto de las jóvenes que esperaban su turno para subir a la tarima, en fila, descalzas sobre el agua espumosa que ahora, convertida en lodo, les salpicaba los pies hasta los tobillos, las manos atadas, los rostros tristes, hermosas pero no tanto como aquella que recién era suya.

¡Que era suya! ¿Qué había hecho? ¿Cómo había pagado tanto por ella? ¿Cómo comería si no tenía más piedras para pagar? ¿Acaso se la comería a ella para sobrevivir? Cabizbajo, ató una correa al cuello de la muchacha y tiró. Llevaba las bolsas de cuero en una mano, tiraba con la otra. Todo el camino se fue preguntando cómo era posible que hubiera hecho algo tan impulsivo, él, un filósofo.

 

 

 

II

MEYTILE

 

 

Llegó a Meytile al amanecer. La aurora boreal ondeaba como cortina alucinada hecha de luz, fuego y hielo, encima de los pinos y sequoias, encima de las pequeñas montañas cársticas que se elevaban como dedos angustiados, encima de los macizos de flores amarillas genéticamente diseñadas y de semillas esparcidas al viento frío para que cubrieran el monte y las rocas de hielo. Y todo el camino la condujo como a un perro atado de la correa. Y ella no miraba el camino, tan triste estaba, pero cuando su dueño se detuvo, entonces levantó la vista. Se encontraba ante una cabaña hecha de troncos con un tejado curvado que sobresalía varios metros sobre un jardín de piedra cuidadosamente rastrillado. Parecía una casa con sombrero. En medio del jardín de grava y cantos de río, una isla rocosa se levantaba, símbolo del continente único en medio del mar post polar. Cinco faroles verdes la alumbraban, pendiendo de cadenas doradas, desde las vigas bajo el tejado, en el porche, y tres columnas la sostenían, labradas en madera viva que echaba brotes tiernos por encima.

Quedó prendada de la digna pobreza y se dijo que sería feliz ahí, siempre y cuando su dueño no fuera displicente con ella. Él miró unos segundos su casa, suspiró y tiró de ella, delicadamente, antes de entrar sin siquiera voltear a mirarla.

Dentro, las paredes estaban recubiertas de membranas cortadas y recortadas de las alas de los murciélagos gigantes. Lograban verse las venas y arterias que conformaban un paisaje orgánico que sólo los sabios podían leer. Había escuchado de estas proezas pero no había imaginado jamás que pudiera conocer a alguien capaz de hacerlo. ¡De modo que su dueño era un filósofo, un escritor, un científico y un místico que podía leer las pieles de los tigres, las manchas de los leopardos y las arterias de las alas de los murciélagos! Se decían cosas de estos individuos. Cosas asombrosas. Por ejemplo: que vivían en condiciones de austeridad pero eran inmensamente ricos. ¿Qué quería decir eso? Que eran capaces de amar como ningún otro hombre. ¿Y esto cómo era posible? Que combaban la realidad delante de ellos cuando hablaban, que detenían el tiempo-espacio y se trasladaban, con pensarlo solamente, a otros puntos de la Galaxia.

¡Ah, incluso que se les había visto en dos lugares a la vez!

Esto último, con el rumor de ser los mejores amantes del universo, era la cualidad más fascinante. De niña soñaba con conocer a los sabios y que la llevaran con ellos a través del continuum, visitando los mundos bajo la luz mortal de Aldebarán, los planetas de gravedad inconmensurable de Rigel, los aún peores países de los planetas de la extraña estrella muerta de Caronte 44.

Cuando la pubertad le había asaltado con ardorosas alas de deseo y dedos afligidos, que por las noches usaba para recorrer su propia geografía corpórea, soñaba con que la tomara uno de ellos y le enseñara el placer de la carne, el poema de la naturaleza que se desliza, cantando con voces que son fuego y dicha en el sexo de las mujeres. Desde entonces soñaba con que un sabio le enseñaba a quitarse las máscaras y le mostraba el rostro verdadero de la realidad.

Así la encontraron los esclavistas, ahogada en estos deseos, cuando asaltaron las regiones exteriores de Bantian del Desierto, conquistando con armas de luz y hojas de espadas calientes que evaporaban la sangre de las heridas en cuanto cortaban. Así le encontraron, soñando en lo alto de su casa de barro y jardines colgantes que fluían agua y semillas de las plantas trepadoras con forma de gotitas negrísimas. Así, porque ella los vio llegar en la forma de enorme columna de polvo que se acercaba en la noche del desierto, avanzando, aplastando las tiendas de las caravanas, convirtiendo en pulpa de carne y sangre los cuerpos elevados al aire de los camellos transgénicos que también eran perros porque sus diseñadores les otorgaron la cualidad de morder con mandíbulas caninas y ladrar y defender sus posesiones. Y lo demás, preñado de sueño o de horror, el polvo, el humo, el olor de la sangre pulverizada en el aire, la carne quemada, el esperma derramado de los violadores, los gritos rotos y el saqueo, el incendio y ella, en un pozo seco, encontrada por las máquinas térmicas que flotaban encima, enviadas para buscar y localizar cuerpos humanos vivos escondidos en agujeros, en pozos sin agua, en pozos con agua, en búnkeres, en cuevas o debajo de cestos volteados. Después, la separación de las madres a las que mataban en cuanto lloraban, porque ellas no eran valiosas para los esclavistas —demasiado viejas y sudorosas y oliendo a ajo—, y el atar de las manos y el conducirlas en fila, caminando lento, tropezando en las rocas, a través de arena y noche. Lejos ya de todo eso y de esos deseos ingenuos, estaba con él.

Se decían cosas de los sabios…

Cierta vez escuchó que un carguero que hacía escala en un asteroide exterior encontró a un polizonte en la sección de mercancías. Entonces lo detuvieron. Las autoridades de Aldebarán revisaron archivos visuales, sónicos, odoríficos, genéticos, pero el sujeto no existía. En tal caso, así como había aparecido había desaparecido sin dejar rastro, hasta que, una hora después, un informe llegado desde un pársec de distancia, desde un mundo pequeño, insignificante, con mentalidad primitiva —parroquial—, mostró que el tipo estaba, en ese preciso momento, ordeñando su ganado en un establo lodoso. Pero era el mismo polizonte del carguero. Se enteraron que era místico, científico, escritor, filósofo y poeta, e incapaz de darse cuenta del don que le provocaba la ubicuidad cuando estaba más concentrado que nunca en las tareas domésticas.

Salió de su arrobamiento para notar la ausencia de muebles y que las puertas eran paneles corredizos hechos de vigas de bambú unidas por láminas de papel casi traslúcido. El sabio se dirigió a una esterilla de carrizos, cubierta por rústicos cobertores de lana pura, se sentó en la posición de flor de loto y la miró por largo rato. Ella no se atrevió a bajar la vista, conociendo qué clase de ser era. Luego él tiró de la correa, suavemente, y la obligó a sentarse a su lado. No acostumbrada a esa extraña posición sintió que se le desgarraban los tendones de las rodillas, soportó, sin embargo, para no despertar la ira de él.

Ambos se quedaron así, uno al lado del otro, en silencio. Él suspiraba de vez en cuando, embebido en cavilaciones profundas. De reojo, ella podía notar que parecía preocupado. Sintió deseos de decirle: ¡Amo! ¿Qué te preocupa? ¡Será un honor servirte! Pero supuso que este sabio despistado podía ya andar en algún otro lugar de la galaxia sin previo aviso y, a la vez, estar sentado a su lado en una esterilla de bambú.

Por la noche, ambos durmieron bajo la misma cobija. Al principio no sabía qué pasaría. Era común que los dueños tomaran a sus esclavas sin avisar. Las montaban mientras dormían y las penetraban hasta acabar dentro de ellas. Luego volvían a dormir y las dejaban en paz, como si no existieran. De otra manera hubiera sido una vergüenza para los dueños. El no usar a sus esclavas hubiera sido tomado por la sociedad como una aberración. Pero también el hablarles, el dirigirse a ellas como si hubieran importado o el mostrar respeto por su dignidad. Con este filósofo no sabía qué esperar. Deseaba agradarle y sentía que el deseo de su corazón de niña, de púbera, de adolescente, estaba cumpliéndose, pero… ¿También ellos se aprovechaban de las esclavas? Confundida, no sabía si estos sabios tenían las mismas pautas de deber social que el resto de los esclavistas y, por lo tanto, el mismo y furioso deseo que podía ser satisfecho a través de ellas.

Estuvo despierta por horas, pero su cuerpo parecía vacío, ni siquiera se le escuchaba respirar. A la mañana siguiente, bajo los rayos oblicuos del sol naranja, abrió los ojos para encontrarse con que él no estaba. Su correa se encontraba a un lado. Se llevó las manos instintivamente al cuello. Sintió escozor. Permaneció sin moverse. Con dedos temblorosos rozó ligeramente la correa. Se preguntó muchas cosas. Oyó ruidos fuera. Él apareció con un cuenco lleno de zanahorias y pequeñas calabazas que vertió en un cazo que sacara de quién sabía dónde, luego salió una vez más y regresó con un cubo de madera lleno con agua hasta el borde. Ella miró sin perder detalle, fascinada. Llevó el cazo al centro de la estancia. Se arrodilló en el suelo. Levantó cuatro grandes lozas de color blanco que contrastaban con el resto, negro, pulido, y se pudo ver la superficie de tierra debajo. Con los dedos, levantó tres barras metálicas adosadas a la tierra, pequeñas, delgadas, plateadas, que cruzó entre sí, encima puso el cazo, que se sostuvo sobre el tripié. Extrajo un puñado de hierba del bolsillo que frotó entre los dedos y pronto comenzó a humear. Puso la hierba encendida con esperanzadoras brasas bajo el cazo y salió para volver rápido con un puñado de madera. Pronto, el agua estaba hirviendo. El aroma de las verduras se esparció por la casa. Ella seguía maravillada pero no se movió hasta que él le hizo señas de que se acercara. Le sirvió en un plato cuadrado, parecido a una cajita de alabastro y le sonrió por vez primera. En los labios de ella se dibujó una sonrisa a la vez débil, agradecida y tímida. En algún momento, cuando ella saboreaba cada partícula de la sopa en la lengua, después del hambre pasada, él regresó —no lo había visto desaparecer—, con una túnica blanca, raída, que le echó sobre los hombros para que se vistiera.

Los días que siguieron le enseñó a hacer, preparar y vigilar las tareas domésticas. Entendió que no eran pesadas; que la comida era buena pero frugal; que el frío se quitaba con leña que se encendía en el mismo lugar donde se colocaba el cazo, que se tendría que bañar en la misma estancia y dentro del mismo cazo frotándose la piel con hierbas aromáticas en manojo; que su dueño se concentraba de tal manera en sus estudios de viejos pergaminos, libros y mapas que no comía en semanas, sólo permanecía sentado en flor de loto en una esquina, y que no tenía que molestarlo. Se habituó a las visitas de los otros sabios, ancianos de largas barbas de todas las tonalidades de gris en contraste con la juventud imberbe de él, que pasaban horas sentados en flor de loto, uno al frente del otro, sin hablarse, hasta que, súbitamente, el visitante se levantaba e inclinaba hacia el anfitrión y se retiraba en silencio. En tanto permanecían en esa posición les escuchaba zumbar. Sus bocas cerradas emitían sonidos que por momentos provocaban mareos. Ella se afanaba en las tareas domésticas, acostumbrándose a los ruidos y la inmovilidad de ellos hasta que, sin desearlo, pudo ver algo raro de reojo, un día, cuando levantaba tres libros pesados que cayeran al suelo: los contornos de su dueño y del otro filósofo estaban desvanecidos, como si fueran de vidrio o de hielo. Supo que estaban a punto de irse, de bilocarse, de desaparecer.

Pues el zumbido era eso —se dijo—, la manera que tenían de trasladarse a algún otro sitio (cualquiera que fuera y en el tiempo que fuera), para charlar y entender los pensamientos del otro. Tal vez se citaban en la misma mente y no necesitaban las conexiones neuronales externas que usaban los seres cibernéticos de las ciudades decadentes, donde se levantan vertiginosos rascacielos metálicos allende las montañas.

Un día comprendió que la visita de uno de los ancianos no se trataba de un asunto de cortesía o para comunicarse cosas trascendentes sin usar palabras ya que, cuando se encontraba frente a su amo, sin moverse, abría los ojos y la miraba a ella. Podía sentir el poder de sus ojos en su cuerpo. Era como la caricia de una mariposa pero ardía a la vez en la carne. Turbada, se llevó las manos al pecho, cubriéndose los senos como si estuviera desnuda aunque llevaba la ropa puesta. Tal era la magia de esa mirada.

En la noche del tercer día en que el sabio practicara esa devastación corporal sobre ella, decidió decírselo a su dueño, sentados ambos en la esterilla, tanto era el azoramiento que le causara el invitado, pero antes de que abriera la boca él hundió dos dedos en el frasco de tinta y le marcó la frente con una mancha en forma de barras paralelas que le caía hasta la nariz. Supuso que él lo había hecho sin querer, al tratar de acariciarla como se acaricia a una mascota, y que ignoraba que la había manchado. Pasó horas tratando de limpiarse la cara pero la tinta parecía haber sido absorbida por las capas más internas de la piel.

A la semana siguiente el sabio regresó a hablar con su amo sin mediar palabras. Un segundo después se levantaba gritando e insultando, pues la había visto a ella cuando se acercara a ofrecerles un cuenco con agua que puso a su lado. En ese momento iluminado comprendió el por qué de la mancha.

Cumplido el propósito de tal despropósito, con dos dedos limpios, recogió, re absorbió la mancha de la piel de ella y la dejó gotear sobre el frasco de tinta, como si nada hubiera pasado.

 

 

 

III

LA NOCHE DESPIERTA

 

 

Cuando ella enfermó, él no se movió de su lado. La vigilaba durante la fiebre y le ponía un paño doblado y frío sobre la frente. Cuando ella comenzó a hablar, lo hizo para pedir agua. Él salió en seguida y volvió con un cuenco de agua fresca que le ayudó a beber sosteniéndole la cabeza. Cuando ella comenzó a hablar, lo hizo para pedir comida. Él salió en seguida y volvió con un cuenco de sopa caliente que le ayudó a tomar sosteniéndole la cabeza. Así ella aprendió cómo retenerle toda la noche y cómo lograr que él la sirviera. Llegó un momento en el cual a ella no le importó la sabiduría de sus libros o sus meditaciones. Entre sonrisas malignas, se tendía en la esterilla y gritaba. Él acudía solícito y se arrodillaba a su lado. Con la mirada le preguntaba qué deseaba y ella, con una sola palabra, le obligaba a conseguirle lo que quería.

—¡Hongos!—decía.

—¡Manzanas verdes! —exigía.

—¡Hormigas en salsa agridulce! —pedía.

—¡Lirones con miel! —deseaba.

Las contadas palabras del idioma Idish, que podía entender pero no hablar, y que sabía pronunciar de corrido eran trampas de la voluntad para él. Y él, pronto a complacerle, se afanaba por buscar lo que se le ocurriera.

Pero lo que la esclava no sabía era que, al contrario de lo que suponía (que le estaba convirtiendo en su esclavo), él la había transformado en la esclava de sus propios deseos.

 

 

 

IV

EL PAISAJE DESDE EL PARAPETO

 

 

La mañana en la cual la llevó a contemplar el paisaje desde el parapeto de piedra viva, que separaba las profundidades del abismo entre las montañas, la hizo seguirle haciéndole señas con los dedos. Ella no pudo resistirse a este llamado. Preguntándose qué podía ser aquello que él deseaba mostrarle, lo siguió.

El paisaje desde el parapeto era imponente, hermoso, vertiginoso. El parapeto llegaba al pecho apenas, y se miraban desde ahí las nubes en curiosa y furiosa ascensión debido a la altura. En las montañas circundantes se distinguían agujeros cavados en la roca o casas como la del amo, encaramadas peligrosamente en las cimas o en las paredes verticales, en las cuales se veía a los sabios, leyendo sin cesar y escribiendo. El viento aullaba y cortaba.

Un halcón se tiraba en picado de continuo sobre las avecillas que volaban al azar entre las nubes deshilachadas que subían implacables, tercas, lentas. En las rocas levantadas como dedos desde abajo, saltaban las cabras montañesas, buscando brotes tiernos entre las piedras sueltas y congeladas.

Una imagen se repetía en su mente —sabía que él la estaba poniendo ahí, pero no entendía su propósito—, la de los seres encadenados a distintas formas de esclavitud: los sabios a su propia sabiduría, el halcón a su naturaleza de depredador, las cabras a su forma de alimentación.

En una llamarada de intuición comprendió quién era el esclavo y quién el amo: el libro, la letra, la palabra, eran los amos de los sabios que se valían de estos para seguir hablándoles a los hombres desde el pasado encerrado en el papel, para continuar existiendo; las avecillas los de los halcones, que de esta manera se valían de estos para servir de cebo e impedir que los halcones devoraran a sus hembras y crías en los nidos; las hierbas humildes, los de las cabras, que se valían de estas para que, al morder y arrancar, removieran las raíces que facilitaban a los brotes surgir de la tierra endurecida.

Se vio a sí misma, casi arrastrada de la correa, esclava de un sabio. Durante su enfermedad se miró esclavizándolo a él, invirtiendo los papeles. Él puso la imagen de su placer oculto, su prueba, su examen, en su mente: él había deseado que ella lo esclavizara para entender los procesos de la humildad.

La humildad. Tan sólo una breve palabra pero de tan profundo concepto.

Tú me enseñaste a ser humilde y te lo agradezco.

De pronto comenzó a llorar, se arrodilló ante él y le pidió perdón en su propio idioma. El viento cortaba la cara y se le enfriaban las rodillas sobre las afiladas piedras congeladas pero hasta que él le levantó pasándole las manos bajo las axilas y la miró a los ojos, besándole los labios, ella no se calmó.

Asombrada, cerrando los ojos, respondió al beso besándole a la vez con un sello ardiente que la abrasó en una caída de viento que soplaba, aullaba, giraba y regiraba alrededor de su existencia.

 

 

 

V

LA HOJA AFILADA EN EL LECHO

 

 

La amó todas las mañanas y las tardes y las noches. Agotados, se acostaban juntos a dormir. La amaba tiernamente y también salvajemente y le enseñó nuevas formas de placer que sólo los sabios conocen. Comprendió que lo que se rumoreaba sobre estos hombres era cierto pero que lo era porque ellos habían entendido un aspecto del juego de la vida que no se puede comunicar a aquellos que no desean entenderlo. Que era inefable. La dejaba agotada, dormida, soñando placeres aumentados, continuados después del sexo en sueños lúcidos. Él, cansado, también dormía pero la asaltaba en sueños y volvía a amarla en prados extraños, en superficies de otros planetas y otros tiempos, en mares y barcas a la deriva, en cien mil situaciones y en cada una parecía mejor que antes, más experimentado, más tierno y enternecedor, más salvaje, más violento, más enloquecedor.

La amó hasta la muerte. Hasta la muerte siempre, en esos mundos donde no existe la muerte, donde los dioses tienen la piel color violeta porque comieron cenizas radiactivas, donde las pastoras de Krishna amamantan los tallos jóvenes de la Flor de Sapu —la Michelia champaca, como la llamaba él, usando su nombre científico exhumado de viejos libros de botánica celeste—, una flor con labios que bebe leche, y entre los troncos de árboles de mango que forman bosques oscuros sobre cuyo dosel se puede caminar como los monos durante días sin bajar a tierra de tan extensos que son, y entre los capullos de Asoka, la Saraca indica que, según le dijera él, es capaz de caminar hasta tres leguas por la noche. A ella se le arqueaba la espalda al contacto de sus manos mágicas. Cerraba los ojos a ese inaudito, inmenso, incatalogable mar de sensaciones que le producía y caía rodando, después del éxtasis, sobre alfombras de flores verdes en las suaves pendientes de las colinas extraterrestres.

Una mañana la despertó el sollozo de él a su lado. Lo abrazó y le preguntó el motivo de su llanto. Él se limitó a mirarla. Se levantó, desnudo, y fue a por un tomo encuadernado en pergamino rústico que abrió en una página señalada por un separador hecho de tela estampada y roja. El libro estaba escrito en cuatro lenguas y una de estas era la de su pueblo —el hermoso, el devastado pueblo de Bantian del Desierto—, así que pudo leer:

 

 

¿Quién ha puesto una hoja afilada en el lecho,

entre los amantes?

¿Quién lo ha dicho antes que yo,

qué poeta, escritor o sabio

que sabía que los que aman

tienen que separarse un día?

¿Quién ha puesto una barrera de agua y piedra

entre las alas con las cuales cobija el Eros desatado

a sus hijos?

No puede ser otro que yo mismo,

quien se ha percatado de la cruel verdad:

no se puede amar tanto sin empezar

a destruir al otro o a sí mismo…[2].

 

 

Sorprendida, lo miró vestirse con sus ropas raídas. Desnuda, con la sábana cubriéndole los senos, lo vio coger la correa para pasársela por el cuello. Tiró de ella y la obligó a salir de la casa. Él se echó encima un cazo de metal, atado con una cuerda, al hombro. Anduvieron así a través de los caminos y la llevaba desnuda y las personas que les veían pasar se asombraban y muchos se retiraban a lo profundo de sus casas, ominosa, abominablemente perturbados por su belleza cruel y sin ropas y se tocaban el sexo largamente pensando en ella, hasta caer de rodillas, implorando perdón a los cielos y a los Vigilantes Nocturnos que atisban desde las montañas con sus caras de piedra, sollozando por pensar cosas sucias de una deidad caída en desgracia. Entonces, los que la habían visto olvidaban el perdón que clamaban y volvían a tocarse, no importándoles nada, ni el fuego del cielo o el fuego del lago del infierno para los adúlteros, obligados a copular con demonios hembra con vaginas dentadas.

Les sorprendió un atardecer amarillento como pus. Pararon a un lado del lago de los juncos marchitos cuando el crepúsculo caía oliendo a huevo podrido. Los mosquitos sobrevolaban en nubes zumbadoras el aire enrarecido por los gases del pantano, los fuegos fatuos temblaban a la menor ráfaga de aire y las luciérnagas comenzaban a encenderse con fósforo y potasio.

La obligó a sentarse encima de un nido que hizo con juncos suaves a la manera de los gorilas y se dedicó a arrancar manojos de hierbas aromáticas que hirvió en el cazo con el agua más limpia del cenagal y al calor del fuego fatuo. Luego le lavó el cabello con la misma agua y percibió el aroma de todas las estaciones del año, agradeciendo en silencio, pero sin comprender del todo qué sucedía en esa anochecida agónica.

Siguieron a través de escondidos senderos en el pantano. Divisaron a lo lejos una cabaña pobre delante de la cual se alineaban siete fuegos fatuos rutilantes y temblorosos que ardían con pálidas llamas azules y naranjas. Pensó que el habitante de la cabaña tenía a los pobres fuegos fatuos esclavizados para servir de candiles y se identificó con ellos. Él tocó con los nudillos la puerta de madera podrida donde los golpes dejaron huellas profundas y blandas que lentamente desaparecieron. Una vieja abrió. Llevaba en la mano, sostenida por un cable de plástico, una lámpara que aprisionaba otro fuego fatuo alimentado con huesos de pollo.

—¡Ah, es usted, pase, pase! —la vieja abrió y él entró, tirando de la esclava.

El interior no era el de cualquier casa. Se trataba de algo así como un museo de objetos diversos, extraños y asombrosos: piedras negras que brillaban con luz propia y que retenían la energía del corazón de las estrellas; pepitas de oro de formas caprichosas que contaban cuentos de hadas y de gnomos; frascos de inmensidad interior de diversas formas y tamaños, algunos con cosas extrañas dentro, desde fetos en salmuera pasando por hierbas secas o pulverizadas hasta elefantes de triple probóscide o naves espaciales de varios kilómetros de largo; libros de oraciones que lloraban por la noche a su dios perdido, pergaminos que al ser leídos provocaban sueños; pájaros y perros disecados cuyos letreros en la base de madera que les sostenía decían: A la memoria de mi amada mascota, y que al mirarles directamente a los ojos de vidrio inducían a uno a llevarlos a casa.

—¿Quiere que le muestre mis nuevas barakas? —graznó la vieja.

Él señaló a la esclava y la anciana la miró indiscreta, como examinándola. Se acercó y le pasó una mano a lo largo de la espalda. El contacto con su piel gruesa, callosa, áspera por hechizos y conjuros hechos bajo la luminosidad de lunas y soles malsanos, le produjo un escalofrío.

—Ya veo. Quiere que le explique qué es un baraka. Bien, pues un baraka es un objeto cualquiera que representa algo muy profundo para alguien y que ha pasado a través de las generaciones, heredándose a ciertos elegidos de entre muchos candidatos, y que ha sido bendecido por incontable manos. Su superficie puede estar desgastada por el tiempo y los dedos, pero jamás perderá valor. Por extensión, baraka es un algo tan valioso que no existen palabras para cuantificarlo.

Él se dirigió a una mesa repleta de objetos para escribir. Cogió un frasco capsular de tinta negra que resplandecía en tornasol y lo inclinó entre sus dedos. Dentro del frasco la tinta se movió en olas, densa, pesada, como aceite bajo los efectos de la gravedad de otro mundo. Él afirmó con la cabeza y se lo enseñó a la vieja. Tiró la correa de ella y se la entregó. La anciana cogió la correa con dos dedos.

—El trato está hecho —dijo la vieja—. Regrese cuando quiera.

Salió sin mirar atrás, con el frasco en la mano, cerró tras de sí y la esclava sintió el silencio en los hombros como una capa musgosa, la humedad pegajosa y la pestilencia a mierda de gallina en el ambiente. Se quedó inmóvil, mientras la vieja preparaba un lecho, tratando de comprender qué había sucedido. La frialdad en los pies era cruel.

—Buena elección la de tu amo… el trueque de tu cuerpo y alma por esa tinta que es capaz de revelar los deseos del corazón de una doncella…

La esclava abrió los ojos, le asaltó el vértigo, el mareo del recuerdo del asalto a Bantian del Desierto, otra vez la correa le escoció en el cuello, otra vez la sensación de violación en medio de las piernas, de ignominia interminable, extendida a la atmósfera de vejez, de cosas polvorientas, de aves pasando encima de ella, planeando antes de caer sobre los intestinos rosáceos de los abiertos en canal por las espadas que quemaban y evaporaban la sangre…

Cayó de rodillas cuando supo que él le había vendido por un frasco de tinta. Pero la anciana que la había comprado le acarició la cabeza y pasó sus manos sarmentosas por su lustrosa cabellera, perfumada por las hierbas con las cuales le había lavado el escritor y le susurró al oído:

—¡En verdad ese hombre te ama tanto…!

Pero ella no le creía, no encontraba consuelo y lloraba de rodillas sobre el suelo encharcado y el viento penetraba helado desde los juncos que se mecían afuera, muertos. La anciana la ayudó a levantarse y la condujo al lecho que había preparado para ella y volvió a susurrarle:

—En el pueblo de Meytile los que saben dicen que aquello que más preciado es, y cuesta mucho, debe venderse a bajo precio… porque nunca jamás nada podría alcanzar el precio de ese algo convertido en baraka… Tú eres un baraka

 

Y así, ella comprendió cuánto la había amado él y jamás volvió a sentirse una esclava.

 

 


 

NOTAS

 

NOTA 1: Fragmento de El quinto libro azul, proveniente de los “Archivos Hurus”, sito en la Galaxia B. Mart” 44. [Nota del autor][VOLVER]

NOTA 2: Fragmento de Los libros azules. [Nota del autor][VOLVER]

 


Pé de J. Pauner es un narrador, ensayista, crítico de cine y biólogo mexicano que ha hecho activismo y performance. Ha publicado novela erótica y ha sido antalogado en latinoamérica, Australia y España. En el género de la Ciencia Ficción ha publicado el ensayo “Las cinco grandes utopías del Siglo XX” en la web española Alfa Eridiani.

En Axxón hemos publicado, además de varias ficciones breves: EL HOMBRE EQUIVOCADO, EL OTRO MESÍAS, NOCHES DE BANTIAN, LA NOCHE DE TEMPOAL, AHÍ FUERA, LA BÚSQUEDA DE AUSENCIA, DESPOJOS, ASÍ PERMANECE HERMOSA LISA MARIE (ANTICUADA CANCIÓN PARA SONÁMBULOS), UNA MUERTE EN CASA, UNA PEQUEÑA MENTIRA, LAS ENSEÑANZAS DE GAN BAO, LA IMPRONTA, EL HOMBRE DEL SIGILO, UN FAQUIR DE ESNAPUR, MEDIODÍA y CÁNTICO DE UN AMANTE QUE GIRA BAJO GIRASOLES UNA MAÑANA DE PRIMAVERA.


Este cuento se vincula temáticamente con NOCHES DE BANTIAN, de Pé de J. Pauner; LA VISIÓN DEL PARAÍSO, de Pablo Dobrinin y TOPACIO, de Graciela Lorenzo Tillard y Fabio Ferreras.


Axxón 255 – junio de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Magia : Romance : México : Mexicano).

“¿Desde el principio, doctor?”, Ricardo Giorno

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ARGENTINA

 

 


Ilustración: Pedro Belushi

Ahora, cómodamente sentado y ya acostumbrado a aquella extraña sala, recordaba la impresión de la primera vez, cuando entró a consulta casi dos meses atrás. Se había preguntado —sin atreverse a preguntárselo al doctor— por qué precisamente en un consultorio psiquiátrico se encontraban aquellos pequeños cuadros. Esa colección representando seres inmundos, demonios repugnantes que devoraban mujeres, hombres, niños. Las víctimas apenas se vestían con simples taparrabos, harapos acaso. En los cuadros siguientes, se invertían los papeles: las perseguidas y descuartizadas eran aquellas abominaciones. Las atacaban escuadrones de guerreros cubiertos de cobre y plumas y armados de chatos garrotes revestidos en su parte más fina por navajas de obsidiana: la acción transcurriría en la América de antes de Colón. Así, las víctimas se convertían en victimarios justicieros.

Avanzaba la secuencia, y esas inmundicias mutaban: se parecían cada vez más a sus víctimas. Y el número de demonios menguaba cuadro tras cuadro. A juzgar por las nuevas imágenes, después de un largo peregrinar, las bestias habían encontrado un buen escondite en las grutas de una montaña de picos erizados en zarpas.

Él no había entendido qué sucedía ahí, en esas recónditas cavernas: los cuadros no terminaban de aclararlo. Antes del tramo final, la secuencia mostraba a unos pocos hombres y mujeres emergiendo de la misteriosa montaña, como si aquellas bestias del principio ya no se diferenciaran en apariencia con la humanidad.~Y, a lo último, hermosas doncellas tenían sexo perverso y brutal, haciendo sufrir en extremo a jóvenes bien dotados. Mientras, otros hombres —investidos en túnicas ceremoniales— se limitaban a observar, con las manos extendidas ante el pecho y las palmas abiertas hacia el torturado. Desparramados por la tierra, se veían yelmos españoles.

Sí: esa exhibición lo había encandilado con esos horrores extremos. Y el terror que provocaban se acrecentaba por la pátina de los años. ¿Qué edad tendrían aquellos cuadros cubiertos por el finísimo craquelado que dan los siglos? ¿Qué desconocido artista había desarrollado con tal maestría un sadismo pocas veces visto?

Aquella primera vez que él se había enfrentado contra las atrocidades no le importaron los sillones majestuosos, tallados con pericia y tapizados de brocado o terciopelo. Tampoco las paredes de oro y nácar con que se engalanaba la sala. ¿No era demasiada pompa para un consultorio?

Y a todo esto… ¿cuándo lo atendería el doctor? Ya no sabía cómo acomodarse en el asiento ni qué revistas leer.

Optó por permanecer recto y rígido: quería disimular su nerviosismo. Se empecinaba en mantener la vista en esa alfombra mullida que lo invitaba a enterrarse en ella, a dejarse ir. Porque la recepcionista, una hermosa rubia, le causaba vahídos, temblor de manos, aversión. Y pensar que hasta no hacía mucho era un tigre con las mujeres.

Juntando valor, se decidió. Antes de hablar con una voz de flauta, debió tragar saliva varias veces:

—¿Falta mucho, señorita?

—No, señor —la rubia levantó la vista de la pantalla y lo miró. ¿Por qué a él le jodía tanto ese tipo de mirada?—. El doctor ya terminó con el paciente anterior. En unos minutos lo hará pasar. ¿Desea que le comunique algo?

—No, por favor, no lo moleste. —Sintió una vez más esa mirada diáfana: puñales directos a su yugular—. Disculpe. —Carraspeó para evitar que la voz le saliese entrecortada—. Espero nomás, no quiero interrumpirlo.

Vio cómo la rubia sonreía descruzando las piernas. Movimiento pausado, calculado, dedicado para su sufrimiento.

Sin dejar de mirarlo, ella se levantó y fue hacia él. Y él no pudo huir de esa mirada… de esa mirada tierna. De esa suave, cristalina y enternecedoramente puta mirada tierna.

Cerró los ojos, y la cabeza le cayó sobre las rodillas.

—¿Se siente bien, señor? —le dijo la rubia, alarmada pero tratando de ser dulce.

¡Mentira! Él, a pesar de su flojedad, de su mareo, sabía que todo era mentira: esa voz dulce ocultaba el afán de hacerle sufrir vejaciones espantosas que lo acompañarían por el resto de su vida.

Y, entonces, ella le puso la mano en el hombro. Un fuego perverso esparciéndose por el espinazo, una electricidad malsana transportándolo a aquella noche: eso fue aquella mano en el hombro. Le sucedía siempre que una muchacha así lo tocaba: una catarata de hormigas venenosas destruyéndolo, quitándole lo poco que quedaba de él.

Oyó que se abría la puerta del consultorio.

—Pase —dijo el doctor.

Autómata, él se levantó y entró.

—Adelante —el doctor cerró la puerta—. ¿Hoy prefiere la silla o el diván?

Él se secó la transpiración. Balbuceó la palabra “diván”. El doctor lo tomó del codo, un contacto tranquilizador, y lo ayudó a acomodarse.

Por el rabillo del ojo vio cómo acercaba una silla, justo detrás de la cabecera del sofá.

—No me diga nada —dijo por fin el doctor, sentándose. Si bien su voz era calma… ¿había reproche en sus palabras?—: No estamos avanzando. Lo sé. —Élno le contestó nada. Sólo se reacomodó en el diván—. Hoy vamos a comenzar desde el principio. Pero diferente.

—¿Desde el principio, doctor? ¿Diferente, doctor? ¿Cómo que desde el principio y diferente?

—Sí —enfatizó el doctor—. Desde el principio y diferente. —Mientras el doctor hablaba, él oyó que arrastraba la silla. Después lo vio pasar por delante, rumbo al escritorio, de donde agarró una libreta y volvió para ubicarse a la cabecera, fuera de su visión esta vez—. Usted me contó, parcialmente, tres veces la historia de esa noche…

—¿Historia?

—Los hechos, disculpe. —Las hojas de la libreta producían un sonido metálico. Allí estaba encerrado él, aplastado entre esas hojas amarillentas, entre esas hojas sobadas por el dedo constante del doctor—. Esta vez cambiaremos. Me va a contar los hechos desde el principio, pero sin refrenarse. Yo no le preguntaré nada.

—¡No! —El grito se le escapó solo, incapaz de retenerlo. Se aferró de los costados del sofá, como si el mueble quisiese decolar.

—¿No? —dijo el doctor—. ¿Por qué no?

—Es que recordar todo de nuevo… es ir para atrás, doctor. No… no me animo.

—Esta vez será diferente —el doctor golpeaba la libreta, acaso con el dorso de la mano—. Debe serlo. Aquí tengo varias cosas anotadas. Entre ellas su tono dudoso, su relato entrecortado, cuando me relató por primera, segunda y tercera vez lo que le había sucedido. Y jamás me completó el relato.

—Pero… —Un poco más relajado soltó las manos, que sujetaban el diván, y se las cruzó sobre el regazo—. ¿Y cómo quiere que…? Usted es un psiquiatra reconocido. Un profesor de renombre. No sé cómo decírselo, qué palabras usar.

—Mire —lo interrumpió el doctor—: debe soltarse. Mejor aún: debe descargarse. Eso, descargarse. Huir no le sirve de nada. —Hubo un pequeño intervalo, seguido del característico rumor de la ropa rozándose: el doctor se cruzaba de piernas, seguro—. Ya sé, usted estará pensando: “Este me lo dice repantigado en el sillón de su consultorio”. Pero debo aclararle algo…

—Sí, dígame.

—Hasta ahora, usted solamente se mantuvo a la defensiva. Hoy será un hombre nuevo. Se lo aseguro. No quiero abrumarlo contándole mis casos resueltos. Confíe y relájese.

Las luces bajaron de intensidad. Esas palabras del doctor lo renovaban. Cerró los ojos.

—Bueno —dijo—, esa noche yo fui a…

—No. Espere. Desde el principio, por favor.

—Y… esa noche fue el principio.

—No es mi intención contradecirlo, ni mucho menos interrumpirlo. —Otra vez el roce de telas: el psiquiatra se estaba descruzando—. Pero desde el principio. —Sí, seguro que se descruzó y se inclinó hacia él: la voz le resultaba más cercana—. Significa que debe contarme cómo era usted. O, por lo menos, cómo se veía a sí mismo. Antes de aquella noche.

Entonces, él se llevó una mano a la cara, y masajeándose se dijo: ¿Así que con palabras propias, eh? ¿Y debo decir cómo era yo?

—Yo era un ganador nato, doctor. Con las mujeres, digo. Conocía los boliches de onda. En algunos, hasta me aplaudían cuando entraba. Tengo un Fiat 1500 cupé, con caja de quinta. Lo mantengo un chiche. Yo salgo del paso diciendo que me gusta lo vintage. Pero ya no uso la cupé. Antes de conocer a esa hija de puta podía mentir que mi auto era un importado de Italia, que me lo había hecho traer. Y las flacas se lo tragaban. Entonces, esa noche…

—No tan rápido. Acaba de mencionar a… a una “hija de puta”. ¿Cómo era usted con las mujeres? Porque decirse “un ganador nato” no me aporta nada. ¿Cómo se comportaba en la intimidad, cuando sólo eran ella y usted? Cuando el público, la claque, ya no estaba. Piénselo. Esto es importante. Lo va a ayudar a descargarse. Y hoy es imperativo que se des-car-gue.

Él se reacomodó en el diván. Estaban hablando de algo de lo que sabía mucho. El doctor era un fenómeno: lo hacía sentir bien. Una nueva oleada de fuerza, de energía, le llegó de golpe. Hacía tiempo que no se sentía así. Sí, tenía que des-car-gar-se. Sacar todo de adentro.

—Yo conocí chabones —dijo— que se las daban de grandes. Después, uno se enteraba que dejaban a sus parejas con ganas. Yo no era así. Para mí, la mina de turno era una princesa, y yo la trataba como tal. El famoso tres por uno, ¿vio?

—¿Tres por uno? —Era evidente que el doctor no tenía calle: titubeaba—. No, no sé a qué se refiere.

Por primera vez en mucho tiempo, él se permitió una risa. Una risita débil, contenida, pero risa al fin.

—Bueno —dijo, de todos modos respetuoso—, esto es un poco… ¿Cómo decirlo? Un tanto…

El doctor bufó.

—Le pedí que se soltara —dijo—. No tema escandalizarme si me cuenta sobre sexo. Por favor, adelante. No se detenga.

—El tres por uno es que, por cada vez que uno termina, su pareja tiene que tener mínimo tres orgasmos. Yo era así, a mí me importaba que la pasaran bien. Me importaban ellas. Hasta casi le podría asegurar que me importaban más de lo que me importaba yo mismo.

—Lo que quiero saber es si se comportaba así por convicción o por el qué dirán. Usted tenía una imagen que le resultaba cara a sus sentimientos. Piense antes de responderme.

Silencio.

¿Y por qué había actuado así con las minitas? Y… siempre pensó que porque era correcto, que así debería ser un macho que se precie de tal. Pero ahora las palabras del doctor le daban qué pensar. Recordó la época de los aplausos, de los tragos gratis, del continuo cortejo que lo seguía a todas partes. Sí, él tenía una imagen de sí mismo que le seducía retener, agrandar. Pero también era cierto que cuando estaban a solas, a él realmente le gustaba que ellas disfrutasen. Y jamás quiso ir con más de una, aunque se lo habían propuesto.

—Mitad y mitad, doctor —dijo por fin, y no se sorprendió de su sinceridad.

—Voy comprendiendo. Usted, antes de aquella noche, sufría de una especie de manía aceptatoria. Necesitaba que luego de una noche de sexo, se hablara de su “performance”, de lo bien que se comportaba, de cómo había cuidado de que su pareja disfrutase.

—Y… sí, qué quiere que le diga.

—Usted, además, nunca quiso saber nada con continuar una relación.

—¡No, jamás!

—Nunca pensó en el daño que pudo haber producido.

—¿Daño? Si yo las trataba mejor que a una estrella de cine.

—Una vez —la voz del doctor le sonaba a reconversión—. Luego se alejaba y se desentendía de los sentimientos de aquellas jovencitas.

—Nunca lo pensé de esa manera.

—Y por otro lado, su perfil paternal bregaba por proteger a esas niñas, por brindarles un amparo a través del trato deferencial. Porque, según me contó antes, eran bastante menores que usted.

Él quedó duro en el diván. Frunció la boca mientras se hacía una idea de lo que le acababan de decir. ¿Sería posible? ¿Él como un padre? ¿Justo él, un padre? ¿Con esas barbaridades en la cama? Pero si… si… Sí: una iluminación le cayó de golpe, igual que si un rayo le hubiese partido la cabeza. Ella fue la única que desencajaba en el ambiente de los boliches. Todas las mujeres se resumieron en una: la que lo recontramilcagó. La más bonita, la más frágil, la más inocente. La síntesis de lo que él siempre buscó.

—Y yo… —dijo afligido—. Yo creí que había sido mi mejor levante.

Silencio.

¿Se habría dormido el doctor? Tosió, incómodo.

Oyó una fuerte inspiración.

—Aquí estoy —la voz le sonó cavernosa, distante—. Tratando de redefinir “levante”. Porque esa palabra representa muchas cosas a la vez. En su caso, lo más probable haya significado necesidad. Usted necesitaba de la constante confirmación de su maestría. Fíjese que, en su afán de servir, de ser caballeroso, elegía mujeres jóvenes que aparentaban carecer de experiencia. Y luego las apartaba, las ignoraba, no le importaba el posible sufrimiento posterior de ellas ¿Se da cuenta de que quizá fue elegido para esa noche? Mejor explicado: quizá usted fue seleccionado previamente para pasar por lo que pasó.

A pesar de que el doctor hablaba extraño, arrastrando las vocales, la noción de lo que acababa de decir lo golpeó. ¿Elegido? ¿Elegido como si él hubiese sido una presa? Entonces él no había resultado una víctima al azar. Entonces esa noche no fue algo que le podría haber tocado a otro. Entonces… entonces estaba perdido. A menos que…

Una corriente. Como tocado por una corriente eléctrica, se tensó presintiendo una descarga brutal. ¿No era lo que quería el doctor? ¿Eh?

Sí, le daría el gusto: se descargaría en forma.

—Esa noche parecía una noche como cualquier otra —dijo—. Llegué a la hora que acostumbraba caer por los boliches. Por Libertador, el Monumental se recortaba sobre un cielo no del todo negro. Más que una cancha parecía una sandía calada en varios lugares. Cuando entré, el Club 77 ardía. Las pendejas, recalentadas por la música y el chupi, se me tiraron encima. O sea: lo mismo de siempre.

»Acodado en la barra y con el eterno whisky en mi derecha, estudié la pista. Cada tanto alguna revoloteaba, pero yo sentía más fastidio que placer. Me di cuenta de que en la pista no había nada potable. Entonces me mandé para los reservados… y allí la vi. Sentada sola, con dos vasos. El viejo truco de los dos vasos, pensé, como para que los chabones piensen que no estaba sola. No me equivocaba.

»”Documentos”, le dije serio mientras me paraba a su lado. Ella levantó la vista y enrojeció. “Ya los presenté a la entrada”, me dijo, medio tartamudeando, revolviendo su cartera. Me sentí un estúpido doctorado: ¿tanta experiencia, para iniciar un levante como si yo fuese un infradotado? Me senté frente a ella y le sonreí. “Sorry, flaca”, le dije. En estos casos lo mejor es decir la verdad y que ella después decida: “Me gustás mucho, te quise hacer una broma para romper el hielo. Me siento recontrapelotudo”. Ella volvió a enrojecerse. “¿Estás con alguien?”, le pregunté. Sin levantar la vista, me dijo no con la cabeza. Me senté a su lado y ella me miró. Los ojos me mandaban una mezcla de susto, deseo y vergüenza. Me estaba calentando. Y mucho.

»”¿De dónde sos?”. “De Palermo —me dijo—, ¿y vos?”. “Belgrano”, mentí. Se dio vuelta en el asiento, hasta enfrentarme. “Vivimos cerca”, me dijo y sonrió. Una rápida mirada me bastó para tasarle las piernas: flacas pero a la vez torneadas. La minifalda le tapaba lo necesario para no parecer que se regalaba. Tal como me gustaba a mí.

—Disculpe —dijo el doctor. Seguía arrastrando las vocales, pero él estaba lanzado en eso de contar, de descargarse, y le restó importancia—. Hay algo que no me quedó claro: ¿cómo hizo ella para darse vuelta en el asiento?

—Bueno, no “se dio vuelta”, simplemente giró sobre las nalgas y chocó sus rodillas con las mías. Los reservados del boliche son amplios.

—Bien, siga.

—La flaquita me estaba gustando cada vez más. Negrísimo pelo corto, menuda, bien formada, sonrisa franca, acento levemente concheto. Mi tipo por donde se la mire. “Hace calor acá, ¿no?”, le dije. Ella sólo me miró. Yo le puse una mano a la pierna. La piel me volvió loco. Parecía… parecía… Entonces ella me agarró la mano y medio me obligó a tocarla. “Conozco un telo que no hace preguntas”, le dije. “Papá y mamá se fueron a Europa, yo tuve que quedarme para rendir unas materias”, y se sonrojó de nuevo. Me miró como diciendo yo no puedo estar diciendo estas cosas. “¿Entonces?”, le dije. “Y… podemos ir a casa”. “¿Estás con auto?”, le dije. Ella meneó la cabeza. “Vamos a tu casa, yo te llevo”. Agarró la cartera… bué, mejor dicho el bolso. Le quedaba grande para una joven tan menudita. Cuero negro con un intrincado aplique blanco. Ahora sé que a ese tipo de dibujo se le llama Mandala.

»Nos subimos a la cupé, y ella me indicó que agarrásemos por Libertador. La casa quedaba en Palermo Viejo. Un caserón antiguo de dos pisos. Se bajó para abrir la reja y yo estacioné en la huella de baldosones, antes del garaje. “Esta es mi casa”, me dijo. Pensé que era una imbécil. Eso de llevar a un hombre desconocido hasta tu propia casa me pareció una locura. Aunque tuve un leve temor: ¿y si me estaba haciendo el entre? Luego me reí. Yo era un seco que no tenía un peso partido al medio. ¿Qué me iban a sacar?

»Adentro de la casa, los muebles se cubrían de sábanas. Me quedé parado en medio del living. Parecía como que hacía mucho tiempo que nadie vivía allí. Ella me vio indeciso. “Mi mamá es una maniática de la limpieza, y a mí me rompe limpiar”. Me dijo, bien chetonga, y se mandó para arriba moviéndose como una cualquiera. ¿Yo qué iba a hacer? Antes de que la escalera terminara la perseguí. Ella se rió y salió corriendo por un pasillo. Justo cuando estaba por alcanzarla abrió una puerta, entró a una habitación y se zambulló en la cama. No estaba nada mal la pieza. Amplia, cama enorme, cuarto de baño incorporado. Sólo que me pareció algo raro. La piba era bien piba, ¿y no tenía nada pegado en las paredes? Entonces ella se levantó, se colgó de mi cuello y me dio un flor de beso. Allí me aflojé.

»Nos separamos. Ella se sonrió y, sin darme tiempo a nada, me encajó dos piñas en la panza. La puta que pegaba duro. Me agarró de los pelos y me hizo levantar. No, mejor dicho, no me hizo levantar, ¡me levantó con su propia fuerza! ¡No lo podía creer! Yo todavía boqueaba por las piñas anteriores. ¿De dónde sacaba tanta fuerza? Me midió por un momento y me surtió al mentón. Caí hecho un estúpido contra la puerta del baño.

»Con esfuerzo pude ver que ella apoyaba en el piso el amplio respaldo de la cama, y retiraba el colchón y el resorte. Fue hasta el bolso y sacó unas cosas metálicas. Me volvió a agarrar del pelo y me colocó parado dentro del rectángulo de la cama. Las cosas metálicas resultaron ser grilletes, con los que me encadenó a la catrera. Y ahí me encontré yo, mareado y a merced de ese demonio disfrazado de minita cheta.

»Te voy a comentar algo porque me caíste bien”, me dijo, “al principio te va a doler, pero al final… al final va a ser insoportable, papito”. Se le había ido el tono cheto. Revolvió dentro del bolso y sacó una jeringa. “No queremos que te desmayes mientra todo sucede, ¿no es cierto?”. Traté de evitar que me inyectara, pero dos nuevos golpes en el estómago acabaron con mi resistencia. Me mandó la aguja a la altura del corazón. Sentí calor en el pecho.

Otra sonrisita tierna, y me arrancó la ropa. Me desnudó.

Sin que pudiera evitarlo, me la agarró con maestría. “Estamos bien armados para el combate, papi”. Me dijo y empezó a besarla y acariciarla. Bueno, uno no es de fierro, así que, mareado y todo, se me paró. Ella se rió a carcajadas. “Después de todo tenés ganas de coger”, me dijo, “te vamos a dar el gusto”. Se levantó y se desnudó a su vez. Era linda la guacha. Qué lo parió, hasta dónde puede llegar la mente cuando es sonsa: en ese momento creí que ella era un loca que le gustaba jugar a lo sado, y que lo que me había inyectado en el pecho era algo nuevo como para no quedar embarazada. Cada vez que me acuerdo de esos pensamientos tengo ganas de matarme, por reverendo boludo nomás.

»De nuevo fue al bolso y sacó una bola negra. Parecía una de esas con que se juega al bowling, pero con un solo agujero. Si bien el bolso era amplio, ¿cómo había hecho para que todo lo que llevara adentro no abultase? Aún hoy me resulta imposible darme cuenta. Si hasta busqué ese dibujo, ese mandala que decoraba el bolso. Por todas partes lo busqué con tal de llegar a ella. Quiero tener su cuello entre mis manos y apretar… y apretar. Pero es inútil, jamás la voy a encontrar, lo sé.

Suspiró. Se puso las manos detrás de la cabeza y entrecruzó las piernas. Era verdad, se sentía mejor. Eso de descargarse le estaba sentando bien.

—Ella puso la bola negra en el suelo —siguió hablando—, se agachó encima y la meó. Una larga, larga meada. Al principio no me di cuenta, pero pronto fue evidente: la bola absorbía la orina al instante. Ella se irguió, vino hacia mí y me pasó la lengua por el cuello. ¡Que mierda! Yo estaba caliente. Se puso detrás de mí, se apretó contra mi espalda. “Ya llega tu amorcito”. Me dijo. No entendí a qué se estaba refiriendo, sólo quería que se me monte encima para partirla al medio. Vislumbré que algo se movía: la bola negra crecía y crecía. Pero no aumentaba con forma de bola. Más bien como si fuese un torpedo, una columna, algo redondo y largo.

»Ella dio la vuelta. Se agachó y volvió a besarme. Pero yo sólo tenía ojos para la transformación. Pronto comprendí en qué se estaba convirtiendo. Dos palos como piernas sostuvieron un tronco del que crecía un globo, ¡Una cabeza! Y a los costados, otros dos palos en lugar de los brazos. Mientras ella seguía con lo suyo, la figura por fin evolucionó en un negro que parecía recién venido del África. Ahí me di cuenta de que estaba en presencia de algo diferente, como… como sobrenatural, si puede decirse. Cuando el negro estuvo completo en todos sus detalles, sólo silbó. Ella fue hasta el negro y sin decir palabra lo agarró directo de ahí. Asustaba, realmente.

»La hija de puta se dio vuelta y me miró, siempre con esa sonrisa dulce. “Te presento a tu nuevo amor”, me dijo. Las piernas me temblaron. Ella vino por delante y el negro, ante mi temor confirmado, se colocó atrás. ¿Qué hacer en ese momento? La desesperación me llevó a forcejear con los grilletes. Pero fue inútil. Entonces grité. Desesperado, grité. Ella cerró los ojos y se meneó, agarrándose las caderas. Cuando ya no pude gritar más, abrió los ojos y movió la boca como si estuviese saboreando alguna golosina. “Qué energía, papi, cómo me alimenta. Qué rico”. Me dijo. No entendí lo que me quería decir, ni por qué actuaba así.

»Sin mediar palabra, ella me clavó las uñas en las pelotas. El dolor arremetió salvaje, inundándome la panza hasta que se volvió un calambre insoportable. Como si esto hubiese sido una señal, el negro comenzó a metérmela. ¡Dios, a metérmela! Un negro de mierda me estaba cogiendo justo a mí. ¡A ! ¡Al Rey de la Noche! ¿Se da cuenta, doctor?

Silencio.

Él se repasó el pelo, nervioso. Esa sensación… La indescriptible sensación de dolor e impotencia aún lo perseguía. No podía sacarse de la cabeza esa imagen de sí mismo.

—Disculpe, doctor. Es que… es que esto es muy fuerte. Para mí es muy fuerte.

Otra vez la inspiración. Luego leves chasquidos de lengua en rápida sucesión. La silla que se corría y el doctor pasando hasta el escritorio: levantó la jarra de agua y llenó un vaso hasta la mitad.

—Beba un poco —le dijo, alcanzándole el agua. Hablaba cada vez más extraño, acompañándose de movimientos pausados— Sí, es difícil, pero venía bien. Se estaba descargando. ¿No se siente mejor?

Él pensó un poco. Era verdad, se sentía cada vez más liviano. Hasta podía aceptar algunas cosas, transmutándolas en algo accidental, inevitable. Algo que le hubiera sido imposible manejarlo antes, hiciese lo que hiciera.

—Bien —dijo el doctor—, sigamos. Y trate, dentro de sus posibilidades, de decir todo, absolutamente todo. Descargarse, esa es la consigna.

Sí, tenía razón el doctor. Debía continuar. Sacarse el peso que le apretaba el pecho. Hoy continuaría hasta el final.

—No podía respirar. Grité… no, rogué que me matara, que yo ya no soportaba más. Ella dejó de clavarme las uñas y me pasó la lengua por los sobacos y el pecho. “¿Tan rápido te querés ir, papi?”, me dijo. “Tenés tanta energía que hasta te brota por los poros. Qué rico, papi, la nena sigue con hambre”. Mientras, el negro me tenía sujeto firmemente de la cintura y seguía con mi martirio. Ya no sabía si ponerme duro o blando. El dolor se esparcía y me dejaba las piernas rígidas, hasta que no pudieron soportarme más. Entonces el negro me levantó en vilo. Apenas notaba un líquido bajando por mis piernas. ¿Cómo no me desmayaba? Vi mi propia sangre goteando sobre el suelo.

»La malparida había ido otra vez al bolso. No sé lo que sacó, pero vino a mí y me clavó unos fierros arriba y abajo de las tetillas. También arriba y abajo del ombligo. Tenían como una colita de malla metálica, flexible. Me los clavó despacio, gozando. Sangré como un cerdo. ¡Qué hija de puta! Entonces me mostró una pelotita. Parecía de goma. “Hola, papi, alimentá a la nena”, me dijo, y apretó la pelota. Los fierros me mandaron una descarga que lo del negro me pareció una caricia. Dios, cómo dolió. Balbuceando empecé a putearla, le dije de todo. Lo más suave fue chancro sifilítico. Ella se rió y me mostró la pelotita de nuevo, chasqueando la lengua como si saborease algo. Entonces comencé a suplicar. No quería sufrir de nuevo ese dolor. Todavía me persigue la imagen: yo suplicándole a esa malparida y el negro sosteniéndome en el aire y ella apretando esa pelota de mierda mientras me decía que la alimente. ¿Alimentarla cómo? ¿Alimentarla con qué? Me despierto por las noches entre gritos de terror. Pero nada la detenía. No sé cuántas veces apretó la pelota.

»Por fin perdí la noción de lo que me rodeaba. Sólo después pude reconstruir lo que sucedió, rompiéndome la cabeza tratando de recordar. La hija de puta se habrá dado cuenta de que ya no aguantaba más, así que de golpe dejó de torturarme. Sacó del bolso cuatro bolas celestes. Mucho más chicas que la negra. Fue hasta el baño y vino con un vaso lleno de agua. Les echó un vaso de agua a cada una de las bolas celestes. Los ojos se me cerraron.

Cuando volví a abrir los ojos, estaba en la misma habitación, acostado en la cama. Cuatro viejas, vestidas de uniforme celeste, revoloteaban a mí alrededor. Vi que me habían puesto suero. Una de ellas me pasaba crema y a medida que la crema se esparcía, los dolores se calmaban como por milagro. Otra me inyectó en el brazo, con delicadeza. De nuevo me quedé dormido.

»Desperté de golpe. Todavía estaba en la cama, pero completamente vestido. No era mi ropa. Aunque hecho puré de la cabeza, me sentía fantástico físicamente. Fui hasta el baño y me levanté la chomba: descubrí pequeñas marcas rosadas como únicas testigos del horror. La turra se había tomado demasiadas molestias como para no dejar marcas visibles. ¿Tendría miedo de que la denuncie? No sé, aún me supera pensar en eso.

Como en shock, salí a la calle: la cupé me aguardaba en el mismo lugar en que la había dejado. Me subí y antes de enfilar para casa, me acordé de las últimas palabras de ella: “Aunque no lo creas, siempre te voy a querer”. Eso acabó con lo poco que quedaba de mí.

»Cuando llegué me enteré de que era lunes por la tarde. ¡Lunes a la tarde, doctor!

Silencio.

Él tosió, incómodo. Pero esta vez el doctor no le contestó ni hubo ruidos de movimiento. ¿Qué hacer?

Se sentó en el diván. Vio que el doctor a su vez permanecía sentado. Tenía las muñecas apoyadas en las piernas y las palmas levantadas, apuntándole. Qué posición incómoda. Le hizo recordar a los cuadros de la sala de espera. Esos demonios en piel de humanos también anteponían las palmas ante el que sufría. Pero era una locura pensar en eso justo frente a una eminencia como el doctor. Y antes de que él se levantara del diván, el doctor abrió los ojos y movió la boca al tiempo que hacía pequeños chasquidos con la lengua. ¿Estaría comiendo un caramelo?

—¿Se siente bien, doctor?

—Perfectamente. Aquí lo importante es usted. ¿Cómo está?

—Mucho mejor —respiró hondo y se palpó el cuerpo, como constatando un nuevo estado de energía. Hasta parecía eufórico. Y ya no sentía esa opresión en el pecho, esa congoja constante— Sí, mucho mejor.

—Me alegro. ¿Nos vemos en quince días?

Antes de que él pudiese contestar, se escucharon tres golpes suaves sobre la puerta. Entró la rubia bonita.

—Mi secretaria lo acompañará. Buenas tardes.

Se dieron un apretón de manos y él miró tímidamente a la rubia. ¡Por fin! Aliviado constató que por fin podía mirar a una joven hermosa sin que le vinieran vahídos. El doctor era un genio, sí señor. A lo mejor, de tanto decirle que se descargara, logró que él se descargara. ¿Estaría curado?

No bien salieron los dos, el doctor se sentó al escritorio y escribió unas líneas.

 

 

—¿Y? —dijo la secretaria volviendo a entrar— ¿Está satisfecho, doctor?

—No le queda más congoja de la que me pueda alimentar. Ya le saqué todo. Y no fue poco.

—Sí, cuando lo llevé a la casona de Palermo me di cuenta de su potencial. Su sufrimiento me alimentó al toque. Entonces, ¿vamos por otro?

—Ya lo seleccioné de entre el ganado disponible.

—¡No veo el momento! —dijo la rubia acariciándose los pechos—. Estoy muerta de hambre. Al menos, vos tenés las sesiones: podés alimentarte por etapas. Yo tengo que aguantarme hasta el próximo bocado.

—Tomá —dijo el doctor alcanzándole el papel que acababa de escribir—. Es la dirección de una casona de San Isidro. Hace tiempo que está desocupada —se reclinó en el sillón del escritorio y lanzó un suspiro satisfecho—. La vas a poder usar sin problemas, tal como usaste la casa de Palermo.

—Cambiando de tema: ¿quién es el afortunado al que tengo que atender?

—Un joven profesor de Educación Física. Enseña en un colegio privado muy exclusivo, en Beccar. Las pendejas están recalientes con él —le dedicó una sonrisa siniestra a la rubia—. Y él se aprovecha. Un hijo de puta de clase alta, literalmente.

—Y después de que yo lo atienda como atendí al que se acaba de ir, ¿cómo hacemos para que caiga por acá?

—Como siempre. Me hice conocer por su madre. Como psiquiatra consumado me conoce. Y sabe que, llegado el caso, mis honorarios serán accesibles para alguien que ella me recomiende. Y qué mejor recomendación que un hijo, ¿no te parece? Él vendrá a mí, y yo podré alimentarme. Torturámelo en forma.

—Como siempre —dijo ella remedando el tono del doctor, y un tanto airada.

Se desnudó.

Caminó hasta el diván y se recostó en el diván. Cerró los ojos. La piel le onduló, se le volvió más blanca, con pecas. El pelo rubio se le tornó rojizo. Cuando los abrió, los ojos refulgían en violeta. Representaba una hermosa pelirroja de unos dieciséis años.

—Bueno —dijo—. Sólo me falta el uniforme escolar —y se llevó un dedo a la boca, en una pose entre inocente y provocativa.

 

 


Ricardo Germán Giorno nació en 1952 en Núñez, ciudad de Buenos Aires. Es casado con dos hijos. Empezó a escribir a los 48 años, pero recién a los 52 decidió dedicarse a la literatura. Gracias a un trabajo continuo y tenaz, Ricardo Germán Giorno se supera día a día.

Es miembro activo de varios talleres literarios. Ha publicado cuentos de ciencia ficción en AXXÓN, ALFA ERIDIANI, NGC 3660, LA IDEA FIJA, NM, y un libro propio de relatos Subyacente Inesperado y otros cuentos (Alumni, Buenos Aires, 2004).

Su cuento Pulsante apareció en la antología Desde el Taller y Parábola de la Yarará en Cuentos de la Abadía de Carfax 2. Puede conocer más de este autor en la Enciclopedia.

Hemos publicado en Axxón sus cuentos JINETES, SEOL (bajo el seudónimo colectivo “Américo C. España” con Erath Juárez Hernández, David Moniño y Eduardo M. Laens Aguiar), TANGOSPACIO, ROBOPSIQUIATRA 10.203.911, PAN-RAKIB, CERRADA, EL EFECTO TORTUGA, EL G, DEVENIR, LA INMUTABILIDAD DE LOS CICLOS, EL REGRESO DE MANÉ, PARÁBOLA DE LA YARARÁ, LA GARRA DEL JAGUAR, EL LÁPIZ (con Andrea Giorno), QUEMAR A MADRE y SARGENTO IGNACIO CÁRDENAS.

También ha entrevistado, para Axxón, a MARCELO DI MARCO, YOSS, EDUARDO CARLETTI, VÍCTOR CONDE, PABLO DOBRININ, M. C. CARPER, ANTONIO MORA VÉLEZ, FRAGA, LAURA PONCE, LUIS PESTARINI y TERESA PILAR MIRA DE ECHEVERRÍA.


Este cuento se vincula temáticamente con CLUB PRIVADO, de Felipe Alonso Pampín; CUESTIÓN DE PERSPECTIVA, de Julio Ángel Escajedo y DETRÁS DE LA PUERTA, de Sergio Bonomo.


Axxón 255 – junio de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Seres infernales, demonios, súcubos : Argentina : Argentino).

“Serafina”, Ricardo Giraldez

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“All characters appearing in this work are fictitious.
Any resemblance to real persons, living or dead, is purely coincidental
—tragically coincidental”

 

 


Ilustración: Laura Paggi + Tut

Hacía días que vivía bajo el efecto de un intenso nerviosismo. No era para menos. Desde que tengo uso de razón, y la memoria me asiste, yo no recuerdo haber alimentado mayor anhelo y ambición que conocer a esa heroína de nuestra era; a ese modelo y referente para todo el género humano: la muy bella, muy admirada y más que valerosa Serafina. ¿Quién no ha soñado con esto mismo alguna vez? ¿Existe acaso ser más representativo por su lucha pasada, presente y seguramente futura de los ideales modernos?

Yo era un niño cuando mi madre me habló emocionada, con lágrimas en los ojos, de esa primera intervención quirúrgica suya que jalonó en un antes y un después el devenir de la humanidad: aquella memorable doble mastectomía, sí, que le practicaran a la bella Serafina, cuando no era sino una simple jovencita, para reducir su enorme propensión genética a contraer el cáncer. Y desde entonces, hasta la fecha, ¡cuántas operaciones no siguieron a esa! ¿Quién no las recuerda? ¿Quién no es capaz de enumerarlas una por una? ¿Quién, de entre nosotros, no las ha seguido con ansiedad, con febril ansiedad, a través de la amplia cobertura de que fueron objeto cada vez por la prensa mundial? ¡Ah, cómo olvidarlas! ¡Cómo no recordar, por ejemplo, y acaso de modo muy singular, aquella maravillosa extracción de ovarios que puso a Serafina en lo más alto de la admiración general! ¡Qué momento memorable! Muchos creyeron por entonces que la cosa terminaría allí; que Serafina se daría por satisfecha luego de aquella crucial intervención preventiva. Pero estaban tan equivocados… No alcanzaban a comprender el noble corazón de nuestra heroína ni el sentir de nuestros tiempos… Su lucha, y que es hoy ya la de todos (a qué negarlo) contra su propensión genética a desarrollar cáncer, no sólo no culminaría entonces, sino que la suya sería una lucha de prevención larga y sin cuartel hecha a la medida de su valor y su temple. Así siguieron las no menos exitosas extracciones de páncreas, de vesícula, de riñón, de colon, de hígado, de pulmón, de estómago y más, sí, mucho más, con las que Serafina supo adelantarse y burlar, cada vez, el desarrollo de ese ogro, ese ominoso mal que amenaza nuestras frágiles existencias. Todos la vimos salir airosa siempre; todos la vimos salir indemne y con la frente en alto, hasta culminar en aquella, la más bella, admirable y envidiable intervención de todas; su mayor victoria, su mejor pelea: la extracción de su inigualable, bien formado y extraordinario cerebro. ¡Y todo por prevención, nomás! ¡Por una remota, remotísima posibilidad de desarrollar el cáncer! ¡Qué hito! Dudo mucho que algún lector pueda disentir conmigo cuando afirmo que se trata del mayor hito de nuestra era; el punto crucial que hace que ninguna época pretérita pueda valer nada en comparación con la nuestra.

Y ahora, en el preciso momento del cual hablo, el momento más trascendental en mi vida profesional, yo estaba allí, a pasos de conocer a mi mayor ídolo. Ni tengo que precisarmi excitación y nerviosismo apenas tomar conocimiento, días aprioris, de que había sido seleccionado entre miles y miles de postulantes, para tratar y participar del diagnóstico de la bella Serafina en forma permanente. Yo, que apenas culminados mis primeros estudios, abracé con ferviente ardor, seriedad y devoción la nobilísima carrera de medicina, imbuido de ese exclusivísimo sueño. Yo, sí, que a lo largo de toda mi vida no había alimentado sino una única meta a realizar: unir mis fuerzas y mi saber a la lucha preventiva librada por Serafina en contra del desarrollo del cáncer.

Como todos saben, y por motivos más que obvios, Serafina vive desde hace años retirada en su fastuosa mansión de Beverly Hills (ya que antes de que llegara a ser quien es actualmente, Serafina fue, y ocioso es recordarlo, un ícono de la pantalla grande, una figura estelar de Hollywood, precisamente hasta que le extirparan sus incomparables, arrulladoras y cantarinas cuerdas vocales); en esa mansión, digo, convertida hoy ya en una suerte de santuario oncológico, en una burbuja aséptica donde se observan los más estrictos controles de esterilidad, es donde ella vegeta rodeada y asistida por el personal más eminente dentro del campo de la medicina mundial. El edificio, de un estilo barroco español, es imponente en sus líneas, y sus amplias galerías coloniales, con arcadas de medio punto y pavimento de mármol, son vastas y muy pintorescas. Fue a través de ellas que fui conducido calladamente por el personal de seguridad, en aquella mi primera vez en el palacio, luego de superar los controles de rigor, hasta los aposentos inmaculados donde en estado vegetativo vive y dormita la muy bella y valerosa Serafina, triunfadora del cáncer, heroína de cuento de hadas ante la cual nada son la princesa Aurora, la pequeña Melusina o la hacendosa Cenicienta (no, cuando menos, para la edad moderna), pues ella fue la primera entre todas en haber tomado en sus manos el control sobre el destino de su salud.

Mi visita, cual llevo dicho, era un privilegio ganado merced a mi mucho estudio, esfuerzo y largos años de sacrificio. Mucho había tenido que dar de mí para alcanzar el renombre mundial que me valiera entrar entre los postulantes con opción a formar parte del eminente equipo médico que asistía, desde hacía décadas, a Serafina. Y aún así sólo unos pocos, entre los ya escasos acreditados para pretender tal honor, habíamos resultado elegidos. No caía de la emoción desde que recibiera la maravillosa noticia, y a pasos tan sólo de mi heroína, de mi ideal humano, de ese ser que desde niño había forjado mi carácter y mi elección de vida, creía que me faltaba el aire para seguir avanzando.

Pero al ingresar a su recámara y tener ante mis ojos a aquel ídolo soñado de mi infancia, a aquella musa de mi destino, el corazón casi me da un vuelco y a poco estuve del desmayo. Yo, que llegaba allí precisamente para asistirla y que casi me desvanezco sobre sus brazos… ¡Ah! ¡Cuán bella se me figuró Serafina! Superior a cualquier fantasía e ilusión romántica. ¡Cuán irreal, sí, e inalcanzable se mostraba dormida dentro de su sarcófago de cristal, resplandeciente como una diadema, en ese sueño mudo y sin conciencia! Semejaba una diosa imposible, imperturbable, quimérica ante cuya visión nada parecía real. Era una diosa, sí. Una diosa que desde hacía años vivía sumida en un sueño de asepsia, profundo y genial, al amparo de gérmenes, bacterias y cualquier otra amenaza hostil para su noble condición y existencia.

Toda una parafernalia de sofisticados aparatos a los que ella estaba conectada al través de cables de irisados colores, se hallaba montada a la cabecera de su cristalino sarcófago.

Dormía Serafina dulcemente, y el mundo tan sólo vivía para ser testigo y permanecer pendiente de su imperturbable sueño. Un largo vestido blanco de finísima seda, tachonado de rutilante pedrería, la cubría desde los pies hasta la gargantilla. Las sensuales formas que se insinuaban bajo esa bruma de delgadas transparencias, enardecedoras cual una tentación oriental, ni preciso decir que no eran suyas, eran ortopédicas, ya que poco es lo que queda de Serafina a fin de cuentas. No obstante, no hemos de olvidar por ello que alguna vez, esas finísimas perfecciones de las cuales era yo amoroso testigo, habían sido suyas, y los muchos films protagonizados por la diva, que nunca nos cansaremos de disfrutar una, otra y mil veces más, son viva prueba de lo que afirmo. Serafina se alimenta a través de un dulce néctar que le es suministrado por vía endovenosa. Su mirada detenida en una expresión de paz perpetua, acaso en el momento más feliz de su vida, y ajena a todos los males y sinsabores terrenos, es evocadora para quien la contempla, inspira pensamientos de índole maravillosa y celestial. Sus rasgos son los mismos que en su juventud; nada parece atestiguar en ella el paso de los años, y si bien muchos afirman que ello es debido a que su rostro está cubierto por una máscara de cera, preciso es recordar que esos rasgos alguna vez fueron los suyos, es decir, que no le debe nada a nadie, que se trata éste de un préstamo que se ha hecho ella a sí misma.

Hace cuatro años ya que paso revista a su estado de salud y que vivo la mayor parte de mi tiempo cuidándola y contemplándola arrobado, sumido en un mágico encantamiento. Cuatro años de estar viviendo en un sueño no menos ideal que el de la propia Serafina. Todos conocen mi importante papel en la disputa surgida seis meses atrás debido a la última intervención preventiva (sólo por el momento) de la cual ha sido objeto mi bella paciente. Nuevos estudios genéticos, realizados mediante técnicas de última generación, nos habían permitido detectar la presencia de un genoma con grandes probabilidades de desarrollar un cáncer en la cerviz. Esto puso en alarma a todo el personal de la Burbuja Aséptica (nombre bajo el cual se conoce la mansión de Serafina, convertida hoy en el mayor centro de investigación y diagnóstico contra el cáncer). El suceso cobró gran dimensión pública con motivo de que distintos sectores de la sociedad, inesperadamente, manifestaron su repudio ante esta nueva intervención, arguyendo que, dado que a Serafina se le había extirpado el cerebro desde hacía largo, no se hallaba en condiciones de manifestar su conformidad con la operación. ¡Como si su vida y su ejemplo no fueran ya suficiente aval para ello! Mentes como estas no hay que tomarlas sino por lo que son: mentes oscurantistas, y todas las épocas han tenido que padecer sus pruritos morales pasados ya de moda. Como sea, mucho fue el escándalo y los argumentos esgrimidos por ambas partes en la disputa. Ni preciso recogerlos aquí ya que estuvieron en boca de todos durante el tiempo que duró aquello. Finalmente, como no podía ser de otra manera, aun sin lograr el acuerdo consuetudinario, se falló a favor del progreso de la ciencia y de la bella Serafina, y la intervención fue autorizada y realizada con resultados positivos bajo toda consideración. Se le extirpó la espina dorsal limpia y drásticamente junto con las nuevas posibilidades de desarrollar cáncer, latentes en ella.

El sueño de Serafina continúa imperturbable desde entonces; nuestra heroína ha salido una vez más indemne de este duelo personal que ha trabado desde hace décadas con esa ominosa enfermedad. Quizás su sueño se vea interrumpido alguna vez; quién sabe cuánto ha de durar el científico encantamiento; acaso algún día la bella Serafina deba verse cara a cara con la muerte después de todo (esto es sólo una manera de decir, por supuesto, dado que desde hace más de una década a Serafina se le han extirpado ambas córneas, y ello sólo por motivos preventivos, por supuesto); nadie puede decir nada de cierto tratándose de esta heroína sin par de nuestra era. Puede que deba ser intervenida aún una y mil veces más (es más que probable) y cada vez con mayor o menor éxito (todo depende de la complejidad de la supuesta intervención), pero una cosa es segura y no cabe objetar nada al respecto; de hecho, me va la vida en tal aseveración: de cáncer, Serafina, no morirá.

 

 


Nacido en Buenos Aires, Argentina, el 08 de julio de 1970, la trayectoria literaria de Ricardo Giraldez comienza en 1995 con la publicación de dos poemas: Vinos de antaño y Hasta saborear su última respuesta en la antología: “El arte literario: oxígeno del alma”. En 2001, publicación de En la decrepitud de la humanidad (Dunken); 2004, mención de honor en el “Concurso Internacional de Ensayo” celebrado en la ciudad de Rosario por El hombre moderno; 2007, publicación de El Inadaptado (RyC); 2012, publicación de Idilios y Cuentos modernos (RyC); 2013, Premio FINALISTA en el “I Premio ‘Palabra sobre Palabra’ de Relato Breve 2013″, por Un cuento de hadas; 2013, Seleccionado para Calabazas en el Trastero: Especial Mitos de Cthulhu por La transfiguración; 2013, Seleccionado para las Antologías de editorial red Literaria por Los faros del fin del mundo; 2014, Mención de honor en el XL Concurso Literario “Cultura en Palabras” 2014 por La isla de las Tortugas.

Este es su primer trabajo publicado en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con NUESTRA SEÑORA DE LOS DONORES, de Juan Diego Gómez Vélez; PAREJA PERFECTA, de Steve Stanton; y EL HISTORIADOR, de Fernando José Cots.


Axxón 256 – julio de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Distopía : Medicina : Argentina : Argentino).

“Dimensiones”, Daniel De Leo

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ARGENTINA

 

 

Según la mitología griega, Helios es la personificación del Sol. Para mí, en cambio, es otra cosa. Es el nombre del cine de mi barrio. Un cine que acaba de reabrir sus puertas después de años de abandono. En tiempos en que se anuncia el cierre de varias salas en Buenos Aires, el Helios cobra vida para seguir tejiendo su leyenda.

El recuerdo de la tragedia es inevitable. Dicen que proyectaban Gracias por el fuego cuando ocurrió el incendio. La ironía me resulta burda, sin sutileza. Yo tenía entonces once años. Desde el patio de mi casa se veía el humo espeso en un cielo donde todavía predominaba el azul. Por suerte no hubo víctimas. Sé que volví. A los pocos días, con la sala clausurada por la tragedia, volví.

Precisaría el olor a cenizas entumecidas, el ruido de palomas sobre algún tirante, los rollos de películas chamuscadas; precisaría al menos estas cosas para recuperar esa aventura con la intensidad de un sueño o de lo tangible. Así y todo no habría fidelidad. Recordar es mantenerse en equilibrio sobre un andamiaje precario. Como en un viejo celuloide, algunas imágenes cobran un brillo desmedido y otras se diluyen en la sombra.

Lo cierto es que entramos en el cine, Ricardo y yo. No sé si saltamos una valla, no recuerdo si la entrada principal estaba abierta. Era de tarde. No había necesidad de usar la linterna que guardaba en el pantalón. Por alguna rotura en el techo se colaba un amplio cono de luz. Persistía el olor a sustancia carbonizada. Me impresionaron los esqueletos metálicos de las butacas, las marcas del fuego en las paredes. El telón había desaparecido. Di dos o tres pasos inciertos en el pasillo, como en medio de un bosque devastado. En el aire giraban las partículas de polvo despabiladas por nuestros movimientos.

Mis ojos rescataron algo del pasado. La imagen del cine repleto y al acomodador alumbrando las butacas. Me vi pasando entre las piernas de la gente, buscando un lugar para sentarme. Reconocí a algunos compañeros del colegio bajo el resplandor de la pantalla.

Recuerdo que en mi escuela repartían invitaciones para el cine, algunas con un sello que indicaba “Gratis”. Cuando me tocaba una con el sello, mi felicidad era semejante a la de obtener una nota sobresaliente que, dicho sea de paso, no eran las que mejor me definían como alumno. Y si me remonto más atrás, aterrizo en el día en que actué con los compañeros del jardín de infantes sobre el escenario del Helios. Un acto que venía a clausurar aquella breve etapa de nuestras vidas.

Pero no es esto lo que quería contar. Hay en la historia del incendio una situación que nunca supe resolver, una escena cuyos bordes el tiempo ha carcomido sin lograr que el misterio desaparezca.

Ricardo señaló una escalera, propuso que subiéramos a investigar. Trepamos los escalones y llegamos a la cabina de proyección. Empuñé la linterna. No había signos de combustión pero sí de saqueo, a juzgar por las estanterías vacías y uno que otro rollo de película desplegado en espiral. También descubrí afiches de viejas filmaciones. Recogí uno del suelo y descifré sus inscripciones y figuras.

Hubo un ruido. Creí ver un bulto en un rincón, un perro tal vez. Solté el afiche y apunté el foco en esa dirección. Me equivocaba. No era un perro, sino una mujer que había permanecido sentada (el ruido habría correspondido al crujido de la silla) y ahora se ponía de pie. La envolvía una claridad que un segundo antes no la acompañaba. Una claridad que surgía de ella. La intensidad de la linterna parecía alimentar su resplandor. No fue necesario que pronunciara una palabra ni que hiciera un movimiento brusco para que echáramos a correr. De tres zancadas estuve en la boca de la escalera. Mi amigo había llegado abajo, giró para decirme que me apurase, que escapáramos de una vez. El miedo se apiñaba dentro de sus ojos. Desde mi posición, volví a enfocarla. Estaba descalza, llevaba un vestido floreado y un sombrero blanco o color crema. Algo me decía que no había nada que temer, que el peligro era mínimo o inexistente, aunque mi cuerpo indicaba otra cosa. Me temblaban las piernas. Un temblor que en aquel instante atribuí no tanto al miedo como a la ansiedad de estar viviendo una aventura por demás extraña.

—¿Quién sos? —me atreví a preguntarle.

La mujer se alzó de hombros. Parecía a punto de llorar.

—No sé cómo volver —dijo.

—¿Volver? ¿Volver adónde?


Ilustración: Valeria Uccelli

Miró por la ranura a través de la cual se proyectaban las películas, hacia una pantalla que había dejado de existir.

Ricardo subió nuevamente. Permanecía detrás de mí, respirándome en la oreja, preparado para escapar en caso de que la situación se tornara peligrosa.

En un momento, la linterna resbaló de mi mano. Al golpear en el suelo, se apagó y quedamos a oscuras. Apenas nos llegaba una luminosidad difusa desde la escalera. También ella había perdido su fulgor.

—¡Vámonos! —Ricardo me sacudió el hombro como si intentara arrancarme de un sueño o de un hechizo.

Salimos. Ya no volveríamos a entrar.

Dicen que la memoria es caprichosa. Seguramente hay baches, agujeros negros que completo involuntariamente a la hora de narrar. Pero no tengo dudas de que en aquella tarde de mi infancia vimos en el cine a esa mujer.

Hoy, cuando la niñez se parece tanto a la lejanía de un país extranjero, debo admitir que no me acuerdo mucho de su cara. Conservo, eso sí, algún detalle de su vestido floreado, de los pies desnudos. Y el deseo en su mirada por recuperar algo perdido. Su mundo, su cordura, vaya a saberse. ¿Es osado sospechar que su imagen vive eternizada en la dimensión de una película? A lo mejor me reencontré con ella —al mirar un film, al cruzar la calle—, y no lo supe nunca.

 

 


Daniel De Leo nació en Buenos Aires (1973). Obtuvo premios en concursos de Latinoamérica y España. Ha publicado notas en el suplemento Cultura del diario Perfil. Colaboró como redactor en la revista literaria Axolotl. Es autor del libro de cuentos Después de la tormenta, premiado por la Fundación Victoria Ocampo en 2010. En 2011 el Fondo Nacional de las Artes le otorgó el tercer premio del Régimen de Fomento a la Producción Literaria Nacional y Estímulo a la Industria Editorial, género cuento, por su libro Barro nocturno, publicado por Santiago Arcos Editor.

Ya publicamos en Axxón su cuento EL REGRESO.


Este cuento se vincula temáticamente con LA IMPRONTA, de Pé de J. Pauner; HAGIÓGRAFO, de Graciela Lorenzo Tillard y Fabio Ferreras; y LA DAMA DE BLANCO, de Jorge Durán.


Axxón 256 – julio de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Arte, cine : Fantasmas, apariciones : Argentina : Argentino).


“Insectopía”, Mariana Carbajal Rosas

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MÉXICO

 

 

Las lámparas incandescentes iluminan el largo pasillo, era de madrugada y los pasos del doctor Mamoru Oshii resonaban hasta el fondo de corredor, llevaba una taza de café en la mano y se dirigía a su cubículo arrastrando los pies con pereza. Al pasar junto a la oficina del director del Instituto Entomológico de Arca escuchó música: un par de violines sollozaban como un animalillo enjaulado. Hasta ese momento estaba seguro de que era el primero en llegar, le dio un sorbo a su café y por un momento se sintió preocupado, la idea de que algo no estaba bien le ponía la piel de gallina mientras tocaba a la puerta.

—Doctor Silvestri, ¿todo bien?

—Pase, Oshii.

La voz de Filippo Silvestri lo tranquilizó, aunque no pudo evitar pensar que hacía unos días uno de los colegas del doctor, Meyer, había sufrido un infarto. Al abrir la puerta, Oshii vio el gran ventanal de la oficina del doctor, las luces estaban apagadas y la cortina abierta, el alba avanzando entre los arbustos recortados del jardín principal del Instituto. La figura del doctor se delineaba en un extremo del marco de la ventana. Estaba sentado mirando hacia afuera. Oshii avanzó y se paró en la mitad de la oficina.

—Buenos días, doctor, hoy ha madrugado. ¿Necesita alguna cosa? Me encamino al laboratorio.

—No me he ido, Oshii.

El director del Instituto giró el rostro hacia su colega. En su cara se leían los signos de una larga espera, su semblante estaba relajado pero en sus ojos refulgía una revelación. Se levantó, arqueó la espalda y se llevó las manos a la cintura mientras flexionaba la cadera de un lado a otro. Su camisa estaba arrugada y desfajada.

—Quiero que me acompañe al laboratorio.

—Por supuesto, doctor —contestó Oshii con gravedad. Mientras miraba fijamente a su maestro, dio un sorbo más a su café.

Silvestri se levantó de la silla, se talló la cara, buscó sus zapatos y tomó una bata del perchero.

—Acompáñame, Oshi —dijo poniendo una mano en el hombro de su colega.

Ambos salieron de la oficina hacia el pasillo, Oshii caminó al lado de Silvestri con la taza a medias. Su maestro tenía las manos en los bolsillos y una mirada severa.

—Doctor, si he cometido alguna falta, puede decírmelo.

—No se trata de eso.

—Está muy serio, Silvestri, me estoy preocupando.

—Tengo que mostrarle algo, Oshii, y estaba buscando las mejores palabras para explicarle lo que quiero explicarle. Ayer en la noche me decidí a contarle sobre una de mis investigaciones y más ahora, con el fallecimiento de Meyer, un gran amigo.

—Será un honor, entonces.

Silvestri asintió y guardó silencio. Ambos siguieron su camino y el eco de sus pasos se extendió a lo largo del corredor, como si el par no fuera solo.

En una de las mesas del laboratorio estaba dispuesta una caja con el nombre del doctor.

—Oshii, vea estas muestras y dígame qué piensa de ellas —dijo, entregándole un cilindro de conservación. Oshii lo tomó y, al abrirlo, reconoció un par de coleópteros en gel de conservación. Los miró de cerca con una lupa y los colocó sobre la mesa.

—Pues son un grupo de Ceroglossus buqueti, bellos ejemplares, es una especie que habita en Chile y me llaman la atención sus tarsos lisos, eso me parece poco común. ¿Serán de una subespecie?

—Estos especímenes fueron encontrados en Chile en el año de 1950 por un coleccionista, los mantuvo en una vitrina por mucho tiempo, junto con otros especímenes porque, como ve, son muy bellos. Al morir, su colección de más de mil trescientos individuos fue donada por sus familiares al Museo de Historia Natural de Arca, en donde el doctor Meyer y yo hicimos nuestra pasantía cuando éramos sólo dos estudiantes de biología. Tuvimos la oportunidad de clasificarlos y estudiarlos. De entre todos ellos, tres insectos llamaron nuestra atención por pequeñas particularidades, como la que has notado. Tres Ceroglossus buqueti. Diseccionamos uno de ellos.

Al decir esto, sacó de otro cilindro al tercer insecto. Estaba separado en capas y encapsulado en resina, era como un rompecabezas. Puso las secciones bajo el microscopio dinámico y Oshii pudo observar el espécimen desde todos los ángulos. Había algo distinto a lo que esperaba, el cerebro era más grande, el estómago era diminuto y los ovarios era prácticamente inexistentes. Oshii miró a Silvestri con asombro.

—Meyer y yo guardamos estos insectos para estudiarlos y encontramos otras irregularidades, particularmente en los ojos compuestos. Nos dimos cuenta de que cada omatidio estaba conformado por una sola fibra, no tenían ni células reticulares ni lentes. Como un ramo de fibra óptica. Por muchos años resguardamos estos especímenes y poco a poco nos fuimos enterando de que se encontraron otros coleópteros y odonatos con características similares en varias partes del mundo y no sólo eso, tengo acceso a once especímenes fosilizados pertenecientes al período cuaternario con particularidades como estas. Somos cerca de veinticinco entomólogos los que hemos reunido información desde hace más de cuarenta años.

Oshii seguía muy confundido mirando con el ceño fruncido las imágenes y estudios sobre el ojo compuesto del Ceroglossus buqueti.

Silvestre continuó mientras abría otras cajas y cilindros de conservación:

—Quiero mostrarte estas quince “especies conocidas”, todas fueron encontradas por diferentes investigadores desde los años 30. Observa que los más antiguos son más grandes, y entre más llegamos a la actualidad, los individuos son más pequeños. En particular difieren los ojos de todos ellos. En algunos analizamos la linfa y no se parece en nada a ninguna otra, además está constituida por un solo elemento desconocido e inorgánico. Y esto, que creímos que era un órgano parece que no lo es, es más bien como un motor, una fuente de poder. Y el exoesqueleto, mira las muestras, los estudios histológicos revelan unas formas regulares poco comunes.

El café de Oshii ya estaba frío, sus manos estaban entrelazadas a la altura de su boca y su mirada se paseaba por las muestras, los insectos y la pantalla del microscopio dinámico.

—No entiendo. ¿Qué significa esto? ¿Que nadie los había examinado tan de cerca?

—Lo que pasa es lo contrario, ya habíamos descubierto esto hace varios años. Somos muy pocos los que sabemos de estas características, pero no hemos querido decir nada aún, hacen falta otras pruebas

—Doctor, ¿qué me quiere decir, que estos insectos no son insectos?

—Lo que creemos, Oshii, es que estos no son animales, son autómatas, son robots.

Oshii se quedó mirando al doctor unos momentos. Tenía los brazos cruzados, no sabía qué decir. Tomó las fotos, miró los especímenes y los análisis químicos. No lo podía creer.

—Lo más descabellado, es que, creemos, creo, que la tecnología no es terrestre. Mi teoría y de otros es que estos, lo que sean, son alienígenas.

El alumno se quedó mirando a su maestro. Nunca lo había oído pronunciar la palabra “alienígenas” y le parecía que tal vez no estaba en el laboratorio, sino en su casa, bajo las sábanas, a punto de llegar muy tarde a trabajar.

—Pero, doctor, cómo explica que el exoesqueleto sea de quitina, los robots no usan quitina.

—Vea esto, Oshii, esta quitina es artificial, fue construida en un laboratorio mil veces más sofisticado que este.

—Pero no entiendo, ¡esto es inconcebible!

—Oshii, hay algo más desconcertante.

—Oh, no.

—Mire el corazón de cada uno de los especímenes. Bien, pues eso, mi querido amigo, emite una señal y trasmite información. Uno de mis colegas de Japón lo detectó en un espécimen que estaba activo. Pudo interferir la señal casi por accidente y lo que descubrió fue un código numérico, pero está seguro de que eso que trasmitía era información.

—Lo que quiere decir…

—Creemos que estos robots son alienígenas y que se reproducen o son enviados desde hace miles de años para investigar.

—¿Investigar? ¿Miles de años?

—Investigar la vida en la Tierra. Oshii, mire.

El doctor tomó uno de los Ceroglossus buqueti, lo extrajo del gel de conservación y lo colocó sobre la mesa. Después sacó una batería conectada a dos delgados electrodos, tan delgados como agujas, y con ellos tocó la parte baja del abdomen. Las patas comenzaron a moverse. Lo volteó y tocó detrás de la cabeza y las alas se extendieron instantáneamente.

Oshii tenía los ojos desorbitados, miraba al animal con horror, se fue hacia atrás y la taza de café rodó por el piso.

—Silvestri, no lo puedo creer.

—En unos años, mis colegas y yo tendremos lo necesario para pedir el apoyo del gobierno de Arca para seguir con las averiguaciones.

—¿Por qué me ha dicho esto, doctor?

—Porque usted, mi buen amigo Oshii, y otros, deberán continuar esta investigación.

Oshii miraba fijamente al insecto y se sentó como un niño en el piso helado. “Creo que no estoy soñando”, pensó.

 

 

 

2

 

 


Ilustración: Guillermo Vidal

En el año de 2060, un encanecido doctor Mamoru Oshii presentó, junto a un grupo de colegas, un informe detallado de las investigaciones de diversos científicos reconocidos a lo largo y ancho del planeta en el salón principal de la Agencia Espacial de Arca. Lo que se declaró en ese informe, llamado Insectopía, se mantuvo en secreto por mucho tiempo, pero esa primera revelación conmocionaría al mundo.

El director de la Agencia Espacial de Arca miró a los integrantes de su Comité con la boca desencajada. Oshii y dos viejecitas estaban de pie frente a ellos, esperando tal vez un comentario. El director se levantó y sin más dijo: “Gracias. Esperen a que discutamos este tema”.

Él y el Comité se dirigieron a su oficina. Se sentó tras su escritorio y llamó a su segundo al mando.

—¿Qué tan cierto es todo esto?

—Señor, todo es cierto.

—La señal de la que hablan, qué información tiene sobre esas coordenadas.

—Se dirige a un punto de la nebulosa de Ojo de Gato. Pensamos que la señal la atraviesa. Nuestros investigadores también apoyan esta teoría. Señor, es la prueba más fehaciente de la existencia de vida extraterrestre y la prueba de que su tecnología es superior. Además de que estos organismos tienen una capacidad de almacenamiento de información increíble, su sistema operativo es muy complejo. Señor, todo es cierto. Al parecer, la vida en la Tierra ha sido monitoreada.

—Tendré que informarle al Presidente. ¿Ya se ha mandado un mensaje a estas coordenadas?

—Sí, señor, pero la señal tardará aún varias décadas en llegar. También descubrimos que la señal que emiten estos organismos se demora, así que no sabemos cuándo o si tendremos noticias de ellos.

El doctor Oshii, con su tableta en las manos, sudaba copiosamente, mientras una de las viejecitas le palmeaba la espalda.

—Tranquilo, Oshii, hemos hecho nuestra parte. Silvestri estaría orgulloso. Lo que viene será uno de los sucesos más excitantes de la historia humana, ¿no estás emocionado? ¿No es maravilloso saber que estamos por conocer a otra civilización? Piensa que si nos estudian es porque algo valemos para ellos.

Oshii miró a los ojos azul claro de la astrofísica más respetada de Arca y tal vez del planeta entero, la doctora Jocelyn Bell. Ella le sonreía. Volteó a ver a la otra mujer, la nanotecnóloga Augusta Ada, que también le sonreía. Oshii suspiró y no pudo evitar dibujar el mismo gesto.

Ahí sentado, entre su equipo de investigación, pensó en Silvestri, pensó en sus hijos y en el futuro de la humanidad, sintió algo más allá del interés científico que en primer lugar lo llevó a continuar con la investigación de su maestro. Sintió que dentro de él crecía una esperanza, un cosquilleo. Era cierto, lo que venía ahora era la culminación de su papel en el mundo, lo que venía ahora era una misión para hacer contacto. En su mente fantaseó un poco y pensó que tal vez podrían intercambiar información con esa civilización y resolver los misterios de las ciencias.

Mientras pensaba en esas cosas, propias de los científicos, amantes del conocimiento, dos avispas sobrevolaban la sala. Los tres viejos las miraron rondar por las ventanas, y en un punto, las dos se posaron en una silla frente a ellos y ahí se quedaron hasta que la puerta del salón se abrió de nuevo.

Los tres se levantaron para recibir al director de la agencia y, al mirar de reojo a la silla, los insectos ya no estaban.

—Doctores —dijo el director dándoles la mano a cada uno—. Tomemos asiento.

El director de la Agencia Espacial de Arca no salía de su asombro mientras escuchaba otros detalles de la investigación. Ante la evidencia el director aceptó la solicitud de los doctores de investigar a fondo la procedencia de la señal y descifrar la información que se estaba trasmitiendo.

A partir de ese momento Ada, Bell y Oshii comandaron la misión Ojo de Gato, la cual se dedicaría a estudiar la tecnología de los nanorobots y de lo que se llamó la última frontera en telecomunicaciones, el contacto con otra forma de vida.

Sólo los integrantes de la misión, el Presidente y otro par de personas estaban al tanto de los objetivos. Ante los ojos del mundo no era más que otro equipo manejando un radiotelescopio de última generación.

Al iniciar la investigación, el director de la Agencia Espacial de Arca comenzó a obsesionarse con los insectos. Selló su oficina, casa, auto y los lugares que pudo para evitar la intrusión de esos organismos. Oshii le decía que dejara esa manía, que de todos modos esos seres ya sabían qué nos traíamos entre manos, pero no pudo y el asunto casi le hizo perder la razón. Casi.

Para apoyar el proyecto, el equipo colaboró con la Estación Espacial Internacional y después de tan sólo cinco años de trabajo, el ansiado día llegó. La mañana del 4 de diciembre el radiotelescopio captó una señal muy fuerte de la nebulosa Ojo de Gato. Era tan clara que al equipo le dio un vuelco el corazón. El mensaje decía: Saludos humanos, estamos en contacto.

Lo demás es historia.

 

 

 

3

 

 

—¿Ata?

—¿Sí?

—Sabemos que usted fue parte del equipo que estudió a la Tierra, cuéntenos ata.

—La clase ha terminado y eso no tiene nada que ver.

—Pero cuéntenos. Usted estuvo ahí, qué tiene que decirnos con respecto a lo que pasó.

—Bueno, pues, saben que es un tema delicado y que se presta a discusión.

—Sí, lo sabemos, pero es que nos interesa mucho.

—Está bien. Hace miles de años nuestra especie buscó un planeta que pudiera albergar vida. Lanzamos sondas por cuadrantes específicos cuyas características fueran similares a las de nuestro lugar en el universo. Por fin teníamos el conocimiento y la tecnología para poner a prueba la evolución y el ciclo de la vida, era el experimento más complejo que jamás habíamos realizado, buscábamos la simulación más fiel qué nos permitiera entender nuestra existencia.

»El momento había llegado, los pancientíficos supervisábamos el envío de las primeras sondas y éstas colocaron los primeros aminoácidos. La vida surgió como en nuestro planeta, las diferentes especies fueron desfilando por el agua y los suelos, registramos el desarrollo y trasformación del ADN en cada paso. Todo iba como lo planeado y entonces llegamos al punto que más interesaba a la panciencia, el surgimiento de la raza humana. Todos estábamos muy animados porque su civilización se desarrollaba como lo hizo la nuestra cuando éramos simples organismos mortales como ellos. Era el experimento más popular por esos tiempos, todos los estudiantes podían echarle un ojo a lo que sucedía en el planeta A-CiTo, llamado Tierra por sus habitantes.

»Cuando la raza humana nació examinábamos cada aspecto de sus sociedades y entornos, podíamos incluso indagar en donde ellos no podían, como las profundidades de sus océanos, donde bullían gigantes marinos semejantes a la fauna que vive en las chimeneas submarinas de nuestro planeta.

»A pesar del éxito del experimento, llegado el punto en nuestra historia en el que se saltó a la civilización ultramoderna, ellos, que ya poseían la tecnología para producir energía libre similar a la que poseíamos a esas alturas, no lo hicieron. Nos quedamos sorprendidos y revisamos los datos y registros como locos. Habíamos creado las condiciones exactas, no habíamos intervenido en lo más mínimo, incluso hubo acusaciones de malos cálculos, un escándalo. Pasaron los años y los humanos no dieron el salto que los llevaría a su siguiente fase evolutiva. Francamente, fue descorazonador.

»Decidimos continuar con el experimento, no podíamos destruirlo porque la panciencia lo impide, así que se le asignó a otros investigadores y nosotros nos dedicamos a buscar y someter al mismo proceso a otro planeta, en el que pudiéramos recrear nuestra historia evolutiva. Esta segunda misión, B-CiTo, no dejó de estar en contacto con la primera porque necesitábamos saber qué había alterado los resultados previstos. Además, debo decir que yo mismo había hecho gran parte de los cálculos así que estaba intrigado.

»Encontramos tres planetas en diferentes partes del universo. Para evitar errores utilizamos los tres, prestando mucha atención a los detalles como masas de los planetas, cantidad de satélites, temperatura, nivel de radiación, atmósfera y edad, entre otras cosas que creíamos que podrían intervenir, ya que el proceso de la vida había sido perfeccionado. Para los científicos, A-CiTo seguía siendo una interrogante, un fracaso.

Sin embargo, la atención volvió a A-CiTo cuando un grupo de científicos terrestres descubrió nuestras sondas, los nanoexploradores que habían sido enviados a la Tierra desde su inicio y que, gracias a nuestra tecnología, habían podido reproducirse y evolucionar por sí mismos, con la regular actualización de software que los hizo más delicados y complejos. Ante los humanos no eran más que unas cuantas de las especies de su planeta.

»Cuando llegó la noticia fue una revuelta. Pensar que esos humanos, producto de nuestro laboratorio, habían adquirido conciencia de que eran observados y que ahora querían hacer contacto salía de los cálculos. Los pancientíficos discutimos la naturaleza de este suceso, era algo muy serio que debíamos solucionar. Las opciones eran pocas: destruir el experimento, borrarles la memoria o hacer contacto. A decir verdad, estábamos emocionados.

»Después de los votos se decidió que los contactaríamos y no les revelaríamos la verdad de su nacimiento, ya que considerábamos que esa realidad quebraría su sistema de creencias y no queríamos hacer sufrir a la raza humana más de lo que ella misma ya hacía. Además, nos dimos cuenta de que descubrir que existía vida extraterrestre los emocionaba, lo mismo que a nosotros contactar a nuestras creaciones. Aunque la panciencia evitaba este contacto, lo discutimos y creímos que podríamos realizar otro tipo de experimento. Todos decidimos arriesgarnos y aunque en primera instancia se vio mal esta decisión, creemos que haberlos estudiado por tanto tiempo, nos llevó a desarrollar algo que ellos tenían muy desarrollado, la curiosidad. Y, aunque me avergüenza decirlo, les teníamos afecto.

»Observamos gran cantidad de fenómenos sociales interesantes, similares a los que vivimos durante nuestra temprana existencia, y otros por los que no pasamos, normalmente de tinte político, y esa crueldad que nosotros no ejercíamos. Así que, a fin de corregir ese rasgo, también decidimos que compartiríamos conocimiento. Diseñamos un protocolo y acordamos empujarlos como civilización y como especie. Pensamos que el experimento no estaba perdido y que tal vez aún podrían dar el salto a la ultramodernidad.

—Pero, ata, ¿eso no iba contra la Comisión de Panciencia?

—Sí, por eso les digo que este tema genera muchas discusiones. Sin embargo, era la oportunidad de realizar un experimento participativo, diametralmente distinto a los que ya se desarrollaban con B-CiTo. Era algo muy emocionante para nosotros como pancientíficos. No quiero decir que fuese bueno, pero yo sentí que realmente podíamos ayudarlos a sortear sus conflictos sociales y políticos, cosas que nosotros no tuvimos después del salto a la ultramodernidad.

»Cuando los doctores Oshii y Silvestri decidieron que pedirían ayudar a su gobierno para investigar la procedencia de las sondas, nosotros ya habíamos tomado medidas, así que se creó un equipo de contacto y se emprendió el viaje interestelar. En el camino, les enviamos un mensaje porque ya habíamos recibido los suyos.

Para que confiaran en nosotros les mandamos información con el propósito de que desarrollaran energía libre y lo necesario para que fabricaran una cura contra varias de sus enfermedades. Desgraciadamente, cuando estábamos a punto de llegar a la Tierra, nuestro viaje se hizo público y la humanidad entró en pánico. El gobierno trató de tranquilizarla revelando la tecnología que les habíamos entregado y algunos datos sobre nuestra civilización, así que en medio de un caos fuimos recibidos en un desierto, en total secreto. Yo estaba muy emocionado de ver por primera vez a estos seres.

»Al bajar de nuestra nave, frente a nosotros estaba su ejército, pero no temíamos porque no sólo conocíamos todo sobre ellos sino porque nuestros trajes eran indestructibles y su energía nuclear los afectaría más a ellos. Además, simplemente podíamos despegar sin más. Su gravedad es muy poca en comparación con la nuestra y al pisar la Tierra sentí náuseas, pero me compuse. Al acercarme a los humanos vi que sus cabezas apenas llegaban a la media de nuestros cuerpos.

»Al primero que saludé fue al presidente y al segundo, al doctor Oshii. Cuando le di la mano sus ojos se llenaron de lágrimas y, como había previsto esa reacción humana, lo toqué delicadamente en el hombro y le dije: “Tranquilo, doctor, por fin nos conocemos”. Debo confesar que sentí que la voz se me iba. Fue maravilloso.

»Con nuestra ayuda su civilización se tecnocratizó, les revelamos muchas cosas en todas la materias científicas y llegaron a un punto de equilibrio que nunca habían tenido, curamos sus enfermedades, todos los países tenían energía natural y la ingeniería genética permitió la creación de diferentes cultivos vegetales y animales que cubrieron las necesidades alimenticias de todos los sectores.

»Sin embargo, el temor de todos nosotros era que la humanidad sufría de una carencia que nosotros no pasamos. No cooperaban entre sí y tendían a querer poseer el conocimiento, por eso una de nuestras condiciones fue que lo que les reveláramos sería para todas las sociedades y que si esto no se respetaba les borraríamos la memoria. Aunque dudaron, aceptaron.

»Algo que recuerdo es que los humanos hicieron programas de televisión y productos con nuestras naves y trajes. Fuimos muy queridos por una gran parte de la población y muy odiados por otra.

»Estuvimos en la Tierra un brevísimo tiempo de cincuenta años y después decidimos volver porque nuestros cuerpos ya estaban siendo afectados. Nunca les dijimos la verdadera naturaleza de su nacimiento ni les revelamos nuestra inmortalidad, sólo a unos cuantos científicos que nos acompañaron de vuelta y a quienes ustedes conocen.

»Antes de nuestra partida estuvimos seriamente tentados a alterar su información genética, a plantar en las sondas los códigos que en unas cuantas generaciones los forzarían a dar el salto, pero era demasiado. La información que les habíamos dado era estratégica y si por ellos mismos no lo lograban, pues así debía ser.

»Nunca lo lograron y en un punto comenzaron a morir. Quisimos ayudarlos pero por alguna razón, a pesar de la tecnología que les dimos, su raza comenzó a extinguirse. Yo, particularmente me planté ante la Comisión de Panciencia para solicitar que nos permitieran alterar su código genético para hacer el tan ansiado salto. Ese que sí logramos en B-CiTo. Todos, de alguna manera, sentíamos afecto por la humanidad. El experimento no había salido como lo planeamos pero habíamos aprendido otras cosas. Recuerdo muy bien la mirada de mi maestro, me dijo: “Nuestra raza ha avanzado mucho, hemos creado mundos y hemos roto las barreras de la enfermedad, la muerte y la ignorancia, somos una raza de científicos, y ya no podemos intervenir más. Su ciclo llega a su fin y aunque los valoramos por ser nuestros antepasados y porque los vimos nacer, ahora nos enseñan una valiosa lección, nos enseñan a morir. Es hora de dejarlos solos ante la última frontera, su extinción, aprender de ella y tal vez, pensar en la nuestra”.

El pancientífico se quedó callado y con una de sus extremidades se cubrió el rostro.

—¿Ata?

—Eso es todo lo que tengo que decir —su imagen virtual vibró un segundo y desapareció.

 

 


Mariana Carbajal Rosas nació en Córdoba, Veracruz, México, y desde niña se enamoró de la lectura y el cine. Estudió Lengua en Literatura Hispánicas para ser una mejor lectora, actualmente es periodista de cultura y cursa la Maestría en Estudios de la Cultura y la Comunicación. Escribir es una parte de su vida y espera que poco a poco, con la práctica, sus textos vayan mejorando. Mientras tanto hace su mejor esfuerzo.

Hemos publicado en Axxón sus cuentos DESAYUNO PUNK y EQUUS.


Este cuento se vincula temáticamente con LA CUCARACHADA, de Cristian Caravello; LOS OTROS, de Antonio Mora Vélez y ESPÍRITUS Y MARIONETAS, de Carlos Pérez Jara.


Axxón 256 – julio de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia ficción : Contacto con extraterrestres : México : Mexicana).

“Sombras”, Francisco Costantini

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ARGENTINA

 

 

La tierra que habitamos es un error,
una incompetente parodia.

 

Jorge Luis Borges,
“El tintorero enmascarado Hákim de Merv”.

 

 

I

 

 


Ilustración: Pedro Belushi

Despierta. La respiración agitada, las sábanas mojadas con la transpiración de su cuerpo, y las imágenes de la pesadilla que no quieren soltarlo. Gira la cabeza y ve que Lorena sigue durmiendo, impasible. Tiene que ducharse; al fin de cuentas apenas falta una hora para marchar al trabajo.

El agua cae sobre su cabeza y sus hombros. Sin proponérselo reconstruye el sueño horrible que lo despertó, el mismo que tiene desde hace tiempo, cada vez con mayor frecuencia. Quizás, piensa, sea hora de recurrir a un psicoanalista.

Las imágenes de la pesadilla, carentes de sonido, vuelven. No pueden perturbarlo más. Ve sus manos manchadas con sangre en un primer plano, luego estas desaparecen y entiende que está arrodillado junto a un cadáver, el cadáver de Lorena. Grita su nombre, grita de horror; lo sabe aunque no pueda escucharse. Luego todo tiembla, algunas paredes se derrumban. Alguien lo agarra del cuello y lo saca de allí. Lo último que hace es mirar, al final del pasillo que abandona, una puerta azul.

Una vez que termina de secarse va a la cocina, pero a mitad de camino, algo lo detiene. En el piso del living, junto a la puerta, divisa un sobre blanco. Se acerca con cautela, como si se tratara de un animal salvaje dispuesto a atacarlo de un momento a otro. Cuando finalmente lo agarra, lo gira y lee en voz alta:

—Señor Demichelis: urgente.

En una mañana tan desconcertante como ninguna otra, Alan tiene una única certeza: es la primera vez en su vida que recibe un sobre.

 

 

*

 

 

—Alan, ¿qué hacés?

Se sobresalta al escuchar su nombre. Estuvo la última media hora sentado a la mesa con la carta abierta, desconectado del mundo exterior, perdido en el vasto universo contenido en ese trozo de papel.

—¿Alan? —insiste Lorena, mientras se sienta en el otro extremo de la mesa—. ¿Qué es eso?

Él levanta los ojos para encontrar los de su mujer. Dibuja una media sonrisa con sus labios y luego mueve la cabeza de un lado a otro.

—Este papel me llegó en este sobre… Alguien lo pasó por debajo de la puerta.

Lorena frunce el ceño.

—Raro, ¿no? —sigue Alan—. Estamos a finales del siglo XXI, ¿quién usa papel impreso? Prácticamente no existe.

—Algunos libros se editan en papel todavía…

—Sí, pero sólo para satisfacer el gusto de algunos coleccionistas nostálgicos, y son carísimos. En este caso, alguien se tomó el trabajo de enviarme un mensaje dentro de un sobre.

—Raro.

—Muy raro —corrige, y vuelve a mirar la carta.

—¿Qué dice?

Por toda respuesta, Alan extiende su brazo y le alcanza el papel. Lorena se demora unos segundos en agarrarlo. No comprende a qué puede deberse tanto misterio. Finalmente toma la carta y la lee en silencio: “No soy un mito, sí, quizás, una leyenda. Lo importante es que existo y usted todo este tiempo ha estado en lo cierto. Aquí le dejo una dirección donde podrá encontrarme, si es que aún lo desea”.

A Lorena no le hace falta escuchar lo que dice Alan a continuación para entender quién es el redactor:

—Lorena, si esto no es una farsa, el clon de Borges existe.

 

 

*

 

 

Alan conoce con detalle la historia de la clonación humana con fines reproductivos. En su tarea como periodista ha tenido que seguir de cerca varios casos nacionales e internacionales. Y también por Lorena.

A mediados del siglo XXI esa práctica se legalizó en diversos países, comenzando por Estados Unidos y Europa. En el caso de los países latinoamericanos las cosas se dieron de forma muy heterogénea. Argentina fue el primero, en 2055, que permitió la clonación de personas.

El primer debate giró en torno a qué tipo de seres eran los clones. ¿Se trataba de personas comunes, con derechos y obligaciones como todos los demás? ¿O eran apenas meras pertenencias de quienes habían pagado por traerlos al mundo? Tener un ser genéticamente idéntico no era nada económico; solo personas con mucho dinero podían acceder a este privilegio extravagante.

Pero ¿por qué alguien querría tener un clon? Pocas veces, reconocía Alan, este deseo no escondía una necesidad netamente egoísta. En su mayoría, lo hacían para poseer una reserva de órganos; ya fuese un riñón, un pulmón, médula, piel o el corazón. Un empresario brasileño llegó a tener diez clones con esta intención. Lo irónico es que murió, sin previo aviso, de un infarto. Alan recordaba muy bien que por esos días, desde los sectores más amarillistas de la prensa, se había alimentado la versión de que trasplantarían el cerebro del muerto a una de sus copias, cosa, por su puesto, imposible. Con el tiempo, la utilización de clones como reservorio de órganos cesó a medida que se perfeccionó la impresión 3D de tejidos.

Otra práctica extendida fue la clonación de familiares fallecidos. En Argentina uno de los casos más resonantes fue el de un hombre que intentó clonar a su ex esposa, fingiendo que la misma se hallaba muerta.

Sin duda, lo más atroz resultó la copia clandestina de personas —previa, incluso, a la legalización—, generalmente de famosos, con el fin de destinar sus clones a la prostitución. No era difícil obtener una muestra genética de cualquiera —un solo cabello bastaba—, y las complicidades del poder político, policial y económico facilitaban que esta red de trata de personas tuviera el tiempo y el espacio necesarios para, primero, ver crecer a sus víctimas y, luego, explotarlas.

Más allá de todo esto, fueron las industrias del deporte, la cultura y el espectáculo en general las que vieron las potencialidades de la clonación humana, aprovechando los vacíos que las legislaciones de los diversos países tenían sobre el tema. El mundo entero se conmocionó cuando a solo quince años de la muerte de Michael Jordan se presentó a Jack, su clon y, por lo que de inmediato se comprobó, tan buen basquetbolista como aquél. Fue un negocio multimillonario para los empresarios y los herederos del jugador; no así para Jack que, a los veintitrés años y en pleno auge de su carrera, se suicidó. Antes de hacerlo envió un mensaje a todos los medios (con los que hasta entonces prácticamente no había tenido contacto) en el que describía la angustia de dedicarse a una actividad que tan lejos estaba de sus verdaderos anhelos. Nunca se supo, pues no lo decía el mensaje, cuáles eran sus aspiraciones.

El de Jack no fue el primer caso de suicidios de clones; la mayoría de ellos sufría depresión crónica. Pero sí fue el detonante para que la sociedad se sensibilizara con el tema y se les prestara más atención a las organizaciones que luchaban por sus derechos. La consigna básica fue: “Iguales por fuera. Diferentes por dentro.”

Mientras cada vez más voces se pronunciaban a favor de la dignidad de los clones, paradójicamente, aparecían más copias de músicos, artistas y deportistas en el mundo entero que se convertían en negocios formidables. La gente los amaba. Pronto aparecieron listados interminables en las redes sociales con los nombres más diversos. Algunos pedidos eran tan absurdos como Shakespeare o Mozart: ¿de dónde obtener la muestra de ADN necesaria? En 2074, la fundación Rebirth, anunció que disponía de material genético de personalidades muertas a partir de 1980. Esto aumentó la especulación sobre quiénes podrían ser los próximos clones estrella, pero el negocio tuvo un fin abrupto cuando ese mismo año Estados Unidos aprobó la ley que establecía que los clones eran poseedores de los derechos y libertades expresados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Poco a poco, los demás países imitaron al norteamericano, y volvieron a penalizar la clonación de hombres y mujeres.

Uno de los últimos casos relacionados con este tema que le tocó cubrir a Alan fue Lorena. Ella era la copia de una mujer que había fallecido muy joven, hecho que su marido no había soportado y que lo llevó a clonarla. Hasta que obtuvo la libertad gracias a la nueva ley de clones —sancionada a mediados de los ’70—, Lorena sufrió interminables vejámenes, en especial, aparentar ser una persona que no era, y todo por el capricho de un sujeto mucho más grande que ella. Esa vida de sufrimiento y esperanza estaba contada en Vidas paralelas, la primera autobiografía de un clon escrita en castellano.

Alan leyó el libro de un tirón, sintiendo una desgarradora empatía por su autora. Realizó un par de llamadas y concertó una cita con ella; quería entrevistarla, sobre todo para conocerla mejor.

La primera vez que la vio, quedó prendado de su belleza. El pelo negro y largo, los labios rojos recortados sobre la blancura de la piel. Y sobre todo esos ojos azules, fulminantes. No pudo evitar pensar por unos segundos, mientras se acercaba hasta la mesa del café donde ella aguardaba con una sonrisa, cómo habría sido la original si esa era la copia. Se sintió culpable por esa idea y, aunque no lo notó, sus mejillas se ruborizaron.

Pronto supieron los dos que esa tarde sería el primer encuentro entre muchos. A pesar de que entre ellos había varios años de diferencia (él contaba treinta y cuatro, ella veintiuno), descubrieron que compartían un sinfín de intereses, entre los que se destacaba la admiración por la literatura latinoamericana del siglo XX y, en especial, por Jorge Luis Borges. Fue en una de aquellas primeras charlas trasnochadas cuando ella, como si tan sólo contara un chisme, largó esa frase que comenzaría la obsesión de Alan:

—¿Sabías que también quisieron clonar a Borges?

 

 

*

 

 

Repasa una vez más las palabras de la carta: “No soy un mito”. ¿Cuánto tiempo dedicó a perseguir al clon de Borges, sin hallar ninguna prueba concreta de su existencia, solo palabras, versiones, simples probabilidades? “No soy un mito”, lee otra vez. Se da cuenta de que el clon —si realmente es él, si no se trata de una broma de mal gusto— leyó su trabajo, aquellas publicaciones en el portal de noticias. En 2081 escribió un artículo que tituló: “El clon de Borges ¿mito o realidad?”. Ya a mediados de 2088 apareció el último, llamado “El mito de un clon borgeano”; escribirlo y dar el asunto por terminado fueron la misma cosa.

Desde el nacimiento de Martín, Alan se olvidó por completo del asunto. Piensa que fueron años tranquilos, años de estabilidad. La familia, el trabajo, la casa… ¿Qué más para ser feliz? Y a pesar de todo, esas breves líneas escritas a mano abrieron una grieta y lo sabe. Lo nota en el sudor de la frente, en el temblor de su mano, en el whisky que bebe luego de seis años sin siquiera tocar la botella. Y sobre todo en los recuerdos que lo asaltan como un monstruo despertado de su letargo de siglos.

Recuerda que un par de semanas antes de que Lorena lo lanzara con su pregunta casual a la mayor obsesión de su vida, se filtraron los nombres del banco genético de Rebirth. Alan apenas le había echado un vistazo a la copia que apareció en el portal de noticias, sin encontrar nada que le llamara demasiado la atención. Luego de la charla con Lorena volvió a leerlo, fue más detallista y halló el nombre de “Borges, Jorge Francisco Isidoro Luis.” Eso no significaba que lo hubiesen clonado, ni que lo hubieran intentado siquiera, pero dejaba el resquicio necesario para la incertidumbre.

Lorena conocía ese dato por Gino Pili, militante de una ONG que defendía los derechos de los clones, y Alan decidió que su búsqueda debía comenzar por él y, lógicamente, por el edificio de Rebirth.

Pili accedió a la entrevista solo por Lorena, asidua colaboradora de la ONG. Por lo demás, Alan notó la incomodidad que le provocaba hablar del tema. Se trataba de un genetista exempleado de Rebirth, que siempre había sentido remordimientos por el trabajo que realizaba, hasta que un día renunció y se convirtió en activista.

Alan se fue de aquel encuentro con un nombre y un apellido: Esteban Angerami.

Según Pili, Angerami, un multimillonario, estaba obsesionado con Borges. Tenía todas las ediciones de todos los libros en español, inglés, francés y otros idiomas, aparte de manuscritos originales del autor obtenidos en subastas. Incluso, decían que había escrito una biografía que nunca publicó. Lo único que parecía faltarle a su colección era un clon.

Pili reconoció que el proyecto había sido aprobado, incluso vio las células cuando llegaron desde los laboratorios centrales de Rebirth, en Estados Unidos. Pero antes de que el proceso de clonación comenzara, renunció. Después supo por sus antiguos compañeros que todo quedó en la nada una vez aprobada la ley contra la clonación humana. Si el clon existió, jamás había pasado de un embrión. Más allá de eso, los registros de la ONG nada decían de una copia de Borges.

Pili no sabía mucho más. De hecho, lo que conocía de Angerami era por boca de otros, sobre todo por la del director del proyecto. Jamás lo había visto.

Ahora, Alan vuelve degustar el sabor a nada de las semanas y meses que siguieron. Pudo conversar con el director de Rebirth, Lorenzo Quinteros, pero poco obtuvo de él. En primer lugar porque, como en Argentina la clonación de humanos con fines reproductivos había quedado prohibida, la sede local de la multinacional (que desde entonces se dedicaba de forma exclusiva a realizar copias de mascotas) se vio obligada a transferir al Estado toda la información de los proyectos de clonación; no sólo los terminados, sino también aquellos que estaban en curso al momento de promulgarse la ley. Rebirth había conservado su base de datos pero sólo podía ser consultada previa autorización de un juzgado. De todas formas, preguntó al hombre si sabía algo del paradero de Esteban Angerami, y la respuesta fue negativa.

Tan o más grande que el misterio del clon, era el que envolvía a Angerami. Parecía haber sido tragado por la tierra. Alan utilizó cada uno de los contactos que había cosechado a lo largo de su carrera como periodista, pero no pudo encontrar ni la más pequeña pista sobre el millonario. Sólo contaba con las vagas referencias de Quinteros y de Pili.

Los años pasaron y fue abandonando poco a poco su obsesión. En parte porque necesitaba ocuparse de aquellos temas que, aunque no lo apasionaran, eran los que le demandaban desde la redacción y que aseguraban su sueldo; y también porque todas las líneas de investigación que había seguido desembocaron en un callejón sin salida. Ocho años antes de que apareciera el sobre con la carta, escribió su último artículo sobre el caso.

No da más; tantos recuerdos, tantas emociones encontradas, lo fatigaron. Ha sido un día totalmente atípico, sin dudas. Faltó al trabajo por primera vez en mucho tiempo. Después del almuerzo Lorena se fue con Martín, ni siquiera sabe con certeza a dónde; tan ensimismado se encontraba cuando ella se lo dijo.

Apenas son las cinco de la tarde pero decide acostarse, al menos hasta que su familia regrese. Bebe de un trago lo que resta de whisky y camina hasta la habitación. Ni bien apoya la cabeza sobre la almohada, se duerme.

 

 

*

 

 

Abre los ojos; han pasado varias horas. Las imágenes otra vez lo toman por asalto: Lorena muerta, la sangre en sus manos, la puerta azul. Nunca hasta ahora había tenido el mismo sueño —detalle por detalle— dos veces en un mismo día. Y por sobre todas las cosas, la cabeza se le parte en mil pedazos; más por el whisky que por la pesadilla, sin dudas.

En el living encuentra a Lorena y Martín. Le cuesta desprender de sus retinas la imagen del cuerpo muerto de su esposa; le parece irreal que este ahí, ahora, sirviendo la cena al hijo de ambos.

—¿Hace mucho que volviste?

—Más o menos. No quise despertarte.

Alan se acerca hasta Martín y le revuelve los cabellos. El niño se queja, pero sonríe.

—Estuve con Gino —dice Lorena. Alan frunce el ceño—. Gino Pili —insiste.

Entonces recuerda que antes de partir, Lorena le había dicho que pasaría por la ONG para hablar con Gino.

—¿Qué te dijo?

—Una pavada, que no sé cómo no se nos ocurrió: mirar la grabación de la cámara de seguridad. Y mirá —dice, señalando la superficie de la mesa ratona. Y luego ordena —: Proyectar.

De la mesa emerge un cono de luz y de inmediato se visualiza una escena. Es una toma del exterior de la casa, junto a la puerta de entrada. Se ve a un hombre de veinte años, no mucho más, llegar hasta la puerta, colocarse en cuclillas y pasar por debajo de la misma un sobre que traía en la mano. Luego se para y, antes de marcharse, levanta la cabeza y mira a cámara esbozando una leve sonrisa. El rostro es blanco, sin barba, y el cabello corto peinado hacia atrás.

—Es él, ¿verdad? —pregunta Lorena.

Alan asiente con la cabeza sin quitar los ojos de la proyección.

—Eso parece —responde, y reinicia la proyección.

 

 

*

 

 

Es de noche. Su familia duerme pero Alan, luego de dar vueltas y vueltas en la cama, sabe que no podrá pegar un ojo. Por un lado mejor, piensa, porque no desea tener otra vez la pesadilla.

Se prepara un café. Mientras lo toma, relee la carta del clon. Después vuelve a revisar uno por uno los archivos de su investigación o mira el video de la cámara de seguridad. Es una rutina que repite varias veces, hasta que en un momento, un poco cansado de darle vueltas al misterio de clon, desvía la mirada hacia la venta y descubre que amaneció.

No puede continuar con esta ansiedad, ni con estos nervios. El mensaje no contiene fecha u horario en que él pueda hacer la visita, por lo tanto decide que el día es hoy. Se viste y, sin despertarlos, se despide con un beso de su mujer e hijo. El viaje es largo, así que mejor salir temprano.

Hora y media más tarde llega hasta la casa, de fachada sencilla, y aparentemente pequeña. Se anuncia en el portero eléctrico y espera. Nunca antes ha estado en ese barrio. Escucha que la puerta se abre y ve a un androide que le sonríe bajo el dintel.

—Buenos días, señor Demichelis. El señor lo está esperando. Pase por favor —ni bien dice esto se hace a un costado y Alan avanza.

Lo incomoda tanta formalidad, reflexiona, mientras sigue los pasos del androide, que tras cuatro metros de pasillo, desembocan en una sala amplia que parece contradecir la impresión de pequeñez que tuvo afuera.

—Aguarde aquí. El señor no tarda —dice la máquina y se marcha.

Alan no puede creer lo que se halla frente a sus ojos. Nunca en su vida vio tantos libros juntos. Las cuatro paredes de aquella habitación están cubiertas de estantes abarrotados de los volúmenes más diversos.

—Señor Demichelis —siente una voz a sus espaldas, la voz de un hombre.

Se da vuelta y ve a un joven que le sonríe. “Es Borges”, piensa, sin quitarle los ojos de encima y sin saber qué decir.

—Es un placer —dice el clon y estrecha su mano—. He estado aguardando este momento con mucha ansiedad. Por favor, tome asiento.

Ambos se sientan, uno frente al otro. Hablan sobre banalidades durante algunos minutos, hasta que Alan contempla una vez más los estantes que los rodean.

—Nunca vi tantos libros juntos —suelta—. ¿Es coleccionista?

—En realidad no, los heredé.

—¿De Angerami?

—¿De quién, si no?

—No lo sé, tengo tantas preguntas para hacer…

—Antes de cualquier pregunta preferiría contarle mi vida, lo más importante, de manera cronológica. En todo caso, luego usted podrá interrogarme lo que crea necesario. ¿Qué le parece, Demichelis?

—Me parece bien. Y ya estoy grabando —Sonríe.

—¿Quiere algo para tomar?

—No, gracias.

—Comencemos, entonces.

 

 

 

II

 

 

Para empezar, mis primeros años de vida no van a parecerle una novedad. Nada hay en ellos que no pueda encontrar en cualquier enciclopedia, si busca por el nombre correcto. No mi nombre, por supuesto; el nombre del otro.

Nací a fines del siglo XIX… Sí, suena extraño, pero de a poco las piezas se van a ir acomodando y va a entender el conjunto a la perfección. Como le pedí: paciencia.

Como decía, nací a fines del siglo XIX en una de las típicas casas porteñas de entonces. Cada vez que evoco aquellos tiempos, aparte de la biblioteca de mi padre, lo primero que veo es el patio y el aljibe. ¿Dónde va uno a encontrar la paz de un ambiente como ese en la Buenos Aires de ahora? Imposible: torres, vehículos, robots y personas por todas partes… En fin, tampoco consigo recordar un instante en que la literatura no estuviese ahí, cercándome, obstaculizando cualquier otro anhelo que yo pudiera tener. Con decir que contaba con cuatro años cuando aprendí a leer y escribir, supongo que basta para hacerle una idea de la omnipresencia que esas actividades desde el comienzo tuvieron en mi vida. No menos cierto es que enseguida aprendí inglés, incluso llegué a acostumbrarme tanto a él que renegaba del tosco castellano. Pronto llegaron mis primeros cuentos, sencillos, aunque llenos de una vitalidad que quizás más tarde, cuando comenzaba, justamente, a despuntar mi estilo —el estilo del otro, en realidad: el que todos reconocen y que tanto han copiado— me abandonó o yo no supe retener.

En aquel entonces, el barrio de mi infancia era un barrio marginal de inmigrantes y cuchilleros. Conocí de esa manera los pormenores de esos misteriosos personajes que fueron los compadritos y que a su vez despertaron en mí el interés por sus antecesores, los gauchos. Le debe resultar curioso que alguien como yo, habiendo recibido una educación tan refinada, me sintiera atraído por ese mundo bajo. Evidentemente hay cosas que no tienen explicación, o la misma es tan simple que no vale la pena enunciarla.

Me salteo unos años, no quiero detenerme en detalles insignificantes.

En 1914 mi padre se vio obligado a jubilarse, debido a una ceguera progresiva. Decidió, entonces, que nos marcháramos a Europa porque se sometería a un tratamiento oftalmológico. Justo en la nefasta época de la Primera Guerra, por lo que nos refugiamos en Suiza. Allí fui a la escuela, aprendí francés… Más tarde nos mudamos a España donde participé del incipiente movimiento ultraísta, incluso escribí dos libros que jamás vieron la luz, por fortuna.

Finalmente, en marzo de 1921 regresé a Buenos Aires. Nunca como entonces estuve tan convencido, tan decidido a dedicar mi vida a la literatura. Mi destino era un cauce trazado de antemano.

El contacto con Macedonio Fernández, gracias a la amistad de este con mi padre, profundizó mi pasión. Ya era impensable que yo abandonara el camino de la literatura. Además, poco a poco, me iba haciendo de un nombre en ese mundo que tan extraño, tan falso, me parece ahora. Pero todo es falso salvo el presente, ¿no, Demichelis?

En fin, como decía, parecía imposible que me apartara de la literatura, yo era literatura, no me concebía de otra manera. Sin embargo conocí por aquella época a una joven de tan solo dieciséis años: Concepción Guerrero. Me enamoré perdidamente, como hasta entonces creí que sólo podía ocurrir en las ficciones más simples. No me resultaban claras sus intenciones conmigo, a veces parecía corresponderme, otras veces evitaba con elegancia cualquier insinuación amorosa. Sí estaba claro que yo le interesaba, pues cada día pasábamos juntos más tiempo, conversando en la sala, en el patio o, con preferencia, a medida que caminábamos las calles porteñas. Hablábamos poco de literatura —de hecho, casi no había vuelto a escribir desde que la conociera—; nuestros temas de conversación eran más bien filosóficos; ella estaba muy interesada —y no casualmente, por supuesto— en Platón. Sin dudas una mujer, pese a su edad, tan sabia como extravagante.

Mis amigos y familiares, debo admitir, se mostraban preocupados por mi comportamiento. Incluso se ofendían, tanto como si la vida se les fuese en ello, cuando les confesaba que la lectura y la escritura no tenían parangón con una tarde de charla junto a Concepción. No entendían que abandonara mi vocación por una simple mujer. Ellos no entendían que esa simple mujer, con su sola presencia, me hacía sentir más vivo que nunca.

Una tarde ella se encontraba muy seria. Estábamos sentados en el banco de una plaza. Murmuró algo sobre el tiempo que no entendí. Cuando le pregunté qué le pasaba me mostró una pastilla azul que tenía en su mano. Me interrogó sobre todo lo que habíamos compartido los últimos meses; no pude más que confesar que habían sido los mejores de mi vida. Luego me dijo: “¿Qué pasaría si en verdad este mundo fuese una farsa, y para estar realmente vivo tuvieras que abandonarlo, dejando todo atrás?”. Yo me sentía descolocado y fascinado a la vez; la charla parecía tan surreal. Le contesté que la verdad no importaba, si ella no estaba a mi lado. “Nunca voy a dejarte”, dijo, y puso la pastilla en mi boca. Entonces me besó.

Cuando quise darme cuenta ya había tragado la pastilla. Poco a poco sentí mis párpados pesados y mi cuerpo se desplomó sobre su regazo. Llegué a ver que sonreía y que decía: “Todo estará bien”.

Cuando desperté Concepción seguía allí, sonriendo. La cabeza me dolía inmensamente, aunque todo mi cuerpo, en realidad, era dolor, como si me estuviese pasando factura por una noche de grandes excesos. Poco a poco, sin embargo, entendí que me encontraba en otro lugar: una habitación blanca, llena de monitores —en su momento, no tenía idea de qué eran esos espejos extraños donde me veía a mí mismo, desnudo, repetido hasta al hartazgo, desde diferentes ángulos. Traté de agarrar algo con que cubrirme pero no pude levantar ninguno de mis brazos, me hallaba débil por completo. De nuevo mis ojos comenzaron a cerrarse, y antes de desvanecerme llegué a contemplar una puerta azul…

¿Qué pasa, Demichelis? ¿Por qué se sobresalta…? Mejor, mejor no me diga nada, permítame continuar, por favor. Ya habrá tiempo para más preguntas y obtendrá sus respuestas.

La verdad me resultó intolerable. No sólo me enteré de que yo no era Borges, sino una copia suya, también de que toda mi vida hasta entonces había sido una ilusión. Sé que recuerda al clon de Michel Jordan. Su caso es emblemático: contenía todas las habilidades del basquetbolista, pero no era basquetbolista, tenía otras inquietudes, otros sueños, porque era otra persona. ¿Qué ideó Angerami para poder tener a su tan anhelado Borges? Sencillo: crear un entorno virtual que emulara la vida del escritor. Tenía el dinero y el poder para convencer a casi cualquiera de hacerlo. Así que de pequeño fui conectado a las máquinas que simularon un mundo, mi mundo. Y mi dueño podía ver cuando quisiera a través de cualquier dispositivo cómo su preciado objeto de colección vivía esa vida falsa.

La cuestión es que Angerami tenía dos negocios. Uno, una pantalla, aunque sin duda una inversión segura: era propietario de vastos yacimientos acuíferos. El otro, la auténtica fuente de sus ingresos, siempre fue la clonación clandestina de seres humanos, famosos, por lo general, destinados a la prostitución. Cuando la clonación quedó prohibida, siguió con sus negocios y nada le impidió satisfacer su capricho de tenerme.

Pero un día, su suerte se acabó. Fue traicionado por su propia mujer, cansada de tantos maltratos (no vale la pena entrar en detalles). Ni los jueces, los políticos o la policía pudieron ya encubrirlo y su casa fue allanada. Lo único que encontraron para inculparlo fue a mí, encerrado en una habitación llena de máquinas, conectado a diversos cables, sumergido en una especie de pecera gigante… De todos modos, logró escapar y por mucho tiempo nadie volvió a saber de él. Conmigo decidieron ir de a poco, por eso una psicóloga se adentró en mi realidad virtual para convencerme lentamente de la falsedad de mi mundo y que yo tomara la decisión de salir. La psicóloga no era otra que Concepción, aunque Victoria era su nombre real. Nunca me hubieran convencido de semejante locura, para mí no iban más allá de planteos filosóficos, fascinantes conjeturas. Por eso la estrategia del beso para darme la pastilla. No tuvieron más alternativa que sacarme por la fuerza.

Los primeros años de esta vida nueva fueron una lucha constante contra la locura y la depresión. ¿Todo lo que había vivido era una farsa? ¿Todos mis amigos, seres queridos, meros programas de computación? ¿Puede usted, Demichelis, hacerse una idea de todo esto?

No. Obvio que no.

De todos modos, Victoria fue de gran ayuda; tenía sesiones continuas con ella. Había compartido conmigo mis últimos meses en el mundo virtual y llegamos a ser grandes amigos en este, el real. La misma Victoria fue quien me aconsejó que, si bien no debía olvidar todo lo que Angerami significaba para mí, tenía que proponerme algún objetivo, algo que me permitiera seguir adelante. De alguna forma, le hice caso. No, seguramente, como ella pretendía.

Comencé a militar en una ONG contra la trata de personas, incluso las clonadas, pues la práctica no había cesado. A la vez, me interesé en la programación de realidades virtuales y estudié durante muchos años hasta que obtuve mi título. Mi militancia, más el renombre que me daba ser el clon de Borges, me llevó a involucrarme en política. ¿Que cómo es posible que nunca haya oído nada sobre eso? Bueno, como ya le dije en varias ocasiones, Demichelis, cuando termine de contar mi historia, todo encajará en su lugar… Como decía, me convertí en político y llegué a ser diputado nacional. Puede imaginarse la cantidad de contactos que coseché a lo largo de mi carrera. Y no me avergüenzo en reconocer que no solo conocí la parte superficial de la política, sino la profunda, la oculta, aquella donde se teje la verdadera trama que envuelve a cada ciudadano. Sí, me convertí en un ser corrupto… ¿Pero no era esa mi naturaleza desde el origen? Además, fue lo que hizo posible que me acercara a las personas adecuadas que me permitieron dar con el objetivo de mi triste existencia: Esteban Angerami.

Lo encontré, al fin, veinticinco años después de mi despertar, postrado en la cama de un asilo, bajo otra identidad. Sin familia, sin poder. Era la primera vez que yo veía su rostro personalmente, y no le puedo explicar la satisfacción que sentí al darme cuenta de que aún me reconocía. Estaba paralizado por completo, ni siquiera era capaz de articular una sola palabra, pero su memoria funcionaba a la perfección. Lo noté en sus ojos, que brillaron un instante al posarse en mí.

Calderón de La Barca siempre fue uno de mis autores predilectos, más aún, desde que desperté al mundo real. En un pasaje de La vida es sueño, Segismundo pronuncia un hermoso, aunque desgarrador, soliloquio. En aquel momento tan crucial de mi existencia —me di cuenta más tarde—, una y otra vez, como en una letanía, recité su estrofa final:

 

Yo sueño que estoy aquí

destas prisiones cargado,

y soñé que en otro estado

más lisonjero me vi.

¿Qué es la vida? Un frenesí.

¿Qué es la vida? Una ilusión,

una sombra, una ficción,

y el mayor bien es pequeño:

que toda la vida es sueño,

y los sueños…

 

 

 

III

 

 

El clon dejó de hablar. Alan, sentado frente a él, no sabe qué creer y qué no de lo que está escuchando. Además, sabe que el relato no puede terminar ahí, en eso versos absurdos. Hay cosas que faltan, cosas que no cierran. Pero más allá de las palabras, más allá de la historia, hay algo que lo hace sentir incómodo. La mirada del clon, directa, fría, al igual que sus gestos, como si no lo afectara en lo más mínimo la historia —su historia— que cuenta. Incluso, cuando mencionó aquella puerta azul y él se sobresaltó por la coincidencia, notó una leve sonrisa en sus labios, como si el clon disfrutara su malestar.

—¿En qué piensa, Demichelis?

Alan no puede contener una mínima risa. La cabeza le va a explotar en cualquier momento.

—¿En qué pienso? Son tantos los puntos de esta historia los que no me cierran… ¿Cuál es su verdadera edad, por ejemplo? Según mis cálculos no puede tener mucho más de veinte y su aspecto concuerda con eso… Pero ¿todas las cosas que me cuenta que hizo? No es posible. ¿Cómo no supe nada de usted si fue una persona pública, expuesta a los medios de comunicación? Lo estuve buscando por años sin resultado. ¿Y qué fue de Angerami? ¿Lo mató?

—¿Parezco un asesino?

—No… Disculpe, pero es todo muy raro. No me diga que no se da cuenta de eso. Y me repitió hasta el hartazgo que todo iba a cerrarme cuando terminara su relato… ¿Qué me falta saber?

El clon le sostiene la mirada un instante y sonríe. Luego se pone de pie y camina hasta Alan.

—Acompáñeme, hay algo le que quiero mostrar.

Alan tiene ganas de gritarle que basta de tanto misterio. Pero también sabe que esta es la gran oportunidad de su vida profesional; de hecho, pasó mucho tiempo desde la última vez que sintió tanto vértigo por una investigación.

Deja el sillón y lo sigue, por un pasillo tan largo como el de la entrada. El clon, que va un metro adelante suyo, sigue hablando.

—No soy un asesino, Demichelis. Lo que hice fue traer a Angerami a esta casa y lo coloqué en una habitación. Como puede notar, esa no es una situación muy distinta a la que tenía en el asilo. Pero, claro, yo necesitaba venganza. Este tipo no sólo arruinó mi vida; fueron incontables sus víctimas. Su señora se llama Lorena, ¿no es cierto?

—¿Cómo…?

—Son muchas las cosas que sé —lo interrumpe, sin dejar de caminar—. Usted conoce todo por lo que pasó y, supongo, la ama. Imagínese, entonces, que todo lo que le gusta de ella, todo lo que la convierte en única, sus buenos y sus malos momentos, no existirían (o casi no existirían) si ella no fuese libre. Al contrario, estaría condenada a ser lo que otro, su dueño, deseara. Alguien que no se conformaría sólo con haber fijado su genética, sino que también buscaría determinar los actos futuros de Lorena, sin tener en cuenta sus gustos, sus intereses, sus estados de ánimo. Una esclava, para llamar a las cosas por su nombre. Ahora, multiplique eso por mil: eso es Angerami. ¿Qué podía hacer la justicia, si yo lo entregaba, en el estado en que lo encontré? Nada, nada que realmente se mereciera. ¿Qué haría usted en mi lugar?

—Me dijo que no lo mató.

En el único recodo del pasillo el clon se detiene y se da vuelta. La sonrisa persiste en sus labios. Luego mira a su izquierda, la continuación del pasillo que Alan no puede ver.

—Acérquese, Demichelis, quiero mostrarle la puerta tras la cual están encerradas todas las respuestas.

Presiente que será testigo de algo desagradable. A pesar de eso, camina hasta el clon. Cuando contempla la puerta azul, siente un vacío en su estómago y las piernas le flaquean. Está a punto de desplomarse pero el clon lo sostiene y de inmediato relámpagos de imágenes toman su mente por asalto. Se ve en esa misma casa, discutiendo con Lorena. Ella lo llama Esteban y le echa en cara que se ande revolcando con cualquier puta que se le cruce por ahí. Otra imagen. Él la toma por los hombros, la sacude con furia, le pregunta a los gritos por qué lo hizo. Otra imagen. Sus manos aferrando un cuchillo que se hunde una y otra vez en el vientre de Lorena. Otra imagen. Está aterrado, mira hacia la puerta azul, lo único por lo que pueden inculparlo. Desde afuera llegan ruidos de disparos y algunas explosiones. Uno de sus hombres fieles lo sujeta fuertemente y lo saca de allí.

Se desvanece.

Cuando abre los ojos el clon está ahí. Recorre la habitación con la mirada: monitores por todos lados y en el centro un cubo gigante de vidrio, lleno de un líquido rosa y, dentro de él, un hombre sumergido, conectado a cables, decenas de cables. Con esfuerzo Alan abandona el asiento y aproxima el rostro al cristal.

—Soy yo —dice.

—¿Sorprendido?

—Un clon…

El clon suelta una carcajada.

—No, realmente… ¿Qué es lo que último que recuerda antes de desmayarse?

—Yo… Yo…

Alan hurga en su mente, que parece vacía. Tiene que volver a sentarse porque está mareado. Entonces, de a poco, recuerda. Pero lo que recuerda nada tiene que ver con su vida, es la vida de otro, otro que también es él. Sacude la cabeza de derecha a izquierda. Aunque trata de evitarlo llora, explota en un llanto cada vez más fuerte. El clon, impasible, lo observa.

—Yo… ¿Yo soy Esteban Angerami? —suelta, al fin.

El silencio que se abre a continuación es la respuesta adecuada a su pregunta; es una grieta por donde asoma el vacío, la nada, la verdad.

—Como le dije, estudié programación, y me especialicé en realidad virtual. También investigué el proceso por el cual una persona puede estar permanentemente conectada a una computadora y seguir viviendo, como hicieron conmigo. Me costó mucho, en especial porque no es algo que pueda hacer solo, pero conseguí la ayuda necesaria, personas fieles siempre y cuando el pago estuviese a la altura de las circunstancias. Y el resultado puede verlo ahora con sus propios ojos.

—¿Todo es falso, entonces? ¿Lorena, Mar…? —el llanto le impide continuar.

—Si quiere verlo de esa manera, sí. Hubo una Lorena en su otra vida, la misma que lo traicionó y que usted asesinó. Una versión de ella, distinta en parte, es la que usted tanto ama… ¿Cruel, no?

—Esto no puede estar pasando… —Alan intenta pararse, pero sus piernas no responden.

—No sólo está pasando, Angerami, volverá a pasar una y otra vez. La misma historia, donde usted se obsesiona con el clon de Borges, tiene esas extrañas pesadillas, y finalmente llega aquí… A principios de siglo XXII hubo un gran avance, ¿sabe? Por un lado, aparecieron las primeras conciencias artificiales, tan conscientes de sí mismas y de su entorno como un ser humano. Pero también se logró trasladar parte de la memoria de las personas a discos rígidos. Interesante, ¿no?

—Por qué tiene que importarme todo eso.

—Simple. Su cuerpo murió hace décadas. Eso que ve dentro de la pecera es, como todo este entorno, una representación virtual, como usted y yo. Pero me aseguré de preservar su memoria, que permanece codificada en un montón de ceros y unos… ¿No podría ser yo mismo, aquí y ahora, un programa y que el clon de Borges haya muerto siglos atrás? Si le llego a revelar la cantidad de veces que hemos tenido esta charla, no lo creería. Una y otra vez, Angerami, por la eternidad. ¿Conoce el mito de Sísifo?

—Usted sabe que sí.

Alan sacude la cabeza. Quiere alcanzar el cuello del clon, pero su cuerpo no responde. El otro lo observa y sonríe.

—No lo intente más, Angerami, no va a moverse de esa silla a no ser que yo lo desee.

—¿Qué me va a hacer ahora, hijo de puta? ¿¡Qué!?

Y de nuevo el llanto.

—Nada, Angerami. Me basta con verlo destrozado, impotente, sabiendo que ni Lorena ni Martín existen, que todo no fue otra cosa que un sueño.

—Basta, por favor…

El clon se pone en cuclillas, para verlo directamente a los ojos. Alan quisiera mirar para otro lado, pero no puede; comprende que no es dueño de su cuerpo, como no lo fue de ningún instante de su vida.

—Vamos a terminar con esto. ¿Le gustaría tener dos hijos esta vez? ¿Dos esposas? Fue interesante la ocasión en la que era homosexual…

Alan siente que los párpados le pesan, poco a poco la voz del clon se hace más grave y lejana. Las cosas a su alrededor empieza a girar, y ve el rostro de Lorena por todas partes. Finalmente, lo último que escucha antes de perderse en la inconciencia, es la pregunta que jamás podrá responder:

—¿Cómo se imagina su nueva vida, Angerami?

 

 


Francisco Costantini nació el 11 de mayo de 1983 en Mar del Plata. Es profesor en Letras por la Universidad Nacional de dicha ciudad y se desempeña como docente de Lengua y Literatura en varios colegios. También es editor de Letra Sudaca Ediciones y mantiene el blog http://franciscocostantini.blogspot.com. Ha participado con sus textos en revistas y antologías. Este año publicará su primer libro de cuentos, “La tortuga y la persiana”.

Hemos publicado en Axxón, entre sus obras de ficción: ESA PROFUNDA SOLEDAD, UN BREVE DESCANSO, LA DESGRACIA, JULIETA, SUSTANTIVOS, MIENTRAS DORMÍS, VIVO, CADA PIEZA EN SU LUGAR. También hemos publicado, como no ficción: VEINTICINCO AÑOS DE CUÁSAR: ENTREVISTA A LUIS PESTARINI y LA PREGUNTA INCESANTE: ¿QUÉ ES LA CIENCIA FICCIÓN?


Este cuento se vincula temáticamente con OCHO, de Alejandra Decurgez; UNA EN UN MILLÓN, de Rodrigo Juri y LA VACA NO ES UNA VACA, de Javier Goffman.


Axxón 256 – julio de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Clonación : Realidad virtual : Argentina : Argentino).

“Reencuentro”, Enrique Decarli

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A Máximo Díaz

 

 


Ilustración: Guillermo Vidal

—Donde siempre —dijo Máxi—. Te veo ahí en quince, Rolfi. —Y colgó.

Salí del locutorio. Varela Varelita, pensé. Paraguay y Scalabrini Ortiz. ¿Derecha o izquierda? Y me gustó dudar. Me gustó comprobar que un año en el extranjero había hecho que perdiera un poco el sentido de orientación. Me gustó pensar cuántas esquinas más tendría que volver a descubrir. Rearmar Buenos Aires y rearmar el bar, nuestro rincón en la última mesa, frío y oscuro al lado del baño. Rearmar a Máxi, aunque Máxi fuera uno de esos tipos que, kilo más kilo menos, siempre está igual. Quizá estuviera tostado porque el verano, salvo una escapadita por trabajo, él lo pasa en Punta con Daniela. Los anteojos negros en la cabeza, las bermudas color hueso, la remera de Los Beatles y unos zapatitos náuticos, Máxi querido, no terminaríamos sino a las tres, borrachos, abrazados, desafinando Sui Generis y tambaleándonos hasta alguno de esos lugares donde nos encanta ir y acabarían de vaciarnos en todos los sentidos posibles.

Paraguay y Scalabrini Ortiz. La esquina de Varela Varelita.

 

—¿Rolfi…? —llamó alguien desde atrás.

No reconocí la voz. Pero en la cadencia había algo familiar. Se trataba de un muchacho retacón, unos diez años mayor que yo. Morocho y regordete, venía hacia mí mostrando una sonrisa de maizal.

—¡Rolfi…! —decía abriendo los brazos.

Quizás mi desconcierto lo intimidó. Porque lo que prometía ser un abrazo efusivo terminó siendo una mano curtida que repasó mi camisa como con un fratacho. Moví un poco el brazo para deshacerme de tanta aspereza. Tanta cal.

—Entremos… —dijo el tipo. Lo dijo como podría haberlo dicho Máxi—. Entremos, Rolfi… —Y se metió en el bar. Despacio. Tranquilo. Casi pendulando.

Dejé que se alejara y sólo me decidí a entrar cuando lo vi acomodarse en la mesa del fondo, al lado del baño. Entretanto intentaba recuperar la imagen de Máxi. Ahora (tal vez por la penumbra del bar) se me confundía con la de ese hombre chueco, envainado en un pantalón raído, diez centímetros más bajo que Máxi y que traspiraba horas extras.

Me senté en la silla de enfrente. Recuerdo un silencio muy largo. Cuanto pude le esquivé la mirada. Seguía atento al movimiento de la puerta y la llegada de Máxi. El mozo debería ser nuevo, no lo conocía.

—Una cerveza negra —pedí.

Costumbre de nuestra época de facultad, Máxi y yo, después de cada final, tomábamos unas cuantas cervezas negras. Pero el mozo no se movió:

—Vos, Máxi…, ¿lo de siempre?

De mal modo, lo dijo. Al que el mozo llamó Máxi asintió sin levantar la cabeza. Me quedé mirándolo.

—¿Y…? Qué tal es España —me preguntó mientras se removía, con un escarbadiente, la mugre bajo las uñas—. Contate algo, che.

Máxi (mi amigo) viaja a España entre una y dos veces al año. En los ojos de este Máxi había esperanza. Como si acabara de preguntarme cómo es Marte.

—Linda —dije—. España…, es muy linda, Máxi.

—Yo pegué una construcción a dos cuadritas —dijo de pronto, más animado. Al menos sigue, pensé (o está) en la construcción—. ¡Unos edificios de la gran flauta, che, tenés que ver!

—¿Mucho laburo?

—Y… Pa’ parar la olla alcanza, ¿viste? Y la patrona, por suerte…

—¡Ah!, eso… ¿Y Daniela?

Se lo pregunté más para divertirme buscando coincidencias que por interés.

—Te manda muchos cariños —dijo.

En ese momento el mozo trajo dos vasos. La cerveza. Un pingüino y una soda.

—¿En Punta? —le pregunté.

—¿Eh…?

—Que si ella, Daniela, está en Punta del Este, digo.

—¿Punta…? ¡Punta!, qué te ha picao, Rolfi.

Durante la hora que duró el encuentro (tal vez más), yo esperé que Máxi entrara por la puerta. O que el otro Máxi comentara, aunque sea algo, de nuestras cervezas. Máxi no llegó y el Máxi que tenía enfrente se limitó a tomarse el vino del pingüino. Esperé a que propusiera ir a alguno de esos lugares que tanto nos gustaban, pero cuando podía escaparse de Daniela (así dijo), iba a bailar a no sé dónde, un boliche en Constitución. Con sorna, le pregunté quién dirigía la obra donde trabajaba. Y ya estaría demasiado picado. Entre risas babosas, modulando palabras flácidas y golpeando la mesa, gritó que las obras las dirigía él.

—Yo, yo y yo, ¡qué mierda!

El mozo entonces se acercó y le dijo que no armara tanto escándalo. Que siempre lo mismo. Que no iban a dejarlo entrar más. Que no podía tomar un poco sin mamarse. Que de una vez por todas pagara lo que debía. Máxi se levantó apoyándose en la mesa y le pegó una piña en la cara. La cerveza y la soda estallaron en el piso. Me paré y empecé a alejarme. El mozo, con ayuda de un hombre que saltó la barra, volteó a Máxi. Antes de que saliera gritó que me lo llevara. Desde la puerta le juré que no lo conocía.

La noche se había cerrado en el fondo de Scalabrini Ortiz. Las calles se hundían y juro que tuve miedo. Miedo de un pobre tipo al que ahora le estaban dando una paliza entre cuatro. Un taxi dobló en la otra esquina, le hice señas.

—Rolfi… —balbuceó, a mi espalda, la voz de Máxi. Eructando espasmódicamente, hacía equilibrio contra una pared. La nariz y la boca hechas pedazos—. ¡Rolfi! —decía abriendo las manos. Viniendo, nebuloso como en un sueño, hacia mí.

El taxi estacionó al lado mío. Abrí la puerta y subí. Máxi me miró. El auto arrancó pero los gritos me alcanzaron:

—¡Qué te hicieron allá, Rolfi! ¡Qué te hicieron en España, viejo!

 

 


Enrique Decarli nació en Buenos Aires en 1973. Es abogado y músico y vive en Rafael Calzada, provincia de Buenos Aires. Su último libro de relatos, Jauría, de próxima aparición en la editorial Eloísa Cartonera, fue uno de los ganadores del Concurso “Sudaca Border” 2013. Su primer libro de cuentos, Desde la habitación del sur (Libresa, 2009), fue finalista del Concurso Internacional de Literatura Juvenil Libresa, de Ecuador, y lectura recomendada para la Escuela Media en el marco del Plan de Lectura Nacional 2010 por el Ministerio de Educación y Cultura de la Nación Argentina. Finalista de la tercera edición del Concurso Literario “Eugenio Cambaceres, 2013? que organiza la Biblioteca Nacional junto al Museo de la Lengua por su colección de cuentos Vía Láctea, en la actualidad se desempeña como coordinador de talleres literarios. La editorial Textos Intrusos acaba de publicar Big Bang, su segundo volumen de relatos. Algunos de sus textos fueron publicados en Escrituras Indie, Revista Axxón y La Balandra (otra narrativa); también en Uruguay, en la revista Literatosis, y en España: El Coloquio de los Perros, Babab.com y Narrativas.

En Axxón, además de numerosas ficciones breves, hemos publicado: LOS DESPOJADOS, PALOMAR, LAS OPORTUNIDADES PERDIDAS, DESDE LA HABITACIÓN DEL SUR


Este cuento se vincula temáticamente con ALGO MÁS IMPORTANTE QUE INSTANTES O TROPIEZOS y MI AMIGA LUJÁN, de Enrique Decarli, y CAFÉ SPECULA, de Pé de J. Pauner.


Axxón 256 – julio de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ficción especulativa: Universos paralelos : Amistad : Argentina : Argentino).

“La poética de las sirenas” (parte 1), Teresa P. Mira de Echeverría

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Para Daniel y su maravilloso arte.
Y para su primogénito, parte de ese arte.

 

 

“Las sirenas poseen un arma aún más letal que su canto: su silencio…

Y aunque es improbable que sucediera alguna vez, es posible que alguien haya logrado escapar de su canto; pero de su silencio, ciertamente, jamás.”

Franz Kafka, “El silencio de las sirenas”

 

 


Ilustración: Tut

El sonido de su voz era amaderado y profundo, como el de un fagot. Lo justo como para ser aterciopelada, sin dejar por ello de ostentar una nota sutilmente áspera. Hablaba suavemente y en forma pausada. Había intimidad en la manera de pronunciar sus frases parsimoniosas, de estirar las oraciones, de estancar densos silencios. Chasqueabas las “t” y silbaba levemente algunas “s”, empastando otras; mientras que las “p” se ahogaban junto con unas aristocráticas “r”. Particular interés despertaban sus “k” finales, siempre detenidas en un abrupto estallido sordo.

Su acento británico embelesaba, prendido en su lengua y sus dientes y sus labios, logrando un efecto hipnótico y relajante capaz de despertar en su interlocutor una mezcla de confianza natural y sensualidad lúbrica.

A través de los cristales repartidos de la ventana ubicaba a su espalda, la luz se derramaba generosa y tangible. El biselado jugaba con la claridad del amanecer y los tonos verdes que las hojas filtraban, dividiéndola caprichosamente con pequeños acentos de tornasol. El polvo en suspensión nadaba plácido en las corrientes de luz que descendían desde el alto respaldo del deslucido sillón de tela bordeaux, hasta una alfombra cansada ya de sus ocres y celestes.

Eleazar Rickman. De unos imprecisos cincuenta años de edad. Alto. Delgado. Con su pelo fino, veteado de gris y bronce, y sus ojos color tabaco. Vestido con su eterno cárdigan color pistacho y su porte de sangre azul. Un seductor involuntario, completamente ignorante de esta influencia suya, ejercida indiscriminadamente tanto sobre mujeres como sobre hombres.

Eleazar Rickman. Poeta genético. Rodeado siempre de sus creaciones unánimemente hermosas y melancólicas —incluso aquellas que podrían, objetivamente, considerarse “feas”.

Ése Eleazar Rickman estaba dando una clase de poesía nucleica para un selecto grupo de alumnos que, sentados en la alfombra, no sabían si escucharlo, enfocar su mirada en las excelsas criaturas que se paseaban por la biblioteca, o adorarlo como a un dios.

—En la seguridad de las transgresiones establecidas se camina sereno, ¿qué más se puede hacer? Pero en… aquellas sendas que no lo son, cuando el empalme es… inadecuado… allí se abre la veta que la tímida y caprichosa Uracilo nos tiene reservada más allá de sus puentes de hidrógeno…

Una figura blanca, longilínea y etérea, estaba sentándose a un costado de su creador. De cerca, la piel era de la misma sustancia que las perlas, pero casi tan sutil como una gasa. Varias capas de esta piel se superponían, manteniendo entre ellas verdaderos mapas de venas azules, verdes y violáceas. El efecto era fascinante y algo tétrico. Las capas se deslizaban, como flotando, a medida que el ser respiraba a través de pequeñas agallas disimuladas aquí y allá. Sus ojos —dotados de pupilas de diferentes tonos de blanco e iris de polvo metalizado en constante movimiento—, rodeaban su cabeza como una diadema. Dieciséis en total. Uno al lado del otro.

Cada respiración era como un susurro, y el ser susurraba por sus mil agallas. Y cada susurro era como la levitación de un velo nacarado entretejido de azules, violáceos y verdes.

No había boca visible, sólo una filigrana de arabescos semovientes de color azul eléctrico. Y las filigranas mutaban en patrones tan hipnóticos como la voz de su hacedor. Porque Eleazar Rickman no vertía su poesía en palabras, sino que les daba vida, las convertía en seres de carne y hueso.

El poeta bajó su mano y acarició la cabeza de su obra maestra: “Serenity walks in beauty, like the landscapes of syrup and salt“. Bajo su roce, las escamas de la coronilla se desplegaron en millones de blancas cintas que se enredaron en sus dedos, perfumando a mar y pachulí la biblioteca.

Lo agrio y salado, unido a lo amaderado y alcanforado, hicieron llorar de emoción a más de un estudiante.

La criatura dejó que su dedo se estirara varios centímetros y recogió una de aquellas lágrimas. Al contacto, un aroma de miel, limón y benjuí (avainillado y lácteo), emanó de su uña de plata. Recogió el dedo, que ahora olía a resina de pino y cassis, y apoyó su cabeza contra la pierna del maestro Rickman.

—Serenidad es capaz de leer nuestros aromas y enamorarse. ¡Cuidado!, no querrán romper su frágil corazón —esbozó una sonrisa triste mientras recomenzaba las caricias, y agregó—. Lo último que captaron es mi olor, mi “esencia” según él. Por algún efecto secundario no planificado de su empalme genético, parece amarme con desesperación… pero eso no obsta para que pueda amar a otros. Por eso lo doté de uñas de titanio y una notable fuerza: para proteger su fragilidad. Así que, repito… cuidado.

La advertencia murió en un susurro.

El maestro abrió un libro de cubierta de tela verde con grabados en oro, una exquisita edición Moxon de 1870 con dibujos de Madox Brown, y prosiguió su lección: “Byron desoxirribonucleico”.

Como si hubiese sido llamado, un ser hecho de pura sombra comenzó a rondar al pequeño grupo. Era una oscuridad tan profunda y opaca que parecía tragarse la luz. No tenía una forma definida, pero era definitivamente femenina. Y sus ojos brillaban en negro sobre negro.

Rickman señaló la figura como al descuido y dijo:

—No es una traducción, no puede serlo nunca… las traducciones son recreaciones, sí, pero aún están… o pretenden estarlo… demasiado apegadas a la esencia primaria del texto… Tampoco es una… materialización simple y literal del poema… o, como se imaginan, el mundo se acabaría…

Un murmullo entre los alumnos confirmó que éstos habían comprendido que la criatura-poema en cuestión era “Darkness of the Universe“, otra de sus creaciones basadas en Byron. Mucho se había comentado, cuando trascendió la noticia de este trabajo suyo, acerca de si el maestro la dotaría de algún virus mortal para mantenerse fiel al espíritu de la obra. Por supuesto que el maestro había descartado tan descabellada idea; pero no porque fuese algo desatinado o éticamente reprobable, sino porque la literalización le parecían un crimen artístico.

—Muy por el contrario—prosiguió—, Oscuridad es una reinterpretación… una reinvención de la reinvención textual que yo efectué respecto de la visión de Byron… Verán… es imposible ver lo que otro contempla tal como él lo ve. Nunca sabremos qué es lo que saboreaba Byron realmente en su poesía, sólo podemos ver a Byron tal cual somos, jamás tal cual fue… Oscuridad es Byron según Rickman…

En ese momento, la criatura extendió unas alas inmensas, desmesuradamente largas, repletas de plumas tan negras que parecían fagocitar toda la luz del recinto. Entonces, miles de diminutas partículas refulgieron como estrellas entre sus barbas, durante apenas unos breves segundos, para luego apagarse lentamente. El efecto era tan sobrecogedor que acentuaba la oscuridad final.

—E, incluso —completó el maestro—, Oscuridad es Byron, según Rickman, según… —en ese momento instó, con un gesto de su mano, a que una de las estudiantes diese su nombre.

—A… Ada… —tartamudeó sorprendida la joven—. Ada Blenders, maestro.

Eleazar enarcó una ceja y reprimió una sonrisa:

—Según Blenders, entonces —Oscuridad plegó sus alas hasta convertirlas en una especie de capa, idéntica a la de una de las pesadillescas novias de los cuadros de Ernst, y se acercó a la jovencita. Sobre su cuerpo femenino, azabache y desnudo, su rostro de búho era inescrutable. Se arrancó una de sus plumas y se la tendió a la estudiante. En el momento en que la titubeante chica asió el cálamo, la pluma transformó su color negro opaco en un bermellón vibrante plagado de tonalidades naranjas y fucsias—. ¿Comprende usted?

La chica pasó la pluma a otra persona para que la admirase, pero se deshizo en una miríada de pequeñas barbillas sueltas y grises como la ceniza.

—¡Ah, pero recuerden! —agregó casi jocoso Rickman— Es su punto de vista, el de nadie más… Y usted, mi querida niña —dijo dirigiendo su mirada a la jovencita—, parece haber sido creada para la poesía genética: ¿Ada? y ¿Blenders?… El nombre de la hija de Byron, el apellido de un “mezclador”, un empalmador

La muchacha sonrió, sonrojada, y luego respondió en voz apenas audible:

—Soy la hij… la obra de Sir Vázquez, maestro.

La faz del poeta se enterneció de pronto:

—Lo sé, querida niña, lo sé. No todos los días el poema viviente de un amigo viene a tomar clases conmigo. Te vi nacer hace… ¿cuánto? ¿Veinticinco años, ya?… ¡Sí, veinticinco años! La obra maestra de Sir Károly Vázquez, claro que sí —luego giró su rostro hacia su blanca y vaporosa creación arrodillada junto a su pierna—. ¡Ella podría ser tu hermana, Serenidad!

La criatura se levantó de pronto y se sentó junto a la chica, asiendo su brazo. Todo a su alrededor olió, de pronto, a una delicada mezcla de pimpollos de rosa, ruibarbo y pan de jengibre.

 

 

* * *

 

 

Cuando la lección terminó, los estudiantes se fueron levantando casi a pesar suyo. Nadie quería irse sin expresar algo, pero la mayoría temía decir una estupidez frente al genial hombre. Claro que siempre estaban los suficientemente engreídos como para suponer que tenían algo brillante que decir (usualmente una obviedad o una trivialidad), o aquellos que habían ensayado su declaración de admiración y ahora la recitaban titubeantes. Y también había quienes se alejaban despacio, como esperando que el sabio los reconociese y los elevase de su anonimato, convalidando su existencia como escritores.

Pero Rickman, usualmente divertido con todos esos clichés de la socialización académica, hoy no tenía tiempo para las inseguridades propias de los estudiantes. Alcanzó a Ada antes de que ésta se escabullera, tímida, por la puerta de la biblioteca, y la invitó a tomar el té.

—Una suerte de brunch, me temo —aclaró el poeta. Y la palabra “brunch” sonó en su boca como si un imperturbable diamante hubiese implotado en algo acogedor y cálido.

Mientras las creaciones del poeta salían a pasear por unos jardines de calculada negligencia, o se arrastraban por las habitaciones de la casona, Eleazar Rickman condujo a la joven-poema hacia un salón desde el que se podían divisar unos árboles eternamente primaverales —gracias al arte de su dueño—, y junto a una mesita que exhibía austeros pero delicados manjares.

—¿Gustas, Ada? —dijo tendiéndole un plato de porcelana con pequeños tompouce y baklava.

La muchacha asintió, y tomó un diminuto rectángulo de color rosado.

El poeta sirvió el té en silencio. Sobre el rumor de las hojas de los árboles, se oía el respirar ansioso de Ada y el tintineo de la porcelana.

Rickman tomó un trozo de fruta confitada y sorbió un poco de su té con leche, mientras miraba a la muchacha:

—¿Por qué no “Ada Vázquez”? —la voz del hombre apenas si quebró el silencio en un ronroneo, pero la joven se sobresaltó de todas formas.

Él conocía perfectamente la respuesta, pero quería saber qué explicación le había dado su amigo a la chica.

Hubo un sonrojo inicial y una palidez subsecuente, algo que acongojó el corazón del poeta y lo hizo arrepentirse de su curiosidad.

—No por mi causa, maestro —Ada hablaba sin levantar la vista del ambarino líquido que llenaba su propia taza—. Pero tampoco es culpa de mi… supongo que ante usted podría decir “padre”, porque así lo siente mi corazón —con un gesto delicado se encogió apenas de hombros—. Creo que él no puede verme como a una hija porque sencillamente no soy humana. Y no lo culpo; es más, lo comprendo.

Un “Oh” ahogado, surgió del fondo del pecho del poeta.

—Pues eso es una injusticia, señorita Vázquez.

La muchacha sonrió con gusto, con auténtica felicidad ante la caballerosidad de Eleazar.

—Mi creador me dijo que usted era un hombre muy bondadoso y leal con los amigos.

Una suave risa de bajo pareció retemblar las maderas de la habitación:

—Y por eso tengo pocos. Tu creador, querida niña, no sólo es mi amigo, sino que fue mi… mentor. Le debo mucho —por un momento, sus ojos se perdieron en algún recuerdo lejano. Luego, súbitamente, se enfocaron en el presente que sonreía frente a él—. Y ahora supongo que al fin tendré la dicha de poder pagar una ínfima parte de mi deuda de gratitud para con él… en su creación… Claro está, si es que aceptas ser mi pupila…

Ada tosió ante la noticia. Estaba preparada para que el maestro Rickman le preguntase por su hacedor, o por su propia poesía; pero como una cortesía hacia un amigo. Jamás hubiese soñado con algo así.

—Pero yo, maestro, yo no soy una persona. Yo tan sólo sería…

—…poesía, haciendo poesía. —completó el caballero.

Terminaron el té en silencio. Había también platos salados, pero no los tocaron.

Rickman no podía quitar sus ojos de la joven de cabellos achocolatados y piel blanca, que se estiraba inconscientemente las mangas de su polera roja sobre las manos, hasta cubrírselas.

Ella admiraba el parque mientras trataba de evitar —con variable éxito— posar su mirada directamente sobre el célebre autor.

Había algo en la atmósfera que rodeaba al hombre que la hacía sentirse a gusto, protegida, tranquila. Era como estar frente a un hogar, o junto a una fuente de agua. Únicamente podía sentirlo, no había palabras para ello. El silencio era tan agradable junto a él.

La voz de terciopelo la despertó mansamente de su ensueño:

—¿Querrías ver el parque, Ada?

 

 

* * *

 

 

Que el aire de la primavera olía a gloria, eso pensó Eleazar Rickman; a árboles reverdecidos y césped recién cortado. Que aquello era una delicia, un rebosamiento de la vida vegetal, la más prístina y genuina; y que la muchacha encajaba en ese sitio a la perfección.

El poeta aspiró profundamente ese aire de paraíso terrenal. La frescura del viento traía y llevaba los aromas del jardín, y el sol apenas si lograba entibiarlo.

Se quedó observando a Ada con detenimiento, mientras ella paseaba admirando los pimpollos que aún no habían abierto. Verla no consistía únicamente en la contemplación de un delicado poema orgánico, sino en el deleitarse en una hermosísima mujer.

Vázquez había insistido en que fuese plenamente humana, en que sus elementos simbólico-poéticos no radicaran en su cuerpo sino en su psique. Bueno, en realidad Károly había dicho: “en su alma”. Ahora Rickman estaba agradecido de que la voluntad de su amigo se hubiese impuesto a la suya. Muy agradecido.

Ada era de estatura mediana, delgada, de cabellos lacios y largos tan marrones que parecían negros, salvo cuando el sol los iluminaba directamente. Su piel era blanca pero rozagante. Tenía, bajo unas espesas cejas, los ojos del color verde hierba más impactantes que el maestro recordara. Siempre parecía estar a medio camino entre el recato y la felicidad pura. Su sonrisa era fácil pero auténtica, formada con unos labios no muy carnosos pero perfectamente dibujados, oferentes. Su rostro era un óvalo delicado, de nariz corta y recta. Y su cuerpo…

—¿Cuál es ésta?

La voz de la muchacha interrumpió sus cavilaciones.

Eleazar se le acercó, caminando con las manos a la espalda, y respondió en forma demorada con su voz cautivante de fagot:

—Eh… creo que son… peonias —dijo formando exageradamente cada sílaba con la precisión de un coreuta—…Sí, peonias.

Ella sonrió como una niña:

—¡Son hermosas!

Él extendió su mano y rozó apenas el cabello de Ada. Ella ni siquiera lo notó.

El poeta se reprendió a sí mismo por tamaña tontería, y retrocedió varios pasos en dirección a los pinos y los tilos en flor. Sus fuertes y maravillosos aromas lograrían centrarlo, pensó.

Ella trotó a su lado, lo sobrepasó, y se sentó en el suelo, bajo un tilo.

—Gracias —exclamó la muchacha con el rostro iluminado por la alegría—, esto es tan hermoso… Lo sé, no dejo de decir esa palabra. ¡Pero es que lo es! Es como otro mundo, un refugio, un universo diferente lleno de vida.

Eleazar, de pie, se recostó contra el tronco de un pino. A su sombra hacía frío y él se envolvió los brazos. No podía dejar de mirar a Ada.

Era tan sencillo sentirse atraído por ella, por su juventud, por su vitalidad, por su belleza. Y para él era tan simple el desearla; porque no sólo era una mujer, ¡era, literalmente, un poema! ¿Y qué otro destino más sublime podía existir para un poeta que el de dejarse enamorar por la poesía hecha carne?

—¿Por qué has venido a mí, Ada?

La pregunta era simple pero escondía tantos niveles en su mente, tantos significados. Era el interrogante directo por un motivo, pero era también la desconcertante inquietud ante el destino, ante la irrupción de la joven en su vida. Incluso era el cuestionamiento existencial del propio ser de esa mujer-poema.

Ella lo miró con los ojos muy abiertos, tal vez intentando leer esas capas o tratando de captar la intención del poeta: ¿aquello era un reproche o simple curiosidad?

—Maestro —la voz de la joven era cristalina, hecha de sol y de verde—, ¿podría contarle un sueño?

Rickman asintió, intrigado, y se deslizó dificultosamente por el tronco del pino hasta sentarse él también en el suelo. Las articulaciones le crujieron más fuerte de lo que hubiese deseado, y emitió un leve quejido cuando su cintura tomó la forma del hueco entre el tronco y el suelo cubierto de agujas de pino.

Ella era joven, pero él ya no, pensó. Sin embargo la muchacha no parecía notarlo y eso le daba la ilusión de compartir su vitalidad en el cuerpo, tanto como lo hacía en el espíritu.

—Sucede cada noche desde hace casi cinco años, pero recién hace poco tiempo se lo conté a mi padr… a mi creador —se corrigió a sí misma.

Eleazar sabía perfectamente el verdadero origen de aquel titubeo. Uno que la propia chica desconocía.

Vázquez jamás había querido que ella se considerase su hija, no por crueldad, sino por una única y poderosa razón: estaba enamorado de su poema viviente, tanto como Pigmalión de su estatua.

Que supiera, y según las cartas de su amigo, Ada nunca se había enterado de esos sentimientos, ni debería hacerlo jamás.

Había algo trágico en todo aquello, algo de lo que él mismo era testigo. Aunque la chica había nacido así, plenamente formada y adulta, ella inmediatamente había visto a Károly como un padre. Y cuando Vázquez lo notó, transido por el dolor, decidió evitar cualquier tipo de demostración de cariño hacia, o de parte, de ella.

Por eso Ada ni siquiera llevaba su apellido.

Eleazar no podía imaginarse viviendo veinticinco años junto a alguien tan deseado y tratarlo con una cortés indiferencia. Aquello debió haber sido una agonía para su amigo.

Y también una desconcertante zozobra para la pobre muchacha.

—…entonces levanto la mano y sostengo la esfera de metal pulido frente a mi rostro —la chica estaba hablando y Rickman intentó concentrarse nuevamente en lo que decía—. Y lo que veo allí, maestro, es algo muy extraño. No siempre es lo mismo. Sé que debería ver mi rostro y el sitio que me rodea, conozco la obra de Escher, pero nunca es eso lo que veo…

De pronto Ada se detuvo. Tenía el rostro inclinado hacia la derecha, y miraba los manchones de luz que el sol tejía sobre el piso con la complicidad de las ramas del tilo. Los manchones cambiaban y se movían a medida que el viento agitaba el árbol. A veces, alguno de ellos cruzaba por su rostro ahora absorto.

El poeta la instó a seguir:

—¿Y qué es lo que ves, Ada?

Ella alzo la cabeza de pronto. Sus profundos y verdes ojos se clavaron con tal intensidad en los de Rickman, que éste sintió un nudo en el estómago, tal como cuando era un muchacho.

De pronto estaba más vivo que nunca.

Ella titubeó, volvió a bajar la vista y susurró:

—A veces lo veo a usted. A veces, a un ser pequeño, un bebé sirena dentro de un huevo translúcido semejante a una burbuja. A veces… A veces, otras cosas.

Él tanteó con las palabras el aire que los separaba, la brisa fría que mediaba entre ellos, el aroma a vida vegetal que los envolvía en el mismo secreto:

—¿Y qué dijo Károly cuando se lo contaste?

Eleazar pudo ver cómo las lágrimas contenidas humedecían el verde de esos ojos magníficos.

—Él —hizo una pausa, tomó aire, y prosiguió—. Él me dijo que era hora de que me fuera de casa. Que era una mujer adulta y debía hacerme cargo de mí misma; que ya no había sitio para mí en su hogar. Dijo que quería comenzar con otras creaciones y que yo lo estorbaría con mis inoportunos e insignificantes problemas de evolución —la chica era fuerte, ni una sola lágrima cayó. Tragó sonoramente, se compuso, y prosiguió su alocución mientras miraba de frente al poeta—. Cuando le pregunté qué sería de mí, me respondió que era una magnífica estudiante y que usted me recibiría. Que además era hora de que supiera qué se esperaba de mí.

Eleazar se quedó pasmado. Entornó los ojos y preguntó en un murmullo suspicaz, tan bajo como el sonido del batir de las agujas del pino:

—¿Que qué se esperaba de ti?

Ada se puso de pie casi de un salto, y comenzó a caminar nerviosamente de izquierda a derecha, retorciéndose las manos.

Habló a empellones, rápidamente. Las palabras chocando unas con otras:

—Es que en el sueño hay más. En el sueño yo estoy embarazada. Y eso, lo sé, es imposible. Pero desde que he empezado a soñarlo, he tenido estas ansias de hacer poesía nucleica, de crear, ¿me entiende, maestro? Pero de hacerlo como ustedes. Como mi creador y usted lo hacen.

»Al principio, cuando le conté esto, el rostro de Sir Vázquez se alegró como nunca, pero enseguida se puso hecho una furia. Dijo que como yo no soy humana, como no soy más que una persona a medias, una persona poética, necesitaría un padre genetista que me ayudase a concebir. Que él no pensaba cometer incesto. ¿Incesto, entiende? Esa horrible palabra es lo más cercano a reconocerme como hija que jamás estuvo en toda mi vida…

»Y entonces me contó cómo usted lo ayudó a construirme inspirándose en “She walks in beauty“, el poema de Byron. Cómo me llamó Ada por su amor a aquel poeta. Cómo él me dedicó a usted, tal como se dedica un libro…

»Entonces comprendí lo que quería decirme.

El silencio se instaló de pronto. Un silencio frágil, sutil, etéreo, tan en ascuas como la inmovilidad de la chica que miraba hacia la casa, evitando los ojos de Rickman.

El poeta se levantó con parsimoniosa dificultad y se acercó a la joven. Tardó unos segundos en atreverse a apoyar una mano sobre su hombro. Ella temblaba, pero seguía mirando la casona. Él habló con resolución pero dulzura:

—Que él te haya dedicado a mí, no significa que me pertenezcas, ¿comprendes? En realidad no le perteneces a nadie. Eres Ada Blenders, y punto.

Ella giró de pronto. Su boca muy cerca de la de él. Sus ojos muy abiertos. La respiración acelerada:

—Pero, de cierta manera, ¿no es como estar comprometida con usted desde mi nacimiento, maestro? ¡Sólo usted podría darme un hijo!

Eleazar se perdió en esos ojos de aguas verdes y embrujadas que hablaban de miles de versos, de paseos nocturnos, de “una mente en paz con todo”, y “un corazón cuyo amor es inocente”.

Entonces retrocedió asustado.

Pero el miedo no estaba dirigido hacia ella, hacia ese rostro perfecto “donde pensamientos serenamente dulces expresan cuán pura, cuán adorable es su morada”.

No, la fuente del miedo que sentía provenía de él mismo, de lo que había llegado a pensar en esos segundos en los que Ada, honradamente, expresara sus pensamientos.

En ese instante, Rickman sólo pudo concebir una cosa que lo hizo temblar de emoción hasta en sus fibras más íntimas, como si un propósito sublime se hubiera instalado en su vida: ¡Engendrar junto a ella daría por resultado el primer ser nacido de la unión de un humano y un poema!

 

 

* * *

 

 

El laboratorio no era lo que ella esperaba. Había creído que el ambiente romántico y sobrio de la casa continuaría allí. Pero, claro, eso era imposible.

El sitio era un cuarto cuyas paredes, techo y piso estaban azulejados de un blanco tan brutal que hería la vista. La luz era aséptica y copiosa, y provenía de un sinfín de lámparas empotradas en el techo. Dos mesas y varias estanterías de acero pulido y reluciente constituían todo el mobiliario. Una de esas mesas estaba ocupada por una multitud de procesadores y pantallas. La otra parecía más bien una camilla de quirófano. Encima de ésta había una campana de gestación retráctil.

El ascetismo y la frialdad le causaron un escalofrío horrendo a la muchacha, ¿en un sitio así habría sido creada ella? Nunca se lo había dicho su padre. Así como nunca le había permitido ver el laboratorio que él poseía en su propia casa.

Eleazar pasó la mano sobre la mesada de acero pulido, con el gesto propio de quien acaricia el cuerpo desnudo de una mujer amada. Y como si hubiese leído sus pensamientos, exclamó:

—Tú naciste en una mesa como ésta. A decir verdad, lo hiciste aquí mismo. Aún lo recuerdo —la voz del poeta tenía casi un tinte de disculpa— En realidad no es muy distinto de donde nací yo, o cualquier otro humano —dijo él. Pero viendo la expresión casi de repugnancia en el rostro de Ada tomó su mano y agregó—. Tranquila, te acostumbrarás.

Entonces pudo sentir el fuego, la brasa ardiente que Károly había colocado en la sangre de la joven. Y la soltó instintivamente.

La temperatura del cuerpo de Ada debería ser de al menos 44 grados Celsius, si recordaba bien.

Aquella lejana noche, cuando abrieron el enorme huevo candente y se vació el líquido, él había creído que la criatura debía de estar muy enferma; pero Vázquez le aseguró que todo era correcto, que así debía de arder el cuerpo de su poema.

Phosphorus, “portador de luz”… Ése era el verdadero nombre de Ada, del poema que la había gestado.

—Disculpe —musitó ella—, no le advertí sobre mi naturaleza.

—Tu naturaleza —dijo Eleazar, volviendo a tomar su mano— es la de la piedra filosofal, por eso tienes este fuego adentro, ¿no es así?

La chica se rió tímidamente, algo avergonzada.

—Claro, usted sí lo sabe —dijo la muchacha—. Mi padre siempre me explicaba, con ese cuento, por qué mi piel debía estar tan caliente. De cómo Brandt había descubierto esta sustancia que brillaba en la oscuridad cual llamaradas fantasmales, mientras buscaba la piedra filosofal… La que lleva la luz —sonrió con dulzura y agregó—. Por eso, cuando recién había nacido, me llamaba “mi luciérnaga” —se llevó a los ojos una mano, enfundada en la manga de la polera, y secó una lágrima ardiente. Luego soltó una risa corta y dijo—. Pero se olvidó de decirme que lo que Brandt utilizaba en sus experimentos alquímicos eran simples orina y arena… Nada majestuoso.

La voz del maestro, calmada y profunda, resonó en la ascética sala:

—Si mal no recuerdo, la piedra filosofal no ha de buscarse entre las joyas, sino entre el lodo y los guijarros. Porque es la piedra desechada la que se convierte en roca fundamental.

Ada sonrió y se quitó un mechón de cabello de la cara. Ese simple gesto hizo que Eleazar pensara que ella era la criatura más excelsa que jamás había visto. Más que cualquier poema que hubiera creado jamás. Una simple forma humana hermosa nacida de un sueño de amor trunco, de un verso que jamás había llegado a su destino.

El poeta hizo una pausa y prosiguió:

—Podrás trabajar aquí conmigo. Considéralo tu teatro de operaciones. Cuando tengamos una idea cabal de tu sueño, y hayamos escogido el poema adecuado, entonces comenzaremos con el mapeo genético tuyo y mío. Como sabes, necesitaremos constituir un soporte estructural de empalmes con los…

—¿No vamos a contraer matrimonio?

La pregunta de Ada no sólo lo interrumpió, sino que lo tomó completamente desprevenido.

—¿Matri… mo… nio…? —repreguntó él suavemente, cuestionando cada sílaba.

Ella lo miraba y las luces del laboratorio formaban círculos blancos en sus pupilas.

—Sí, matrimonio. ¡Para poder concebir! —dijo ella. Y entonces una de sus manos acarició, de modo obviamente inconsciente y reflejo, el inexistente receptáculo de la vida del cual ella carecía.

—Ada —replicó él con gentileza, casi como si le hablase a una niña—, tú sabes que así no se gesta un poema.

La sonrisa de la muchacha fue languideciendo poco a poco en su boca de almíbar y cerezas.

—¿Ni siquiera vamos a fingir que…? —un relámpago de comprensión recorrió su faz— ¡Oh, claro! ¡Perdón, maestro! Por un momento, cuando usted aceptó, yo creí que eso implicaba que, que… —sacudió la cabeza como espantando ideas incómodas— Lo siento mucho. Yo no quería esto. No creo haberme hecho entender. ¡Soy una estúpida!

A pesar de llamarla a voz en cuello, Rickman no pudo evitar que ella saliera corriendo escaleras arriba, lejos del sótano y del laboratorio y de él.

 

 

* * *

 

 

Serenidad se paseaba alrededor del sillón. Era la noche entrada y, además del viento, el crepitar de las exiguas llamas en la chimenea y el pasar de las páginas del libro, sólo se oían los rumores de las criaturas de Rickman moviéndose por la casona como fantasmas.

Serenidad extrajo una de sus uñas de titanio y rozó apenas la rodilla de su creador, llamando su atención. Cuando Eleazar dejó su lectura y lo miró expectante, la criatura-poema emitió un aroma a rosas, ruibarbo y pan de jengibre: Ada.

—No, ella no está aquí —dijo con lentitud. Casi con un dejo de tristeza.

Los patrones faciales azules de un asimétrico rorschach pulularon por la superficie del rostro de la criatura. Las capas de piel de gasa elevándose y cayendo sobre las venas azules, verdes y moradas.

—Lo sé, Serenidad, lo sé —dijo con un suspiro—. Creo que me equivoqué.

El hombre se quitó los anteojos y dejó éstos, junto con el libro, sobre la mesita que sostenía la lámpara y la taza de té.

Perdió la vista en ningún sitio; el mentón apoyado sobre la punta de sus dedos. Parecía intentar sacar sentido de todo lo que había sucedido y procurar, por todos los medios, dilucidar qué era lo que él sentía al respecto.

Abstraído, apenas si notó el movimiento sobre el largo sillón, al otro lado de la mesa ratona. Algo invisible en su mimetismo estaba trepando sobre el mueble.

Lentamente, el bulto que copiaba el color malva del tapizado, así como los diseños borgoña, ocres y verdes de los almohadones, comenzó a definirse. Era como si alguien estuviese bocetando una figura en la misma sustancia de la realidad.

Rickman advirtió, de pronto, cómo se formaba un cuerpo humano; el cual, al cabo de un tiempo, resultó ser claramente femenino. La ropa que creció de a poco sobre la piel desnuda, la revestía con colores y texturas que no distaban de los que la rodeaban en el sillón: violetas y bordeaux, con hilos dorados. Algo sugerente pero refinado. El proceso tardó poco menos de media hora, tiempo tras el cual el maestro Rickman pudo ver por fin a Ada recostada en el sillón. Tenía el cabello suelto y la cabeza apoyada sobre una mano. El otro brazo descansaba sobre una pierna flexionada que se escapaba por completo por fuera de la tela del vestido. Ella lo miraba de frente, con una expresión tan segura y sensual que lo estremeció —una expresión que jamás había visto en la muchacha.

El poeta continuó admirando la aparición hasta que el hechizo se rompió llevándose cualquier ilusión de su presencia. La Ada eróticamente tendida frente a él no había efectuado ni un solo parpadeo; ni siquiera la cadencia de una respiración turbaba la quieta pose estatuaria de la joven.

—Gracias, Epifanía —dijo por fin Eleazar con tono cansado, vencido—. Pero ahora no deseo ver esto. No me hace bien.

Serenidad enfocó algunos de sus ojos en él y otros en el largo sillón, entonces se arrastró sobre el piso hasta sentarse junto a la otra creación del poeta: Epifanía, el ser que podía resemblar los anhelos más fuertes de un ser humano.

La mano de gasa y titanio de la criatura rozó la piel de la aparición mimética. Ambos seres se miraron entre sí. Hubo chistidos, susurros y gruñidos. Y, por un momento, pareció como si Serenidad fuese a atacar a la figura —tal vez fruto de su extremo celo por Eleazar, tal vez porque creía que ella lo ponía triste—. Pero luego, poco a poco, el ser fue cerrando uno a uno los ojos que componían su corona ocular, a medida que reclinaba su cabeza hasta apoyarla sobre el pecho de la copia de Ada.

El ente mimético acarició a la criatura leve y delicada.

Rickman miraba a sus creaciones con detenimiento. Sabía que, hasta cierto punto, éstas tenían voluntad propia, que eran seres en sí mismos, pero jamás hubiera creído que fueran capaces de empatizar con él hasta ese punto.

Las líneas cambiantes que hacían las veces de boca en Serenidad, se volvieron lánguidas, estriadas, tal como sucedía cuando sufría.

A lo lejos podía escucharse el ulular de Oscuridad, probablemente en el techo de la casona, aferrada a las pizarras del altillo como una gárgola de negrura.

De los aparentes ojos de Epifanía —copias files de los verdes ojos de Ada—, comenzó a desprenderse una lágrima. Por supuesto que no era agua salada, sino una suerte de pliegue, de ola hecha del mismo tejido mimético del ser, que se desplazaba por el rostro y descendía a lo largo del cuello, hasta fundirse con las ondas de un escote constituido por la carne del poema viviente.

Al parecer, sus creaciones sabían más de sus sentimientos que él mismo.

 

 

* * *

 

 

La esfera de metal pulido llenaba todo su campo de visión. Lo único que acompañaba a la imagen era la mano que la sostenía: su propia mano. Ésta se continuaba, enorme y deformada por la curvatura del espejo, del otro lado de la reflexión.

Sus ojos verdes, muy abiertos, la miraban con ansiedad desde la imagen convexa. Detrás de ella podía verse el laboratorio del maestro Rickman: Un universo hecho de puras superficies, blanco, claustrofóbico, y sin un ápice de la belleza y profundidad de su dueño.

La esfera le devolvía su imagen deformada, de pie y completamente desnuda. Su vientre, muy abultado, era tan translúcido como cualquier campana de gestación de laboratorio. Adentro podía ver un ser extraño, una especie de bebé: la cría de una sirena que se chupaba el dedo.

De pronto, Eleazar surgía de detrás de ella y apoyaba una mano sobre su hombro. Entonces la criatura en su vientre comenzaba a moverse.

Ada se despertó sobresaltada, tomándose el abdomen, sintiendo aún los ecos de esos movimientos fetales fantasmagóricos. Tenía la respiración entrecortada y la temperatura de su cuerpo era terriblemente alta.

Salió de la cama y corrió al pequeño cuarto de baño del hotel. Abrió el grifo de la pileta y comenzó a beber directamente de él, intentando bajar su temperatura.

Cuando estuvo satisfecha se sentó sobre la tapa del inodoro y comenzó a llorar.

¿Qué había esperado que el poeta hiciera? ¿De verdad creía que la tomaría por esposa cuando su creador jamás la había reconocido como una hija? Además, ¿qué estupidez había sido aquella? Ella poseía una dedicatoria de Vázquez hacia Rickman, escondida en la firma que su padre había ocultado en sus pupilas, pero nada más. Una dedicatoria, no una promesa de amor.

Además, ¿qué podía hacerla menos humana que estar “dedicada” a alguien? Eso no la convertía en una consorte, sino en una pertenencia, si acaso.

Y, si bien era cierto que, al darle un apellido propio, Károly le había cedido los derechos de autor a su propia obra, eso no la hacía una persona con plenos derechos, sino sólo una obra abierta, un ser “de la humanidad”. De una humanidad que ella no poseía más que parcialmente.

—¡Vamos, chica, tengo que mear!

La voz de otro pasajero de su mismo piso la sobresaltó.

Se puso de pie de inmediato, se lavó la cara y salió rápidamente, mirando el suelo, evitando rozar al hombretón que esperaba en el pasillo.

Se metió en su cuarto, por fortuna privado, y cerró con la llave.

La luz de la calle entraba por entre las inclinadas persianas americanas de la única ventana de ese exiguo dormitorio. Aquí y allá el caudal de luz aumentaba o disminuía gracias a las roturas de la cortina.

Se sentó en la cama, las manos encerrando sus piernas contraídas, el mentón sobre sus rodillas, los ojos fuertemente cerrados, y recordó el mismo juego de luces y sombras bajo el tilo, en el parque del maestro Rickman. Casi podía oler el embriagador aroma, casi podía oír la aterciopelada voz.

Y se quedó así, intentando retener esos recuerdos, saboreándolos hasta que la luz de la madrugada irrumpió por entre los huecos y los parches y los espacios de la persiana.

Para Ada aquello era como si un nuevo terror se abriese frente a ella: el día, el nuevo día, era otra jornada llena de desconocidos y de la sensación se hallarse en un pantano, atascada, sin otra cosa más que pantanos en el horizonte.

Se vistió rápidamente, huyendo de sus propios pensamientos, y salió corriendo del hotel. No había pagado más que esa noche, y seguramente alquilaría otra habitación en algún otro sitio cuando el día terminase.

El viaje en autobús duró lo suficiente como para que ubicara una bella plaza donde bajarse. Allí se sentó en un banco y se quedó admirando el mundo, la gente, las cosas.

Fuera del parque del maestro Rickman principiaba el invierno. El frío todavía no era fuerte pero los árboles y las cosas parecían haberse retirado a su propio interior, abandonando la superficie, retrayéndose y dejando cáscaras vacías.

El día pasó rápido, como una colección de movimientos acelerados sobre el telón de fondo de unos pensamientos monótonos y lentos. Algo estaba surgiendo, algún tipo de poesía. Pero era débil y no tenía palabras aún, sólo sensaciones.

Cuando el sol ya se había puesto, dejó el lugar. Mientras los cuidadores cerraban las rejas, se puso el bolso al hombro y caminó lentamente por la vereda de un teatro de ópera. El edificio era como poesía coagulada en piedra, y ella se quedó extasiada.

Un joven salió antes que el grueso de la gente. Vestía un traje gris jaspeado y una camisa blanca con un pequeño moño bordeaux. Llevaba las manos en los bolsillos y la mirada distante, perdida en el cielo que se extendía sobre la línea de los árboles del parque. Tarareaba algo.

Entonces una chica coreó un nombre que ella no pudo oír, y el joven se volvió para mirarla. Al verla, los ojos se le transformaron. Una sonrisa magnífica se plantó en su boca. Era obvio que para él no había nadie más que esa muchacha en el universo. La mujer, tan elegante en su vestido blanco de bordados violetas, corrió como pudo con sus tacones y se sumergió en los brazos abiertos de él. Pronto los dos se alejaban cuchicheando por lo bajo, besándose tiernamente, riendo.

Ada deseó ser como él. Deseó pertenecer a un sitio, tener un objetivo, volver a un hogar, soñar despierto. Deseó esa seguridad serena. Pero, sobre todo, deseó ignorar el mundo que la rodeaba y la asustaba, y poder perderse en su versión interna del mismo, tal como ese muchacho.

Y, por supuesto, deseó ser amada tal como él lo era.

Sin darse cuenta, había ascendido los escalones del gran frontón del teatro en un intento por ver cómo la pareja se alejaba; cuando, de pronto, algo se arremolinó junto a sus pies.

La criatura era como una sombra hecha de escamas brillantes y tornasoladas pero, aún así, grises. No parecía poder levantarse del suelo, y reptaba gracias a miles de diminutos cilios que se extendían, casi invisibles, a partir de todo su contorno. Había ocupado su sombra, es decir, había tomado la forma perfecta de ésta. Cuando Ada se movió, la criatura hizo lo propio, serpenteando por los escalones y deformándose al compás del cambio de incidencia de la luz sobre ella.

La muchacha se quedó mirándola largo rato, la sentía familiar aunque no reconociese lo que era. Entonces, la amaderada voz recitó suavemente:

—”Seré tu sombra, hecha de silencios y espera. El grito mudo de tus colores, a tus pies. La iridiscencia misma de mi vida, tendida para que tu pena muera allí…”.

Ada miró hacia abajo, donde los escalones terminaban, y lo divisó en la vereda, envuelto en un sobretodo de paño negro con botones de cuero. El pelo, entre almibarado y canoso, revuelto por el viento. Las solapas levantadas. Las manos enguantadas sostenían el pequeño cuaderno rojo que ella había abandonado al marcharse de la casa de su “padre”.

Ella reconoció entonces los toscos versos —los que ella había garabateado al comenzar sus sueños—, en la criatura que permanecía quieta a sus pies, extendida como una sombra de oscuros tintes verdes, azules y rojizos.

—He ido a ver a Károly. A buscarte. Pero sólo he visto tus cosas. Tus hermosas cosas —dijo alzando su voz sensual para que ella pudiera escucharlo desde la distancia que seguía manteniendo entre ambos.

Por un momento, él extendió el cuaderno, como entregándoselo. Pero ella sólo lo miró, confusa, quieta.

Eleazar se guardó el cuaderno en el bolsillo interno de su abrigo y dijo:

Tu Sombra no es… no intenta ser… una expresión de tus versos. No podría arrogarme esa posibilidad. Es… tan solo… el modo en que me he apropiado de ellos —dijo tanteando las palabras, separándolas, demorándolas, remarcándolas, haciéndolas chasquear y resonar y deslizarse, como un embrujo hipnótico, hasta los oídos de la chica. Entonces agregó, lenta y enfáticamente, mientras la miraba a los ojos—, identificándome.

Ella lo observó intensamente, tratando de procesar aquello, de separar el embeleso de las palabras del contenido de las mismas. Pugnando por comprender lo incomprensible: ¿Acaso él deseaba ser su sombra? Eso era imposible. ¡Eso no tenía sentido!

En ese instante, Eleazar metió las manos en los bolsillos del sobretodo, y gritó casi como si algo dentro suyo se rompiese:

—¡Ada! ¡Tengo frío!

Si hubiera sido otra persona quien lo hubiese dicho, ella podría haber creído en su literalidad. Pero era el maestro Rickman, el poeta, quien lo decía. Aquello era un pedido por algo más que el calor que su cuerpo podía proporcionarle. Aquello era un llanto existencial. Uno muy parecido al de ella misma.

El corazón comenzó a aletearle como el batir de las alas de una libélula. Dudó, por el lapso de apenas tres rápidas respiraciones entrecortadas, y bajó corriendo los escalones, igual que había visto hacerlo a la chica del vestido blanco y violeta, hasta hundirse en los brazos de Eleazar.

Durante una fracción de segundo se sintió como si ella fuera el muchacho de traje gris jaspeado y moño bordeaux, como si fuera segura y tuviese un mundo interior más vasto que la realidad misma, y como si fuese Eleazar quien se cobijara en sus brazos y no al revés.

Entonces vio cómo su iridiscente sombra la había seguido fielmente, y supo que tenía razón.

 

 

* * *

 

 

Se estiró en la cama, bajo las sábanas, y notó que él aún estaba allí.

Contuvo un suspiro y cerró los ojos, agradecida.

Estaba acostada frente a un gran ventanal, por donde las hojas de las copas siempre verdes y lozanas de los árboles se burlaban de la nieve que inundaba el jardín, allá abajo —un manto blanco tachonado por coloridas flores inmunes a su encanto. Enamoradas, tal vez, del humano que les había dado el don del florecimiento eterno. El mismo humano que compartía su lecho con ella.

Miró por encima de su propio hombro desnudo y lo vio sentado, recostado contra la cabecera de la cama, leyendo. La pipa emitía un aroma a tabaco, rhum y chocolate. También había algo de miel. El humo subía, azulado, tejiendo imágenes laxas en el aire hasta formar una tenue nube grisácea que flotaba, horizontal, sobre ambos.

Volvió la cabeza sobre la almohada y se rió en silencio, como una chiquilla. La libélula de su pecho aleteaba desbocadamente, golpeando la jaula de su tórax, rugiendo en sus oídos tal y como lo había hecho anoche, mientras aprendía cómo moverse sobre las caderas de Eleazar.

—Sé que estás despierta… —la voz era íntima, seria, parsimoniosa, de una coloratura que implicaba que la madera podía volverse terciopelo. Había en ella un dejo de ronquera, una guturalidad refinada y viril que la estremeció. Las palabras fluían deliberadamente lentas. Las “p” estallando, las “s” sibilando ahogadas, las “t” produciendo el mismo sonido que las puertas del Elíseo al abrirse.

Ada, en respuesta, giró sobre sí misma, se apoyó sobre un codo, y lo besó en el hombro. Luego, reposó su cabeza en el pecho de él.

Había arrugas y piel poco firme en el cuerpo delgado y sin ropas del maestro de poetas. También manchas y decoloraciones. Pero para ella era el cuerpo más fascinante que existía.

Eleazar dejó la pipa y el libro en la mesa de luz, y rodeó a la muchacha con un brazo.

—Perdón, ¿te he despertado? Es que los viejos dormimos menos.

Ella se rió, apartándose el pelo de la cara con un gesto que él había aprendido a reconocer y a venerar. Luego, buscando con sus ojos verdes los ojos castaños de él, exclamó:

—¡Tienes cincuenta años, tú no eres viejo!

Él acarició, con su mano libre, el rostro lozano de la mujer-poema. La piel blanca se tornaba rosada con su felicidad y su excitación, dándole un aspecto aún más juvenil.

—Y tú nunca lo serás, mi niña.

El calor de Ada lo abrigaba: su piel siempre febril, su boca siempre risueña.

Ella replicó:

—Que aparente veinte años por siempre, no implica que no envejezca y decaiga. Lo haré como cualquier otro ser mortal. Poco importará si mi apariencia cambia o no. Por dentro vivo y muto y crezco; pero por fuera estoy fija, inmóvil, eternizada como una estatua. ¿Crees que eso me agrada?

»Tú, en cambio, eres coherente, sigues moviéndote y transformándote como un glorioso río.

Se mordió el labio inferior y acarició el rostro de Rickman.

—Algún día seré un anciano muy envidiado —dijo él entre risas ahogadas.

—Y yo también —susurró ella, mientras lo besaba con unos labios tan ardientes como el mismísimo sol.

 

 

* * *

 

 

Eleazar pasó la mano por la superficie semitransparente de la esfera que se sostenía dentro de una garra mecánica hecha de sujetadores y sensores.

El aparato estaba encima de la mesa de acero pulido del laboratorio, bajo una tenue luz ambarina.

La criatura estaba quieta, era pequeñita, y se enroscaba sobre sí misma igual que un delfín en el útero materno.

Ambos habían coincidido en que debía tener un proceso de crecimiento natural, uno que no implicase nacer adulto, como Ada, sino crecer a su propio ritmo —el que fuera que tuviese—. Pero el crecimiento acelerado de ella se reflejaba, en parte, en el proceso de formación de la criatura.

—¿Así lo soñaste?

La onda sonora de la voz de fagot de Rickman chocó contra esa especie de huevo que era la esfera de gestación, y reverberó en su sustancia, agitando el líquido amniótico. El feto poético, el bebé de ambos, dio un respingo y comenzó a succionarse el pulgar.

Ada apoyó sus manos como intentando calmarlo. Sonreía feliz:

—Sí, exactamente así —respondió en un susurro.

Había material genético de ambos fusionados en ese varoncito, y también había variantes generadas por el talento de los dos. Era una obra conjunta, una creación poético-genética diseñada, por partes iguales, entre Ada y Eleazar. Y era también su primogénito.

—Connelly Franz Rickman-Blenders —recitó el maestro con orgullo, mientras miraba lo que nunca antes se había atrevido a generar: un vástago.

Ada se asió a su brazo, lo besó en la mejilla y lo corrigió:

—Connelly Franz Rickman-Blenders y Vázquez. Yo soy parte de él, Eleazar, y por ende, él siempre será parte de nuestro hijo.

El poeta se quedó callado. Aquello era justo, y él coincidía con la decisión de su compañera. Lo que lo había descolocado era la palabra que Ada había utilizado por fin, y sobre la cual todas sus conversaciones habían girado con innumerables eufemismos: “embrión”, “feto”, “creación”, “vástago” … hasta este momento: ¡Hijo!

Nuestro hijo —repitió él lentamente, haciendo resonar cada palabra. Y un temblor sacudió su cuerpo.

Ada reclinó su cabeza contra el hombro de Eleazar y dejó que las lágrimas afloraran.

—¿No es increíble? —susurró ella.

Rickman se desasió del abrazo y tomó el rostro de la muchacha entre sus manos, exclamando con apasionamiento:

—¡ eres un milagro, mi niña, Ada mía! Yo, como humano, sólo puedo hacer poesías vivas; pero tú, como una… poesía encarnada…, tú puedes engendrar un verso genético como si fuera un hijo.

»Tú eres el poema que crea poemas. La personificación del verso primordial que nos ha creado a nosotros, los humanos. Nosotros los nacidos de la poesía, y no al revés… Como tal vez haya sido desde siempre.

»Si yo hubiese escrito a Connelly en solitario, lo único que hubiera obtenido sería otra obra, otra “composición”. Pero contigo a mi lado, Ada mía; con tu esencia mezclada con la mía y tu poesía entrelazada a mis versos… ¡Oh, Cielos del Elíseo! ¡Contigo al fin puedo ser algo más que un autor, puedo ser un padre!

Un silencio de respiraciones emocionadas y deseos fructíferos se instaló entre ambos, para quebrarse en un beso profundo y complejo.

En ese momento, el bebé abrió los ojos y desplegó su enorme cola de sirena.

 

 

* * *

 

 

Ni la carne de los peces o las hojas de las algas, ni las flores, ni la leche de un delfín, nada había logrado alimentar al bebé sirena que languidecía en el enorme estanque que Rickman había hecho erigir en medio del parque.

Ada estaba sentada sobre el césped. Uno de sus brazos descansaba sobre el borde de mármol rojizo y, encima de éste, apoyaba de lado su cabeza. Tenía los ojos verde bosque, húmedos y tristes, pero su boca florecía en una sonrisa que intentaba contagiarle alegría a su hijito.

La otra mano estaba dentro del agua, jugueteando con las manitos débiles del pequeño tritón, quien se divertía asiendo cada uno de los dedos de su madre.

—¿Qué quieres comer, mi vida? ¡Por favor, Conn, déjame saber qué necesitas!

Burbujas y gorgoteos agitaban la superficie del agua plagada de nenúfares en flor: el niño-pez reía sin emitir sonido alguno.

Sus largos y finos cabellos, como un fuego azul, brillaban encendidos bajo las aguas límpidas. La piel, blanca como la de su madre, hacía resaltar el color tabaco de los ojos de su padre en los suyos. Esa misma piel cuya palidez iba deslizándose lentamente hacia un grisáceo tono celeste, una sucesión de añiles que desembocaba en una cola cuyas irisadas escamas ostentaban un azul tan profundo como vibrante.

El bebé sirena era, sencillamente, hermoso.

Cerca del formidable estanque, en cuyo centro se erigía una fuente repleta de náyades y tritones, el gran ventanal de la biblioteca de la casona estaba abierto de par en par, dejando ver a un desesperado Eleazar rebuscando en libros, consultando expertos, rogando y amenazando a las potencias elíseas.

Cuando éste se sentó frente al escritorio, desconsolado y vencido, descubrió un sobre sin remitente; de un ajado papel amarillento.

Abrió rápidamente la carta y reconoció la letra de su amigo.

Károly sólo había escrito una frase: “La poesía se alimenta de poesía”.

Eleazar miraba el papel sin comprender. Por el estado en que se hallaba, éste bien podría haber estado en blanco.

Entonces lo entendió.

Ahogó un grito a medio camino entre el horror y la esperanza, y salió corriendo escaleras arriba.

 

 

* * *

 

 

—Pero, ¡es tu mejor obra! —Ada retrocedió, con la faz macilenta y aterrada. Entre sus manos sostenía la carta de su padre.

—No, mi amor; Conn es mi mejor obra —dijo Rickman en un susurro. Sus ojos enajenados estaban fijos en la debilitada y famélica criatura que se esforzaba por flotar en el estanque.

La mano derecha de Eleazar apretaba la muñeca de Serenidad con tanta fuerza, que estaba desgarrándole las capas de encaje de la piel y exponiendo la maraña de venas que se entretejían por debajo. Sin embargo, el ser no parecía reprocharle nada. Enamorado como estaba de su hacedor, había comprendido de inmediato lo que éste le estaba pidiendo y lo había aceptado sin protestar.

Las uñas de titanio permanecían escondidas dentro de sus dedos. Los ojos de madreperla y polvo de cromo miraban el jardín y a sus ocupantes con dulzura. La boca de jeroglíficos azules estaba, por primera vez, absolutamente quieta.

Eleazar soltó a la criatura y se acercó al estanque. Llevaba en su mano parte del tegumento translúcido que constituía la “carne” de Serenidad. Se introdujo en el agua, chapoteando ruidosamente con sus zapatos y pantalones empapados, se arrodilló junto a su hijo, y colocó frente a la boca del bebé un poco de la sustancia de sueños con la que estaba hecho su poema viviente predilecto.

El débil niño abrió lentamente los ojos y, poco a poco, comenzó a sorber pequeños trozos de esa piel.

Ada se puso a llorar con las manos fuertemente apretadas contra su boca. No quería que sus sollozos de alegría interrumpieran ese momento maravilloso.

Eleazar alzó los ojos para mirarla, como intentando preguntarle a su compañera si aquello en verdad era real, si no lo estaban imaginando.

Ya sin poder contenerse, la muchacha corrió hacia el estanque y entró en él. Torpemente llegó hasta donde estaba Rickman y ambos se abrazaron.

El pequeño tritón pareció asustarse con el batir de las aguas y se escondió tras unos tallos de nenúfares. Pero, antes de que sus padres pudiesen ir a calmarlo, Serenidad estaba ya a su lado.

Había tomado al niño en uno de sus brazos, acunándolo, y estaba extendiendo una de las largas uñas de titanio de su mano libre.

Un perfume a cedro, canela, yodo y sal inundó el aire cuando la criatura hundió la uña en la punta de uno de sus propios dedos, y dejó que su sangre espesa y morada manara hacia la boca del bebé.

Las agallas soplaban suavemente, produciendo un murmullo que bien podía asimilarse a una canción de cuna. Su movimiento de capas flotantes mantenía como hipnotizados los ojos de Connelly.

El niño comenzó a alimentarse del índice de Serenidad como si éste fuese un pezón, chupando la fría sangre del poema viviente. Y tras unos pocos minutos, pareció estar satisfecho.

Ante la perplejidad de Eleazar y la emoción de Ada, Serenidad entregó el bebé a su madre y lo acarició tiernamente mientras el niño se dormía en sus brazos. Luego, apoyó la maraña azul de su boca en los labios de la mujer, antes de desmayarse en los brazos de Rickman.

El poeta tomó al vaporoso ser y lo llevó rápidamente al laboratorio para restañar sus heridas y compensar la pérdida de sangre que, aunque era ínfima, podía causar estragos en un ser tan delicado como aquel.

Pronto, las restantes criaturas —incluso los nuevos seres que Ada creaba—, comenzaron a turnarse para nutrir al bebé, quien crecía muy rápidamente. Ada misma hubiese entregado gustosa su propia carne para alimentar a su hijo, pero ella era demasiado humana. Su poesía, tal como Sir Vázquez la había diseñado, se hallaba en su psique, en su “alma”, mas no en su cuerpo.

Oscuridad y Sombra parecían ser los más felices de entregarse al infante. Las plumas negras del primero se teñían de colores increíbles cuando el niño las tomaba en sus manitos.

Era como si el tritón se alimentara de sus propios padres a través de las creaciones de éstos. Y como si su existencia instara a aquello a crear más y mejor, a medida que el vampirismo poético del bebé crecía aceleradamente junto con su edad.

En poco tiempo, un coro de poesías vivientes rondaba por las noches el estanque, jugando y cantando bajo la luz de la luna, para regocijo del pequeño ser sirena quien, mudo y hermoso, había aprendido casi instintivamente a medir su apetito y a cuidar la integridad de sus extrañas nodrizas.

Los poemas, a su vez, se hallaban completamente seducidos por Conn y su elocuente silencio, y también de día lo seguían a cierta distancia, de cuarto en cuarto, cuando sus padres lo llevaban a la casona.

Eran como un séquito constante, como los coribantes de un joven Baco siempre hambriento de sangre de poemas.

Y ese joven Baco creció, como alimentado por leche de sirenas: rápido y fuerte.

En cuestión de semanas, el bebé fue un niño. En meses, un adolescente. En menos de un año, un joven adulto.

 

 

* * *

 

 

Connelly se hallaba tendido sobre el ancho borde de mármol rojizo que delimitaba el estanque. Su torso lampiño, delgado pero bien formado, se agitaba lentamente con su respiración.

En la eterna primavera del parque, únicamente el borboteo de la fuente ubicada en el centro del estanque rompía el silencio de la noche.

El cabello celeste profundo —en realidad un conjunto denso de cordoncillos escamosos muy finos— se derramaba sobre el agua, enredándose y desenredándose en los nenúfares gracias a una suave corriente artificial. La extremidad inferior de su cuerpo, revestida de escamas azul iridiscente, descansaba también sobre el mármol, y la magnífica aleta caudal se extendía como un abanico, cayendo a ambos lados del borde —tanto sobre el pasto como sobre el agua—, conjugando violáceos tonos de añil bajo la pálida luz de la luna.

Parecía dormido, pero las rendijas de sus ojos castaños estaban apenas abiertas, lo suficiente como para admirar el entramado de estrellas del cielo; un mar mucho más vasto que todos aquellos con cuantos soñase.

La boca, breve y casi sin labios, todavía estaba manchada con el fresco fluido color cobalto de la sangre de uno de sus prosélitos, un poema que él mismo había diseñado y al que había llamado “Nuevo Mundo”.

Desde que empezara a canibalizar sus propias obras, los poemas de sus padres —sus primeras nodrizas— se habían ido alejando poco a poco de él, regresando a la casona y a sus antiguas costumbres. Evitándolo, incluso.

Ahora, únicamente sus criaturas se mantenían cerca de él, pero a una prudente distancia; casi siempre escondidos de la vista de todos, rondando bajo el agua del estanque plagado de plantas acuáticas, sobre los árboles o entre los arbustos del parque. Y ninguno de ellos parecía querer entrar a la casa.

Eleazar había hecho construir un canal que discurría desde el lago artificial hasta una habitación completamente inundada dentro del hogar de los Rickman. Y un laberinto de túneles y pasadizos de agua se abría camino por debajo y por dentro de las paredes de la construcción, para que nada en ella le fuese ajena a su hijo: desde la biblioteca, donde éste pasaba largas horas, hasta un tanque en el laboratorio donde creaba febrilmente sus excéntricas poesías genéticas.

Éstas eran una mezcla de la expresión más excelsa de su propio ser —fruto de un talento aún más admirable que el de sus padres— y de su más básica necesidad de supervivencia, pues el hombre-sirena sólo podía alimentarse de poemas vivientes.

Ada se acercó a su hijo y se sentó en el borde del estanque, cerca de su cabellera de cielo. A primera vista, ambos parecían tener exactamente la misma edad. Y, por lo que los estudios mostraban, eso continuaría así por siempre. Connelly había llegado al límite de su envejecimiento; otra herencia materna.

Las agallas en el cuello del joven tritón estaban cerradas, bordeadas de un tono azulado mientras utilizaba sus pulmones. Las delicadas y membranosas aletas supletorias, en sus bíceps y en los costados de su cintura y espalda, se pegaban a su piel seca como tatuajes de encaje violáceo. Sólo las translúcidas y azulinas membranas interdactilares continuaban funcionales, extendiéndose y contrayéndose entre los dedos de sus manos, a medida que el joven las movía involuntariamente.

—¿Admirando las estrellas, mi retoño?

La voz de su madre sorprendió al muchacho, quien abrió del todo los ojos mientras se limpiaba apresuradamente la boca.

—¡Mamá!

La palabra, agria y ronca, salió de la garganta de Conn sin darse cuenta.

Y el efecto de la palabra del joven sirena fue inmediato…

 

 

* * *

 

 

Ada había visto esa criatura antes, pero jamás de aquel modo.

No le temía en absoluto, de hecho estaba familiarizada con todos los seres que alimentaban a su hijo, y éste era una cruza extraña y particularmente dócil.

Connelly había logrado generar una unidad espléndida en ese ejemplar, basada principalmente en una piel grisácea repleta de parches alargados que guardaban el color de las aletas de su creador. Pero lo que Nuevomundo unificaba era, en realidad, una anatomía muy disímil: Cuatro patas largas y finas apoyadas sobre dos dedos articulados cada una. Un cuarto trasero que recordaba las coyunturas propias de una langosta. Un torso erguido, poderoso, con el esternón de un felino de carrera asomando por debajo. Y, finalmente, una cabeza de lo más extraña, compuesta por un largo y ancho cuello que se doblaba hasta formar un cráneo. En su frente se abría un orificio respiratorio que era, al mismo tiempo, un aparato de fonación. El par de ojitos, muy pequeños y celestes, se ubicaban a los costados; pero el remate lo constituía un puñado colgante de cinco largos pólipos o tentáculos que funcionaban como fauces y como apéndices de manipulación.

Claro que, ni Ada ni nadie, habían visto jamás a Nuevomundo de este modo. Es decir, con más de veinte metros de altura, y en medio de una manada de criaturas idénticas a él. Una verdadera familia, con crías incluidas.

El sitio donde Ada se encontraba ya no era su casa, sino un bosque en un mundo cuyos tres soles iluminaban el cielo con una luz blanca muy similar a la del laboratorio.

El bosque entero parecía estar ubicado dentro de una depresión en el suelo. Sus paredes estaban revestidas de numerosas y tumultuosas caídas de agua. Los formidables árboles que morigeraban la cegadora luz hasta hacerla soportable, eran colosos de troncos tan verdes como sus hojas; gigantes retorcidos, con ramas entretejidas que empequeñecían a los miembros del grupo de Nuevomundo, los cuales se asían a ellas para comer extraños y enormes insectos.

—¡Querido! —gritó ella, y los animales se volvieron para mirar al diminuto ente que los había alborotado en medio de la ciclópea fronda silenciosa. Ella trató de mantener la calma— Connelly, mi vida; por favor sácame de aquí, cariño.

Las manos húmedas se aferraron a las suyas desde un agujero practicado en la trama misma de la realidad. En ese momento, el universo entero se había combado a su alrededor hasta formar una esfera perfecta que la contenía en su centro. Todo lo demás: las criaturas, el bosque, los soles, se habían bidimensionalizado al instante. Seguían vivas, sí, pero eran un fresco semoviente en la superficie cóncava de la esfera-universo.

Ella recordó sus sueños: ésta era la misma esfera de Escher, pero vista desde dentro y conteniendo un universo en su interior. El hoyo que se había abierto frente a sí era un escape de esa mónada cerrada.

Ada se aferró a las manos palmeadas de su hijo, y sintió cómo el mundo se transformaba a su alrededor, dándose vuelta como un guante; convirtiendo concavidad en convexidad. Poco a poco, el extraño bosque en el hueco de ese raro planeta se convertía en el parque que rodeaba su hogar. Cuando ya se hallaba en el jardín, pudo escuchar el bramido casi ensordecedor de los nuevomundos que quedaban atrás, allá adentro de… ¿de qué? Y, sin embargo, ella no había sido la única en vivir esa realidad, puesto que una bandada de estorninos salió volando en cuanto el sonido de los colosos chocó contra las paredes de la casona haciendo vibrar todos sus vidrios.

Cuando Ada estuvo a salvo, Connelly se zambulló en el agua de inmediato, asomando sólo la mitad de su tronco. Huyendo del calor abrasador de su madre.

El agua desplegó el resto de sus estilizadas y tenues aletas.

El muchacho tomó el dispositivo que pendía de su cuello y tecleó apresuradamente. Del otro lado del cuaderno electrónico, Ada pudo leer el mensaje:

—Losiento mamá Nomedicuenta. Te juro qe no quise hablar. estuvisteen lapoesía de Nuevomundo. yo me había alimentado dél hacía unoss minutos.

La muchacha-poema acarició el cabello mojado de su hijo-sirena, de su niño-hombre, de su hombre-pez:

—Tranquilo, mi vida, yo sé que no quisiste hacerlo. Tú no tienes ninguna culpa. Al contrario —las manos de Ada sostuvieron el rostro de su hermoso hijo, y lo obligaron a mirarla a los ojos con sus globos oculares enormes y húmedos tan similares a los de su padre—. En verdad, lo que haces es prodigioso. Tú vuelves realidad tus poemas para quienes te escuchan. Eres una verdadera sirena, mi vida, un ser mágico que puede encantar.

Y uno que nunca podrá hablar ni utilizar su voz, si es que no quiere enviar a un mundo irreal a quien lo oye—tecleó con más calma.

Ella sonrió:

—O sí. Si es que quien te oye desea viajar por tus maravillosos universos interiores…

 

* * *

 

Connelly no estaba acostumbrado a quebrar su mutismo. Hacía apenas unos minutos que había estado sorbiendo la sangre de Distancia desde una de las cuatro tetillas que se conectaban a las principales venas de esa criatura. Una disposición anatómica que el muchacho había diseñado adrede en el cuerpo de su poema para que éste pudiese alimentarlo más eficazmente.

Eleazar había interrumpido a su hijo en pleno proceso de nutrición.

Conn había estado recostado contra un poste de su habitación-piscina, dentro de la casa. Distancia, semidesnudo, se hallaba a horcajadas sobre la poderosa cola del tritón, la cual se extendía hacia adelante. Las manos del poema apresaban la cabeza del muchacho, hundiendo sus dedos en los cabellos celestes, mientras que las palmeadas manos del joven se asían a la espalda de su creación, a medida que sorbía su sangre.

Al parecer ambos hallaban placer en el proceso.

Cuando Rickman entró por la puerta abierta, Distancia lo miró asustado con sus verdes ojos de gato y, de un salto, trepó al alfeizar de la ventana. Entonces, el hombre vio cómo el elfo de cabellos de fuego desaparecía tras unos matorrales de aromáticas retamas, contiguas a la casa. Era la primera vez que tenía una visión clara de uno de los más elusivos poemas de su hijo: orejas largas y puntiagudas, cuerpo anguloso, la piel como de alabastro apenas si manchada con un reguero fino de líquido azulado proveniente de una de sus tetillas. Un joven muy bello.

Y hubiera deseado no haber visto nada de eso. La forma que Connelly había elegido para subsistir casi constituía una autofagia, puesto que sorbía la vida de sus propias obras. Obras construidas únicamente a partir de su ADN.

El muchacho había creado un número mínimo de individuos, los suficientes como para sostenerlo con vida sin morir por desangramiento.

A Eleazar eso le parecía una atrocidad, una tergiversación del rol del poeta y su obra. Pero intentaba respetar la libertad creativa de su hijo, mientras éste se mantuviese en los límites de lo humano.

Ada, por otra parte, confiaba tanto en el muchacho, que parecía no darle importancia a todo eso.

Ahora, padre e hijo estaban frente a frente, incómodos.

Rickman le había pedido a Conn que le hablase, que lo transportase a uno de sus mundos. Que lo ayudase a comprenderlo:

—Eres mi hijo, mi carne, y te amo. Esto es parte esencial de lo que eres y tengo que vivirlo. Necesito saber más de ti. ¡Por el Elíseo! ¡Si has crecido tan rápido que a veces creo que no nos conocemos en lo absoluto! Ayúdame a entenderte y a que me entiendas.

El soliloquio de Rickman era un solo de fagot. Madera rumorosa y metal. Un bajo de aterciopelados sonidos que pugnaban por entrar en el corazón de su primogénito.

—No importa lo que suceda. No importa lo que elijas para tu vida —Eleazar bajaba un tono tras otro. Su voz era súplica y ratificación, a una—. Yo siempre te amaré, hijo mío.

Connelly suspiró sonoramente y, de pronto, pareció como si las paredes del cuarto cedieran, combándose y volviendo a su lugar al compás de ese suspiro. Entonces, tomó el cuaderno que pendía de su pecho como un collar extraño, y tecleó en él. La pantalla, ubicada en el anverso del pequeño teclado, mostró las palabras:

—¿Es que no lo ves? Mi voz de sirena es el resultado de llevar al extremo tu propia voz, padre. una voz cautivante y seductora como pocas.

»Así como tú hipnotizas a tu audiencia, a tu no tan metafórico modo; yo transporto a la mía, literalmente. no soy más que una versión extrema de ti mismo y de mamá.

»Siempre me ha fascinado tu voz. Es hermosísima…

El tritón dudó. Luego completó la frase:

—…padre.

Y, al conjuro de la última palabra pronunciada audiblemente, el maestro de poetas se precipitó en otro universo.

 

 

* * *

 

 


 

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“La poética de las sirenas” (parte 2), Teresa P. Mira de Echeverría

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Ilustración: Derrewyn

—A ver, ¿qué quiere saber?

»Soy cautivante y embelesador como mi padre, por eso soy un hombre sirena.

»Soy bello pero “raro”, como mi madre, porque soy una poesía hija de otra poesía.

»Soy cruel y amoroso con mis obras, a partes iguales, porque por mis venas corre la sangre de Sir Vázquez. Lo que, hablando estrictamente en términos genéticos, me convierte en el hijo de dos varones humanos. Y, hablando poéticamente, en el vástago de un varón humano y una poesía fémina. Puede elegir cuál combinación le gusta más.

Connelly, sentado en la fuente que coronaba el estanque, tecleaba con parsimonia. Se hallaba estratégicamente colocado entre las náyades y los tritones de mármol, semejando una estatua más. El agua que caía, cantarina, bañaba constantemente su cuerpo. La extendida aleta caudal, de miles de tonos de azul, parecía cumplir tanto la función de cola de pavo real, como la de trampa.

El periodista, que recibía las notas en su propio pad, intentaba concentrarse en las letras, en las palabras escritas, para no mirar a su interlocutor.

El joven sudaba profusamente. Ver al tritón era como sucumbir a un deseo que ni siquiera sabía que existía.

Carraspeó, se ajustó la chaqueta del traje gris claro. Con un gesto involuntario se arregló la corbata de moño bordeaux, y luego se pasó la mano por los cabellos color café. Entonces, sin alzar la mirada pero sintiendo la fuerte presencia del poeta-poema, repreguntó:

—Ha utilizado usted la palabra: “cruel”. ¿Cómo puede un poeta ser cruel con sus obras?

En el silencio del jardín primaveral se escuchaba únicamente el batir de las frescas hojas de los árboles y el gorgoteo del agua de la fuente.

La respuesta llegó al pad del hombre que estaba sentado en el borde de mármol rojo del estanque.

—Del mismo y natural modo en que se suele ser cruel con uno mismo, señor Goode.

El periodista no resistió y alzó la vista. Era como si el hechizo de la sirena se transfiriese a sus palabras escritas. Aunque sabía que eso era imposible.

Miró al tritón en toda su gloria, más bello que las propias estatuas, y dijo en voz queda:

—Puede llamarme Benjamín, si así lo desea, señor Rickman-Blenders.

Connelly sonrió, y sus afilados dientes se perfilaron claros y mortíferos en la semipenumbra de la tarde: blancas y relucientes agujas.

Los dedos volaron raudos por el teclado que el tritón ni quiera miraba, con sus ojos concentrados en los dos pozos color carey del periodista. Cuando la respuesta llegó al dispositivo, el hombre tuvo que obligarse a bajar la vista para leerla:

—No, señor Goode, no deseo llamarlo así.

Benjamín se quedó pasmado, estaba acostumbrado a las respuestas protocolares, políticamente correctas y socialmente establecidas, y aquello lo desconcertó. Pero, antes que pudiera sacar cualquier conclusión al respecto, una nueva transmisión llegó a su pad:

—Lo que en verdad deseo es llamarlo Rupert, ¿no es ése su segundo nombre, acaso?

El hombre sonrió y levantó la mirada. Asintió con un gesto exagerado, y no quiso preguntar cómo era que el poeta sabía que la “R” de Benjamín R. Goode, significaba ése y no cualquier otro nombre más común.

Por cierto —agregó con una nueva andanada de letras en su pad—, mi nombre es Connelly. Y espero que, con el tiempo, Conn esté bien para usted.

Un escalofrío recorrió la espalda del periodista. No sólo era una suerte de orgullo ciego —como el de ser elegido por alguien tan brillante y famoso y excéntrico—, sino que había algo de miedo en esa sensación.

Los ojos del poeta-sirena lo miraban con autosatisfacción, como si el tritón estuviese complacido por ambas reacciones.

Benjamín cerró de golpe la libreta de notas y, mirando los nenúfares que se extendían entre ambos, no pudo menos que recordar aquella poesía que había leído de chico, el Hylas de Teócrito. El decimotercero de los Idilios.

Se puso de pie, guardó la libreta en el bolsillo del saco y se dio media vuelta, nervioso.

El recuerdo de esa poesía había hecho que el escalofrío se tornara más intenso y, mientras comenzaba a dar los primeros pasos en dirección a la casona, sus palabras salieron con un volumen y una orla de desesperación mucho mayor que la que él habría querido imprimirles:

—Se está haciendo de noche, señor… Connelly. Será mejor que vuelva mañana temprano, así podremos trabajar más tranquilos.

Una risa corta se escapó de la garganta de Conn: el periodista sabía muy bien que la noche era su elemento, pero él dejaría pasar el ridículo subterfugio. Era obvio a sus ojos que, con este humano, tendría todo el tiempo que deseara. Todo el tiempo del mundo.

Durante el segundo que esa risa duró, Benjamín sintió como si la presión del aire cambiase, como si los árboles se volviesen delgados y rojos, y el cielo de un tono diamantino. También percibió, con absoluta claridad, como si miles de seres que no pudo precisar pero que se olían hermosos —romero, café y azahar—, se agolpaban a su alrededor. Aquello sólo duró un instante, pero fue lo suficiente como para que el hombre atisbara una ínfima parte de la verdadera envergadura del poder evocador-poético del maestro Connelly Rickman-Blenders.

Y deseó más.

Mucho más.

Ese deseo lo asustó al principio; porque era claro que el tritón había dejado “caer” esa probada de su poder casi como al descuido, pero completamente a propósito. ¿Acaso quería volverlo adicto a su persona tal como lo eran sus poemas, los seres de los que se alimentaba como un vampiro?

Sin embargo aquello había sido demasiado fuerte y demasiado breve. Como ver, por una fracción de segundo, el Elíseo en toda su gloria: suficiente para vivir toda una vida anhelando regresar a él.

El pad se iluminó con nuevas palabras:

—Por supuesto, Rupert; mañana temprano lo espero aquí mismo.

Y entonces oyó un estallido en el agua.

Benjamín giró rápidamente, pero el poeta ya se había sumergido en el estanque que apenas si agitaba a los cansados nenúfares.

Esperó hasta que la superficie se calmó. ¿Estaría viéndolo desde debajo del agua? ¿O ya se habría alejado nadando por los conductos que, según se decía, lo comunicaban con toda la casa y con el Río Quebrado, más allá de la propiedad del maestro Rickman?

De pronto, desde el interior de un seto de rosas blancas, saltó un curioso ser. Una especie de lagartija del tamaño de un gato, con seis patas rematadas en manos humanas, y una cola muy fina y prensil. La piel, lechosa y pulida, brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna. Tenía el inequívoco rostro de una encantadora muchachita, pero sin cabellos ni cejas ni pestañas. Era como una gárgola hermosa y perturbadoramente inquietante.

El ser saltó sobre el estanque con una increíble cabriola propia de un trapecista o un gimnasta. Por un segundo, mientras giraba en el aire, pudo sentir el aroma a café, azahar y romero que la criatura emanaba.

Entonces, con la velocidad de un tiburón, Connelly saltó fuera del agua y atrapó a la criatura en pleno vuelo, sujetándola con sus fauces, y hundiéndose con ella en el agua, muy silenciosamente.

El corazón de Benjamín parecía querer perforar su pecho. El susto lo había paralizado. Sabía que no mataría a ese poema, pero la ferocidad y el salvajismo del ataque, la animalidad y el poder del mismo, habían sido demasiado.

Salió corriendo por el jardín sin siquiera pasar por la casa. Trotó, como un chico asustado de la oscuridad, por la veredita que se extendía entre tilos y pinos hasta desembocar directamente ante el gran portón del hierro de la propiedad.

Cruzó el umbral a la carrera y trepó al primer tranvía que divisó.

Esa noche, en su casa, solo, se fue a la cama temprano y sin cenar. Era la primera vez en semanas que no extrañaba a Vera desde la ruptura.

Más tarde, cuando se hallaba en ese estado intermedio entre el dormir y la vigilia, comenzó a sentir como si flotara en un lecho de agua; de profundas, frías y oscuras aguas. Y soñó entrecortadamente, despertándose empapado en sudor para asegurarse de que aquello no era cierto. Y el sueño era siempre el mismo: desde las fibras de la tela de las sábanas emergía Connelly, saltando como un tiburón sobre él, y arrastrándolo hacia esas aguas profundas y frías.

Lo que más lo perturbaba era que, en el sueño, aquello era algo que lo aterraba y, al mismo tiempo, algo que había estado deseando.

 

 

* * *

 

 

Era muy temprano, pero la bruma ya se estaba disipando.

El fresco del otoño cercano se hacía sentir a pleno en esas latitudes, y Benjamín se cerró el abrigo con fuerza. Debajo llevaba su único traje bueno, el de verano, el gris jaspeado con el que hacía sus notas en el teatro de la ópera, las presentaciones de libros y las entrevistas a artistas célebres… como Connelly Rickman-Blenders.

Lo llevaba porque sabía que, dentro de la propiedad Rickman, siempre era primavera y no sentiría frío. Y porque sentía un regusto a revancha al poder usar algo que le quedaba muy bien, frente a un ser que vivía aparentemente siempre desnudo.

Mientras mordisqueaba un croissant, iba sorbiendo —de su vaso extra gigante de cartón con tapa—, el “moka cappuccino doble chocolate y canela”, tal como rezaba el trazo de fibra negra que el empleado de Starboard había escrito, junto a su nombre, al costado del vaso.

Caminaba despacio, por el paseo de la ribera, costeando el Quebrado; el río oscuro y lento que cruzaba la ciudad.

Parecía como si no quisiera llegar al portón de rejas negras que se abría al bosquecillo siempre verde.

—No seas infantil —se dijo a sí mismo, y el vapor de su aliento formó volutas burlonas frente a su rostro—. Estás dejando que otro loco artista egomaníaco te maneje.

Cuando al fin llegó a su destino, su determinación flaqueó y tuvo que empujarse a sí mismo para entrar en la propiedad.

Arrojó lo que quedaba de comida y el vaso vacío a un papelero en la vereda, y encaró directamente hacia el camino adyacente que, sabía, conducía al estanque.

Al llegar, un nervioso elfo de mirada de gato y pelo furiosamente rojo lo estaba esperando bajo un tilo. Su voz era como un arrullo de alondras:

—El amo dice que lo espera en el Ala Oriental del estanque.

Sin siquiera explicarle dónde quedaba ese sitio, el ser se escabulló entre la espesura. Tenía el pecho desnudo y, en lugar de dos tetillas, cuatro —una de las cuales parecía lastimada y de la que manaba un líquido azul-verdoso.

Mientras se orientaba para averiguar dónde podía quedar el Este, Benjamín cayó en la cuenta de que la sangre del elfo posiblemente no proviniera de una herida sino de su función “nutricia” para con su entrevistado.

El escalofrío de la noche anterior volvió a hacerse presente.

Cuando logró orientarse, comprendió que el sitio adonde se dirigía lo alejaba cada vez más de la casona y lo hundía en una espesura de plantas ornamentales mucho más altas que él.

Retamas y cañas y juncos formaban un laberinto vegetal sin caminos aparentes. Se dejó guiar por el sonido del agua y llegó a una especie de torre. Ascendió por una escalera de hierro subrayada con manchas de óxido, la cual rodeaba la construcción de piedra como una especie de enredadera estilizada, y llegó hasta su parte superior.

Cercado por columnas triples de estilo gótico, que sostenían un techo alto y que se hallaban unidas por barandales curvos de hierro oxidado, había un foso.

Era un foso grande y de una forma caprichosa. Su boca estaba conformada por cerámicas esmaltadas, algunas de colores terrosos y otras doradas a la hoja. Alrededor del foso casi no había sitio para caminar, únicamente ese brevísimo zócalo resbaladizo. Las piedras húmedas y mohosas de las columnas sobresalían en basamentos escuetos y altos.

Benjamín se sentó sobre uno de ellos y colocó sus pies entre los intersticios de un barandal metálico. Parte de la extraña geometría del foso pasaba bajo sus piernas.

Sobre su cabeza, gárgolas hermosas y siniestras miraban, al igual que él, el increíble paisaje que se extendía más allá de la copa de los árboles: media ciudad y la desembocadura del Quebrado se divisaban envueltas en la dorada bruma del amanecer.

El sitio era mágico.

Suspiró tranquilo, encendió un cigarrillo, y comenzó a fumar mientras saboreaba el aire puro, el aroma a cítricos de su particular mezcla de tabaco, y el frío de la ciudad que aquí escapaba al control climático del parque.

El sol le daba de frente y él se hallaba sumido en pensamientos sin forma definida, tal como la bruma allá en el límite entre el mar y el río, o el alimonado humo de su cigarrillo. Tenía los pies firmemente apoyados en la base de la baranda curvada, los codos sobre las rodillas y los ojos en el horizonte.

Reinaba un silencio perfecto, sublime, que Benjamín agradecía como una caricia de pura paz.

Exhaló un círculo de humo y sonrió. Miró a la gárgola que tenía más cerca de él, y preguntó, displicentemente:

—¿Naciste así o él también tiene el poder de convertir a los seres vivos en piedra?

El pitido del pad lo sobresaltó tanto que casi pierde el equilibrio.

Extrajo el aparato de un bolsillo de su abrigo, y leyó:

—No soy una gorgona, Rupert; apenas soy un tritón.

El joven se sobresaltó todavía más y giró en redondo hasta que lo vio. A medio emerger de las oscuras y profundísimas aguas que trepaban hasta lo alto de la torre, en un escondrijo al que no llegaba la luz del sol, allí estaba Connelly.

—Lo siento, no pretendí asustarlo.

Benjamín se reubicó mejor en la saliente, volteando un poco su cuerpo para enfrentar al increíble ser que parecía brillar entre las piedras oscuras y mohosas.

—¿Cuánto hace que está ahí?

La voz del hombre resonó en el templete como si lo hiciera entre las paredes de una catedral.

El pad destelló:

—Desde que usted llegó. Pero no quise interrumpirlo; se veía tan en calma consigo mismo que era un placer contemplarlo.

»Quiero decir, que es hermoso ver a alguien que ha alcanzado la serenidad, la paz interior.

Había algo distinto en el poeta. Hoy no parecía ser el egocéntrico de la noche anterior, el soberbio que pavoneaba sus capacidades y poderes frente a un periodista pobretón que se esforzaba infructuosamente por realizar su nota.

Hoy no parecía querer jugar con él.

Había un dejo de tristeza. No, no era eso. Había un aura de profundidad en él, como si la superficie brillante cediese ante el complejo interior.

“Cruel”, se dijo Benjamín a sí mismo, “recuerda que así se caracterizó con total orgullo: cruel… y amoroso”.

El pad vibró:

—Mi padre fuma en pipa. Y aunque el aroma es totalmente distinto, usted y su cigarrillo me lo han recordado de pronto.

»Mi padre es un hombre que seduce sin proponérselo, ¿sabe? Sin siquiera darse cuenta de lo que está haciendo.

Una de las cosas que Benjamín odiaba de este tipo de comunicación, era la ausencia de inflexiones. Las inflexiones de la voz dicen tanto o más que la palabra misma, y él no podía leer esas inflexiones en las frías letras electrónicas. ¿Aquella última frase había llevado el sello del sarcasmo, de la melancolía o, tal vez, del coqueteo? Sin inflexiones podía suponer lo que quisiera.

Se quedó mirando el pad, sujetándolo con manos tensas. Estaba comenzando a sentirse otra vez en desventaja frente a Connelly, otra vez en inferioridad de condiciones.

Las letras cambiaron:

—Duda de mí, ¿no? Pero créame, Rupert, no hay cinismo en mí. No hoy, al menos.

Benjamín alzó la mirada y lo miró a los ojos. La forma apresurada de escribir, las equivocaciones, lo alertaron.

El tritón tenía los ojos cansados, lejanos, brillantes. Veraces.

El periodista se compadeció y bajó la guardia:

—No crea que estoy en paz. Es sólo que este sitio puede hacerle olvidar a uno los problemas en los que vive inmerso.

Connelly sonrió y asintió con la cabeza. Al parecer compartían ese punto de vista.

El hombre sirena nadó en absoluto y sobrecogedor silencio hasta la reja en la que Benjamín había apoyado los pies. Se asió de los hierros y, con un movimiento que pareció no conllevarle esfuerzo alguno, se elevó por fuera del agua hasta colocarse sobre unas estriaciones que lo contenían perfectamente.

El joven humano lo miró atónito: era enorme. Y era hermoso.

Apenas se le secó el torso, sus aletas se replegaron hasta adherirse a su piel como si fueran un dibujo sobre la misma. La parte inferior, mucho más larga que las piernas de un humano, era fuerte y maciza, y de un azul cobalto maravilloso. La cola extendida se veía, así de cerca, como un encaje fuerte lleno de cicatrices brillantes; pero eso no la hacía menos magnífica. Benjamín se preguntó cómo se las habría hecho. Pronto notó que había muchas más en su cuerpo. Largas y nacaradas cicatrices que apenas si se advertían desde ciertos ángulos.

Las crispadas manos del poeta se aferraron a la reja casi con desesperación, como si ésta fuera una jaula, y lo irguieron hasta ubicarlo a la misma altura del humano.

El periodista notó las membranas azuladas entre los dedos brillando delicadamente bajo la luz dorada de la mañana.

En esa misma luz, el largo cabello sujeto en una trenza suelta, destellaba como lenguas de fuego azulino.

Durante unos minutos se quedaron en silencio. Los dos viendo el horizonte. Los dos compartiendo un momento de paz.

—¿Qué es lo que tanto anhela, Conn? —murmuró Benjamín entre dos pitadas, sin quitar sus ojos de la lejanía.

—¿Es esto parte de la nota?

Ben alzó los ojos nuevamente al horizonte y susurró, mientras refrendaba lo dicho con un gesto de su cabeza:

—No.

El suspiro fue audible. Las columnas del templete se retorcieron y volvieron a su lugar, pero el humano no se asustó esta vez.

—Libertad.

Benjamín rumió aquello por entre el humo del cigarrillo y el dorado del amanecer. Podía sentir la respiración del poeta a su lado.

El viento tejía sonidos extraños en la torre de piedra.

—Se dice —murmuró Goode, al fin— que usted puede nadar por el Quebrado cuando lo desea —hizo una pausa y luego agregó, mirando de lado al poeta—. Supongo que de aquí a la Bahía Roja, y desde allí hasta el mar, sería cuestión de pocos minutos para usted.

La sonrisa del tritón lo sorprendió. Era como la de un niño travieso. Los dedos comenzaron a teclear sobre el tablero, pero Goode no miró su pad, sino que se concentró en esos dedos volando sobre las teclas. Se dijo a sí mismo que lo hacía para conocer más a su interlocutor y lograr una mejor nota, y se rió por dentro de su propia ingenuidad.

Connelly le hizo una indicación de cabeza y Benjamín se apresuró, algo avergonzado, a mirar la pantalla de su pad. Dio una larga pitada a su cigarrillo mientras leía.

—No esa clase de libertad, Rupert.

Benjamín sintió otra de esas oleadas de orgullo al ver su nombre de pila en la línea de diálogo. Siguió leyendo mientras soltaba el humo, y pudo escuchar cómo el tritón trataba de aspirar fuertemente para captar el aroma de su tabaco.

—¿Recuerda cómo me definí ante usted ayer? ¿Recuerda acaso algo que sea esencialmente mío? ¿Algo que no sea una referencia a rasgos heredados de mis padres-creadores?

»No son el océano o piernas lo que anhelo, sino la libertad de ser yo mismo.

Benjamín miró al poeta a los ojos marrones y acuosos. No podía creer que algo así le sucediera a un genio como él. ¿Qué duda podía tener de su identidad quién era capaz de crear lo que él creaba?

La mano de Connelly se le acercó titubeante. La actitud era tan impropia de él, que al humano le pareció irreal. Los dedos palmeados, surcados de finas cicatrices nacaradas, se aferraron de pronto al cigarrillo que Benjamín sostenía entre el índice y el mayor.

El hombre-sirena lo miró e hizo un gesto leve con la cabeza, una suerte de pedido de permiso. Benjamín comprendió y, con una sonrisa, soltó el cigarrillo.

La sonrisa seguía en su boca cuando vio a Conn aspirar con rapidez y toser tan fuertemente, que la colilla cayó al agua. No le importó que el universo se replegara, durante un breve segundo, sobre un centro que los incluía a ambos; ni que, dentro de ese círculo, creyera divisar aves rojas y verdes que volaban, como cardúmenes de ceniza flotante, en un cielo ennegrecido. Con total tranquilidad, extrajo otro cigarrillo del paquete, lo encendió con calma, le dio una profunda pitada, y dijo:

—No creo que haya muchas cosas que yo pueda enseñarle, Conn. Pero ésta es una de ellas. Preste atención si quiere aprender a fumar, ¿sí?

Y soltando el humo expertamente, le tendió el nuevo cigarrillo.

Hubo algo de regocijo infantil en ambos cuando el bellísimo ser anfibio aceptó convertirse en el alumno del humano.

 

 

* * *

 

 

Esa mañana, Benjamín corrió el tranvía que lo llevaba hacia la mansión Rickman. No quería llegar tarde. Era la séptima jornada que había convenido en pasar con Connelly a fin de realizar su nota periodística. Aunque la nota no había avanzado una sola letra desde aquella primera mañana en la torre donde siempre se reunían.

Se bajó a la carrera en la esquina de Cuadrados y Amapolas, y caminó rápido la media cuadra que restaba. El portón inteligente se abrió al reconocer su firma dactilar, y Benjamín trotó por la vereda de tilos y pinos hasta dar con el sendero que discurría hacia la torre.

El maestro Rickman-Blenders había hecho bordear el camino con fragantes macizos de violetas, para que el periodista no volviera a perderse. El aroma era exquisito, sin embargo Goode sonreía por otra cosa. A esta altura de las circunstancias, las violetas eran hermosas pero innecesarias. Él podría haber transitado perfectamente aquel camino con los ojos cerrados, sin extraviarse.

Los últimos veinte pasos los hizo a la carrera. Y a la carrera subió los escalones de hierro que crujían bajo su ímpetu. Resoplando, trepó por entre las columnas, miró agradecido a su alrededor comprobando que había llegado primero, y se sentó en el lugar de siempre, junto a la reja que hacía las veces de mirador.

Se había puesto el saco de cuadros marrones y el pantalón beige de lana, porque el frío ya arreciaba; no obstante, ahora transpiraba por el esfuerzo. Mientras trataba de componerse la corbata mirándose en el reflejo de las aguas oscuras de la torre, divisó un par de ojos, y soltó una carcajada a medio camino entre el regocijo y la derrota. Claro que no había llegado primero, Conn simplemente no quería que se sintiera mal.

Los ojos abiertos del hombre-sirena lo miraban, risueños, desde debajo del agua. Un halo azul de cabello se extendía a su alrededor. Poco a poco, casi sin perturbar el agua, y en un silencio sobrenatural, el tritón emergió del foso. Su sonrisa de dientes de aguja, blancos como nácar, brillaba sin malicia alguna.

Se miraron y empezaron a reír, en silencio uno y estridentemente el otro.

El poeta se elevó hasta colocarse en su sitio preferido, y se recostó en la fría y húmeda piedra. Goode supuso que, de poder pararse, mediría sus buenos dos metros de altura. También se imaginó, brevemente, cómo sería nadar a su lado.

Por un instante eso fue todo. Un estar sentados cerca, mirando la Bahía Roja y el Quebrado, el sol naciente, y el horizonte tras el puerto desdibujado por la bruma.

Había jornadas en las que casi no hablaban, en las que sus miradas parecían ser suficiente para entenderse. Connelly agradecía esos días porque lo hacían sentirse como un igual respecto del humano. Días en los que Ben pensaba de sí mismo como “Rupert”.

Hylas, divagó Benjamín Rupert, eso es en lo que se había convertido. Y Conn era Heracles y las ninfas en un solo ser.

El maestro Rickman-Blenders estaba mirándolo con insistencia a los ojos, tratando de adivinar sus pensamientos en sus expresiones; pero Benjamín no estaba listo para decir todo lo que pensaba ni lo que sentía.

Cuando el poeta advirtió esto, procedió a peinarse mientras canturreaba. Pero no semejaba ninguno de esos seres de leyenda con sus peines de oro y plata, estilizadamente sentados a orillas del mar; más bien parecía un tipo cualquiera, frente al espejo, preparándose para afeitarse antes de salir hacia el trabajo.

El azul ardiente de sus cabellos se adaptaba a sus dedos, quedándose dócilmente tras su nuca.

Goode tragó saliva cuando el pabellón que coronaba la torre pareció cobrar vida y retorcerse sobre sí mismo al conjuro del arrullar de Connelly. Un par de gárgolas de piedra salieron volando, dieron unas vueltas y regresaron a posarse en el techo. Cuando el canto cesó, cuatro de ellas habían intercambiado lugares.

¿El poeta lo estaba acostumbrado de a poco a su poder? ¿Lo estaba probando? ¿O tal vez castigándolo por su hermetismo?

El tritón extendió una mano húmeda y el humano le tendió un cigarrillo; luego encendió los de ambos. Fumaron en silencio por un largo rato, con la vista clavada en el lejano y brumoso puerto.

Benjamín comenzó a silbar. Era una canción antigua y rítmica, algo que había aprendido de su abuela.

Cuando habían pasado unos minutos se dio cuenta del efecto casi hipnótico que aquello causaba en el hombre sirena.

—¿Nunca habías escuchado silbar?

El tritón negó con la cabeza y su cabello se derramó, luminoso y celeste, sobre sus hombros. Los ojos del anfibio estaban muy abiertos, como los de un niño.

Entonces Rupert comenzó a cantar para él aquella canción que hablaba de antiguas batallas, de hombres que fumaban, bebían, soñaban y morían, y de islas que estaban perdidas más allá del Quebrado, del Océano Procelario y del mismísimo Mar Definitivo.

Cuando terminó de cantar, Connelly tenía una mirada nueva. Algo que era tierno y terrible a la vez.

Sin dar ninguna señal que lo anticipase, el poeta se sumergió en el agua negra del pozo.

El humano se puso de pie de un salto, alarmado. ¿Había hecho algo mal? ¿Estaba sucediendo algo en el predio?

Entonces, el maestro Rickman-Blenders saltó fuera del agua con un movimiento grácil y poderoso, se aferró a las solapas de Goode, y lo arrastró con él bajo el agua.

El terror se apoderó de Benjamín, quien soltó todo el aire de sus pulmones en un grito mudo. Las manos palmeadas se aferraron a sus brazos, inmovilizándolo en su frenético pataleo. Luego, la boca de Conn se abrió enorme y dentada como la de una lamprea; sus mandíbulas desencajadas. En la oscuridad, el humano sólo veía retazos de imágenes pavorosas. La boca del tritón se cernió sobre la cara del hombre cubriendo su boca y su nariz. Conn tuvo que golpearlo en el esófago para obligarlo a inhalar, y cuando lo hizo, Benjamín comprendió que el poeta estaba pasándole parte del oxígeno que sus agallas extraían del agua.

Goode no pudo ver por dónde iban, sólo sentía que se movían muy de prisa. Las contorsiones natatorias del cuerpo del hombre sirena eran bruscas y elegantes.

Entonces, demasiado precipitadamente como para preverlo, Connelly dio un giro de noventa grados, y se sumergió con el humano aferrado a sus manos y su boca; volvió a dar una serie de giros, y emprendió una carrera hacia la superficie hasta emerger con un salto colosal.

Rupert sintió cómo ambos caían sobre una superficie firme pero suave. Aún así el golpe en la espalda cimbreó todo su cuerpo.

De pronto estaba tendido boca arriba entre unos pastizales muy altos. El sol de la mañana le daba en la cara, el cuerpo le dolía y sentía algo agitarse a su lado.

Giró y vio a Conn tratando de volver al agua, arrastrándose con sus poderosos brazos. Benjamín saltó sobre él y lo obligó a enfrentarlo.

El tritón estaba fuera de su elemento, y si bien era mucho más fuerte que el humano, no podía hacer gran cosa para defenderse en la posición en que había quedado.

—¿Por qué hiciste eso? —gritó Rupert con desesperación.

Connelly negaba con su cabeza en forma impotente. Sus ojos imploraban algo que el humano no comprendía. Miró el pecho del poeta y vio que había perdido la tabla de comunicaciones.

—¡Mierda! —volvió a gritar el humano.

Se tendió al lado del hombre sirena, en el denso y alto pastizal que crecía a orillas del Quebrado. Conn también dejó de agitarse y comenzó a utilizar sus pulmones.

Benjamín sacó el paquete empapado de cigarrillos, lo miró como si fuera un objeto caído desde otro planeta, y lo arrojó lejos. Luego probó el pad, pero no funcionaba. Suspiró frustrado.

La ropa le pesaba y se le pegaba al cuerpo; además lo estaba enfriando, haciéndolo tiritar.

Se quedó mirando hacia arriba. La bruma del río se extendía como un techo sobre sus cabezas. Algo intangible pero real que se arrastraba sobre ellos, recortando las puntas más altas de los juncos y las espadañas.

El tritón también tenía la vista clavada en ese río gaseoso.

—¿Por qué hiciste eso? —gimió Benjamín.

Con gran esfuerzo, Connelly dio la vuelta sobre sí mismo; luego, como un demente, comenzó a arrancar el pasto que tenía a su alrededor, cortándose y rasguñándose en el proceso. Cada vez que Goode intentaba detenerlo, él lo alejaba de un manotazo. Por fin, escribió con la punta de sus dedos sobre el barrizal que había limpiado: PORQUE TE NECESITO.

Benjamín se arrodilló y se quedó viendo la declaración, temblando de frío.

¿Cómo lo necesitaba?: ¿Como un amigo? ¿O, acaso, como él lo necesitaba?

Se mesó los cabellos con desesperación e impotencia. Se sentía exhausto, incapaz de desentrañar aquello.

La niebla sobre sus cabezas se convulsionaba a medida que los rayos del sol la calentaban y deshacían.

Benjamín Rupert Goode se puso de pronto de pie, resuelto como nunca antes en su vida.

Aquí no había crueldad sólo dolor, pensó.

Tomó a Conn por los brazos y lo arrastró hasta la orilla. Era fácil ver cómo se había hecho las innumerables cicatrices que poseía, mientras las nuevas se formaban. Pero el hombre-sirena se dejó arrastrar dócilmente.

El anfibio pesaba más que él, y Benjamín luchó con todas sus fuerzas por regresarlo al agua. Cuando por fin lo logró, y el joven poeta nadó con una gratitud y una habilidad que dejaron pasmado al humano, éste comenzó a desvestirse.

Conn se quedó muy quieto cerca de la orilla, entre las cañas, viendo aquel proceso como si fuese algún tipo de espectáculo sagrado.

Una vez que se hubo desnudado, Rupert saltó al agua y nadó hasta donde estaba el tritón.

—Tú me enseñas tu mundo y yo el mío —dijo el hombre cuando estuvo a su lado.

Connelly asintió exageradamente y se dispuso a tomar a Benjamín en sus brazos para sumergirse con él otra vez, cuando el humano lo detuvo:

—¡No! —aclaró con tono firme— Tú me muestras tu mundo —dijo apoyando uno de sus dedos en la cabeza del poeta— y yo te muestro el mío —agregó colocando la mano palmeada del hombre-sirena sobre el sitio de su corazón.

Conn se sacudió, asombrado. Sus ojos brillaron con una luz salvaje y dulce al mismo tiempo. Su sonrisa de agujas se amplió más y más. Se llevó una muñeca hasta la boca y mordió su propia carne. Un líquido azulado brotó, moroso y frío. Luego, acercó la cara interna de su muñeca a la boca de Ben, quien retrocedió un poco antes de comprender. Entonces dejó que el tritón le tomara la muñeca izquierda. Cuando los finos dientes de Connelly se clavaron en ella, fue más ardor que dolor. Pero, cuando sintió la succión, fue algo definitivamente erótico.

En un arranque de coraje, Ben tomó la mano que el poeta le tendía y comenzó a sorber el líquido azul, frío y salado. Era como un elixir. Y, cuanto más bebía la sangre del anfibio, más sorbía éste su sangre roja y caliente.

El tiempo pareció distenderse, escaparse, estirarse y llevárselo con él; hasta que sintió la sacudida, la mano que le era devuelta cicatrizándose rápidamente. Conn tuvo que luchar para que el humano soltase su muñeca, así de adicto se había vuelto a su plasma, y luego lamió su propia herida para cerrarla. Entonces se acercó a Benjamín y esperó.

Ambos se miraban en silencio, flotando en el medio del Quebrado, quietos, aguardando que el otro diera el primer paso.

Recién en ese momento, Connelly pareció percatarse de que Rupert había aceptado aquel extraño ritual sin comprenderlo. Lo justo era que fuese él quien continuara con esa prueba de confianza mutua. Y así lo hizo.

Anhelaba tanto saber qué escondía el corazón de ese humano cuya esencia aún paladeaba, que dejó que Ben entrase en su mente como nadie antes lo había hecho. Ni siquiera él mismo.

Tomó el rostro del hombre entre sus enormes manos palmeadas, lo miró a los ojos, y en un susurro de papel de lija y ansiedad, exclamó:

—Ven conmigo, Rupert.

 

 

* * *

 

 

De pronto, el mundo se curvó a su alrededor. El agua del Quebrado, el cielo rayado de sol, el pastizal de la orilla, la boca de la Bahía Roja y los jirones deshilachados de la neblina; todo se proyectaba en el interior de una esfera traslúcida. Y, detrás del cristal de esa esfera que era la realidad, Benjamín podía ver el gigantesco rostro de Connelly mirándolo fijamente; su enorme mano izquierda sosteniéndolo a él y al mundo contenidos en ese globo.

Pronto, la esfera se opacó hasta convertirse en un entretejido de paneles de concreto agrietado y vigas de madera vieja. Una enorme pero claustrofóbica jaula, tan grande como un templo antiguo.

Goode se hallaba sólo en medio de aquel recinto clausurado. Dio unos pasos intentando entender aquel sitio, medirlo, interpretarlo.

Gigantescos cuadrados de concreto en bajorrelieve componían la esfera, como un panal aberrante. Las vigas, cuarteadas y blancas, se astillaban al contacto con sus manos. Era como si un esfuerzo, arcaico e inconsciente, tratara de mantener una estructura destinada a disolverse.

Luego de dar vueltas por el recinto, Benjamín eligió un panel al azar y empujó. Pero el concreto, avejentado y todo, era impenetrable e inamovible.

“No así la madera”, pensó el humano, y arremetió contra ella.

Una de las vigas que formaban los barrotes cuadriculados de esa jaula, comenzó a ceder bajo la mano del hombre. Los trozos se deshacían tan fácilmente, que pronto toda una sección perdió su integridad, causando que varios bloques de cemento se precipitaran.

Benjamín logró alejarse del derrumbe y, cuando el polvo se asentó, divisó una brillante luminosidad que procedía del exterior.

Avanzó por entre los escombros y emergió a un sitio familiar —aunque nunca hubiese estado allí antes—. Un océano manso de aguas celestes se extendía hasta el horizonte en todas direcciones. Las olas apenas si chapoteaban contra una vieja estructura de cemento, una vereda semicircular al ras del agua. Inclinándose poco a poco, a medida que se alejaba, había un camino que salía de ella hasta hundirse gentilmente en el agua.

Alguna vez la vereda había tenido altas barandas de hierro, pero ahora sólo quedaban unas pocas varas oxidadas pintadas de amarillo y negro, nada más.

El sol era intenso; la paz, inquietante. El agua brillaba de tal modo con la luz del mediodía, que hería la vista. Sólo el chapoteo de esas olas pequeñas turbaba el silencio.

Benjamín se descolgó del boquete que había abierto en la esfera y saltó hasta la estrecha vereda. Entonces se formó una figura en el sitio donde nacía el camino. Era una niña, una chiquilla de no más de diez años de edad. Estaba descalza. Vestía una remera blanca, shorts con flores rosadas y tenía el pelo, largo y suelto, de un color que le recordó al humano el de sus propios ojos: carey claro. Bajo su brazo derecho sostenía una perla del tamaño de una pelota de vóley. Miraba fijamente el camino. O quizás el horizonte.

Ben se acercó a ella hablándole suavemente, para no asustarla:

—¡Hola! ¡Niña! ¿Qué tal? Me llamo Benjamín. ¿Dónde estamos, quieres decirme?

Ella giró la cabeza, lo miró unos instantes en silencio y volvió a fijar su vista en la distancia.

El muchacho se aproximó un poco más a la chiquilla, observó el vacío horizonte y la terrible soledad de aquel lugar sin límites, y se sentó en el suelo. Se dio cuenta de que estaba vestido para la ocasión, como si encajara en ese sitio: chomba blanca y bermudas celestes. Mientras sentía cómo la sucesión de olas y su sonido lo adormilaban, tuvo una idea, y habló de nuevo:

—¡Hola! Me llamo Rupert, ¿y tú?

Después de todo, se suponía que estaba en un sitio nacido de la mente de Connelly.

La niña se dio la vuelta, se sentó en el suelo frente a él, mirándolo con interés. Una sonrisa cálida y aniñada se formó en ese rostro que, hasta hacía unos segundos, había sido una máscara inexpresiva. Luego, haciendo rodar la perla-pelota hacia él, respondió:

—¡Yo también! Qué casualidad, ¿no?

Benjamín recogió la perla perfecta y la contempló asombrado. Su propio rostro se reflejaba en ella como en un espejo deformante y esmerilado. Volvió a ponerla en el piso, la hizo rodar hacia la niña, y prosiguió con la extraña conversación:

—Entonces, ¿te llamas “Rupert”?

Ella asintió con la cabeza con mucho énfasis. El cabello carey bailaba alrededor de su simpática carita.

Por un momento, Ben quedó fascinado por ese cabello del mismo exacto color que sus propios iris, y entonces comprendió. Una carcajada explotó desde su garganta. La risa no paraba. ¡Aquello era demasiado literal!

—¿”La niña de mis ojos”? —preguntó a nadie en particular. Pero la chiquilla sonrió y volvió a asentir, muda. Entonces, Benjamín calló de pronto, asustado.

La pelota rodó hasta él de nuevo.

—”Guárdame como a la niña de tus ojos” —recitó él, con reverencia.

La niña ya no hablaba, sólo gesticulaba.

El muchacho volvió a mirar el mar que lo rodeaba… Tanta libertad abrumaba.

—Esperas que yo te nombre, ¿no es así? —agregó él en un susurro—. Porque, en realidad no tienes nombre, no hasta que yo te lo dé —la miró a los ojos azules y, más allá de éstos, al ser que se escondía tras ellos—. Quieres saber qué atesora mi corazón.

La rubiecita volvió a asentir en silencio.

Benjamín se puso de pie, con la pelota-perla bajo un brazo y le tendió la otra mano a la niña. Ella se levantó y, sin soltarle la mano, lo guió por el pasillo que se internaba en el océano infinito.

A medida que caminaban, el agua los cubría más. Primero sus pies, luego sus tobillos, sus rodillas, su cintura… entonces Ben la levantó en brazos para que el agua no la tapara. Con el movimiento, la perla cayó al mar y se hundió.

La niña había ladeado la cabeza, como esperando algo.

Con la chiquilla en sus brazos, Benjamín tomó aire y, temblando en el agua helada, dijo en voz fuerte y con un cierto alivio:

—”Connelly”, así te llamas.

La niña sonrió con dientes de aguja de coral, y saltó de sus brazos mientras desplegaba detrás de sí una enorme aleta caudal, roja como la sangre humana, para hundirse en el océano, tras la perla.

Rupert permaneció un tiempo así, conmocionado y atónito. Aquello no era un sueño, pero tampoco podía ser la realidad. ¿Qué poder tenía en realidad el poeta?

Comenzó a desandar el camino y regresó a la vereda semicircular. Se sentó nuevamente en ella, mirando el mismo punto indefinido que la niña había estado mirando, y se quedó así, en silencio y sin pensar, por lo que le parecieron varias horas.

El sol del mediodía jamás avanzaba allí. O si lo hacía era terriblemente lento. El tiempo parecía no tener sentido, las olas lo evaporaban en una monotonía carente de medición posible.

¿Así se sentía Conn? ¿O así se sentía él mismo? ¿Era ésta la libertad sin identidad?

Conocía cuál era el mecanismo para volver de un “Mundo Rickman-Blenders”, tal como lo llamaban los científicos que lo habían estudiado. Únicamente debía llamarlo, pedírselo, y el poeta lo sacaría de allí. Pero aún no estaba listo para eso.

Dejó pasar un tiempo más, un tiempo de tranquilidad infinita, y luego emprendió el retorno a la esfera. Una vez en el interior de la jaula de madera vieja y concreto, se dirigió al otro extremo y volvió a debilitar un cruce de vigas. Esta vez fue más cuidadoso y el derrumbe menos espectacular. Apenas cruzó en umbral, lo recibió otro paisaje de ensueño o de pesadilla.

Ahora estaba sobre las copas planas y tupidas de un grupo de árboles. Eran unas plantas delgadas y altas, posiblemente de más de treinta metros de altura. Todas sus finas y nerviosas ramas terminaban en el mismo nivel, muy juntas entre sí, y uniendo un ejemplar con otro hasta formar una sola copa delgada y horizontal, un techo continuo y sin huecos, o mejor dicho, un camino sobre el que él se hallaba.

A pocos metros de distancia, el último árbol fijaba el final del exiguo sendero. Abajo, a medida que se asomaba por los bordes, Benjamín sólo alcanzaba a ver una bruma espesa y movediza, gris y opaca, que no permitía adivinar qué cosa había en el suelo o si es que había uno.

El cielo atardecido era de una tonalidad que iba desde el malva al morado, y estaba cruzado por nubes como cintas color caramelo.

Miles de pájaros negros pasaban volando bajo él, por entre las ramas, en un constante chillido y canturreo y batir de alas que armaban gran alboroto.

Al revés que en el otro paisaje, éste poseía un límite. Pero, al igual que en el anterior, el infinito seguía presente. Si allá, en el mar, se había sentido preso por tal infinitud, aquí se sentía libre en mitad de la finitud.

Una mujer joven, envuelta en una túnica azafranada y con el rubio pelo recogido, se hallaba de pie en el borde del camino hecho por las copas de los árboles. Tenía una niña en brazos, tal vez de tres años de edad. Otra nena estaba arrodillada a sus pies, con las manos en el piso; tendría unos ocho, calculó Benjamín. Las tres miraban el horizonte, un horizonte tan inalcanzable como el oceánico.

Goode se acercó a la madre y repitió su presentación:

—Buenas tardes, señora, me llamo… Rupert. ¿Podría decirme dónde nos encontramos, por favor?

Se miró a sí mismo mientras avanzaba, una túnica morada lo cubría hasta los pies. Se retiró la capucha cuando llegó junto a la dama.

Ella le sonrió, había algo familiar en la mujer:

—¿Cómo? ¿Ya no te acuerdas de mí? —le dijo ella— ¡Si tú me pusiste un nombre, allá en el mar, hace tantos años!

¡La niña!

La mujer le tendió la chiquilla que llevaba en los brazos y Benjamín la tomó en los suyos. Era… extraña, algo parecida a Ada Blenders, si debía reconocerlo, pero con una mirada diferente, más dura, más sufrida.

La otra nena se aferró a su túnica y él le acarició su cabeza con su mano libre. Tenía algo de los rasgos de Eleazar Rickman en ella, pero los ojos eran tan plateados como los de Serenidad, la célebre poesía del autor.

—¿Has visto? —dijo la madre orgullosa— Por fin recuperé la perla. ¡Y más de una!

Entonces se dirigió resuelta hacia el borde del camino.

—¡Espera! ¿Qué haces? —gritó Benjamín. Y tras dudar, agregó— ¿Qué hago?

Ella se dio la vuelta y lo miró sonriente. Los dientes de coral brillaban rojos en el sol de la tarde.

—Ya tengo un nombre, y ellas no lo necesitan. Sólo debes… No lo sé… ¿Encontrarme?

Y se arrojó al precipicio.

Benjamín, conmocionado, corrió con las niñas hasta el borde.

La mujer no se veía entre las ramas inferiores, y la bruma espesa ocultaba su cuerpo si es que se había estrellado.

El muchacho pensó en las chiquillas y se alejó del borde. No quería que se asustaran o sufrieran, pero ellas estaban demasiado tranquilas.

La más pequeña gritó entonces:

—¡Mamá! —y su manito señaló un gran pájaro negro que se había elevado desde las ramas inferiores.

Enseguida las dos intentaron correr hasta el borde del camino de árboles.

—¡No, no, no! —gritaba Ben con desesperación, tratando de retenerlas. Pero la fuerza de las criaturas era inhumana y lo estaban arrastrando a él.

Asustado, las soltó, y las dos chicas se pararon en el borde del precipicio tal como lo había hecho su madre antes. Para su asombro, la pequeña salió volando, flotando como si no hubiera gravedad. La mayor se dio la vuelta y le dijo a Benjamín:

—¡Papi!, ¿qué no te das cuenta de que es mamá? Ahora nos toca a nosotras buscarla a ella. Tú todavía debes hacer más camino.

Y entonces se elevó igual que su hermana.

—¡Vamos! —le gritó desde el aire— No tengas miedo, síguenos. No te quedes atrás.

Rupert se acercó al borde y, tentativamente, dio un paso. Un temblor sacudió el suelo de hojas y, por entre la bruma, surgió un nuevo árbol que se elevó despacio hasta que su copa se engarzó con las otras, continuando el camino unos metros más.

El hombre empezó a avanzar entonces más resueltamente, siguiendo al pájaro negro y las dos niñas en su vuelo.

Cada vez que llegaba a un límite, daba un paso hacia el vacío sin dudarlo, y un nuevo árbol surgía, extendiendo el camino para él.

Hasta que llegó a un barranco.

Entonces el pájaro cobró más altura y luego se arrojó en picada, con las niñas detrás. Tal era la velocidad de los tres seres, que se convirtieron en bolas de fuego, en estrellas fugaces que se hundían en el abismo del barranco.

Benjamín se arrodilló en el borde y miró. Y lo que vio lo dejó sin aliento. Allí abajo se abría el universo.

Una estrella rojiza teñía el espacio con su luz cobrizo-terracota, y un cúmulo de asteroides danzaban justo frente a la línea de visión de Ben: desde guijarros hasta montañas, flotando en una danza lenta y majestuosa.

De pronto las tres mujeres, como pequeñas estrellas fulgurantes, se apagaron y se fundieron con esa cohorte de rocas, perdiéndose en el laberinto de su órbita.

Goode se sintió pesado, torpe, y volvió la vista sobre sí mismo. Un traje espacial lo envolvía como un guante presurizado. El casco, enorme y con un visor ahumado, le permitía ver la gigante roja sin quedarse ciego.

Sin pensarlo dos veces, se arrojó al vacío.

Sin embargo, no salió flotando tal como esperaba, sino que cayó sobre la cubierta de una plataforma, como atraído por una fuerza magnética.

La nave era enorme y estaba acompañada por otras más pequeñas, que iban y venían portando material entre las rocas y la plataforma.

“Mineros”, pensó él, “aquí descender es ascender, y ascender es descender… Mineros, tesoros…”

La katábasis, se dijo, el descenso. Y recordó a Hylas, y su caída en el estanque: medio arrastrado por las ninfas, medio arrojándose por propia voluntad.

Y rememoró su viaje por el foso de la torre, su rapto en manos de Connelly, el beso de su oxígeno que lo mantuvo vivo bajo el agua, el regalo de su sangre…

—El descenso es el ascenso —murmuró. Y su voz sonó distorsionada y muy cercana, en el interior del casco.

El universo se extendía maravilloso, a su alcance. Aquí no había límites pero tampoco imposibilidades. Para esto había venido, en realidad. No para conocer a Connelly, ni siquiera para entender qué sentía por él, sino para encontrar la forma de liberarlo. Y era obvio, viendo este infinito interior, que la única forma que Conn tendría jamás de ser libre era entrando en sí mismo.

Él era el universo y el cinturón de asteroides y cada piedra que flotaba en él. Y era más que la suma de todo eso.

De pronto se dio cuenta, por primera vez, que el sitio en donde estaba era una externación del poeta: él mismo afuera de sí.

Sonrió y sintió su propio aliento cálido rebotar contra el cristal del casco y volver a su cara. Estaba lleno de esperanzas.

—¡Conn, amigo, ya es hora! —y el grito resonó opaco en sus oídos, mientras el traje presurizado lo dotaba de coloraturas íntimas.

Estaba en el medio de la más absoluta extensión interminable, dentro de un traje tibio como un útero. Y, cuando las manos palmeadas y húmedas surgieron desde el agujero en medio de la nada y tomaron las suyas, Benjamín sintió que estaba naciendo de nuevo.

 

 

* * *

 

 

—¡Es la idea más descabellada que he escuchado jamás!

A pesar de gritar, la voz aterciopelada de Eleazar seguía siendo tan seductora como siempre.

—Al menos, déjelo que se la explique.

Rickman miró al periodista notándolo por primera vez. Su expresión decía: “¿Qué hace usted aquí?”.

Y “usted” era poco menos que un insecto.

—Señor Goode, esto es entre mi hijo, su madre y yo. No creo que usted tenga nada que ver en este asunto; salvo que busque algún tipo de retorcida primicia.

Benjamín enrojeció de vergüenza y de ira al mismo tiempo; pero no tuvo necesidad de explicarse cuando la libreta de Connelly destelló en letras rojas:

—Él tiene TODO que ver, padre.

Ada miró al humano con curiosidad. Hacía tiempo que lo había reconocido. Era el muchacho de las escaleras del teatro de la ópera.

¿Aquello había sido una coincidencia o un juicio intuitivo? No lo sabía. Pero lo que a Ada le resultaba obvio era aquello a lo que Eleazar estaba ciego: que su hijo tenía una poderosa amistad con el hombre y que era correspondido en ese amor.

—Y, ¿quién te sacará de allí? —insistió el maestro Rickman, mientras ignoraba la respuesta de su hijo y al hombre que tenía parado a su lado—. Cuando alguien cae en tu hechizo eres tú quien lo extrae de él. No hay indicios de que nadie pueda salir por su propia cuenta, sin tu ayuda —de pronto la voz se había vuelto pausada, persuasiva, dulcemente lógica—. Si tú eres quien está dentro, ¿cómo saldrás?

El rumor de los pinos mecidos por el viento tapaba los agitados cuchicheos de las creaciones de Connelly, escondidas entre la vegetación. Sus decenas de ojos estaban fijos en su creador, el cachorro de su sangre, el Baco de sus orgías de vino de poesía. ¿A dónde se iría? ¿Los dejaría solos? ¿Cómo sobreviviría sin ellos? El humano, el favorito de su creador, ¿acaso él lo mantendría con vida al igual que lo hacían ellos?

La respuesta del joven hombre-sirena destelló en la pantalla, bajo la luz de la luna:

—Esa cuestión sólo puedo resolverla yo, padre. Pero aún si no consiguiera salir, eso sería preferible a no vivir.

—¿”No vivir”?

Era la primera vez que Ada hablaba en toda la noche y su voz sonó dolida. No era que se sintiera despreciada o herida por las palabras de su hijo. Al contrario. Era más bien un reconocimiento doloroso de lo que ella había sentido alguna vez. Hubiera deseado que él no tuviese que pasar por aquello pero, al parecer, todos lo hacían. Incluso, viendo el rostro del joven periodista, comprendió que tal vez los humanos también.

Conn no la entendió.

Su tecleo dejó de ser sereno:

Ustedes se cono cen a travésdesus obras. Papá lo hace con Serenidad u u Oscuridad, inclusocon Sombra. Tú has hecho a Espectros de vientos oa Cantar de una langosta, y ellos temuestran quién eres. YO les muestro quiéneson, hasta cierto punto —se detuvo, respiró hondo, y prosiguió con más calma—. Pero mis obras no son mis espejos, son mi alimento… ¿Cómo conocerme si estoy separado de mi propio mundo interior por mi ego? —la mano palmeada del tritón se extendió hacia la del humano, y Benjamín la tomó. Había algo allí muy profundo, notó Ada, algo que iba más allá del hecho de ser amigos y del de ser amantes— Rupert irá conmigo —prosiguió el lento y esmerado tecleo con su mano libre—.tanto si salgo como si no lo hago, él estará a mi lado. Pero necesito que ustedes nos preparen, que nos ayuden a lograrlo.

Antes de que Eleazar pudiera comenzar a exponer sus argumentos, la voz de Ada cortó el aire:

—Tú dinos cómo quieres que lo hagamos, hijo, y así lo haremos.

Luego de aquellas palabras lo único que se oyó fue el murmullo de las agujas de los pinos y el borboteo del agua en la fuente.

 

* * *

 

La esfera de gestación era enorme, capaz de contener a una persona adulta. Estaba llena de agua y descansaba sobre un trípode que se había ensamblado en el sitio donde antes estaba una de las camillas de acero del laboratorio.

Benjamín Rupert Goode, vestido con su traje de lana de cuadros marrones, estaba muy quieto, reclinado contra una de las paredes azulejadas. Tenía tanta tensión y nerviosismo contenidos, que parecía hallarse en total calma. Sus ojos estaban fijos en el huevo transparente dentro del cual se enrollaba sobre sí mismo su amigo y compañero.

La aleta caudal estaba contraída, sus hermosos colores apagados bajo la brillante luz. Se había cortado el cabello a la altura de los hombros, y ahora los azulados mechones desparejos flotaban como un halo alrededor de su cabeza. Distancia estaba pasando su mano por la superficie del huevo mientras Conn le respondía el gesto desde dentro. El elfo parecía muerto en su palidez, bajo la impiadosa luz del laboratorio. Él también había nacido alguna vez en ese sitio y a partir del ser que estaba dentro de la esfera.

Al principio, Benjamín había sentido un cariño débil por las creaciones de Connelly. Cariño que a veces se convertía en celos salvajes y otras en admiración o piedad. Pero, con el tiempo, había logrado comprender que eran un aspecto del propio hombre-sirena, una parte encarnada de él mismo, y eso había logrado que los amase casi tanto como lo hacía a su creador.

Distancia había sido el último en alimentarlo. Aún había rastros de sangre en las cuatro válvulas de su pecho. Con agilidad felina saltó por encima de los aparatos que rodeaban el huevo y aterrizó en los brazos de Goode, escondiendo su cabeza bajo un brazo de éste.

El hombre acarició la cabellera escarlata y trató de calmar el llanto silencioso de la criatura. Entonces el elfo se pasó la mano por el pecho, recogió parte de su sangre verde azulada, y pintó con ella los labios del humano. Luego, con sólo tres grandes saltos, salió del laboratorio.

Rupert entendía ese gesto. Desde hacía un tiempo él era capaz de alimentar a Conn gracias a la mezcla de sangres que habían efectuado, y al arte de Eleazar. Ahora, de ser necesario, él podría mantener con vida a su compañero cuando estuviesen donde fuera que iban a dirigirse.

Eleazar terminó de ajustar los controles y afinar los cálculos. También dispuso las máquinas para que trabajasen solas, puesto que ni él ni su esposa podían estar presentes en el laboratorio, o se verían arrastrados al otro mundo.

Ada le dio un beso largo al cristal que contenía a su bebé sirena adulto, a su hijito amado, y Connelly le sonrió con una amplitud y un gozo casi inocentes. Casi carentes de miedo o pena.

El maestro Rickman pasó su brazo por el hombro de Ada y ambos se quedaron viendo a su hijo. Ya había pasado el momento de las objeciones o de las dudas, ahora no había más nada que decir.

Los tres sabían que se amaban mutuamente, de modo que, en silencio, los padres se despidieron de ese hijo que iba a nacer, a crecer, por segunda vez.

Cuando el laboratorio se quedó vacío, se oyó el profundo y fuerte suspiro de Benjamín. Lentamente éste se acercó a la esfera y apoyó ambos brazos y manos en ella, como conteniéndola.

Temblaba.

—Y bien, ¿qué palabras has elegido para transportarnos a tu mundo? —dijo con una media sonrisa tensa— Tú y yo sabemos bien lo que sentimos el uno por el otro. No me vengas con cursilerías, ¿sí?

La risa de Connelly, aún bajo el agua, provocó una resonancia en el tejido espaciotemporal del laboratorio. Una de la que, por primera vez, y gracias a la modificada esfera de gestación, el propio Connelly fue consciente.

El tritón tembló ante esta sensación. No creía que pudiese ser tan fuerte. Sus ojos asustados se aferraron a la mirada de Rupert, y ésta volvió a él cargada de confianza, seguridad y amor.

Connelly abrió la boca tentativamente varias veces… A veces ensayaba un “te amo” que hacía sonreír de orgullo a Benjamín. Otras, era “Rupert” lo que esbozaban sus labios, y el joven hombre sentía vibrar todo su cuerpo de emoción. Por fin, cerró los ojos, inspiró por sus agallas con fuerza, y cuando miró de nuevo a su amigo, dijo suavemente entre burbujas de aire:

—Gracias.

Y ambos desaparecieron en el interior de una esfera autocontenida.

 

 


Teresa Pilar Mira de Echeverría nació en 1971 en la provincia de Buenos Aires, Argentina.

Es Doctora en filosofía. Dicta cursos en distintas Universidades (Gnoseología, Filosofía de la Naturaleza y Filosofía contemporánea) y en Fundaciones, vinculando sus cátedras con su investigación en ciencia ficción. Directora del CENTRO DE CIENCIA FICCIÓN Y FILOSOFÍA del Departamento de Investigación perteneciente a la Fundación Vocación Humana, estudia e investiga sobre la interrelación entre filosofía, mitología y ciencia ficción (siendo éste el tema de su tesis doctoral). Ha dictado conferencias sobre este tópico en simposios Internacionales de Filosofía, y ha realizado distintas charlas y exposiciones al respecto desde hace varios años. También ha publicado artículos sobre el tema en las revistas El hilo de Ariadna, NM, Signos Universitarios Virtual y Cuásar, entre otras. El artículo: «La trama del vacío —O una única visión triple según Spinrad, Delany, Malzberg—» obtuvo el 2do accésit en la categoría “Ensayo” en el III Premio Internacional de las Editoriales Electrónicas (2010); y su ensayo «Los símbolos de lo Sagrado en la mitología contemporánea: Cuatro visiones de una divinidad exógena, según Dick, Zelazny, Farmer y Herbert» fue finalista en el Fourth Annual Jamie Bishop Award (International Association of the Fantastic in the Arts – IAFA) del 2009.

También ha publicado cuentos de Ciencia Ficción en las revistas especializadas: Axxón, NM, Próxima y Opera Galáctica. Su cuento Memoria apareció en la antología internacional Terra Nova junto a lo más renombrados autores de la actualidad.

Se declara apasionada de la New Wave, especialmente de los autores: Frank Herbert, Philip K. Dick, Philip José Farmer, Samuel Delany, Roger Zelazny y Octavia Butler. Y admiradora de China Miéville.

Hemos publicado en Axxón sus cuentos: INTERCAMBIO JUSTO, DEXTRÓGIRO, PÚLSAR y OTOÑO; y el artículo HOGAR, EXTRAÑO HOGAR —LOS MODELOS DE FAMILIA DENTRO DE LA CIENCIA FICCIÓN—.


Este cuento se vincula temáticamente con CADENAS, de Ricardo Giorno; ALGUNAS COSAS QUE VI EN EL DESIERTO, de Pablo Dobrinin; LAS SIRENAS CANTÁNDOSE ENTRE SÍ, de Cat Rambo; y BICHARRACO, de Ignacio Román González.


Axxón 257 – agosto de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Manipulación Genética : Arte, literatura : Seres fantásticos : Universos paralelos : Argentina : Argentino).

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